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Políticas, técnica, tiempo

 

El tiempo es una materia esquiva, indiferente, parece exterior a nosotros y a veces hasta es bueno considerarlo así. De este modo, el tiempo sería apenas un trazado lineal que está a la espera que lo llenemos con nuestros hechos y cosas. Pero sabemos que no es ni puede ser así. El tiempo nos constituye, nos envuelve con su tensión dispersiva y nos arroja a la incertidumbre. Pero la incertidumbre no es una ausencia de conocimiento sobre lo que va a ocurrir, sino el desconocimiento de que lo que ocurre, suele privarnos de la condición de sujetos plenos. El ocurrir nos encuentra incompletos, desposeídos del conocimiento colmado de la situación.
Esto es así porque el tiempo es por un lado producto de esa desposesión, de esa falta de saturación en los hechos colectivos e individuales, pero por otro lado, las opacas ideologías contemporáneas de la técnica suelen establecer su dominio diciéndonos que lo que parece partido e incompleto sería nuestro propio “dominio del tiempo”. Debido a estos desplazamientos –se llama libertad a lo que es sujeción– este pasaje de siglo está constituido por un grave dilema en relación a la forma en que se ejerce la potestad de la técnica. El paso de un siglo a otro, reforzado porque en este caso se pasa de un milenio a otro, nos devuelve la imagen, nunca apagada totalmente en la cultura, de que los números son algo más que clasificaciones exteriores del tiempo.
¿Qué serían entonces? Tal como a veces se presentan, envueltos en su sereno prestigio sistematizador, serían cuadros que conforman nuestro pensamiento para apresar lo que fluye. Ese intento de capturar lo arisco es, sin duda, un acto de imposición, pero necesario para tranquilizar las aristas imprevisibles de la temporalidad, esencialmente fortuita. Pero esa imposición que sería meramente ordenadora –tal año, tal siglo, tal milenio– es a costa de convertirse ellos mismos, los números, en un compuesto de orden y misticismo, de sentimientos oscuros y anuncio de la esperanza. ¿No tuvo siempre este impreciso año 2000 la celebridad de encerrar en su cifra una categoría de desafío, tope de los tiempos y previsiones ilusionadas?
Pero no es la numerología (vieja perspectiva del conocer de las edades más antiguas de la cultura y que nunca deja de ser parte del interés contemporáneo como lo demuestra la correspondencia de Fliess con Freud) lo que nos conduce a las puertas del debate sobre lo que ocurrirá en el pasaje de una “cifra” a otra. Si es que es momento de ensayar el arte de la previsión sobre los trazados futuros del tiempo, podría decirse que es necesario buscar formas de vida política capaces de mantenerse en términos de lúcida crítica ante las tendencias de la técnica para generar imágenes de lo humano y valores de convivencia en todos los campos de la vida colectiva. Mas que números que fijen un orden temporal, pues al ocurrir a imagen del impulso cíclico de las cosechas impiden la novedad, se busca que la política restituya la contingencia humana a su libertad ante una serie de mutaciones, tanto en la antropología urbana y familiar cuanto en el tiempo doméstico y público de las sociedades.
Estas mutaciones no se caracterizan precisamente por tener un signo de libertad subjetiva, aunque se presenta con las banderas de la libertad realizadora. Tal es el problema. Nos referimos precisamente a las ideologías técnicas que se han reforzado a lo largo del último siglo y adquirieron ahora mayores disposiciones narrativas y estéticas, aliadas a los medios de comunicación, que así concebidos son una verdadera metáfora de la técnica como forma de vida. Por eso, la técnica se ha fusionado con una filosofía simple y contundente, al compás de sus innovaciones, recogiendo viejos ideales de progreso y nivelación democrática de las expectativas. Se trata de que la técnica promete libertad abriendo a todos la disposición de bienes que sustituyen la pesadumbre social, pero en verdad es en nombre de una sutil negación de esa libertad que se establece y despliega.
Si el dominio de la técnica implica repetición como don emancipado de la máquina, instrumentalidad como velocidad de los juegos de relación, razón calculable para eliminar el caos y promesa de felicidad como reemplazo del trabajo directo, estamos ante una utopía completa de sustitución del sufrir y del esfuerzo humano. La técnica se ha instaurado así como ética e ideología finalista del vivir colectivo. Ha conseguido disimular el modo en que ha partido a las poblaciones, a las ciudades y a las profesiones. Las ha seccionado, como todos sabemos, según una línea temporal, lineal e imperativa. El tiempo aparece con dos funciones mecánicas, que lo atomizan y reducen a una cinta medidora de atrasos y progresos.
Ya sabemos que el tiempo no es así, pero la técnica infunde en su ideología una idea del tiempo que avanza hacia delante sin impedimentos, tajeando la sociedad entre anacrónicos y modernos. La fuente de injusticias incalculables que esa distinción nos trae, la conocemos todos (la conocen los pueblos) en carne viva. Las ciudades se estamentalizan, se hacen vasallas de los circuitos comunicacionales. Y como consecuencia de eso, se genera también la escisión entre seguridad e inseguridad. No queda sino asistir a la disección final de la subjetividad, entre la libertad prometida (con sus fuertes narraciones, de las que nadie querría privarse) y la vida social de las ciudades terrenales (con su trama verdadera de opresión). La política, en tanto, o será la autoconciencia crítica de la tecnología (y del número), extrayendo de ello (y haciendo verdad) la liberación que promete, o el nuevo siglo será gobernado por la técnica con sus derivados fantásticos, los medios de comunicación como única escena sentimental y jurídica, y su corte de políticos presos de batallones de tecnócratas. Y ellos mismos devenidos tecnócratas, tecnócratas de la promesa y de la esperanza.

Horacio González
Sociólogo

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Articulo publicado en
Abril / 2000