Psicoanálisis de las crisis psicóticas
En las crisis psicóticas el paciente experimenta un quiebre, un estallido, un derrumbe o un ataque, generalizado e insostenible, tanto en su interior como en su exterior, que lo deja sin capacidad de respuesta.[1] Esto se manifiesta en que, o bien ya no puede sostener el devenir elemental de su vida y, por ende, cae en un estado de padecimiento (pasivo o furioso); o bien es tomado [2] por completo por su posición delirante y sostiene desde allí una ruptura casi total con el mundo. Para el entorno familiar, ambas posibilidades significan momentos de gran angustia, desesperación y hasta de espanto.La mayoría de los profesionales consideran a las crisis psicóticas como situaciones muy peligrosas para la integridad física y psíquica del paciente, por lo cual el objetivo prioritario y urgente –como si se estuviera ante un incendio– debería consistir en “ahogar” o “apagar” la crisis, lo más rápido posible y de la manera en que se pueda. En tal sentido, la respuesta casi automática y más habitual se reduce a: 1) control farmacológico masivo y estricto y, 2) control y vigilancia institucional. Es decir, la internación. Sin embargo, semejante reducción es altamente cuestionable.[3]
Crisis y demanda
Es muy fuerte y arraigado el prejuicio de que los psicóticos en crisis no están en condiciones de tomar decisiones de ningún tipo, por lo que se hace necesario decidir casi todo por ellos. Este prejuicio, sumado al terror por la supuesta alta peligrosidad para sí y/o para terceros [4] del psicótico en crisis, viene permitiendo y hasta propiciando internaciones innecesarias sin recurrir antes a otro tipo de medidas más adecuadas, como la internación domiciliaria, el hospital de día, etc. De esta manera se termina, en lo clínico, despojando al psicótico de su posición de sujeto reduciéndolo a mero objeto de manipulación, y en lo político, justificando la violación de los derechos humanos de los pacientes, quienes no son tenidos en cuenta a la hora de tomar decisiones importantes sobre su vida.[5]El tratamiento psicoanalítico, por el contrario, requiere que el paciente se haga cargo de sus decisiones. Hay dos grandes modelos de plantear el tratamiento de la enfermedad mental: o bien la decisión y el deseo del paciente de curarse es imprescindible y decisivo, o bien no lo es y lo único eficaz es la acción química de los fármacos. Para nosotros, el deseo de curarse es imprescindible y, en ese marco, la medicación es uno de los recursos más importantes en nuestra terapéutica. Pero en todos los casos es necesario que la persona quiera curarse. Es necesario, incluso, exigir una demanda formal en tal sentido.[6] Esta demanda es la manera en que un paciente se agarra de la punta de la soga de un tratamiento mientras nosotros tiramos de la otra punta para ayudar a sacarlo de la situación en la que está. Con una soga se puede tirar, pero no se puede empujar: si el paciente no desea curarse, si no se agarra fuertemente de la soga, o la suelta, nadie ni nada lo puede empujar ni obligar a curarse. Las crisis psicóticas no son una excepción a esta regla.La condición del respeto irrestricto a las decisiones del paciente y/o familiares, y la necesidad de contar con su acuerdo para llevar adelante cualquier medida terapéutica que propongamos, no sólo es, entonces, una condición ética-política insoslayable, sino que también, y principalmente, constituye el punto de apoyo necesario e imprescindible para plantearse cualquier tratamiento. Sin esta condición, es imposible la emergencia y el despliegue del deseo de curarse.El objetivo de “ahogar” la crisis, a contramano de lo anterior, contiene la idea de que, una vez desatada, no se puede hacer nada productivo mientras dure; entonces sólo resta esperar que pase lo más rápido posible. Esta idea, sin embargo, es un grave error, mezcla de indolencia e ignorancia, pues toda crisis es una oportunidad inmejorable para establecer o relanzar el vínculo terapéutico.[7] Si bien es cierto que en la crisis el psicótico cae como sujeto, o es tomado por el delirio (es decir, se quiebra la relación con el Otro), nuestra práctica nunca debe plegarse ni acentuar ese camino de eclipsamiento del sujeto sino todo lo contrario, es decir, desde el vamos debemos incluir al Otro y convocar al psicótico a que se sostenga como sujeto.
