No nos esforzamos en nada, ni queremos, apetecemoso deseamos cosa alguna porque la juzguemos buena; sino que, por el contrario, juzgamos que una cosa esbuena porque nos esforzamos hacia ella, la queremos, apetecemos y deseamos.
La necesidad de dominar las pasiones fue la preocupación constante del poder en los diferentes períodos históricos de la humanidad. En la Era Medieval, San Agustín recomienda al Estado la tarea de contener, por la fuerza si es necesario, las peores manifestaciones de las pasiones. El teólogo Calvino, para propagar la Reforma, plantea una idea muy similar. Por otro lado, los pensadores utópicos concebían sociedades ideales donde la pasión no tenía lugar. Era un mundo perfecto construido como una máquina.
En el siglo XVII Baruch Spinoza, para quién las pasiones forman parte de la naturaleza humana, reacciona contra estas concepciones, en especial las utópicas. En el párrafo inicial de su Tractatus politicus ataca a aquellos que “no conciben a los hombres tal como son, sino como les gustaría que fuesen”. En la Ética se opone a quienes “prefieren detestar y ridiculizar los afectos y las acciones de los hombres” al realizar un proyecto donde imaginan “las acciones y los apetitos humanos como si estuvieran considerando líneas, planos y cuerpos”.
Es en ese siglo donde comienza a surgir la idea de una pasión compensadora para contener las pasiones peligrosas. Spinoza decía que a las pasiones tristes (el odio, la depresión, la melancolía, etc.) se le debían oponer las pasiones alegres (el amor, la generosidad, la solidaridad, etc.). Ambas pasiones forman parte del ser humano. Por lo tanto es precisa una política compleja donde el Estado debe ser garantía de una “comunidad de vida” basada en una democracia de lo necesario. Por el contrario Thomas Hobbes establecía, en su Leviatán, que la búsqueda agresiva de la riqueza, la gloria y el dominio son superados por las otras “pasiones que inclinan a los hombres hacia la paz, que son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerla por medio del trabajo”. Es decir, el miedo y los intereses económicos iban a permitir dominar las pasiones descontroladas. En esta perspectiva, el surgimiento del capitalismo aparece como la solución para, ya no la supresión de las pasiones, sino su control. Se suponía que el capitalismo iba a permitir reprimir ciertos impulsos e inclinaciones del ser humano y moldearía una personalidad más previsible.
Durante el siglo XX los fascismos, sobre la base del odio, construyeron una comunidad para la muerte. Las utopías de los Estados social-autoritarios no dejaban lugar para las pasiones, ya que estas debían responder a la razón del Partido. En cambio, siguiendo a Hobbes, el capitalismo supo combinar el miedo, a través de la represión, y la posibilidad de vivir mejor a una parte minoritaria de la población como una forma de controlar las pasiones. Para decirlo sencillamente: el palo y la zanahoria. A fin de siglo, la globalización que produce el capital financiero genera una cultura de todos contra todos. La estabilidad imaginaria del orden burgués se derrumba. Hoy nada es seguro para nadie. Los que tienen, mañana lo pueden perder. Los que nada tienen saben que ya nada pueden ganar. Las dos terceras partes de la humanidad vive en el hambre y la miseria. Pero el tercio restante, con una prosperidad nunca vista en los siglos anteriores –en especial en los países desarrollados–, no tienen una esperanza en el porvenir. Su sensación es que de improviso, en cualquier instante puede sobrevenir la catástrofe: se derrumba la bolsa, pueden envenenarse con alimentos transgénicos, ser asesinados en las calles o explotar un depósito nuclear. El conjunto de la sociedad ha llegado a la conclusión de que el colapso forma parte de su misma condición. De esta manera es imposible sentirse bien en medio de la prosperidad. Ningún proyecto es posible. El Estado no puede regular las pasiones, por el contrario libera las pasiones tristes: la desesperanza es la consecuencia de sentir que se está atrapado en una situación sin salida. En este sentido la utopía de la felicidad privada –como la denominé en un editorial anterior– ha llevado a un representante de la derecha conservadora como Francis Fukuyama, en su promocionado libro El fin de la historia, a elogiar los beneficios de la psicofarmacología. Por ello, alegremente afirma que, en el actual capitalismo, las pasiones son tratadas con Prozac.
Esta situación tiene la particularidad en la Argentina de que el conjunto de la población vive con la sensación de la disolución del Estado. Como plantea Carlos Gabetta en un artículo de Le Monde Diplomatique, no es solamente el aumento de la desocupación y la pobreza; del retroceso en ciencia y tecnología; de la decadencia universitaria; de la inseguridad, de la corrupción sindical, política e institucional. A todos estos datos que definen una crisis grave se debe agregar un Estado que no puede tomar decisiones económicas sin consultar a los organismos financieros internacionales. De esta forma, un Estado que no puede brindar a sus ciudadanos seguridad, justicia, educación y salud lleva a la población a una desesperanza extrema: no se cree en nada. La sensación es de pánico. Tomás Eloy Martínez describe esta circunstancia: “En los años 90, todo era ‘espectacular’. Ahora, la realidad es ‘de terror’: los precios, los impuestos, el ajuste, la merma de los sueldos. Desde hace tres años la expresión ‘de terror’ se agendó con cierta frecuencia en Buenos Aires. Ahora abarca el país entero: el frío es ‘de terror’; el desamparo también”.
Es evidente que el terror impuesto por la última dictadura militar se vuelve a vivir con un Estado que hace desaparecer a los ciudadanos de su lugar social. Pero esta explicación puede transformarse en una justificación sino se genera una política que permita transformar esta sociedad. Por ello debemos recordar a Spinoza cuando plantea que “la verdad por sí sola no tiene ningún efecto sobre la falsedad”. El efecto de la verdad sobre las pasiones deriva de su capacidad de devenir un afecto activo capaz de sobreponerse a los afectos pasivos asociados a las ideas falsas y limitadas. En este sentido, es necesario producir una razón apasionada que tenga la potencialidad de construir comunidad. Una razón apasionada que permita crear una esperanza de que el mundo puede ser cambiado.