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En la vida de Omar.

 
De la norma y del fantasma

In memoriam de
Muhammed Wisam Sankari,

decapitado y mutilado en Estambul
en julio de 2016.

 

Esto que voy a contar pasó hace muchos años y en un contexto tan extraño como azaroso. Un señor grave y altivo, diplomático de un país africano, me contacta para un análisis. Lo recibo, algo intimidado. Sin más tardar, sobreactuando el papel que representa, me sorprende diciéndome que no desea adentrarse en las tinieblas de sus abismos: él es trivialmente normal. Su iniciativa concierne, en forma confidencial, al hijo de un alto mandatario del gobierno de su país. Y me advierte, mirándome directo a los ojos, que antes de informarme debe asegurarse del carácter reservado de nuestra conversación. La garantía del secreto profesional no le basta, la privacidad de ese íntimo decir de la escucha psicoanalítica no le alcanza. Reclama un tipo de compromiso aún más vasto y de distinta naturaleza. En silencio, aguarda mi respuesta.

Y con razón: su silencio es el guardián de un secreto de Estado.

Me niego a su pedido de complicidad, percibo en él un dispositivo de poder imponiendo su norma desde el inicio mismo de la cura, perturbando su desarrollo y orientando su desenlace. Luego vacilo, mi curiosidad puede más que la prudencia. Me tienta el desafío que la presencia inquietante de un Otro, representante de un orden a la vez religioso y político, lanza al análisis. A pesar mío, le doy mi acuerdo. Entonces me revela lo que sabe, como quien le confía un hijo a un amigo. Él no sospecha que el amigo analista es más amigo de la verdad íntima del sujeto que del señor diplomático.

Nuestro honorable informante agrega: ese psiquiatra lo ayudó a devenir un verdadero macho, no totalmente, pero en fin, ¿entiende lo que quiero decir?

Omar, llamémoslo Omar, expresa y sufre desde su infancia de ciertas tendencias anormales. En su país siguió una psicoterapia, psicoanálisis o algo así, para ser un hombre de verdad y, molesto por sus propias palabras, nuestro honorable informante agrega : ese psiquiatra lo ayudó a devenir un verdadero macho, no totalmente, pero en fin, ¿entiende lo que quiero decir?

Entiendo lo que él no quiere decir: más vale exponer a un príncipe triste que a un gay alegre. Así, el psiquiatra de la familia ha forjado una especie de heterosexual por encargo. Al analista parisino se le pide proseguir ese trabajo de ocultamiento, de fino disfraz de las tendencias anormales. Estoy obligado a comprender sin preguntar, sin abundar en disquisiciones ofensivas para la moral de nuestro pudoroso emisario. Lo implícito se enuncia a medias palabras, no hace falta decir más. Sin embargo, en mi cabeza, el término anormal comienza a fragmentarse en una proliferación semántica que deja aflorar las palabras ano, (mâle) macho y mal; manifestando toda la eficiencia y operatividad de la norma heterosexual. No cabe duda de que ésta somete al señor diplomático sin que él lo sepa y, a Omar, sin que lo quiera.

El tratamiento lo ha dejado triste y deprimido a cambio de inhibir el síntoma. El médico de la familia prescribe antidepresivos, pero la madre teme que quieran envenenarlo. Las mujeres siempre se hacen ideas, dice el alto funcionario, ¿no es cierto? Sí, ciertamente. Viejo prejuicio de la dominación masculina: unos poseen las ideas y otras se las hacen.

La anormalidad, diría quizás Foucault, prescribe a la persona hacer un psicoanálisis, mientras que la normalidad la exime

Nuestro Ministro es un hombre moderno y por respeto a su esposa, para no contrariarla, aprueba su pedido. Omar no tomará antidepresivos, a condición de que se lo mande a París para seguir un análisis que lo desembarace de sus tendencias. El encargo asigna un objetivo espurio al tratamiento analítico y un papel desairado y servil al analista.

En ese instante, me parece estar dentro de Analize this, la película de Harold Ramis, y le sugiero a mi interlocutor de consultar con un colega. No, de ninguna manera. Y menos con un francés. La opinión pública consideraría aberrante poner a un joven del país -país que ha sido colonia francesa- en manos de los antiguos colonizadores.

Tal es la imagen que guardo de la primera entrevista. Cuando el emisario se va, me siento embarcado en un caso que me da mala espina, en el cual la fuerza de la norma, hegemónica en esa remota tierra, se impone más allá de sus fronteras. La anormalidad de Omar, sus tendencias homosexuales, me parecen indisociables de la normalidad de la que goza el embajador. La anormalidad, diría quizás Foucault, prescribe a la persona hacer un psicoanálisis, mientras que la normalidad la exime.