La primera crisis y las crisisbajo tratamiento
Cuando somos convocados de urgencia para actuar en la crisis de un paciente que no conocemos,[8] para ambos es la primera crisis juntos, aunque él antes haya pasado ya por otras.[9] La manera como actuemos allí será decisiva para el desarrollo posterior: si “ahogamos” la crisis no podemos pretender, después, establecer un vínculo psicoanalítico cuando, en su momento más difícil, no lo tratamos como sujeto. Aun en medio del vendaval, debemos saber ubicarlo y respetarlo como sujeto y, además, hacer que todos los demás lo respeten y traten como sujeto, especialmente su familia. Si logramos hacerlo, lo más probable es que el psicótico establezca de inmediato un vínculo firme y franco con nosotros.[10] Toda crisis tiene una historia. Una tarea inmediata e imprescindible es comenzar a conocer esa historia: cuándo comenzó, cómo comenzó, si se daba cuenta de lo que le estaba pasando, cómo reaccionó la familia, el entorno, etc. Historizar la crisis se inserta y se continúa, a la vez, con el trabajo de historizar la vida entera del paciente y su familia, lo que conduce a preguntarse cómo es que llegó a esta situación tan crítica.[11]Toda crisis, además, tiene sentido: por qué le pasa esto, quién es responsable, que debe hacerse, etc. Como terapeutas debemos respetar y partir del punto de vista del psicótico; de ninguna manera es aceptable que, bajo la excusa de ser claros y directos, despleguemos un ataque frontal contra el punto de vista que constituye la locura del psicótico, es decir, contra su delirio, su alucinación, o lo que sea. Nuestra tarea consiste en acompañarlo, sin aceptar ni confirmar su punto de vista, pero sí con pleno respeto del mismo, sin caer en la posición autoritaria de supremacía exclusiva que nuestra cultura otorga al punto de vista del adulto normal medio asimilado a sus normas y valores.Ayudarlo a atravesar la primera crisis juntos, respetando su punto de vista: ésa es nuestra tarea.Diferente es cuando el psicótico está en tratamiento a nuestro cargo y se produce una crisis severa. Es muy común que el propio profesional a cargo (y la familia) la considere como un índice indudable de que el tratamiento anda mal, y de que el paciente está peor. Y no sólo eso, también es común que lo inunde la angustiosa idea de que su trabajo es un desastre. En mi caso, a pesar de los muchos años de tratar crisis psicóticas y de estar muy seguro de lo que hago, debo confesar que en tales ocasiones siempre me asalta el mismo pensamiento: ¡¿Quién carajo me manda a meterme en esto?! Y, a la vez, me invade un imperioso deseo de huir. Pero en ese mismo instante también vuelvo a saber que esa angustia arrolladora es la experiencia contra-transferencial inevitable de asistir a una crisis psicótica, y recién cuando la experimento estoy seguro de haber hecho contacto efectivo con el paciente y que, además, recién allí se abre la posibilidad cierta de encontrar un punto de apoyo transferencial real y eficaz. A tal punto esto es así, que me animo a afirmar que mientras no se haya atravesado esa angustia, no se habrá entrado en contacto ni acompañado una crisis psicótica, como tampoco encontrado un punto de apoyo transferencial firme y claro.