La emergencia de nuevas conductas relacionadas con ponerse en riesgo, con exponerse uno a la adversidad, modifican la sociología de la juventud. (…) La noción de “crisis” relacionada con la adolescencia, traduce esencialmente el contraste entre las aspiraciones del joven y las posibilidades de realización ofrecidas por la sociedad donde vive. (…)
Hoy en día, en efecto, la dificultad del pasaje hacia la edad adulta está acentuada por una competencia de lo indeciso sobre lo probable, que impide proyectar un porvenir previsible y feliz. Ya nadie sabe bien a dónde va, la sociedad tiende a transformarse en un sistema de competición generalizada, es corriente hablar de “reciclaje” permanente o explicar que, de ahora en adelante, para cada asalariado será necesario cambiar varias veces de trabajo en el curso de su existencia. Lo esencial es salir adelante lo mejor posible. Todos los medios son buenos a condición de no ser atrapado o salir del apuro. (…) La sed de autonomía está trabada por las dudas que atraviesan al joven en cuanto a sus capacidades para asumir la responsabilidad. Atormentado entre esta exigencia de bastarse a sí mismo y el temor de encontrarse sin apoyo, duda sobre qué conducta sostener, sufre su indecisión. La libertad es un valor para aquél que posee los medios simbólicos de su uso y sabe enfrentar los obstáculos diseminados en su camino; por otra parte, genera miedo.
La provocación al entorno mediante la depresión, la violencia, el repliegue en sí mismo o las conductas de riesgo, más allá del sufrimiento que traducen sus comportamientos, son maneras de testear el amor de los otros. Son el doloroso rodeo para afianzar el valor de su existencia a los ojos de los otros.
“Una de las características a esta edad es, en efecto, la atracción por lo negativo, escribe Philippe Jeammet, que podemos ver como un trabajo de reapropiación de su destino por parte del adolescente, frente a la gravedad de aquello que es impuesto y, antes que nada, en relación a sus propias necesidades de dependencia afectiva en las que las exigencias unidas al cuerpo pueden ser el representante privilegiado. Al “no pedí nacer”, responde en eco “puedo elegir morir” (Jeammet).
Juegos de muerte, Juegos de vida
Las razones de poner en peligro su vida para poder existir son numerosas y conflictivas, sólo la historia personal del joven es susceptible de esclarecer el sentido de su pasaje al acto, mientras que otro, viviendo una situación cercana, parece estar satisfecho o toma conductas diferentes. Las conductas de riesgo tienen su origen en el abandono, la indiferencia familiar, pero también, a la inversa, en la sobreprotección, especialmente maternal. Muchas veces está presente la descalificación de la autoridad paternal. A veces se trata de violencia o de abusos sexuales, el desacuerdo de la pareja paternal, la hostilidad de un padrastro o una madrastra en la familia recompuesta. Siempre está presente la falta de orientación para existir, el sentimiento de ausencia de límites a causa de prohibiciones paternales que nunca fueron dadas o estuvieron sostenidas en forma insuficiente (…) Lo que no encuentra más en su casa, la certeza interior que su vida tiene un valor y que tiene su lugar en el mundo, el joven lo busca afuera en forma deshilvanada y en un cuerpo a cuerpo con lo real. Las conductas de riesgo se arraigan en un sentimiento confuso de falta en su existencia, de sufrimiento difuso. La intención de ningún modo es morir, sino testear una determinación personal, buscar una intensidad de ser, un intercambio con los otros, un momento de soberanía, de traducir también un grito, un malestar, todo eso en una búsqueda desordenada que a menudo sólo encuentra su significación después del acontecimiento. Más allá de las conductas de riesgo catalogadas como tales en el campo de la salud pública, un 15,1% de los jóvenes declaran haber hecho alguna cosa, según ellos, de riesgo, por placer o desafío, durante los últimos doce meses. Los varones fueron dos veces más numerosos que las mujeres. Las conductas de riesgo son el reverso de un juego con la idea de muerte. Manipulando la hipótesis de su muerte voluntaria, el joven agudiza su sentimiento de libertad, desafía al miedo haciéndole frente, convenciéndose de que todo el tiempo tiene una puerta de salida si se le impusiese lo insostenible. La muerte entra así en el campo de su propia potencia y deja de ser una fuerza de destrucción que lo sobrepasa. Este juego con la idea de muerte es una fuente de placer ambigua, nunca está lejos de la restauración narcisista. En este período de la vida, el cuerpo es el campo de batalla de la identidad.