Las normas están en el origen de la condición del sujeto y de su sufrimiento psíquico. De hecho, me solicitan para que normalice a Omar y lo alivie de su carga. Ese pedido me destituye de mi función, lo rechazo y me pregunto: ¿Puede el psicoanalista neutralizar el dispositivo de poder establecido por la norma heterosexual? Esta actúa de manera tan imperceptible que se sustrae al análisis, ocultando su intervención en el agenciamiento del síntoma, incluso cuando el sometimiento masoquista a la hetero-normatividad resulta evidente.

El orden y la norma, que otorgan al individuo su condición de sujeto, también asignan un objetivo al análisis, afectando el proceso que lleva al paciente a forjar su singularidad, a afirmar su excepción.

La institución psicoanalítica, desde sus orígenes, ha hecho de la norma heterosexual un dispositivo dotado de un valor en sí

La institución psicoanalítica, desde sus orígenes, ha hecho de la norma heterosexual un dispositivo dotado de un valor en sí, como si ésta fuese una verdad independiente de sus efectos, de la circunstancia en la cual se halla el sujeto, y aún más del poder establecido que legitima y avala las modalidades del sometimiento. Así pues, no sería necesario analizar el dispositivo normativo, pese a que esté en juego entre paciente y analista.

Tras aquella entrevista con el emisario, atiendo a Omar. Un joven apuesto y callado, esbelto, de cabello muy negro, de rostro anguloso, con grandes ojos abiertos al mundo, cuya mirada se pasea indolente por la habitación, como si estuviera desencantado de las cosas que ve, y a la vez queriendo mirarlo todo, salvo a quien lo está escuchando.

Con la voz entrecortada por sollozos dice estar abatido, desganado, soportando en todo momento tendencias anormales. Sin pensar, le pregunto por qué lo aquejan tanto. Me echa una mirada condescendiente, como si mirara a un imbécil, y entonces lo era. Mi escucha descuidaba la heterogeneidad de dos espacios geográficos regidos por tiempos históricos distintos. En aquellos años la homosexualidad fue una tendencia aceptada en París, mientras todavía, en el lejano país de Omar, la justicia atenta a la ley religiosa e indiferente al derecho positivo, la castigaba severamente.

Omar padece de imágenes aberrantes, como si un espíritu maligno lo obligara a imaginar cosas impuras y degradantes, insultantes para su moral e inadmisibles para su razón. De obediencia teológica, su razón convierte en blasfemia cualquier pensamiento heterodoxo.

Los mandatos del superyó actúan solapadamente en la relación del sujeto consigo mismo, y se valen de figuras sugeridas por la norma religiosa -la blasfemia o el espíritu maligno- para estigmatizar toda figura transgresiva.

Se puede ser el hijo de un dios, ¿pero el dios del monoteísmo sabría tener un hijo gay? Ese dios hace del padre el miserable garante de una sumisión originaria a la norma heterosexual

Al final de nuestro primer encuentro, me acuerdo del título de una película francesa, La gente normal no tiene nada excepcional. Omar me escucha y sonríe, acaso aliviado: su nuevo analista no será cómplice del poder de los Normales.

Comenzamos una semana después. Pero no expondré aquí el caso clínico Omar, hablaré de su vida tal y como apareció en el trascurso de su análisis, un terreno de disputa y controversia entre el fantasma y las normas. Éstas estructuran el inconsciente cultural, contribuyen a la formación del superyó y participan de los tres registros esenciales de la vida humana: lo simbólico, lo real y lo imaginario. Y en la dialéctica de la individuación, el sometimiento y la rebeldía contra la norma confieren al individuo su lugar de sujeto.

El analista reconocerá este enfrentamiento en la pantalla del fantasma, si se atreve a reconocer en sí mismo las normas hábilmente establecidas por la institución.

Durante siglos, el monoteísmo, diría Bataille, colocó en la parte maldita de la sociedad los amores entre mujeres y los amores entre hombres: simbolizados negativamente, tratados como síntomas de la vida, son reconocidos en la ley que transgreden o en el ser al que ofenden.

Amours sans nom los llamó André Gide y placeres prohibidos, Luis Cernuda.