[12]Junto a lo anterior, también se nos impone la idea de que un tratamiento bien llevado o que anda bien, no debería atravesar crisis. Sin embargo, el tratamiento mejor llevado y con mejores resultados no necesariamente es aquél en el que no aparecen crisis; la aparición de una no implica necesariamente un retroceso o que algo ande mal, al contrario, bien puede ser un momento muy fecundo para la salud del paciente y/o su familia.[13]Una crisis psicótica no llega por casualidad. Tampoco es el resultado inevitable de ser psicótico, pues hay muchos psicóticos que no están en crisis y tantos otros que hace muchísimo tiempo que no tienen una. Una crisis psicótica, por supuesto, no puede aparecer sino en el marco de una condición psicótica,[14] pero no aparece en cualquier momento y circunstancia, sino cuando la persona estalla al no poder enfrentar ni sobrellevar la acumulación de los conflictos que la vida le presenta. Repito: la crisis psicótica no es un desajuste electroquímico azaroso del cerebro, vaya uno a saber por qué, sin ton ni son, un puro sin sentido. No, la crisis psicótica tiene historia y tiene sentido. Pero más allá de que sean para mejor o para peor, lo que es innegable es que las crisis psicóticas son más probables y más desestabilizadoras que las crisis neuróticas, y la razón de esto radica en que la condición psicótica es altamente inestable en un mundo estructurado sobre la base de parámetros neuróticos reales. Por ello, entonces, aunque sea por mera resignación empírica, deberíamos aceptarlas como posibles y hasta inevitables. A partir de aquí, mejor que desear de manera timorata e irresponsable ¡Ojalá que no venga ninguna otra crisis!, lo que los terapeutas deberíamos hacer es prepararnos y, sobre todo, preparar al paciente, para la próxima crisis.[15]Nuestra tarea ante las crisis bajo tratamiento, entonces, no sólo se amplía, sino que también ahora contamos con mayores y mejores recursos. Toda crisis bajo tratamiento se anuncia, tiene signos precursores. Nosotros, como terapeutas, debemos saber leerlos, comunicárselos al paciente y, sobre todo, ponerlo a trabajar sobre los mismos: desorganización del tiempo y actividades, pérdida de rutinas de sueño/vigilia, querellas o proyectos alocados, etc. El paciente, en primer lugar, tiene ante sí la tarea de “apropiarse de su crisis” y manejarla lo mejor que pueda; antes las cosas fueron al revés: esas fuerzas siempre fueron ajenas a él, se apropiaban de su vida y lo manejaban. En segundo lugar, el paciente sabe muy bien que está muy bien acompañado, que en su terapeuta tiene un aliado incondicional para enfrentar la crisis: juntos preparan el combate, disponen las fuerzas familiares, los recursos económicos, ponen a resguardo los posibles problemas familiares (esposa, hijos) y sociales (trabajo, etc.). Se piensan los diferentes escenarios complicados que pueden aparecer, se establecen dispositivos de alarma y procedimientos de acción ante cada circunstancia, etc. Todo esto en pos de un objetivo: el paciente tiene que salir entero de la crisis, y, de ser posible, victorioso. Ayudar al psicótico a gestionar su crisis, anunciándosela, preparando el combate y acompañándolo en su atravesamiento, es nuestra tarea en las crisis bajo tratamiento.El final de la cura del psicótico (fin de análisis), es otro artículo.
