Un famoso fragmento de A través del espejo hace patente por su absurdo cierta inevitable y cotidiana relación entre el poder y la significación. El diálogo es el siguiente:
Cuando yo uso una palabra -insistió Humpty Dumpty (…)- quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.
-La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
-La cuestión -zanjó Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda…
Pero supondremos que de este lado del espejo las cosas -algo más impersonales- suceden de un modo análogo, aunque no respecto del significado de las palabras sino de las categorías que ordenan nuestro pensamiento y nuestros actos. Al menos cuando no hay un esfuerzo crítico que nos prepara para evitarlo. Y esta es, precisamente, la suerte de la categoría el “Otro”. Qué esté en mayúscula y en singular hacen fácilmente comprensible que tal categoría no señala a un existente identificable. Nadie duda que existen los otros, los demás, todos aquellos con quienes puedo relacionarme, pero nada podría identificar en el mundo que sea el Otro.
La reflexión que intentan estas páginas es la del sentido político que el uso acrítico de la categoría el Otro supone en nuestra actualidad
La reflexión que intentan estas páginas, aunque algo breve y superficialmente, es la del sentido político que el uso acrítico de la categoría el Otro supone en nuestra actualidad. Veamos algunos de esos problemas en tres casos concretos de nuestra realidad política cercana.
El primer caso es una famosa consigna que en el año 2013 propuso la entonces presidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner: “la patria es el otro”. José Pablo Feinmann explicaba al respecto: “una presidenta que llega al gobierno con un 54% de los votos recurre a la vertiente leviniana (sic.) de la filosofía -que sus oponentes deben ignorar por completo- para proponer una democracia para todos, que no vea en el Otro al enemigo sino al que necesito para fundar un orden basado en la no violencia”.1 Ese texto, sin embargo, tampoco ignoraba el peligro al que se enfrentaba esta concepción del Otro, ya que había también un otro del Otro “que quiere la patria para él y para sus socios, ni siquiera decide y actúa desde la patria. Para ellos, la patria ha muerto”. Pero tanto la consigna como la advertencia estaban determinados por la misma categoría del “Otro”.
El segundo caso es la carta con la que el filósofo Oscar del Barco abrió en 2004 el debate (uno de los más importantes en lo que va del siglo) sobre la responsabilidad y el asesinato político. Esa carta respondía a una entrevista en la que Héctor Jouvé relató su participación en la dramática experiencia del Ejército Guerrillero del Pueblo en Salta entre 1964 y 1965. Como es sabido, ese intento culminó en un doloroso fracaso: el EGP no llegó a realizar acciones relevantes ni enfrentamientos; infiltrados por la policía, acosados por la gendarmería y el hambre, hubo poquísimos sobrevivientes, pero además fusilaron -con la oposición de algunos miembros, entre ellos Jouvé- a dos de sus compañeros, que no soportaron las condiciones de la guerrilla y estaban “quebrados”. Este es el punto en que se inscribe la muy conocida y discutida carta de Oscar del Barco. Pero lo que interesa resaltar no es el debate ni el argumento de del Barco en sí mismo, sino su fundamento filosófico. Se trata otra vez de la cuestión del “Otro”, y en este caso es también la referencia es Levinas. El problema del asesinato político abre para del Barco una “responsabilidad sin sentido y sin concepto ante lo que titubeantes podríamos llamar ‘absolutamente otro’. Más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el no matarás”.