La norma heterosexual, ocultando su hegemonía y sin dejar de mantener sus efectos, los relega, si me permiten la metáfora, a la parte maldita del inconsciente. Como si esto no bastara, prestándonos la apariencia de sujetos sexuados y deseantes, puebla el imaginario con ángeles protectores que combaten figuras morales de la vulgata psiquiátrica: la locura del sexo y los delirios eróticos, estableciendo en el sujeto sinuosas fronteras entre lo diestro y lo siniestro.

El padre, insuficientemente bueno, queriendo fabricar un heterosexual, ha producido un casi paranoico al precio de obtener un depresivo

Lejos de ser una realidad, lo Sexualmente-Normal es una de las máscaras obscenas del poder.

Retengamos de la historia de Omar, en primer lugar una infancia aparentemente idílica, vivida en casa de su madre, primera y más importante esposa del padre. Por las mañanas, en la biblioteca, recibe enseñanza religiosa y de lenguas extranjeras; por las tardes, en un vasto jardín, a veces en atuendo de príncipe y a veces con ornamentos de princesa, disfruta de un espacio lúdico, como en un cuento de las mil y una noches. Intrépido actor de los escenarios tramados con sus hermanas. Con ellas, y sin sentirse desposeído de su masculinidad, Omar es una niña entre las niñas. Caricias y juegos sexuales revelan a la vez diferencias y complementariedades. Su pene, cuenta Omar, era un bien compartido, un objeto de placer del que todo el mundo gozaba.

¿Dicho espacio doméstico, no es isomorfo al del Yo infantil? El orden de la norma del lado de la biblioteca y el imperio del deseo polimorfo del lado del jardín; como si la escisión del yo, dividido entre esos dos polos, fuera el precio a pagar por el individuo para llegar a ser un sujeto. En nuestro caso, un sujeto mustio y cabizbajo.

Nada sabe el padre de esa vida dorada. Omar y sus hermanas lo ven a menudo, pero en la pantalla del televisor, aparición virtual del líder religioso y político venerado por el pueblo. Y cuando -rara vez- toma en brazos a sus hijos, ellos se sienten en los brazos de un gigante, de un taumaturgo. Presencia de un padre ostentoso y espectacular, objeto de adoración, no de identificación.

Omar lo idealiza y la idealización disimula la ambivalencia edípica. Esta aflora un día, al final de la tarde, cuando el padre llega de improvisto al jardín materno. Con ojos cual puñales, ve a su hijo vestido de princesa; le arranca sedas y tules, volviéndolos jirones, y lo arroja a la pileta ante la mirada aterrada de la madre y de sus hermanas.

Luego se va, sin decir palabra, indiferente a los suyos, como quien ha oficiado un sacrificio; solo y grande, a la caída del sol.

¿No supo, o no pudo, reaccionar de otra manera? ¿Vio en la mascarada del hijo un defecto de filiación? ¿El fracaso de la función paterna le habrá causado una insoportable frustración? Más acá o más allá de su singular problemática, la fuerza anonadante de la norma provoca la desmesura de su conducta.

No sabremos si el padre sanará la herida narcisista. No sabremos si olvidará el espectro de su hijo con ropajes de niña, pero sabemos que el niño no se curará de la violencia paterna. Figura de pavor y adoración, de goce y sufrimiento. A menudo, la mirada de un ídolo bicéfalo, implacable, omnipresente, lo sigue en sus pesadillas. Y como aterrado por la fuerza de esos ojos, Omar se salva despertándose.

Se puede ser el hijo de un dios, ¿pero el dios del monoteísmo sabría tener un hijo gay? Ese dios hace del padre el miserable garante de una sumisión originaria a la norma heterosexual. Ese dios deniega la bisexualidad que realmente nos constituye en seres sexuados y deseantes, e impide explorar las sendas que el fantasma ofrece a los avatares del deseo.

El episodio del jardín marca un antes y un después. Primero en casa de la madre, un paraíso perdido donde Omar existe, niño y niña, en una suerte de alborozo lúdico. Luego, una vida de prisión en el palacio oscuro y tenebroso, cual cárcel, del padre ministro.

Vida de silencio, de retraimiento en prolijas recitaciones de plegarias y en el estudio de lenguas muertas. Encierro cotidiano en el lujoso hábitat carcelario. Allí, se consolida la neurosis del chico solitario, guardado por perpetuos guardaespaldas, mientras oye los juegos de otros chicos, libres, en la calle. Únicos momentos de felicidad, sus raras visitas a la madre y a sus hermanas.

