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Trastornos alimentarios y adicciones

 
Patologías de la ciencia

Un adicto y su manual de anatomía

 

Hace ya unos años, un paciente internado por abuso de sustancias, señala el problema del target de los psicofármacos. Lo preocupaba encontrar algo más fino, que apuntara más precisamente a las voces que lo insultaban y no a él.
En efecto, la pregunta es: ¿Adónde apuntan, cuál es su diana o su target?
El primero en responder es, por supuesto, el Farmacólogo. Y responde con las coordenadas estereotáxicas bajo el brazo, con el viejo sueño del mapa. El razonamiento farmacológico es impecable: si la introducción en el organismo de una molécula artificial produce efectos sobre la actividad psíquica, entonces, tiene que estar interviniendo de algún modo en el lugar donde esa actividad psíquica se produce. Es una tarea posible entonces, con la tecnología adecuada, hacer un mapa de la actividad psíquica.

Hace ya más de un siglo, en varios quirófanos del mundo se materializó una escena onírica. El paciente, despierto, con el cerebro expuesto tras una amplia craneotomía, conversaba con el cirujano. Este se situaba a sus espaldas con un electrodo, estimulando cada centímetro de corteza y registrando la respuesta. Luego de varias décadas este tipo de investigación produjo al fin un verdadero mapa de curiosa forma especular: el homúnculo de Penfield. Un mapa sensomotriz, que no aportó nada a la comprensión de lo psíquico.
Lo propiamente humano se escurre entre las circunvoluciones de la corteza cerebral como un pez resbaloso. Los cirujanos devolvieron su tapa al cráneo y abandonaron esa técnica de exploración. Pero una centuria de fracasos no desalentó a los cartógrafos. Por el contrario, el proyecto de localización estereotáxica de las funciones psíquicas ha cobrado nuevas alas con el desarrollo de la psicofarmacología.
Actualmente, en los laboratorios se utilizan marcadores radioactivos que permiten establecer la trayectoria y el sitio de adherencia de una molécula. También se utiliza la inyección in situ, a través de una cánula implantada en un punto específico del cerebro, de modo de observar en qué punto exacto la droga produce cuál efecto. Se mapean receptores. Encontrar el mecanismo biológico del malestar e intervenir sobre él es una apuesta final.
Ahora bien, no es necesario ser Farmacólogo para participar de esta apuesta. Es evidente que los pacientes llamados adictos no precisan ni siquiera el primario completo para abocarse esa heroica empresa epistemológica.
El Sr. J. lo expone con claridad. Percibe que algo falla en el enfoque de la medicación que lo afecta a él pero no a las voces. Sin embargo, es un hombre razonable, y como tal sospecha que la causa de su padecimiento debe estar dentro de él, probablemente en su cabeza. Entonces salta hacia delante y progresa con el razonamiento. Pide que se le realicen tomografías y resonancias para localizar el extraño artilugio que tiene en el cuerpo y que lo hace padecer.
Ese dispositivo implantado en su interior (con toda probabilidad se tratará de un chip), a través del cuál ellos están intentando comandarlo, es a la vez la causa y la solución.
Preguntamos: ¿No es este el famoso 'reduccionismo médico'?

 

Una bulímica en su laboratorio

 

