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La vida secreta de los símbolos

 

Igual que flores que tornan al sol su corola…
Walter Benjamin

 

Los nombres grandes de la literatura, las famas universales, viven en la historia a través de los símbolos que les fue dado crear o de aquéllos con los que han sabido toparse. Al menos así se explica Borges la llamativa falta de un sitio para Quevedo en el parnaso universal. Quevedo no habría dado con un símbolo “que se apodere de la imaginación de la gente”;1 en cambio los otros, los eternos, tendrían, cada uno de ellos, sus símbolos: “Homero tiene a Príamo, que besa las homicidas manos de Aquiles; Sófocles tiene un rey que descifra enigmas y a quien los hados harán descifrar el horror de su propio destino; (…) Dante, los nueve círculos del infierno y la Rosa; Shakespeare, sus orbes de violencia y música; Cervantes, el afortunado vaivén de Sancho y de Quijote”. Borges mismo, acaso, se ahonda para nosotros infinitamente en esa llanura amarillenta y dilatada de su biblioteca ciega.

Pero los símbolos no son sólo la morada de los grandes nombres, también masas anónimas los habitan. Para Elías Canetti, el fuego incontrolable y los cristales que explotan en mil pedazos no son simples espejos en los que las masas contemplan aleladas su fuerza destructiva, sino los símbolos de su más íntimo destino: el camino que va desde el crecimiento de la masa a la descarga repentina de su tensión, para apagarse luego en el silencio de las cenizas y la soledad compartida. También el mar, el trigo o la lluvia, los tesoros, las multitudes de estrellas o los bosques pueden ser cabales símbolos de masa.

Dentro de toda masa late siempre, visible o invisible, un símbolo. Las naciones se fundan sobre ellos. Pertenecer a una nación es formar parte de una masa, pero de la que ignoramos sus contornos reales. Son entonces los símbolos los que permiten a esas masas abstractas, apenas delineadas en una experiencia cotidiana, cuajar su improbable perfil. Y entre los símbolos de masa sobre los que las naciones se fundan, siempre hay algunos más pregnantes y que, de algún modo, condensan a los demás. Así, para Canetti, el mar sería el símbolo de masa de los ingleses en su era imperial, (algo de esto habrá movido a Hobbes a hablar del Estado como Leviatán: monstruo marino que no sólo es “señor de los orgullosos”, sino también del mar). Para los alemanes supuso Canetti al bosque, y su articulación nacionalista habría dado lugar a la masa como ejército (la idea del bosque como ejército no es tampoco extraña a otros imaginarios, pensemos en el ejército que derrota a Macbeth: camuflados con ramas del bosque de Birnam, los soldados cumplen la inviable profecía que decretaba la derrota del tirano cuando el bosque se levantara contra él).

Pero estos símbolos de masa nacionales no son jamás unánimes. Pues el establecimiento de uno u otro símbolo de masa no se da sin enfrentamiento. Diferentes masas disputan por imponer su propio símbolo y con él establecer un tipo de masa u otro. La oligarquía argentina propuso distintos símbolos de masa: la multitud de vacas (propias) o el interminable trigo no fueron los menos importantes; el peronismo, su irrefutable “aluvión” del 17 de octubre. Más recientemente los 30.000 desaparecidos fueron el símbolo que vertebró la lucha contra la impunidad del genocidio (acaso por esto mismo los genocidas privilegiaron en su defensa la merma de aquel número antes que esconder sus acciones criminales).

Pero los símbolos de masa pueden también ser abandonados como la piel vieja de una serpiente, y quedar disponibles para nuevas masas, como esos caparazones que utilizan los cangrejos ermitaños. Marx vio en la revolución francesa la tendencia a vivir de símbolos ajenos y perimidos como los de la república romana. El fascismo italiano intentó otro tanto, pero como señaló acertadamente Canetti, ese ropaje les quedaba grande y sus contracciones y gesticulaciones desorbitadas terminaron por transformarlo en un disfraz ridículo.

En estos últimos años hemos asistido en nuestro país a no pocos intentos de reapropiación de símbolos de masa. Hemos visto el intento de establecer masas artificiales, de criadero, engordadas con símbolos ajenos y algo descompuestos. El uso de un símbolo de masa fuera de su contexto, es decir, por fuera de las masas que lo han habitado (y hasta en contradicción con ellas), es hoy casi una regla. Funcionarios de variado pelaje aparecen entonces blindados de símbolos demasiado pesados para sus flacas fuerzas; en la otra vereda (pero de la misma calle) la hipocresía “opositora” blande con igual desparpajo palabras como “dictadura” para hablar de un gobierno elegido. En ambos casos esos símbolos descompuestos huelen a cinismo y podredumbre. Sólo la irrupción de las masas puede despertar esos símbolos y devolverles la vida secreta que en otros tiempos los movía. Como ese secreto heliotropismo que adivinaba Benjamin, que hace que cada nuevo día el pasado vuelva su rostro al sol de la historia.

Nota

1. Jorge Luis Borges, Prólogos con un prólogo de prólogos, Madrid, Alianza, 1998, pp. 181-192.

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Articulo publicado en
Agosto / 2015