Fin
Una vez pasada la crisis, el trabajo consiste en un psicoanálisis de cada detalle, de cada momento, qué se hizo bien, qué se hizo mal, qué pudo haberse hecho y no se hizo, por qué no se hizo, etc. El psicoanálisis de todas las crisis anteriores, y la minuciosa preparación de las por venir, son uno de los carriles privilegiados del tratamiento psicoanalítico del psicótico.Hay muchos pacientes psicóticos que nunca entran en crisis, pero tampoco están bien; andan como a la deriva, sin rumbo, sin pasión, como esperando algo que nunca les llega. Ante estos casos, uno muchas veces se sorprende pensando: «¡Qué bien le vendría una crisis!». Este no es un pensamiento loco o irresponsable, sino que manifiesta que las crisis, aunque son desesperantes y lo último que alguien quisiera pasar, son, a la vez, una verdadera oportunidad, una puerta abierta a la vida. Y al abismo.Cuando enfrentamos una crisis no tenemos ninguna garantía de que las cosas vayan a salir bien, pero debemos encararla con la seguridad de que vamos a hacer todo lo que está a nuestro alcance y que lo vamos a hacer bien, aun cuando no sepamos exactamente qué vamos a hacer, qué medidas debemos implementar, etc. Es decir, confiar en nuestra experiencia, en nuestra práctica y en nuestra buena fe. Las cosas, por supuesto, siempre pueden salir mal, nadie puede asegurar el resultado. Contra todos nuestros deseos, hay que decir que, por supuesto, no hay manera de asegurar el salto. El vértigo, la angustia previa al salto, es inevitable. Si no la hubiera sería índice de que no hay salto. Y si, de nuestra parte, no hay salto, entonces no hay tratamiento posible de la crisis psicótica. Sólo hay un «como si».Por todo esto reafirmo que las crisis son una oportunidad inmejorable para establecer o relanzar el vínculo terapéutico con el psicótico, como también para remover las imposturas del lugar del analista conque la vida burguesa nos carcome y pudre el deseo.
Héctor Fenoglio[16]
Psicoanalista
hcfenoglio [at] datafull.com
“Hay que romper el mármol para ir escribiendo, penosamente, con letra enrulada, una teoría que tiene que ver con el sufrir, con lo que es, con la verdad vista y arrancada de la garganta del otro que es la garganta de uno. Freud frente al libidinoso hombre sucio. Tuvo que meterse en la boca del otro para encontrarlo”[1]
Necesitamos hacer citas para escribir penosamente esa experiencia. Para alejarnos del mármol, de la letra muerta en la que han convertido algunas instituciones la aventura psicoanalítica, ya sea tallando sobre el modelo del diván el ideal de intervención, o tomando del modelo médico hegemónico la lógica diagnóstico-evolución-pronóstico, como saber primero, que dice lo que va a pasar, lo que el otro puede y no puede, lo que debemos esperar. Necesitamos hacer citas para hablar sobre la singularidad del encuentro y el trabajo analítico, como idea de un recorrido armado con otro.
Las reflexiones que comparto hoy vienen movilizadas por esas citas, con Pichon Rivière, Frida Fromm Reichamn, Jean Oury, Emilio Rodrigué, autores que entienden que el trabajo analítico implica también poner en crisis dispositivos, modelos, -como los mencionados-, que impregnan nuestra intervenciones, recortando el campo de lo posible, de lo pensable, coagulando en el imaginario y funcionando como prescripción desde la comunidad profesional con la que interactuamos. Entonces, hablar de cómo se trabaja con la crisis de otro, “en la garganta” de otro, parafraseando a Rodrigué, nos lleva a nuestra propia garganta, entendida aquí como nudos, resistencias, anacronías en nuestros propios dispositivos.
El lujo de no saber, frente a certezas aplastantes. En mis primeras experiencias como concurrente en un servicio hospitalario público, tuve un encuentro de trabajo con una mujer joven. Un comentario como al pasar hecho por el supervisor, que “tuviera en cuenta que se trataba de una esquizofrenia” parecía indicarme que algo de mi dedicación e interés, eran en vano. Bajo el influjo de esa voz, estuve a punto de disculparme: “ah, yo no sabía…”. Ese “nuevo saber” hizo tambalear el encuentro que venía desarrollándose, diría que entró como un elefante en un bazar, arrasando las pequeñas astucias y complicidades que veníamos tejiendo. Yo podía darme cuenta de sus anudamientos locos, pero nunca lo había pensado como un impedimento o límite. Lo que allí se cuestionaba, era mi transferencia a la locura, de hecho, yo no trabajaba con “una esquizofrenia”. Esta tensión fue configurando en esa compleja trama -el hospital, la medicación, el resto del equipo, los encuentros conmigo- puntos de emergencia, que no podrían ser leídos ni rozados siquiera desde el saber sobre “la esquizofrenia”.
