Este artículo surge a partir de las intervenciones realizadas como integrante del Equipo Móvil de “Atención a Víctimas de Delitos contra la Integridad Sexual” del Programa “Las Victimas contra las Violencias”, apoyado en las palabras de las personas con quienes trabajamos: las víctimas. Nuestra idea es que la víctima tome un papel activo y reclame al Estado por sus derechos. Que logre empoderarse, lo cual implica precisamente salir de la posición de no-poder, o de impotencia, que el proceso de victimización trae aparejado.
Luego de la denuncia efectuada por una mujer en la comisaría, la acompañamos a la Guardia de un hospital público. En un momento, se dirigió azorada a las profesionales del Equipo: “¡No se puede creer! El clínico me preguntó si ´mientras mantenía relaciones orales, el tipo eyaculó...´” Esta mujer, que con tanta dignidad hacía este planteo, había sido forzada a practicarle sexo oral a su agresor. Tal como identificaba, eso no es “mantener relaciones orales”. Es, lisa y llanamente, violación. La violación en nuestro Código Penal Procesal abarca la penetración “por cualquier vía”: oral, anal, vaginal. Aunque en las causas, la violación oral suela figurar como “abuso sexual” a secas.
Nuestra idea es que la víctima logre empoderarse, lo cual implica precisamente salir de la posición de no-poder, o de impotencia, que el proceso de victimización trae aparejado
Acerca de las intenciones del médico, nada podemos afirmar. Probablemente sólo utilizó aquello de lo que disponía: muy poco. Muy poca (o nada de) formación acerca de cómo abordar estas temáticas, muy poca conciencia acerca del poder de las palabras, de lo que éstas revelan en tanto transmisoras y reproductoras de ideología; del enorme ocultamiento y falseamiento que la frase conllevaba (evitando hablar del verdadero hecho: la violación, llamándolo por otro nombre, quitándole el peso que tiene); desconocimiento acerca de las leyes vigentes, y acerca de estar incurriendo en una flagrante revictimización (un acto por el cual quien debería asistir, cuidar, atender o proteger a la víctima, la perjudica en lo físico o psicológico por acción u omisión). La pregunta probablemente apuntaba a ponderar la posibilidad de un contagio de ETS por contacto con líquido seminal, pero además de su inadecuada formulación, desestimaba la posibilidad de contagio previa a la eyaculación. Lo que se desprende es la imperiosa necesidad de formación de los médicos y de todos aquellos involucrados en la atención de las víctimas, así como la información y concientización de la sociedad toda. El Programa viene haciéndolo desde hace años en todos los niveles formativos de Policía Federal, con la materia “Introducción al Conocimiento, Abordaje y Prevención de las Violencias”.
En 1902, a la edad de 11 años, María Goretti fue asesinada. Tras haber sido rechazado reiteradamente en sus avances sexuales, Alessandro Serenelli, de 18, intentó violarla. Luego de que María le expresara que “prefería la muerte antes que pecar”, la apuñaló. Serenelli fue sentenciado a treinta años de cárcel.
De niña, la lectura del libro consagrado a la vida de esta santa, me impresionó sobremanera; en especial, que se relacionara la “santidad” con lo que no podía más que pensar como resistencia a los embates de un abusador. ¿Qué la hacía santa? ¿Haber preferido la muerte para preservar “su pureza”? ¿La premisa de la santidad era el martirio? ¿Cómo podría verse comprometida su pureza por un hecho de índole sexual contra su voluntad? ¿Si el agresor la hubiera violado, hubiese dejado de ser pura? Algo en mi razón se rebelaba contra las ideas que parecían presentarse de modo natural en el texto. Décadas más tarde, los entonces llamados “Delitos contra la honestidad” me trajeron el recuerdo de mis tempranas reflexiones.
Si bien las mujeres no son las únicas víctimas de delitos contra la integridad sexual, la enorme mayoría (entre el 95 y el 98%) de las víctimas son mujeres de toda edad, clase social, religión y etnia
En una oportunidad, el Equipo Móvil fue convocado a una comisaría mediante un pedido de colaboración donde se leía: “Averiguación Delito contra la Integridad Sexual”. En nuestro Código Penal Procesal se denomina “Delitos contra la Integridad Sexual” a una serie de delitos que incluye el abuso sexual simple, el abuso sexual calificado (gravemente ultrajante) y la violación. Personal de la comisaría nos informó luego “ésta es la carátula nueva: Averiguación Abuso Deshonesto”. Pregunté el porqué del cambio, ya que la anterior era correcta. La oficial explicó que el Juzgado había dado tal indicación. ¿Por qué sería relevante resaltar esta diferencia? Porque corresponde utilizar la terminología que refleja los cambios en la Ley y en la concepción que la sustenta. El delito lesiona un bien jurídico. Siempre que hay un delito, hay también un bien jurídico que se protege. Si hablamos de “Delitos contra la honestidad” (como se los llamaba antiguamente, hasta la modificación referente a delitos sexuales introducida por la Ley 25.087 en 1999), el bien jurídico protegido es la honestidad de la víctima. Ello implica que si ésta no se defiende “lo suficiente” (¿suficiente en relación a qué? ¿suficiente para quién?), anteponiendo la “honestidad” al resguardo de su vida, el delito comprometería su “honestidad”. Imaginemos los deslizamientos posibles: honestidad, castidad… ¿Cuántas ideas más podrían asociarse en esta serie, fundiendo lo legal-moral-religioso, y naturalizando las ideas rectoras de lo que se espera sea la conducta (y pensamientos) de las mujeres? Si bien las mujeres no son las únicas víctimas de delitos contra la integridad sexual, la enorme mayoría (entre el 95 y el 98%) de las víctimas son mujeres de toda edad, clase social, religión y etnia. Con la modificación de 1999, el “abuso deshonesto” desapareció del CPP.