Un congreso de gastronomía y salud se organiza bajo el lema “El hombre es lo que come”. Muchos de los disertantes (médicos, nutricionistas, gastrónomos) se aventuran en probar esa hipótesis. Para ello avanzan sobre los circuitos de la saciedad, la regulación neuro-hipotalámica-endócrina, moléculas y receptores implicados en la absorción de nutrientes, el famoso set point. Otros se aventuran en el terreno de los trastornos de alimentación. Allí también “El hombre es lo que come”. Insisten sobre el valor de la buena alimentación, la capacidad de conformar hábitos alimentarios saludables. Hablan de calorías, hidratos de carbono, fibras, frecuencias y particiones en que la ingesta debe organizarse. Toda una dietética que confluiría en una vida de armonías y sin sobresaltos. Explican, por ejemplo, un atracón en relación a las horas de ayuno previas y la caída en la curva de la glucosa, por lo que si alguien comiera cada dos horas no tendría esa fea costumbre de atorarse con lo que encuentre en la alacena. Y de sentirse luego un tacho de basura... Porque si el hombre es lo que come, y los atracones son con comida “chatarra” de ahí a ser una basura humana, un material de descarte, en fin, hay un paso.
Esto nos deja en cierta perplejidad. La lógica de esta investigación cursa por los mismos caminos de cornisa por los que transitan lo portadores de estas locuras actuales, agrupados bajo el diagnóstico de trastornos de alimentación. También nos hablan de calorías, hidratos, proteínas, frecuencias y horas a través de las cuales van haciendo de su cuerpo un pequeño laboratorio de experimentación.
M., enrolada en las filas de portadores de estas patologías actuales, se explaya en este punto: explica a qué hora exacta del sábado debe dejar de comer para que su vientre luzca como en las propagandas de yogures “laxantes” (siempre que haya planes de salida nocturna). Por lo cual, lo que come el sábado tiene un valor diferencial respecto al martes, y está empeñada en comprobar y cartografiar desde su pequeño laboratorio (cuerpo) cómo circulan esas inflamaciones y abotagamientos o, por el contrario, las fluideces y liviandades, según se trate de martes o de sábado. De algún modo hay que poner en orden el mundo, podríamos pensar.
Dentro de su orden, inevitablemente la asaltan el riesgo de los feriados, de los días sándwich, de las promesas de salidas nocturnas que no se concretan. Como un chef enloquecido vuelve a revisar proporciones, combinaciones de alimentos, sus manuales favoritos, las revistas de vida sana dan tantas indicaciones, el valor curativo del pomelo, la promesa desinflamante de la manzanilla, la importancia de los 2 litros de agua diaria... intrincados laberintos de indicaciones y contraindicaciones que terminan su mayoría en callejones sin salida. ¿Qué pasa entonces con su pequeño laboratorio, con su pequeño -y vital- trabajo de investigación? Vuelve a empezar. Como una procesadora omnipotente y enfurecida frente al error de cálculo en aislar ese componente básico de su dieta, sin el cual no puede vivir, su boca se vuelve un gran embudo por el que se traga el mundo. Remontar el día luego del micro holocausto se vuelve imposible. La monstruosidad de su acto le impone complejos rituales de expiación. A veces le lleva días volver a ensamblar un cuerpo, y una imagen, con el que poder presentarse ante los demás. Un trabajo interminable. Un esfuerzo de locos.

 

Una exclusión científica

 

Se han hecho muchas críticas del reduccionismo médico o del biologismo. Ahora bien, ¿qué se propone a cambio? Se le opone por lo general una fórmula célebre: el abordaje bio-psico-social. La integración avanza de modo prolífico. Pronto tenemos abordajes bio-psico-neuro-endocrinos, o psico-ambientales, o socio-político-culturo-familiares. Con este método de acumulación lingüística, ladrillo sobre ladrillo sería posible incluirlo todo, a condición, claro, de que nadie discuta nada.
No cabe duda, aunque más no fuera por consideración al órgano de la audición, preferiremos cualquier reducción a tamaña proliferación. Ni el homúnculo de Penfield, ni el marcado de moléculas de nuestro Farmacólogo son palabrerío, y no pueden ser rebatidos con palabrería. La reducción médica es una operación efectiva, sostenida por un núcleo de racionalidad rigurosa, que afecta a lo real. Y nuestro reduccionista Sr. J. no tiene un pelo de tonto.
El trabajo que el Sr. J. sostiene se basa en una refinada percepción de la organización del cuerpo humano, a saber, que este contiene un elemento extraño que lo comanda. Lo guía una praxis. Sabe por experiencia que localizar, circunscribir, reducir ese elemento, volverlo de algún modo separable, produce efectos. Muchos efectos.
Al igual que el Farmacólogo, el Sr. J. no sabe exactamente de qué modo esto se produce, ni dónde está ni qué es ese elemento extraño. Así que procede con las drogas por ensayo, es decir, procede científicamente. El también planea obtener un mapa de su padecimiento para poder manejarlo mejor. El éxito de su operación ya está a la vista: puede ser considerado un adicto, pero nunca se lo ha tratado como a un loco.
Ahora bien, en sus momentos de desasosiego el Sr. J. también percibe que, a pesar de todo, algo anda mal en ese enfoque. La medicación lo afecta a él y no a ellos. Intuye a veces que un éxito total en el proyecto de mapeo cerebral tampoco lo dejará un milímetro más cerca de resolver el enigma de esa mala voluntad que lo insulta, por la sencilla razón de que ella, incluso con la mediación del chip, no se está en su interior. Ellos siguen ahí fuera pergeñando horrores.
Uno puede imaginar al Sr. J. y al Farmacólogo trabajando codo a codo. Conseguirán con un poco de suerte aislar el elemento extraño implantado en el cuerpo, el microchip o el aminoácido del caso. Y funcionará, sin ninguna duda, producirá efectos. Sin embargo ese implante interior conecta con otra cosa, algo exterior, algo que está excluido de su sistema. Eso retorna desde lo real. Y no dejará de perseguirlos.

