No cabe duda que los textos que componen este libro antes que nada nos deslumbran por su rara belleza. Pero esto no es algo tan sencillo como parece, porque la costumbre dicta que el discurso que se ocupa de la belleza sea el discurso poético. No hablamos de prosa o verso -es claro- sino de aquello a lo que aspira cada tipo de discurso. Lo poético en su sentido más amplio estaría constituido por aquellos discursos cuya obstinación última es eso que llamamos belleza. El ámbito de lo que un tanto oscuramente solemos llamar “filosofía” se ocuparía en cambio de la verdad. Y es precisamente en relación a la verdad que cada uno de estos textos fue escrito.
Pero su relación con lo poético no es sin embargo el intento de embellecer con imágenes y metáforas la escritura que aspira a la verdad; tampoco ser el banquito que usa la reflexión para alcanzar a ver más allá de su estatura y poder espiar así, en su desnudez, lo inefable de la experiencia. No. El encuentro entre belleza y verdad surge aquí de la materia misma con la que se ha trabajado.
Esa materia es entonces el punto en que verdad y belleza son una y la misma “Cosa”: la profundidad afectiva del propio cuerpo que debe vibrar ante el tañido de las cosas como diapasón -para usar una de las imágenes de León- para que esa belleza sea verdadera. Así como la verdad, para ser cierta, deberá ser verificada en la experiencia corporal, y vivida en esa coincidencia como belleza. Esa “experiencia arcaica materna” sobre la que trabaja León es entonces la coincidencia entre verdad y belleza. O mejor, la verdad y la belleza son las formas en que, ya adultos, podemos todavía percibir algo del destello que nos abrió el mundo y que como un río amoroso y mudo lo mantiene todavía a flote.
De modo que el carácter poético de estos textos, su belleza, no es una mera cuestión de estilo, sino el resultado de la capacidad que había desarrollado León de prolongar, a través de su propia afectividad, esa “experiencia arcaica materna” en las patriarcales palabras de la escritura.
Y quizás de esta experiencia provenga también la increíble capacidad productiva de los últimos años de León. A partir de La Cosa y la Cruz había encontrado en la “experiencia arcaica materna” la clave que le permitió dar una nueva vuelta de tuerca a toda su obra. Los textos que este libro contiene, en cambio, son el resultado de haber conseguido pensar desde esa “experiencia arcaica materna”, actualizando en la propia afectividad vivida del cuerpo lo que se había manifestado anteriormente como “clave” intelectual. De allí en más esa “experiencia arcaica materna” ya no será entonces para León una clave de pensamiento, sino el núcleo afectivo mismo en el cual la “lengua materna” se inerve como escritura. Cada uno de estos textos surgía entonces de una experiencia única, como susurrados por esa ensoñación materna que se prolongaba desde las profundidades más arcaicas del cuerpo. Después vendría la “traducción” de esos destellos al lenguaje patriarcal de los conceptos, para que podamos entenderlos desde fuera de esa experiencia. Pero el contenido de verdad y belleza guiñaba su complicidad desde el primer momento, vecino de esa certeza afectiva del cuerpo cuya potencia -nos contaba Spinoza- la conciencia desconoce.
Y creo que es esta experiencia a flor de piel en la que vivía León la que le hacía imposible la mera corrección de textos anteriores: cada revisión abría un espacio nuevo de pensamiento que se desenvolvía con esta lógica sensible y arcaica cubriéndolo todo, ramificándose en una fertilidad endiablada que lo arrojaba al febril intento de reescribir a contrarreloj toda la filosofía occidental, para que el pensamiento pudiese por fin encontrarse con la existencia material y amorosa de su origen.
II
En este contexto es que surge Naturalmente- este texto del que me toca hablar, y que es el último de León. Y que a mi entender representa además una nueva apertura en el pensamiento de nuestra época.
Lo principal de este texto es poner en duda la oposición entre naturaleza y cultura, pero con ello, además, todas las formas modernas de pensar el Estado como superación -y separación- de la Naturaleza. A través del “estado de excepción” a “la ley de la Naturaleza” que las madres animales instauran fugazmente con sus crías, da entonces León con la solución a aquello que un tanto oscuramente había intuido Marx en los Manuscritos:
“en qué medida la esencia humana se ha convertido para el hombre en naturaleza o en qué medida la naturaleza se ha convertido en esencia humana del hombre”.
Pues la continuidad y extensión de ese “estado de excepción” materno, que en los animales no deja huellas, constituiría lo más humano entre lo humano: la prolongación de la naturaleza más allá de la naturaleza, mantenida sin embargo en su propio elemento. Pero también se instaurará una forma segunda de lo humano cuando el corte patriarcal, históricamente variable, intente borrar ese fundamento primero de la vida imponiendo como origen la “guerra de todos contra todos”, restaurando así la “ley de la naturaleza” como una esencia metafísica que olvida su origen de excepción amorosa.