El último caso es quizás menos explícito, pero no está menos determinado por esta concepción del “Otro”. Se trata de un hecho, sus antecedentes y su interpretación política más general. El hecho es el intento de asesinato de Cristina Fernández de Kirchner. Los antecedentes, tres cuestiones que confluyen en un mismo punto: a) el claro desplazamiento a la derecha del sistema político en su conjunto, con consensos de hecho de las fuerzas mayoritarias sobre un programa mínimo, que incluye, entre otras cosas, el pago de la deuda externa, el ajuste al gasto público, el horizonte extractivista, etc. Esto puede leerse, además, como un agotamiento de la capacidad reformista que el kirchnerismo define como lo más sustancial de su legado. En segundo lugar, b) la creciente pregnancia de discursos de neofascistas, tanto en los medios masivos como en el interior del sistema político, a lo que se suman un notable crecimiento de figuras políticas de ultraderecha o que encuentran rédito político en un conservadurismo radical. Finalmente, c) el reciente surgimiento de bandas de ultraderecha que realizan “el pasaje al acto” (por el momento con deficiente organización, aunque alto voluntarismo) de ese discurso. Podríamos decir que en el intento de asesinato de Cristina Fernández de Kirchner estas cuestiones se confluyeron en un único hecho. Pero otra vez, lo que interesa aquí más que el hecho en sí es su explicación política: el Odio, y los discursos que lo conjugan, se volvieron la clave de comprensión más recurrente. Ciertamente, la masiva manifestación de repudio puede leerse como una incipiente respuesta antifascista, pero las reacciones del sistema político fueron mermando su significación. Lo primero fue la declaración de la Cámara de Diputados, que puso el acento en los discursos de odio y en la búsqueda de la “paz social”; luego el llamado del propio gobierno a una misa en la Basílica de Luján, bajo el mismo pedido de paz social y en contra de la intolerancia.
La identificación de la patria y el Otro borra el enfrentamiento que la noción misma de patria supone desde su origen (por ejemplo, en una guerra de independencia) pero que sostiene como lucha de clases
En estos tres casos el enfrentamiento ocurre en el plano de lo político, pero sus parámetros concretos se diluyen en la categoría del Otro, ya sea que ese Otro aparezca como fundamentado “la patria”, que sostenga, como “absolutamente otro”, toda ética “más allá de todo y de todos” en el mandamiento de no matar, o que sea en cambio el objeto de un Odio que destruye la posibilidad misma de la democracia, e incluso de la política. En los tres ejemplos partimos de enfrentamientos políticos reales, pero arribamos al mismo punto de llegada en la neutralidad del Otro. Lo que así se obtura es la posibilidad misma de distinguir políticamente.
En el primer ejemplo, la identificación de la patria y el Otro borra el enfrentamiento que la noción misma de patria supone desde su origen (por ejemplo, en una guerra de independencia) pero que sostiene como lucha de clases. Feinmann parece intuir ese borramiento, y de ahí su advertencia, pero elige mantener el esquema comprensivo de una ética general del Otro, de modo que su advertencia se convierte en una autoafirmación moral (“nosotros creemos en el Otro, ellos no, etc.”).
Del mismo modo, la ética abstracta que propone del Barco, iguala toda posición histórica en un mismo plano de indistinción. “¿Qué diferencia hay -se pregunta- entre Santucho, Firmenich, Quieto y Galimberti, por una parte, y Menéndez, Videla o Massera, por la otra? (…) Los llamados revolucionarios se convirtieron en asesinos seriales, desde Lenin, Trotsky, Stalin y Mao, hasta Fidel Castro y Ernesto Guevara”.2 Pero por su misma lógica, esa enumeración debería extenderse hasta alcanzar a San Martín, Belgrano, Radowitzky o -¿por qué no?- el “petiso orejudo”. Es claro que con esto falseamos el “espíritu” de esa ética, y sin embargo no es otra su desembocadura política. Si la oposición al asesinato político no hunde sus raíces en el equivalente carácter histórico y político del enfrentamiento -es decir en el concurso real e histórico de los cuerpos-, esa oposición se vuelve un “como si”, donde la responsabilidad se agota en su decir sin acarrear transformaciones -es decir consecuencias- reales. Se trata entonces de una interpelación metafísica, ajena a cualquier lectura política (o que hace de esa metafísica su inscripción política).3
La prohibición de los “discursos de odio” y la declaración de la “paz social” más que acciones concretas contra el fascismo son una denegación de los enfrentamientos que están en la base de nuestras sociedades y en las cuales se inscribe también el fascismo
Y otro tanto ocurre con el tercer ejemplo: la comprensión de un intento de asesinato desde la perspectiva abstracta del Odio es también una neutralización de lo político. El odio es sin dudas una pasión humana general, que no podría desterrarse de las interrelaciones de los cuerpos. El odio no es una definición política, sino una modulación afectiva del enfrentamiento. Por esto, la prohibición de los “discursos de odio” y la declaración de la “paz social” más que acciones concretas contra el fascismo son una denegación de los enfrentamientos que están en la base de nuestras sociedades y en las cuales se inscribe también el fascismo. En este sentido, cuenta George Sorel en Reflexiones sobre la violencia (1911) que luego del levantamiento proletario de junio de 1848 en Francia, la burguesía promulgó una ley que establecía “una pena contra los que con discursos o artículos periodísticos buscaban ‘alterar la paz pública, excitando el desprecio o el odio de los ciudadanos, unos contra otros’”. Como era de esperar, esa ley no puso término a la lucha de clases, sino que dejó el camino allanado para la aventura del sobrino de Napoleón y sus aliados lúmpenes de la Sociedad del 10 de diciembre.