El padre, insuficientemente bueno, queriendo fabricar un heterosexual, ha producido un casi paranoico al precio de obtener un depresivo. A tal punto parece atormentarlo la feminidad del hijo que en la pubertad lo lleva a Canadá a ver a un especialista en trastornos de identidad sexual. Pues el síntoma, así lo quiere la norma, no es el tormento del padre, sino la feminidad del hijo.

Segundo episodio traumático, lejos de los jardines tropicales, bajo la dura nieve. En Quebec, Omar pasa un test de identidad sexual: un aparato conectado a su pene registra sus respuestas eréctiles, al ritmo de una presentación de estímulos visuales y auditivos. Estaba como preso en una sala de proyección porno, donde me observaban, queriendo descubrir algo abyecto en las profundidades del alma.

Omar siente vergüenza, sin saber si de sí mismo, de su padre, o de haber sido parte de ese artilugio médico. Y se aleja de la realidad. Después no siente nada.

A la noche, en el hotel, aprovechando la ausencia del padre se apodera de su frasco de somníferos y lo vacía. ¿Quiere escapar al bochorno de una intimidad violada o simplemente despedirse de la vida?

El diagnóstico psiquiátrico ignora esa pregunta y, a las tendencias homosexuales, agrega nuevas tendencias suicidas. Homosexual y psiquiatrizado, el hijo del señor ministro deja de ser presentable. Unos días de clínica, en sigilo, ponen fin al suceso.

Una terapia de reorientación sexual indicada por el psiquiatra quebequense lo espera de regreso al país. En las sesiones el terapeuta lo invita a asociar libremente, ma non troppoTemas aceptados: sus estudios, gustos deportivos, ideas políticas, compañeros… Ni bien surgen en su discurso palabras dictadas por la angustia ligada a la feminidad, el terapeuta suspende la sesión, explicándole que la aplaza para no ser cómplice de sus defensas y del rechazo inconsciente de la identidad masculina.

Libertad sí, diríase, pero no libertinaje. Necia estrategia de anulación de una parte de sí mismo, como si, ignorándola, ésta pudiese dejar de existir. La anatomía no renuncia a sus tiránicos privilegios, ¿ no representa acaso la voluntad del Creador?

Más adelante, Omar me da a entender que siendo primogénito y marica (son sus palabras irónicamente agresivas) desoía al profeta, augusto ancestro de su familia. Desposeía al padre del orgullo de una descendencia viril. Lo infamaba, lo exponía a la ignominia. ¿Quién puede ofender al profeta sin temer su justo castigo? Difícil renunciar al temor del castigo cuando ese temor alimenta una culpabilidad inconsciente.

Pero no critiquemos a la ligera a ese terapeuta. En una sociedad de obediencia religiosa, él se distingue, sobresale en su función: exiliar el deseo del comportamiento requerido por la norma. Y si interrumpe la sesión, no lo hace para evitar una palabra vacía, la suspende para abolir anhelos, tolerados siempre y cuando sean reprimidos. Tal es la imposición de la heteronormatividad. Es el sujeto quien ha de encontrar una solución original al conflicto entre la sujeción a la disciplina y la subversión del deseo.

La homosexualidad no se opone a la heterosexualidad, diría Proust, sino a un dispositivo que impone la una en detrimento de la otra

Escuchando a Omar, recordé una broma de Charlus en Sodoma y Gomorra: No había anormales cuando la homosexualidad era la norma, así como no había anticristianos antes de Cristo.

La homosexualidad no se opone a la heterosexualidad, diría Proust, sino a un dispositivo que impone la una en detrimento de la otra. ¿Un pensamiento queer antes de tiempo? Freud tuvo la intuición de la fuerza de la norma heterosexual, pero el enfoque tradicional de la clínica psicoanalítica ignora su presencia hegemónica en el registro de la transferencia y de la contra-transferencia.

El contexto político del país, la élite religiosa a la que pertenece la familia de Omar, un padre homófobo y narcisista, el lugar servil que la familia polígama reserva a las mujeres, el aislamiento de la madre, son los elementos constitutivos de un dispositivo de poder. A la vez, éste define y estigmatiza todo comportamiento subversivo. Así, mediante un clivaje del yo, el primer terapeuta logra instalar un falso self heterosexual, dedicado a confinar toda atracción o afinidad con un hombre, en el arcano del fantasma.