 

Una política de lo que renguea

 

No es menor el desasosiego en que nos deja la rimbombante fórmula de nuestro Congreso “El hombre es lo que come”. M. no puede aislar ese componente básico de su dieta, sin dejar por eso de ensayar combinaciones posibles: cosa que come -sus propiedades- + día de la semana + eventos contingentes asociados = ¿? Exactamente la misma trampa en la que caen sus pares facultativos, experimentando con su caja negra a la que ingresan sustancias... ¡y salen conductas!
Decidimos seguir el experimento especulativo hasta la propia cocina: ¿qué comíamos cuando niñas? ¿De qué nos alimentaron? La charla nos llevó hasta una mesa de domingo, en casa de abuelos inmigrantes. Sus mesas y recetarios posguerra eran variados, calculados y sobre todo, contundentes. Había que aplacar el hambre. De modo que, comiéramos lo que comiéramos, siempre comíamos lo mismo: miedo al hambre. Los platos tienen que quedar limpios. La comida no se tira. Era difícil no atragantarse con la culpa del sobreviviente, que guarda cifrado en el cuerpo la memoria de todos sus muertos. De modo que regularmente, comíamos hambre. Y eso era parte de lo que se cocinaba. Era parte de lo que se servía a la mesa los domingos. El pan nuestro de cada día, arrastraba junto a sus ingredientes, ese resto irreductible a nuestra investigación.
Por lo tanto, para aislar ese componente tendríamos que descomponer y poner sobre el plato -la balanza- la guerra según la abuela, el hambre y el miedo al hambre, la mirada que insiste en inspeccionar los platos, que no sólo ve restos de comida sino que avanza más allá, hasta interrogar -paranoicamente- por qué no me come, así como el responder a esa pregunta -informulable- con la certeza de saber que algo no nos gustaría jamás, incluso sin haberlo probado. Aún así, poniendo todo eso sobre el plato, apenas se trataría de partes de una máquina loca que se ensambla y conecta cada vez de un modo muy preciso. No es cualquier cosa lo que produce efectos. No es de cualquier forma que funciona. Quizá por eso, ni nuestros locos, ni nuestros facultativos, se cansan de probar combinaciones.
No necesitamos rebatir el lema del congreso, para reconocer que tamaña generalidad “El hombre es lo que come”, deja intocado el asunto central: qué es lo que provoca efectos. Tanto la investigación de M. como la de sus pares facultativos, no cuentan con ese resto incoercible, el régimen de deseancia, como le llamó R. Rodulfo a esas primeras operaciones psíquicas que se efectúan sobre la comida. Todo eso queda por fuera de la Ciencia. Eso desborda. Se sale de los perfiles, se cae de los diagnósticos, por eso la operación de la Ciencia es fallida. Y política, aunque se diga aséptica. Y humana, aunque reniegue de ello. Sin embargo, todo parece estar preparado para obviar este detalle. Al menos, es lo que nos muestra la arrolladora proliferación proyectos que, -como bien lo presenta la película “21 gramos”-, nos seduce con la expectativa de medir lo que pesa el alma.
Frente a esto, sólo queda constatar: la enfermedad de la ciencia, goza de buena salud.

 

Claudia Huergo
Psicoanalista. Cátedra de Psicoanálisis - Facultad de Psicología – Universidad Nacional de Córdoba
psi_claudiahuergo [at] yahoo.com.ar

 

Alejandra Zurita
Psicoanalista. Servicio de Residencia - CENARESO
alejazurita [at] gmail.com

 

Referencias bibliográficas

 

Michel Foucault. Los Anormales. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires. 2007
Ricardo Rodulfo. El psicoanálisis de nuevo: elementos para la deconstrucción del psicoanálisis tradicional. Ed. Eudeba. 2004.
Enrique Carpintero. El exceso de realidad produce monstruos. http://www.topia.com.ar/articulos/el-exceso-de-realidad-produce-monstruos

 
Articulo publicado en
Julio / 2009