La expresión “conductas de riesgo”, aplicada a las jóvenes generaciones, se impone cada vez más para designar una serie de conductas discordantes, en las que el común denominador consiste en la exposición de sí a una probabilidad nada despreciable de herirse o morir, de lesionar su porvenir personal o poner su salud en peligro. Las conductas de riesgo de los jóvenes no se reducen a un juego simbólico con la eventualidad de morir o de enfrentarse violentamente al mundo, a veces también se manifiestan discretamente, en silencio, pero ponen en peligro las potencialidades del joven, alteran en profundidad sus posibilidades de integración social, su amor por la vida, y a menudo culminan en la adhesión a una secta, en una renuncia a la identidad. Imitando formas variadas, resaltan la intención pero también las motivaciones inconscientes. Algunas, deliberadas largamente, inscriptas en la duración, se instauran como modo de vida, otras marcan un pasaje al acto o una única tentativa ligada a las circunstancias.
Las conductas de riesgo también son maneras ambivalentes de lanzar un llamado a los más cercanos, a aquellos que cuentan. Constituyen una última manera de fabricar sentido y valoración. Testimoniando la resistencia activa del joven y sus tentativas por volver al mundo, se oponen al riesgo bastante más incisivo de la depresión o del desmoronamiento radical del sentido. No obstante los sufrimientos que las mismas arrastran, poseen a pesar de todo una vertiente positiva: favorecen la toma de autonomía del joven, la búsqueda de sus marcas; a veces lo abren a una mejor imagen de sí mismo; son un medio de construirse una identidad. No son menos dolorosas en sus consecuencias, a través de las dependencias, las heridas o las muertes que arrastran. Pero no olvidemos, de todos modos, que el sufrimiento está río arriba, perpetuado por una conjunción compleja entre una sociedad, una estructura familiar y una historia de vida. Paradójicamente, para ciertos jóvenes, es mayor el riesgo de quedar amurallados en su malestar de vivir, y quizá algún día, logren una salida radical. Las turbulencias provocadas por las conductas de riesgo ilustran una voluntad de deshacerse del sufrimiento, de forcejear para acceder por fin a sí mismo.
Las mismas se distinguen absolutamente de la voluntad de morir, no son formas torpes de suicidio sino rodeos simbólicos para asegurarse el valor de su existencia, rechazar lo más lejos el miedo de su insignificancia personal. Son ritos íntimos de fabricación de sentido. Las pruebas que los jóvenes se infligen con una lucidez inigualada, son ritualizaciones salvajes de un pasaje doloroso, son momentos “transicionales” o más bien, su cuerpo, él mismo, es un objeto transicional proyectado al mundo duramente para continuar una marcha penosa de confusión.. Las conductas de riesgo de las jóvenes generaciones, tal como son definidas por las instituciones de salud pública, señalan sufrimiento y desconexión social, son tentativas de simbolizar su lugar en el seno de lo colectivo, de volver al mundo. Cada uno, por un camino indirecto y peligroso, está en búsqueda de este modo de una legitimidad personal. Las conductas de riesgo son acciones desarrolladas por el joven, solo o con otros, poniendo su existencia en peligro físico o moral. A pesar de los esfuerzos de la sociedad para prevenirlas, tienden a multiplicarse.
Masculino y Femenino en las conductas de riesgo
Los varones están más afectados que las mujeres por las consecuencias de sus conductas de riesgo, con un porcentaje claramente mayor de mortalidad y morbidez. Pero los unos y los otros utilizan su cuerpo como un objeto transicional. El cuerpo es el ancla que tiramos en la profundidad de un mundo que no comprendemos y donde hay un enorme vacío. Un ancla que permite enganchar algo, construirse alrededor de una solidez que por fin ha sido encontrada. Numerosos estudios atestiguan que los varones utilizan medios más radicales para poner en juego su integridad física que las mujeres. Ellos proyectan su cuerpo contra el mundo, se debaten en su búsqueda de límites, fuerzan un camino de sentidos en su existencia enfrentando a la muerte simbólica o realmente: juegos peligrosos, embriaguez, velocidad sobre la ruta en dos ruedas o en automóvil, suicidio, delincuencia, violencias físicas. De hecho estas conductas son valorizadas con frecuencia, remitiendo a una imagen de virilidad (velocidad, embriaguez, delincuencia, etc.). Las mismas plantean incluso una dimensión iniciática de entrada en una categoría de edad a la que permanecen ligadas a través de imaginarios culturales: así es acerca de la velocidad en la carretera, el primer cigarrillo, la facilidad para volverse agresivo, la primera embriaguez, etc. Afirmación de sí mismo a través de comportamientos asociados al coraje, a la virilidad.