Trabajos. No eran pocos: hacer un lugar institucional para acoger la singularidad de encuentro. Despegar la noción de transferencia del drama pasional de dos, para localizar la trama, donde se imbricaban de un modo complejo, constelaciones y multiplicidades -siempre cambiantes, inestables- que acompañaban u obstaculizaban el encuentro. Atender a los climas institucionales (a veces verdaderos calderos donde se cocinan paranoias institucionales, hasta que alguna chispa los hace “detonar”). Seguir la lectura que nuestros pacientes hacen de ese clima. Localizar nuestros propios soportes en esa trama.
Había una vez una crisis. Las cosas venían agitadas en el entorno familiar de esta mujer. Una próxima visita de un familiar “angustiante” desbordaba ese entorno. Un día se desnudó en la iglesia, y fue devuelta a su casa por los bomberos. Es intervenida por la “fuerza pública”. Su pequeño acto de mostración toca lo público, y con ello a la institución hospitalaria que se mira a sí misma en ese espejo, impotente en su poder disciplinador para hacer quedar en lo privado, en lo íntimo de cuatro paredes -casa, consultorio, hospital- ese sufrimiento. Las reservas de paciencia, de prudencia, de tolerancia, se agotan. Supuestamente si alguien en tratamiento experimenta una crisis así, algo no funciona. Cuesta integrar la noción de crisis, estallido, o como quiera llamársele, a la idea de proceso, de pasaje. Siempre es pensada como un evento desorganizante “gratuito” con el consabido estigma de peligrosidad.
El dispositivo entra en crisis. “No es un caso para este servicio. Aquí podemos ofrecer una contención acotada” (¿habrá alguna total?). La oferta contenía: sesiones de psicoterapia individual, familiar, tratamiento psiquiátrico. Todo en el marco de un encuadre dado por el consultorio, un tiempo-reloj de media hora, una frecuencia máxima de dos veces por semana. La primera insistencia pasaba por un reforzamiento de la medicación, asumiendo que con alguien en cierta agitación, que delira, no hay “nada que hacer”. “Hacer” se vuelve allí sinónimo de “escuchar”, escuchar sinónimo de interpretar, interpretar sinónimo de trabajo con la palabra hablada.
Básicamente lo que entra en crisis es un modelo de trabajo, en el cual se supone que tiene que transcurrir esa experiencia, ese acompañamiento. Esta persona, por ejemplo, toleraba muy mal el tiempo de permanencia dentro consultorio, en ese momento. No era que quería irse o que no podía estar allí: necesitaba hacer otras cosas: deambular, hablar con otros, preguntar, hurgar, transitar, tocar. Todo esto era considerado un hacer “sin sentido”. Lo único que había para ofrecer a su experiencia con esa angustia era hablar, en un consultorio, a puertas cerradas, o irse a su casa con más medicación. Un repertorio muy pobre.
La experiencia con el fármaco. Me sigue sorprendiendo, aún hoy, la insistencia en de-subjetivizar la experiencia con el fármaco: “no, tomando esto no puede sentir tal cosa” “seguro que no está tomando bien la dosis, o que no la toma” “ya tendría que haber hecho tal efecto” “si la escuchás o le preguntás mucho le das pie para no tomarla” “Para qué la citás tan pronto, antes de una semana no tiene sentido que la vuelvas a ver, esperá que haga efecto la medicación”. Se desiste en acompañar la experiencia con el fármaco. (Incluso en los dispositivos “milenarios” la experiencia con la droga en ritos o ceremonias de curación, es siempre una experiencia acompañada, conducida). Ella refería que un aumento de medicación le dificultaba pensar, sentir sus cosas. Que así no podía avanzar. Que eso no era ella. Esto no era escuchado, y toda esa conflictividad era reducida a mera resistencia o “no adherencia” al tratamiento farmacológico. Este dato reforzaba la crisis, que esta vez tenía como escenario a la institución hospitalaria, y era allí, en ese ambiente, donde la locura hablaba.