De niño, Omar se disfrazaba de príncipe o de princesa; adulto, ha de ser un muchacho como Dios manda. Ningún indicio de feminidad traiciona su conducta de cumplido varón. El lugar que su familia le ha asignado funciona cual una figura del Destino. Pesadillas lo desvelan y en las noches de vigilia se resigna a sus crisis de angustia y de llanto sin causa aparente. Síntomas de una depresión in working.

Antes de partir, la madre, muy en secreto, le confía cuan poco le importan sus hábitos sexuales, ella ruega por verlo feliz. Omar no olvida la palabra materna, aunque la opinión del padre sea la de la autoridad competente y reguladora.

Ya en París, me pide ayuda. Como si ser ayudado significara adoptar los deseos de otro y olvidar los propios. Rechaza el saber lo que quiere y desconfía de lo que el analista supuestamente quiere. Recela de la asociación libre. En su país, solo los iluminados hablan a tontas y a locas. Omar me pregunta: ¿puedo decir lo que quiero o bien debo decir todo lo que pasa por mi mente? ¿Lo dicho no será usado en contra de su padre, de su país, de su familia? ¿Quién desea saber lo que él quiere, el analista o también su embajador?

El debe del deber y el debe de la deuda estructuran y limitan su reflexión. Sí, está claro que sus primeras defensas son de carácter paranoico; ¿empero, lo vivido, la sociedad disciplinaria de la que proviene, no justifican su desconfianza? Me pregunto cómo moderar su recelo y desarticular sus defensas. Renuncio a abundar en la relación de la paranoia con la homosexualidad y, sin aplicarme demasiado en ello, se me ocurre hacerlo reír. Un moscón entra por la ventana y me da pie para preguntarle si el insecto no será un espía encargado de vigilarnos.

Su analista desea escuchar lo que él quiere para que él mismo lo escuche. Pero él no debe oír lo que quiere, toda su atención se aplica a escuchar lo que debe. Me pide estar menos triste, tener compañeros, ser un muchacho entre los demás muchachos… No pide más que eso. ¿Y por qué no amar, desear, sentir placer? Esos anhelos aparecen en sus sueños, pero el deseo no osa exponer sus objetos fuera del fantasma. Fuertemente interiorizada, la norma desautoriza el abrir otras ventanas.

A propósito de ese impedimento, Omar se arriesga a relatar un fantasma repetitivo: pasea por un jardín leyendo un libro y, detrás de un árbol, divisa a un muchacho que finge no verlo. Se acerca, se miran, se descubren. Omar empieza a quitarle la ropa, el muchacho se deja. Su cuerpo se dibuja escultural, un juguete del sol, y la piel, un espejo de luz, dice. El también empieza a desvestirlo, pero cuando están a punto de besarse aparece el ángel Gabriel y detiene la mano que acaricia.

¿Un ángel? Sí, dice Omar, el ángel es Gabriel, él sirvió de mensajero entre Dios y el Profeta.

¿Será Gabriel un mensajero del padre?

Este fantasma le sirve para elaborar, en el aquí y ahora, la escena traumática de su infancia cuando fue víctima de la ira del padre. En el jardín soñado, el deseo se da placer en la infracción a la norma, el amor entre chicos. Luego, goza del castigo infligido por el ángel que los separa.

Sin descanso, hemos transitado el escenario repetitivo: en un jardín, un ángel castiga el amor entre chicos. Fantasma transicional, el jardín, lugar de enfrentamiento entre la norma y el deseo donde el ángel no termina de combatir ni la pulsión de cobrar y perder fuerza, de tomar la espada y dejarla caer.

Todo ángel es terrible cuando aparta al sujeto de su deseo, cuando lo somete a un goce masoquista. De ese goce, Gabriel es el nombre. Y cuando ese goce deja de tiranizar el deseo, Gabriel vacila. Sus bríos pierden vigor y la pulsión, senza vergogna, hace del fantasma la vitrina de sus objetos. Una nueva dinámica circula, echando fuera los síntomas depresivos. Fantasmas hard aparecen ahora, junto a nuevos miedos: Omar teme ser seducido en la calle: aquí en París, dice, y más aun en su barrio -Le Marais- , es un verdadero peligro. ¿No me acosará el ángel en la calle? Cuando vengo a verlo tengo la sensación, en las escaleras, de que Gabriel me está pisando los talones.

Ah, tanto mejor, hágalo pasar, le digo, así lo dejará aquí para que pelee con su analista.

Durante meses, lo escucho atravesar sus fantasmas hard, sin decir esta boca es mía, pues temo que el Ángel la utilice como si fuera suya. Omar lucha y esa lucha provoca desmesura en la expresión de sus deseos.

