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La coherencia de un mundo en contradicción

 

…tampoco los muertos estarán seguros…

Walter Benjamin

 

“Ya nadie se escandaliza.” Estas palabras que un vencido André Bretón había confesado, en la década del 60 y poco antes de su muerte, a su amigo Luis Buñuel, quizás sean hoy más ciertas que nunca. No nos referimos aquí al fatigado paso de las vanguardias estéticas ni al envejecimiento prematuro de lo nuevo, sino simplemente a la indiferencia ante las contradicciones. Pongamos por caso tres noticias de los últimos días: primero la intención de Obama de proseguir “la guerra [preventiva] por la democracia y la libertad”, segundo, la invasión a Mali propugnada por el gobierno “socialista” francés para evitar una “crisis humanitaria” y tercero la colaboración en los secuestros y torturas -mediante los cuales Estados Unidos “lucha contra el terror”- de 54 países[1] entre los que se cuentan aquellas naciones consideradas como más “democráticas” y “respetuosas de los derechos humanos” -según el IDH de Naciones Unidas- tales como Noruega, Australia, Canadá, Suecia, Alemania, etc. El carácter paradójico de estos hechos es indudable; su escándalo nulo.

¿Pero qué es el escándalo? Kierkegaard pensaba que es el resultado del choque entre la paradoja y la inteligencia cuando se da de un modo “desdichado”, es decir, cuando el choque se produce sin una “mutua comprensión” que evite la vivencia irreductible de la contradicción. Esa vivencia de la contradicción no es otra cosa, entonces, que el escándalo. Pero por esta misma estructura vemos también que el choque entre la inteligencia y la paradoja puede producirse en el espacio de una “mutua comprensión”: una coincidencia tal entre ambos extremos que evite la vivencia irreductible de la contradicción. En tal caso lo que se produce en lugar del escándalo, dice Kierkegaard, es la “creencia”. Con esto el carácter contradictorio no desaparece, pero la vivencia de esa contradicción es superada por aquella “mutua comprensión”, dando lugar entonces a esa vivencia radicalmente opuesta al escándalo que es la “creencia”. Es cierto que Kierkegaard se refiere a la “paradoja absoluta” de un dios hecho hombre, pero creemos que estas paradojas que tomamos como ejemplo mantienen esa misma estructura, si bien desplegada en el plano relativo -y ciertamente más modesto- de la política mundial.

Siguiendo entonces esta estructura podríamos suponer que esa ausencia del escándalo se debe, finalmente, a que nuestro choque con estas paradojas se da en el campo más amplio de una “mutua comprensión”, es decir que se produce una “creencia” como fondo sobre el cual la contradicción será vivida como coherencia. Pues al haber incorporado esa contradicción en nosotros “hacemos cuerpo” con ella: lo que era contradictorio exteriormente se verifica ahora, en nuestra contradicción interna, como la vivencia de una coherencia cómplice.

Ahora bien, ¿qué podrá ser esa “mutua comprensión” por medio de la cual incorporamos en nosotros mismos la contradicción de esas paradojas? Para verlo debemos prestar atención al punto en que se articulan los hechos de los que hemos partido. ¿Cuál es ese punto? Pues el concepto de “derechos humanos”, tal y como ha operado desde su promulgación en 1948, fundamentado en la filosofía cristiana del personalismo en general y de Jacques Maritain en particular. Este concepto, adoptado por las potencias vencedoras de la Segunda Guerra ante la carnicería del nazismo -de la que por lo demás ellas eran partícipes necesarios-, es precisamente el intento de unificar el derecho con la vida.[2] Pero ésta, como toda unificación, supone de por sí una escisión anterior en la que se funda, que perdurará mientras la unificación también perdure, así como un límite no sólo une dos regiones sino que también -y más esencialmente- las separa. Esta unidad en la separación, este “re-ligar” que separa algo para reunirlo de un modo diferente, es la categoría de persona sobre la que el entero sistema de los derechos humanos descansa.

No podremos aquí realizar su crítica, pero nos basta con notar que ese concepto de persona ha funcionado históricamente como la posibilidad de administrar un mundo escindido entre la carne y el espíritu, el cuerpo y el alma, lo animal y lo racional. Como bien lo señala Esposito, la persona es “el núcleo de voluntad racional implantado por Dios o por la naturaleza en un cuerpo individual, pero no identificable con éste”. La persona es entonces un excedente del cuerpo, pura in-materialidad a la que éste queda supeditado. Este carácter contradictorio y escindido de la persona, ser a la vez el núcleo en que recae la “dignidad” de un cuerpo y también su negación -pues el cuerpo en sí mismo, sin la persona, no será más que una mera cosa-, es precisamente lo que permite que la contradicción de nuestro mundo actúe interna y externamente con coherencia. La persona, como así también el concepto de “derechos humanos” que la expresa político-jurídicamente, se manifiesta entonces como la cohesión de la vida escindida, la coherencia de un mundo en contradicción. Y es por eso que su existencia físicamente metafísica puede uncir bajo su yugo a la muerte y la protección de la Vida, pues los derechos humanos sólo se activan cuando ya han sido violados, cuando la vida pequeña ha sido arrasada y sólo queda defenderla en el esencialismo de la Vida. Como el mesías de Kafka, los derechos humanos llegan demasiado tarde, “un día después de su propia llegada”. Sólo quedan “víctimas” y la administración estatal de sus “reparaciones”.

Pero es peligroso confundirse: la lucha por esta vindicación es también el núcleo persistente de una resistencia, aunque para ello deba hallar cada vez en el entierro de sus muertos el modo de no enterrar sus luchas. De la posibilidad de discutir esto dependerá en gran medida que nuestros muertos dejen de ser mansas víctimas. Porque en tanto víctimas tampoco los muertos están a salvo, pues es el enemigo quien no cesa de vencer.

 

Cristián Sucksdorf

Lic. en Ciencias de la Comunicación y doctorando en Filosofía

csucksdorf [at] hotmail.com

 

[2] Véase Roberto Esposito, Tercera persona, Buenos Aires, Amorrortu, 2009.

 

 

Articulo publicado en
Abril / 2013

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