Cuando hablamos de “Delitos contra la Integridad Sexual” el bien jurídico que se protege es la integridad sexual de la víctima: su libertad, su derecho a decidir. La diferencia conceptual es abismal… Esto implica que lo importante es si se vulneró su derecho a estar o no (sexualmente hablando) con otra persona, a decidir con quién, cuándo, cómo (qué prácticas sí y qué prácticas no) y bajo qué condiciones. Lo que queda por fuera de esta decisión personal vulnera claramente su integridad sexual. Cualquier planteo que postule la posibilidad de consentir cuando se está amenazada, es falaz. Cualquier consentimiento arrancado bajo amenaza no es consentimiento, es intento de autopreservación.
Pareciera una obviedad decir que en la violencia sexual, el cuerpo se encuentra comprometido. Pero ¿de qué cuerpo estamos hablando?
Para quien perpetra el abuso o la violación, se trata de un cuerpo para ser atropellado, usado, arrasado. En eso reside el goce del agresor: arrasar al otro, reducirlo a mero objeto, lo que implica la negación de la subjetividad. Todo esto lo hace sentir poderoso. Gozar de la angustia, del terror, de la mirada de espanto, o de súplica. Incluso, como plantea Eva Giberti, gozar antes de consumar el hecho con la preparación y luego, recordándolo. El requisito indispensable para perpetrar cualquier abuso es visualizar al otro como un objeto manipulable. El a priori es pensar a la mujer como un cuerpo del que puede disponerse, creerse con derecho sobre las mujeres. En el sistema jerárquico del patriarcado, la mujer se encuentra por debajo del hombre.
El requisito indispensable para perpetrar cualquier abuso es visualizar al otro como un objeto manipulable
Cuerpos al servicio del hombre. Cualquiera. Todas. Según esta lógica patriarcal, dado que el género femenino tendría como finalidad satisfacer al hombre, la edad en que la mujer comienza a cumplir su destino servil resultaría irrelevante. Debemos recordar que cualquier ataque al cuerpo es en sí un ataque a la identidad y a la subjetividad. Estos hechos violentos, traumáticos, marcan el cuerpo y provocan un dolor psíquico profundo. Las mujeres de toda edad abusadas o violadas suelen referir sentirse “sucias” por la intromisión en el cuerpo que estos actos conllevan, sentir vergüenza, y hasta culpa. La obscenidad del agresor las golpea.
Además de las secuelas “típicas” de estos delitos: insomnio, depresión, sensación de humillación, dificultad para conectarse, etc. (consideradas síntomas de trastorno por estrés postraumático, y que recortan la autonomía y el desarrollo personal de las víctimas), algunos casos hablan por sí mismos. Una de estas muchachas, notó que se había orinado encima por el miedo, y se tiraba de los cabellos hasta arrancarlos; otra se fregaba una y otra vez, en un intento de quitarse todo rastro de la agresión en la piel… Acompañamos a una joven que luego de haber sufrido un intento de violación, expresaba: “yo soy lenta para reaccionar, me quedo paralizada”. Esa misma muchacha le dijo al agresor que accedería a tener relaciones sin resistirse, pero primero debía buscar X cosa, para lo cual tenía que bajar del auto donde la mantenía retenida... Logró que el hombre le abriera la puerta, y salió corriendo en dirección a otro auto que se acercaba... Otra joven apretó la cabeza del agresor entre ambos brazos, empujándolo hacia abajo (en una especie de “llave”), y estirando un pie accionó el comando para destrabar las puertas. También ella decía no tener capacidad de reacción; sin embargo, “reaccionó” luego de ser amenazada con que “si no se dejaba, iba a terminar en un container”, en inequívoca alusión al femicidio… Sin duda, más allá de las características personales, existe una relación entre la socialización de las mujeres (que inhibe la agresión y la capacidad de defensa, que fomenta el estereotipo de la “damisela en apuros” y la necesidad de ser ayudada “porque sola no puede…”) y la dificultad para percibirse a sí misma como quien podría hacer algo (creativo, además) para lidiar con la violencia. Las profesionales del Equipo enfatizamos la importancia de la propia acción e intentamos que la víctima revalorice sus propias estrategias: el reconocimiento de la potencia de la víctima. Un oxímoron necesario.
Bibliografía
Giberti, Eva: “Niña-madre: una expresión perversa (inclusive cuando se usa sólo como título)” en Madres Excluidas, Flacso-Norma, 1997.
Hercovich; Inés: El enigma sexual de la violación, Buenos Aires, Biblos, 1997.
Giberti, Eva: Tiempos de mujer, Posadas, Editorial de las Misiones, 2° edición, 2014.
Ley 25.087 (4/99). Delitos contra la integridad sexual.
Marchiori, Hilda: Victimología, (compilación), Córdoba; Lerner, 2003.
Scariglia, F. M: Una Mártir de la Pureza, Buenos Aires, Claridad, 1953.
Sotelo, Carmen: “La violencia sexual. Realidad y mitos” en Pérez Gellart et al: Violencia y Discriminación. Nuevos enfoques y desafíos, Buenos Aires, APDH; Friedrich Ebert Stiftung, 2007.
Velázquez, Susana: Violencias cotidianas, violencias de género, Buenos Aires, Paidós, 2003.
Notas
La autora el artículo es Psicóloga del Equipo Móvil de Atención a Víctimas de Delitos contra la Integridad Sexual, Programa “Las Victimas contra las Violencias”, Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, coordinado por la Dra. Eva Giberti.