Pero lo que nos importa en este caso es notar que la explicación del atentado mediante recurso al Odio, a la intolerancia ante el Otro, el que “piensa distinto”, etc., no permite diferenciar la significación política concreta de este hecho (el intento de magnicidio), cuya interpretación debía ayudarnos a comprender qué significa el fascismo en las condiciones actuales.
Y así como el rechazo del asesinato político a través de un mandamiento abstracto, metafísico, que iguala todos los niveles de la historia, no solo impide comprender la significación propia de esos asesinatos, sino incluso oponerse a ellos sin eludir la densidad histórica y política que los enmarca, también enfrentar el problema una acción fascista desde la abstracción del Odio, es decir, desde el nudo de problemas que supone el “Otro”, impide el surgimiento de acciones (e ideas que las inerven) adecuadas a la magnitud del conflicto.
Debemos comprender ahora algunos aspectos elementales del surgimiento de esta figura del “Otro”. El punto de partida real es sin dudas la multiplicidad de otros individuos, organizados como unidad a través de la atribución de lo único que puede decirse que no son: yo mismo. Es decir que la multiplicidad de los muchos cuerpos, los demás individuos, logran unidad solo al ser organizados no a partir de las cualidades que tienen en común, sino de la única de la que necesariamente carecen: la de ser yo. La filosofía moderna se funda en ese desplazamiento.
En 1641 Descartes hace el intento (en cierto modo precedido por San Agustín) de desandar su experiencia de mundo -que es siempre la inevitable interrelación con los demás y con las cosas- para alcanzar un conocimiento “claro y distinto”. Ese conocimiento era el ego cogito, el saber indudable de que soy “una cosa que piensa”. Pero el problema no era ese conocimiento en sí mismo, sino el precio que se debía pagar por él. Debajo de esa fundación había una transacción inconfesada: el conocimiento “claro y distinto” exigía como tributo un desconocer simultáneo. El mundo, pero sobre todo los otros, debían dejar de ser lo más cercano y ya siempre dado, para convertirse ahora en lo más lejano e incomprensible. Y para salvar esa lejanía -cuya última instancia es el naufragio de la razón en el solipsismo- Descartes se ve obligado a restablecer las demostraciones medievales de la existencia de Dios, a fin de reencontrar un camino de regreso al mundo y a los otros. Pero esos otros ya no volverán a ser algo dado, cuya presencia es el punto de partida, sino que ahora se definen por una distancia, solo transitable mediante la universalidad prestada por Dios. Donde antes había otros con los cuales componer relaciones distintas, más o menos amplias, ahora tenemos la desnuda lógica de comprensión absoluta y universal; los muchos cuerpos con los que me interrelaciono han devenido así un Otro.