¿Cuantos hacen falta para cambiar una lamparita? Pasado los años sigo pensando en qué tipo de alianzas, alienaciones y sorderas estábamos inmersos para no haber intentado otras cosas. Por ejemplo, desestimar la visita de ese familiar. Postergarla. En qué violencia dejamos a esa persona para que sola tuviera que “desnudar” eso. Sí, en cambio, desfilaron supervisores externos hablando del Nombre del Padre, ¿psicosis o histeria? Fue transformándose así en un “caso” renombrado, que cada tanto era visitado, con las mismas preguntas. Y mientras más “caso”, más cosificación, menos oportunidades para nuestro trabajo, de producir movimientos. El juego pasó a ser defensivo, las intervenciones también. Había que “evitar” nuevas crisis, de lo contrario -me explicaban- sus días de atención en el hospital general se acercaban a su fin.
Pasajes. Esta crisis, termina haciendo un pasaje, a otra cosa. Ella venía siendo “seducida y rechazada” por uno de los integrantes de esta iglesia, quien se dirigía a ella como “salvador”. Frente a su expectativa de ordenarse como religiosa, era rechazada por “insana”. Nuevamente: la locura excede el campo de lo personal: estaba en su ambiente. Ella simplemente “la desnuda”, la localiza en acto. Abandona así la insistencia de consagrarse a la vida religiosa, dirigiendo su trayecto en otras direcciones. La crisis revela también la trama loca familiar, posibilitando otra inclusión de la madre en el trabajo. En esos momentos, en que eran casi un solo cuerpo, una sola boca, no se trataba de trabajar ninguna separación, sino de acompañar ese angostamiento en la brecha, el entre dos. Lo claro para mí era que ambas debían ser cuidadas allí. Algo de lo mortífero de esa fusión se hacía presente en ese momento, y se trataba de acogerlo, no de sancionarlo ni expulsarlo, ni de indicar separaciones o cortes que en ese momento eran experimentados como desgarros. La expresión “a la cantonade”, definía bastante nuestro modo de hablar y circular la palabra durante la crisis, permitiendo cierto despegue de la palabra que fija, generando separadores, articuladores de intimidad y diferencia.
Desmontar supuestos. El psicoanálisis no es un dispositivo de rayos X, sino una forma de templar un encuentro con otro, que no pierde su opacidad. Hacernos soporte de una transferencia, nos permite conducir junto a otro una investigación, una experimentación respecto a lo que de sí puede ser transformado. Es experimentar con una potencia. Pensar al psicoanálisis como un dispositivo, montaje que debe entramarse en terreno, es liberar su potencia, abrirlo a multiplicidades, donde muchos pueden estar incluídos, incluso en el recurso al fármaco. No hay pacientes refractarios sino dispositivos refractarios a la singularidad de un encuentro. En general ese estancamiento empieza por sancionar el deseo o la implicación de los participantes, recubriendo de profesionalización esa retirada.
Para llegar a la cita: “Antes que nada quiero decir que la lectura del psicoanálisis nos aburre. (…) Cuando se toma la revista especializada se lucha contra el sueño y es una batalla desigual. Me pregunto por qué interesa tan poco lo que escribimos. ¿Qué pasó con la odisea freudiana, cuando el psicoanálisis era una gran aventura? Además, cada hora analítica puede y suele ser la gran aventura (…). Existe un abismo entre esta vivencia y lo que decimos de ella. El analista actual no está errado, está estancado, lo que es peor. Usamos pomposamente una jerga técnica donde las palabras son más y más largas ¡y hay cada una! Pero dicen menos y menos”[2].
Psicoanalista
psi_claudiahuergo [at] yahoo.com.ar
Prof. Cátedra Psicoanálisis Facultad de Psicología. Universidad Nacional de Córdoba.