Este planteo de un origen materno que prolonga y modifica el estado de excepción natural, no puede ser considerado como un naturalismo que remita el sentido de lo humano a una instancia meramente natural, pues por un lado la “mera naturaleza” sólo es tal desde la mirada que la ha radiado más allá de la experiencia de lo humano, reificada así como lo otro radical de lo humano. Pero además porque la extensión de ese “estado materno de excepción”, que la prematuración humana abre en el seno de la naturaleza como una diferenciación en la unidad, es la creación de un espacio cualitativamente nuevo, cuyo sentido es ahora lo específicamente humano. Esta experiencia del “estado de excepción materno” será entonces el suelo nutricio a partir del cual crecerán los valores humanos considerados más altos, esos que admiraba Kant en el ser humano como correlato interior de la magnificencia del cielo estrellado.
La negación de esta instancia materna y la reconversión de su ensoñación en la espectralidad patriarcal-cristiana, tendrá como consecuencia inevitable la separación radical entre la naturaleza y la cultura. Esta separación debemos entonces entenderla como la castración hecha al ser humano de su “cuerpo inorgánico”- que es como Marx entendía a la naturaleza-, cuyo fundamento es la otra tierra nutricia a través de la cual devino humano, es decir esa “experiencia arcaica materna”.
El pensamiento político moderno se ha debatido entre pensar su fundamento a partir de la ley o hacerlo a partir del derecho. Pero sea cual fuere la solución encontrada, la elección implicaba la negación de ese fundamento arcaico. Su resultado fue mantener siempre a la naturaleza y a lo humano como términos irreconciliables. Esta nueva concepción de la naturaleza que introduce León implicará entonces, a través de la profundización de su propio elemento de vida -el acogimiento materno- la posibilidad de pensar un nuevo fundamento para la vida en común, vale decir, para la política.
Las conclusiones de que tanto el “derecho” como la “ley” -en toda la amplitud de sus sentidos- se fundamenten sobre la negación de este “estado de excepción” que es el “Ordo Amoris” materno -como lo llama León dándole un nuevo sentido al vacío concepto que Scheler tomara de Agustín- no podemos aún darlas, pues es precisamente en ese espacio que, creemos, este texto inaugura un nuevo camino para el pensamiento. Pensar esas conclusiones, pero además articularlas políticamente, quizás sea el desafío que León nos propone.
III
Pero hay además otro aporte inédito en este texto y que refiere a un segundo aspecto de esa expropiación. En la negación de ese “estado de excepción materno” y la instauración, como si fuese originario y primero, del “reino animal del espíritu”, de la “guerra de todos contra todos”, se transmutará nuestra condición de “absolutos-relativos” en meros relativos. Esta condición de ser “absolutos-relativos” constituye según León el verdadero fundamento del misterio de la existencia, que no es, como suele ser planteado, el de por qué hay el ser y no más bien la nada, sino el “de por qué, entre todo lo que existe, hay un cuerpo que soy yo”. Ese carácter “absoluto-relativo” nos es dado por esa experiencia arcaica en que la coincidencia entre el sujeto y el objeto, entre nosotros y el mundo, fue vivida como un “absoluto-absoluto”. La huella de ese absoluto hará que nuestra existencia relativa fulgure siempre desde lo absoluto de nuestra propia vida. La negación patriarcal de esa instancia materna, -que entre nosotros ha tenido su más radical y despiadada forma como cristianismo- recomienza la historia cada vez para cambiar el origen. Entonces, como si lo primero fuese la lucha a muerte y no el acogimiento amoroso de las madres, congela esa experiencia de absoluto e inviste con ella al despotismo patriarcal-cristiano de Dios, el Estado y el Mercado. De allí en más serán ellos los únicos Absolutos; nosotros una mera relatividad a su poder.
Sin embargo no es ésta la última palabra. Porque como dice León, este “estado de excepción” vuelve a repetirse una y otra vez en con cada vida humana que despunta, abriéndose entonces en la terca entrega incondicionada de las madres la posibilidad de otro mundo, de un mundo cuyo fundamento subsiste debajo de éste; y que no podrá ser destruido sin que antes lo sea también toda vida humana.
Esta resistencia de la experiencia materna a la expropiación cristiana es la posibilidad siempre abierta de que prolonguemos ese acogimiento, ahora ya adultos y colectivamente, en un mundo que coincida entonces con nosotros mismos.
Buenos Aires, 26 de noviembre de 2011.