Hay ciertos pensamientos que no surgen del propio dramatismo de las vidas, sino del calendario. Porque en ciertas ocasiones, el calendario piensa. Y entonces es el tiempo, el inexcusable tiempo, el que emite conceptos. ¿Y qué piensa? En primer lugar, en ideas de comienzo y finalización, de origen y término, de circularidad y proyección, de repetición y originalidad, de aparición y escatología.
Uno de estos pensamientos es el que actúa ante la mera comprobación de que una cifra de tiempo ha sido cancelada, de que un ciclo ha llegado a su fin por el simple protocolo de haber agotado un número integral de años. Un jalón habitual de la filosofía, indica que el tiempo ya derogado es lo único que permite pensar el universo. El pensar ocurre luego de que se han realizado los procesos efectivos del mundo. “El búho de la sabiduría alza vuelo luego de sobrevenir el crepúsculo”, dice la frase maestra de esa filosofía.
Otro de estos pensamientos, en visión contrapuesta al anterior, concibe los tiempos sin comienzos ni finales. No hay creator spiritus ni estado terminal, el mundo se compone solo de juegos y ondulaciones de fuerzas. La frase maestra de esa filosofía dice: “el mundo de las fuerzas no es pasible de ninguna detención”.
Por eso decimos: el tiempo piensa. Y antes de envolvernos - ¿pero hay realmente ese antes? - el tiempo conjetura si lo hará a la manera de algo que se expande hacia un fin o algo que se manifiesta en el borbotón incesante y deslumbrado de las voluntades. De ahí que el tiempo es una ilusión intrincada, la primera de nuestras fantasías, por la cual intentamos explicar la superposición, la reiteración o la disparidad entre todas las ocurrencias del mundo. Algo se gasta en las cosas, algo se desprende o se les disipa cuando son consumidas, algo se transforma en ellas al pensarlas como permanentes o imaginarlas como no existentes aún, presentándose entonces como amenazas veladas o como vaticinios magnánimos.
Pero si el tiempo nos piensa es porque es el misterioso espejo que devuelve la creación humana que también él sabe ser. El tiempo, creación social y colectiva, tiene una consistencia que es mítica porque deseamos salir de ella para liberarnos de la muerte, pero es justamente de ella que es imposible claudicar. Sin ella no construiríamos una identidad, pero con ella toda identidad nunca deja de cerrarse sobre sí misma, en una asfixia que la hace unívoca o completa. El tiempo nos piensa porque nosotros lo pensamos, y en ese drama circular se juega nuestro lenguaje. Se juega sobre lo que se ha gastado y nos pertenece en una rara actualidad - el pasado - y sobre lo que se aún no ha pasado y también nos concierne, porque es en este ahora astillado que lanzamos nuestra cuerda tendida hacia las fronteras temporales - diferidas - que nos esperan y acechan.
Cuando se acerca el fin de siglo, todas estas reverberaciones del tiempo en tanto pensamiento fantástico, encuentran precisamente una marca necesaria. Se trata de una incisión en el flujo desfigurado y apático del acaecer, por la cual se fijan períodos, momentos o interrupciones. Esa incisión está densamente integrada por pensamientos, que no podrían manifestarse si no se pusieran esas molduras sobre el chorreo amorfo de las cosas y situaciones. Cada una de esas molduras se presenta con su tono y estilo de pensamiento correspondiente.
Así, si decimos fin de siglo, estamos frente a una agitación que fluctúa entre una idea de caída y una idea de nueva fraternidad. Por un lado, puede suponerse que hay una ocaso de la sociabilidad y de las posibilidades de vida: estrechamiento de los bienes de la naturaleza para brindar formas de vida, nuevas invenciones para el control de los individuos a través de dispositivos tecno-tele-informáticos, estructuras rutinarias de dominio político basadas en el desactivamiento de la vida pública, redes financieras trazadas con una abstracta lógica de vaciamiento de la existencia social, ámbitos de subjetividad ilusoriamente emancipados pero producidos por un desaliento de los vínculos de creatividad comunitaria, decadencia del trabajo como armazón general de las éticas de lucha, universalización compulsiva de valores colectivos sometiendo los legados culturales a una despiadada indeterminación y - entre tantas otras dimensiones -la desaparición de los instrumentos jurídicos históricos, sustituidos por formas de juicio que implican profundizar una justicia rápida por muestreo. Esta justicia opera por ejemplariedad de imágenes - como en el medioevo - pero ahora a través de escenas generadas por el nuevo gobierno tele-político y video-plebiscitario que se yergue sobre la naturaleza física, humana y social. Ahora bien: ¿quiénes sino los emisarios antiguos de las tesis maestras de la fraternidad, son los que a partir de esta descripción de la desolación, se deberían inspirar para comenzar su tarea re-encaminadora?
Pero si la periodización lleva a emplear la palabra milenio - “fin de milenio” - la mayor amplitud del área temporal implicada, anuncia desde ya un propósito de tomar la historia a partir de grandes frescos y referencias. En este gesto, se podrá entonces aludir a grandes mutaciones regresivas, como pestes terroríficas, ominosas enfermedades desconocidas, plagas, pandemias y calamidades capaces de redefinir el concepto de vida, de cuerpo y de vínculo humano. Al mismo tiempo, el sabor milenarista de la expresión pone la cifra del tiempo a la altura de las grandes religiones, con su pensamientos en ritmo de peste, catástrofe y reparación. Porque cuando se pronuncia la expresión milenarismo, se evocan conocimientos que implican enigmáticas revelaciones, anuncios desesperados y al mismo tiempo brotes aleatorios de esperanza. Y todos estos serpenteos van desde la redención de los dones comunitarios al colapso universal de la vida, desde el derrumbe y la inseguridad generalizada al llamado regenerador del espíritu - profetismos y cosmologías mediante -, desde la desaparición de las naciones como “promesa arruinada” de equidad mundial a la visión del hombre como homo globaris acuñado con un único patrón burocrático de pseudo-destrezas, deseos y necesidades. Así se conjugan las quiméricas ciencias basadas en metáforas biotecnológicas con los arcaísmos más resistentes del espíritu apocalíptico.
Poner una estaca en un terreno, situar en una cadena temporal alguna señal que la corte en grandes ciclos, implica una forma esencial y duradera del pensamiento colectivo. De allí suelen surgir los temperamentos religiosos o políticos, los estilos sibilinos o filantrópicos. Cuando decimos fin de siglo o fin de milenio, cualquiera sea la idea del tiempo aludida - o una aproximación al final de las cosas o un encrespado eterno retorno - es el tiempo como fantasía que se presenta ante nosotros. Esa fantasía revela una vez más que el tiempo - sinónimo de miedo, de muerte y de melancolía, pero también de epifanía - siempre saca de sus pliegos un rostro amenazante y otro festivo. No de otra cosa hablamos cuando pronunciamos en nuestras palabras cotidianas, con singular insistencia, los conceptos de fin de siglo y de fin del milenio. Vamos de un lado a otro de estos viejos evangelios de la esperanza y de la devastación.
Horacio González
Sociólogo