Por momentos, elige el camino más fácil y me ruega, insistente: dígame, usted lo sabe, ¿soy o no soy homosexual? El silencio de mi sordo saber lo lleva, creo, a renunciar al encierro de un refugio identitario que contentaría al ángel y a la norma. En tal momento de des-subjetivación, Omar quisiera, para escapar a la angustia, refugiarse en una identidad tan normativa como la que han querido imponerle.

Siente el llamado de inexplorados caminos. Le toca abandonar su rutina de plegarias, de sesiones y esmeradas traducciones, renunciar al ejercicio de una sexualidad autoerótica en las noches.

Finalmente, la realidad vence al sueño: el Ángel Gabriel deja de acosarlo para animar una figura de la sublimación, Omar la encuentra en una elegía de Rilke. Los fantasmas cumplen ahora otro cometido, han dejado de ser un refugio fóbico.

Abandona su diálogo con las sombras para hablar con muchachos en la calle, libres de amar y desear. Pasea por jardines que no son ya lugares de nostalgia. Y un día, en una tórrida tarde del mes de julio, después de la sesión, su amor por los parques lo encamina hacia el Luxemburgo. Se sienta cerca de la Fontaine Médicis con un libro en la mano. Su mirada se entremezcla y se gusta con otra mirada. Descubren que están leyendo el mismo libro, los poemas de Constantin Cavafys.

Una amistad amorosa, dirá Omar, no tarda en enlazarlos. A propósito de esto, evoca en sesión los amores de Paolo y Francesca. Le recuerdo el destino trágico de los amantes. Sí, admite su miedo, sin saber a quién teme; teme por él y por su amigo, teme fuerzas ocultas, secretamente destructoras.

¿Querrá el ángel Gabriel, empeñado en perseguir los amores prohibidos, llevarlos al infierno?

Mi pregunta da a sus temores un objeto metafórico y lo tranquiliza. ¿Aunque, digo, no habré querido tranquilizarme a mí mismo, descartando esos peligros reales, siempre al acecho de quienes infringen la norma heterosexual? Unos meses más tarde concluye el análisis y se va agradecido. Yo quedo con cierta aprensión.

Cinco años pasan y recibo otra llamada del embajador. Mensaje de su superior: desea ver a su primogénito. ¿Querría usted sugerirle de volver a su país? No soy funcionario ni mensajero del señor ministro. No atiendo a ese pedido.

El mismo Omar viene a verme semanas después. También él quisiera ver a su padre, mostrarle su diploma de Langues’O, sus traducciones de poesía mozárabe. Volver a su ciudad y develar su nueva vida en pareja, hasta ahora cautelosamente ocultada. Ha cambiado, es verdad, sin renegar de sus orígenes, con el orgullo de pertenecer a esa línea ejemplar de letrados, sus ancestros.

Mi padre es un hombre inteligente, comprenderá, aceptará, Omar no duda de ello.

Desconfío, y le sugiero esperar. ¿No sería más adecuado escribirle, y después viajar? No. Se empecina. Quiere encontrarse con su padre como un hombre se encuentra con otro hombre. Parte y quedo preguntándome cuáles son las razones de mi inquietud. Acaso he interiorizado las defensas persecutorias de las que él ya se deshizo.

Las últimas noticias me llegan en una misiva de la madre.

Mi hijo, escribe, salía de nuestra casa cuando un auto vino a chocarlo violentamente. Mis hijas y yo no paramos de llorarlo. El padre estará aliviado en su tristeza. Muerto tras un accidente, Omar ya no es un obstáculo en su carrera política. El gobierno decretó un día de duelo nacional. No han encontrado al asesino. Sé que usted comprenderá mi rabia y mi desconsuelo.

La norma pudo más que el fantasma. El mundo, desgraciadamente, es real.

Esto que he contado pasó hace mucho tiempo. Hoy lo imagino aún vivo. Saldrá de un jardín, llevará un libro en la mano y recorrerá en afable compañía, al ritmo de sus plegarias, las apretadas calles de su antigua ciudad. Él la quería tanto. Ella lo quiso muerto.

Nota

1. Una versión anterior de este trabajo fue presentada en el marco del Coloquio Internacional “Género, Normas, Psicoanálisis. Crítica e innovación.” Organizado por la Universidad de París Diderot, los días 26 y 27 de junio de 2015. Versión que será publicada en la revista Cliniques Meditérraneannes en enero de 2017.

 

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Articulo publicado en
Noviembre / 2016