Desde hace unas décadas, un conjunto de situaciones vividas en las escuelas ha pasado a ser definido como expresión de la denominada violencia escolar. Los medios masivos de comunicación y los expertos -a veces utilizando los mismos medios; otras veces, como parte de publicaciones académicas y culturales- han jugado un rol fundamental en la instalación de la violencia escolarcomo prioridad entre los problemas educativos que se estudian y debaten. Pero prácticamente, ninguno de estos debates incluye siquiera la posibilidad de poner en duda la existencia de un fenómenoque admite, sin más, ser reconocido y llamado violencia escolar. Por el contrario, parecería ser evidente; casi un objeto que puede ser visto y palpado como rasgo propio de una persona, de un grupo de alumnos o, incluso, de una familia o un estrato social.
Sin embargo, en la vida social y según las creencias y la moral occidental, existe una complicada diferenciación de tipos de violencia. Esta diferenciación está sostenida por una visión que la vincula con un estado de la naturaleza humana y por una dicotomía que nos impulsa a interpretar el mundo social a través de dos clases excluyentes: orden y caos. Así, la violencia latente en la “naturaleza humana” como una predisposición innata y permanente, vinculada al egoísmo propio de todo individuo, conduciría tendencialmente a una colisión de todos contra todos. Según esta óptica, si esto no sucede así es porque esas predisposiciones son contenidas y contrarrestadas por la existencia de un poder que “monopoliza la violencia legítima” -el poder del Estado, en un sentido amplio- que se impone para asegurar la existencia de relaciones sociales más o menos estables. Las crisis que alteran la estabilidad de las relaciones sociales son vividas y sentidas como causadas por brotes de violencia, individual o colectiva, y por el debilitamiento del Estado para ejercer eficazmente su poder de coacción, disuasión, vigilancia y represión. Como puede advertirse, estas visiones equiparan orden con coacción legítima y desorden con violencia[1].
¿Hace falta recordar que esta visión tiende a ocultar las relaciones de desigualdad y de fuerza, fuera de cuyo contexto toda discusión, sobre la naturaleza humana y la violencia, es inconducente y viciada? ¿Haría faltar recordar, que no hay que olvidarlo, cuando se habla de “la violencia en las escuelas”?
¿A qué se llama usualmente violencia escolar? A poco que se examine esta cuestión, sorprende encontrar la gran heterogeneidad de hechos que engloba. Una riña en el patio de recreo, empujones en la fila, la producción de daño físico, agresiones verbales y/o corporales a un compañero/a o a la maestra, amenazas verbales o gestuales, rupturas del mobiliario, sustracción de un objeto, actitud de desafío ante los “llamados al orden” podrían ser percibidos e interpretados de diversas maneras, con distintos encuadres. Pero, en la medida en que son atraídos directamente al interior de la categoría “violencia” que presumiblemente los identifica y explica, se clausura por anticipado, toda posibilidad de su adecuada comprensión. Algunos analistas señalan que hay matices, contextos sociales, actores y situaciones concretas que hay que tener en cuenta para entender la violencia escolar.Pero el punto de partida ha sido ya aceptado y establecido.A través del lente de la “violencia”, inevitablemente se tenderá a dar visibilidad a ciertos aspectos de los acontecimientos, mientras otros permanecerán opacados y hasta invisibles. Por supuesto, con esto no niego las situaciones de desajuste y de ruptura de las normas y de las relaciones societales escolares producidas a veces con gran dramaticidad, que requieren respuestas nuevas, muchas veces difíciles de encontrar de inmediato. Lo que quiero poner de relieve es que la búsqueda de esas respuestas queda viciada de antemano, cuando el rótulo que identifica el problema es violencia escolar. Es necesario advertir que todas las estadísticas demuestran que esas situaciones extremas, son muchísimo más escasas que lo que los discursos de algunos políticos, de la televisión, la radio y la prensa escrita sensacionalista instalan, pero logran teñir nuestra percepción de los sucesos. Porque la experiencia de la violencia escolar no irrumpe solamente en la vida cotidiana de quienes la sufren, sino también, en las narrativas que un conjunto de discursos sociales elaboran sobre el mundo escolar.
La precaución con la palabra violencia es imprescindible. Necesitamos encontrar un abordaje que no convalide los efectos de estigmatización que conlleva el rótulo previo de violencia que, muy rápidamente, se desplaza hacia el de “alumno violento”. Examinar, por ejemplo, la violencia implicada en los diversos modos de clasificación escolar de niñ@s y jóvenes nos estimula a cuestionar este etiquetamiento bastante novedoso de “alumno violento”y repensar las distintas formas de violencias que se producen en las escuelas. Adviértase que ya estoy hablando en plural.