Tzevan Todorov encuentra esta lógica anticipada en la dinámica de los primeros años de la conquista de América, concretamente en el lapso que va del primer viaje de Colón a la conquista de México por Cortez. Lo que le interesa reconstruir en esa historia es el modo en que para los españoles se va construyendo un modelo de Otro. No se trata simplemente de otros individuos y pueblos, con los que se entablan diversas relaciones posibles, sino de un Otro que debe comprenderse primero desde el esquema de universalidad que da la propia perspectiva, y luego ser absorbido en ese esquema. Su diferencia debe ser aniquilada como significativa y subsistente por sí misma, pero mantenida, al mismo tiempo, como justificación de la jerarquía. El esquema de universalidad permite aniquilar mediante el mandato de igualdad lo que en el otro persiste como particularidad; al mismo tiempo que hace de la diferencia desigualdad, es decir, jerarquía.
Es por esto que históricamente no podemos comprender el surgimiento de la figura del Otro sin ponerlo en la perspectiva de la práctica institucionalizada del genocidio y los espacios crecientes de “universalidad” que éstos crean, cuyo desarrollo más pleno es el Sistema-mundo que conforma el Mercado mundial, desde donde se asigna el inapelable lugar que le corresponde a ese Otro. Es necesario entonces reponer paralelamente al surgimiento de la figura del Otro la historia doble de un campo de universalidad y otro de muerte con que el occidente cristiano la organizó: el anti judaísmo, la conquista de América y el tráfico de esclavos -a lo que debe sumarse la redoblada opresión sobre las mujeres- son su condición sine qua non. Lo que comenzó en aniquilamiento de los otros cuerpos, sus particularidades, sus formas de vida, etc., culmina ahora, en el mundo totalizado por el capital, en el reconocimiento abstracto de su “otredad”, es decir, de todo aquello que ellos no son, de todo lo que el “sí mismo” (hombre, europeo, blanco, propietario, etc.) radia fuera de sí como negatividad.
El problema es que en definitiva el Otro no existe, sino que es la sombra compungida del sistema opresivo con que el capitalismo cristiano nos ordena, nos expropia, nos mata
Si volvemos ahora a los tres ejemplos de los que partimos, notaremos que en todos ellos lo que esta figura del Otro obtura es precisamente el conflicto en que se funda este orden. En su lugar se propone la universalidad del Otro como campo de pacificación, en el que se enmarca toda la resolución de conflictos. Pero estos deben cuidarse de no aparecer ya como remitiendo a las contradicciones esenciales, es decir, aquellos conflictos que conforman el orden contradictorio de lo político. Así, la figura del Otro obturará respecto de la patria la dimensión contradictoria (orden de clases, de raza, de género, etc.) en la que ésta se funda, y por lo tanto el enfrentamiento siempre posible. Pero también la figura del Otro negará la relación entre ese conflicto esencial y la violencia que lo sostiene, de modo que no permita elaborar ninguna diferencia histórica entre la violencia y la contraviolencia. Finalmente, la violencia negada desde un mandato absoluto, hace imposible enfrentar el recrudecimiento de la violencia del orden, es decir, la emergencia del fascismo, y en su lugar aparece el enfrentamiento abstracto al “odio” y la paz social.
A fin de cuentas, el problema es que en definitiva el Otro no existe, sino que es la sombra compungida del sistema opresivo con que el capitalismo cristiano nos ordena, nos expropia, nos mata. Su ética no es otra cosa que una sustitución de lo político; su política, los buenos modales de la moral del orden.
Cristián Sucksdorf
Lic. en Ciencias de la Comunicación
Doctor en Filosofía
csucksdorf [at] hotmail.com
Notas
1. Feinman, José Pablo, “Alcances y límites del concepto ‘la patria es el otro’”, Página 12, 30 de junio de 2013, disponible en https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-223384-2013-06-30.html
2. VV.AA., Sobre la responsabilidad: No Matar, Córdoba, El Cíclope - La Intemperie, 2007. Disponible en: http://archivo.lavoz.com.ar/anexos/Informe/07/2607.pdf
3. Ya en su respuesta a del Barco, León Rozitchner mostró de qué modo debía sostenerse contra el asesinato político no un mandamiento abstracto, sino una dimensión ético-política de la contraviolencia, es decir, de una interrupción de la violencia que el sistema impone. Para un análisis de esta cuestión remito a este texto de Diego Sztulwark sobre la posición de Rozitchner en esta polémica: https://lobosuelto.com/no-mataras-diego-sztulwark/