Los mayores, al respecto, casi no están en una posición de fuerza para disuadirlos, habiendo ellos mismos tomado las mismas vías, y continuándolas incluso años después. Además, el cine, las revistas, enaltecen el atractivo de esos comportamientos, estigmatizando la prudencia, percibida como pusilánime o como una debilidad. En los Estados Unidos, dos veces más adolescentes varones mueren que adolescentes mujeres por heridas no intencionales. Los mismos corren dos veces más riesgo que las mujeres de estar implicados en situaciones violentas y tienen una tasa del doble de criminalidad. Las mujeres hacen sensiblemente más tentativas de suicidio que los varones, incluso aunque mueren menos. Alrededor de tres varones se matan por cada mujer.
Las mujeres utilizan a menudo psicofármacos, fuman y recurren a las drogas, hoy tienden a alcoholizarse más, la búsqueda repetida de embriaguez, especialmente, deviene en un problema. Las mismas interiorizan su malestar de vivir (dolores de cabeza, nauseas, depresiones, dolores difusos, pérdidas de consciencia, espasmofilia, etc.). Los descontentos corporales marcan la impregnación negativa de un cuerpo en un proceso de cambio difícil de asumir, especialmente en la sexualización, un cuerpo como un vestido ridículo del que no se reconoce bien su femineidad y que reclama tener dolor para poner a prueba su existencia. Las mujeres están a menudo sujetas a desórdenes alimenticios (anorexia, bulimia). Conocen a menudo embarazos precoces obligándolas a ser madres adolescentes, sobre todo para aquellas descendencias de numerosos hermanos, de padres disociados o en conflicto, a menudo desempleados o tributarios de empleos provisorios. Su escolaridad es mediocre, su propia estima, pobre. El niño que ellas dan al mundo o que abortan es, a pesar de todo, una manera de mostrar inconscientemente su valor, atándose inconscientemente a la maternidad.
En un buen estudio, Judith Green muestra cómo los relatos de accidentes que atañen a jóvenes de entre 7 y 11 años, participan en la construcción de sí mismos, entran en gran parte en la reputación de unos y otros, ayudan a estrechar las fronteras morales del grupo de pertenencia y a subrayar las conductas apropiadas. Negociando el peligro que es traído por la palabra, los relatos de accidentes elaboran las maneras de estar conformes valorándolo todo, especialmente en los varones. Contados con frecuencia, celebran las mismas virtudes. La narración pone en escena un actor competente, maduro, valiente. Este trabajo identitario permite mostrarse bajo un ángulo propicio. Sin embargo, los propósitos difieren profundamente según sean sostenidos por las mujeres o por los varones. Los relatos de las mujeres acentúan su responsabilidad hacia los otros, sienten que les concierne por lo que les ha pasado y se interrogan sobre su conducta. Hablan de su suerte de haberse encontrado allí en el momento justo para ayudar a la víctima luego del accidente, o se lamentan por haber fallado en prevenirlos. O bien, tratándose de ellas mismas, se reprochan haber tenido comportamientos poco reflexivos. Tienden a estigmatizar los riesgos tomados por sus compañeros.
A la inversa, los relatos de los varones están centrados sobre el hecho de que han tenido agallas, que son más audaces que las mujeres o sus pares transformando la adversidad en demostración de excelencia. Los mismos han hecho alarde de su coraje en comportamientos peligrosos (por ejemplo, andar en bicicleta en la calle a pesar de la prohibición paterna) y que luego del accidente no tuvieron miedo a la sangre o se mostraron resistentes a su dolor. Los varones son orgullosos de su independencia de espíritu, tomando la palabra de cuidarse de sus padres como secundaria, mientras no la hayan confirmado con su experiencia. El hecho de haber sufrido un accidente ya produce a su edad la exaltación de haber salido adelante y testimonia un valor personal. Sin embargo se ejerce una dosificación sutil. Lejos de atestiguar a los ojos de los otros su virilidad naciente, aquel que multiplica los accidentes, sobre todo si es un varón, incurre en la reputación de torpe y entonces es considerado con baja estima por sus compañeros.
Otros trabajos, comentados en extenso por Deborah Lupton, muestran que la memoria de los hombres está fuertemente estructurada por los momentos en los que, antiguamente, se confrontaron a la autoridad de los adultos. El júbilo de haber roto los límites dados por la ley o haber sabido ponerse en peligro con sangre fría, organizan los recuerdos más potentes. El niño joven construye su “heroísmo” oponiéndose a todas las formas de autoridad encarnadas por los adultos (padres, policía, profesores, etc.). La construcción masculina de su propia trama, se alimenta de manera privilegiada de los momentos cuando se intenta hacer prevalecer el punto de vista personal sobre la autoridad social. Allí se elabora una leyenda para uno mismo, pero también para los otros, a quienes les gusta recordar las viejas “hazañas”.
David Le Breton
Antropólogo y Sociólogo
dav.le.breton [at] orange.fr
* El texto está extraído de su último libro Conductas de riesgo. De los juegos de la muerte a los juegos de vivir, Ed. Topía, Bs. As., 2011.