Las formas de clasificación estigmatizadora de los alumnos existen desde hace mucho tiempo atrás, aunque sin apelar a la categoría violencia. Como todos sabemos, calificar los desempeños de los alumnos forma parte de lo que se hace en la escuela. Estas calificaciones abarcan tanto aprendizajes como comportamientos y suelen derivar en la ubicación de los alumnos en algunos de los “tipos” escolares. “Lentos”, “rápidos”, “cabeza dura”, “muy inteligente”, “poco inteligente”, “obediente”, “calladito”, “revoltoso”, “desobediente”, “muy conversador”, “con problemas de conducta”, “con problemas familiares”, “alumno problema”, son algunas de estas categorías instaladas en la tradición escolar, si bien resistidas y puestas en discusión por maestros y profesores más sensibles y comprometidos con la situación de los alumnos. A esas categorías se ha sumado, desde algún tiempo, la de “alumno violento”. El análisis de los fundamentos de estas clasificaciones nos coloca ante la presencia de un tipo de poder: el poder de imponer a “otros” las formas de clasificación que se consideran legítimas; el poder para clasificar a “otros”, de modo tal que quedan inapelablemente inferiorizados o culpabilizados; el poder de incidir en la imagen de sí mismos, en su destino escolar y en lo que pueden esperar de ellos mismos a lo largo de su vida adulta. Esto tiene, como es evidente, consecuencias discriminatorias, cuyos efectos no son siempre visibles a corto plazo[2]. Este ejercicio del poder de clasificación es una forma específica de violencia: la violencia que no apela a la coacción física, sino a la imposición de significados como legítimos desde una posición de autoridad aparentemente imparcial y desvinculada del poder. Pierre Bourdieu la llamó “violencia simbólica” y consideró que era una de las formas fundamentales de la presencia de la violencia que otorgaban sentidos al comportamiento, a la percepción y al pensamiento, arraigada en la cotidianeidad de las relaciones sociales y en particular, de manera muy efectiva y eficiente, en las escolares.
Imaginemos la carga valorativa y emocional que tiene la palabra violencia, para tener en cuenta todo lo que cae sobre un alumno cuando es definido como “violento”. Qué efectos provoca sobre quienes lo incorporan como parte de su identidad. Cuántas connotaciones de alerta y de peligrosidad implican, cuánto rechazo y cuánto temor suscitan. Cuánta agresión emocional se ejerce cuando se adoptan actitudes de sospecha y de desvalorización, aun sin que exista la intención consciente de agredir. Esta pregunta, este modo de interrogar a las presencias de violencias en las escuelas, reubica el problema, lo disloca del lugar habitual desde el que son miradas e interpretadas y apunta de manera directa a comprender a las víctimas y a situarnos desde sus perspectivas. Lo cual no implica, defenderlas acrítica e irreflexivamente.
Se puede afirmar, sin exagerar, que los temores colectivos sobre las violencias sufridas en la vida social en general tienden a proyectarse en la figura del niño o el joven, quien, de este modo, deja de ser el que sufre la violencia para pasar a ser el que la produce. Se lo convierte en parte de las causas de la violencia. La inversión de términos es clara: quienes son clasificados o potencialmente clasificables como “violentos” suelen ser, casi sin excepción, aquéllos que por su edad, su origen social, su condición étnica, tienen el menor poder de decisión en la definición de las relaciones sociales -carecen de poder- son los más vulnerables y vulnerados. Para entender más cabalmente el sentido de esta inversión de términos, recordemos ligeramente el contexto de la instalación de la figura de “alumno violento”. Desocupación en masa, empobrecimiento, inestabilidad laboral, precarización del empleo, desarticulación de los sistemas de educación y de salud produjeron una profunda desorganización de los modos de vida de millones de familias, daños materiales y psíquicos. Sin embargo, esos sufrimientos infringidos en última instancia por los poderes del Estado, de los grupos económicos, de los elencos políticos que se sucedieron en los diferentes gobiernos, sobre la vida de millones de personas, no se perciben como claras expresiones de violencia. Pero sí se perciben como violentos, a muchos de los niños y jóvenes que más han sufrido la violencia en todas sus formas en las dos últimas décadas. El “niño violento”, el “joven violento” son un blanco cómodo para proyectar la violencia social. Parecen ser así, las figuras solitarias en un escenario donde todas las formas de poder se han retirado de la escena y se han confundido con los espectadores, escandalizados o sorprendidos, por el “incremento de la violencia”.
Diana Milstein
Dra. en Antropología Social
Profesora e investigadora de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad del Comahue
dianamils [at] hotmail.com
Notas
[1] Muchos de estos significados que circulan como parte del sentido común son tributarios, a través de muchas mediaciones y vulgarizaciones, de líneas de pensamiento desarrolladas por la filosofía, las ciencias sociales y las ciencias humanas.
[2] Recomiendo la película francesa “Entre los muros” dirigida por Laurent Cantet para entender a fondo este planteo.