El siguiente texto proviene de una Conferencia que dictó Thamy Ayoux en el Foro de Psicoanálisis y Género de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires (APBA) el 8 de abril de 2017. La actividad tuvo los comentarios de Pilar Errázuriz Vidal (Univ. de Chile) y fue coordinada por Irene Meler, quien además realizó la traducción y corrección del texto para esta publicación.
Desde hace décadas, una abundante literatura psicoanalítica fue producida sobre las homosexualidades, las transidentidades, las posturas de las sexualidades y sexuaciones no heterocentradas, o sobre las redistribuciones “patogénicas” de la familia, la mayor parte de las veces con un objetivo a la vez nosográfico y etiológico. Más allá de las fanfarronadas mediáticas que algunos psicoanalistas franceses expusieron en los debates sobre la unión civil (PaCS, 1999), el matrimonio igualitario, o el homoparentesco, estos análisis pretendidamente edificantes se revelan peligrosos cuando se instituyen cómo saber psicoanalítico o académico.
Las homosexualidades son a menudo abordadas como defensas contra una heterosexualidad inasumible. Para unos el veredicto diagnóstico es inapelable, pues “los componentes perversos (…) presentes en la sexualidad de cada cual se hallan mucho más frecuentemente entre los homosexuales”.[1] Para otros, la homosexualidad aparece como “barbarismo”, “incompatibilidad lingüística”, pues la sexualidad, proviniendo del latino “secare”, “vuelve obligatoria la elección de un objeto de estatuto ‘hetero’, diferente”.[2] Según otros autores, la homosexualidad es (sic) “una impostura perversa”: la lesbiana desea a una mujer como un hombre, y pretende ser reconocida como detentora del falo.[3]
Igualmente, el abordaje realizado por numerosos psicoanalistas de lo que llaman, en filiación directa con la psiquiatría, “transexualismo”, se articula con una militancia por la diferencia de sexos. Cuando se declaran freudianos, esos/as psicoanalistas instituyen un acceso a la reasignación de género que está reglamentado, codificado y condicionado por pruebas de conformidad de género que el sujeto debe aportar. Si son lacanianos/as, condenan la reasignación de sexo, considerada como una respuesta loca a una demanda loca.
Si las homosexualidades son consideradas como inmadureces, imposturas perversas, regresiones, las transidentidades son caracterizadas como psicosis, forclusión del nombre del padre o enfermedades del narcisismo.
Ante la multiplicidad contemporánea, no-institucionalizada, de las posiciones de género, y de las redisposiciones de las relaciones de alianza y filiación, siguen floreciendo sentencias inapelables sobre las sexualidades y sexuaciones. El psicoanálisis, o más bien, ciertas teorías y prácticas conducidas en su nombre, se vuelven educativos. La consideración descriptiva de las modalidades de organización de los sexos, de las configuraciones históricamente situadas de las sexuaciones y sexualidades, de la cual resultan varias nociones psicoanalíticas, se torna prescriptiva de un único modo de subjetivación y exclusiva de una variedad relegada a la patología. Sin embargo, la vocación del psicoanálisis no es asignar normas a la sexualidad, pues la normas, como lo subraya Lacan, son meramente sociales: “Hay normas sociales, por falta de cualquier norma sexual, eso es lo que Freud dice.”[4]
Tampoco es su vocación atribuir normas a las diferencias étnicas, culturales o lingüísticas que definen el posicionamiento social y psíquico de los sujetos “alterizados”. Con este término, designo el mecanismo de identificación proyectiva que constituye un grupo minoritario como “otro”, en una polisemia donde convergen los sentidos de “otro” del Occidente, construido por el orientalismo,[5] del otro internalizado apuntado por F. Fanon,[6] pero también de la alteridad representada a la vez como inferior y amenazadora. Estos otros, sin embargo, forman un grupo sólo en función de la exclusión de la cual caen víctimas, la que les uniformiza atribuyéndoles los mismos trazos negativos, para definir, en contraste, la identidad de un grupo mayoritario. Un grupo alterizado no es una comunidad identitaria, sino una categoría naturalizada por la discriminación, y a la cual se confiere una identidad homogénea, otra.
La pretensión de ajustar las subjetividades a las normas vigentes equivale a aniquilar cualquier alteridad propia de la singularidad subjetiva.
Sin embargo, la escucha analítica ocurre sólo si no pretende reducir lo otro a lo mismo, lo extranjero a lo familiar conocido por el/la analista. En esta atención a lo ininteligible, si bien la alteridad principal es la del inconsciente, las representaciones culturales y subjetivas del otro inscrito en un marco referencial distinto, las diferencias étnicas o de género y las “vidas ininteligibles” ocupan una posición central. Por lo tanto, ¿cómo puede el psicoanálisis seguir escuchando las mutaciones antropológicas contemporáneas sin reducir su dimensión ininteligible a modelos de inteligibilidad histórica y culturalmente situados? Cómo puede dar cuenta de las minorizaciones aquí implicadas?
Más globalmente, la cuestión que surge aquí es la de la posibilidad que una perspectiva clínica y epistemológica se relacione con su propia contemporaneidad. Y es ese, probablemente, el desafío que se les presenta a los/as psicoanalistas: a la vez inscritos/as en los modos de constitución histórica y geográficamente determinados de una subjetividad, sujetos-efectos de lo mismo político que sus contemporáneos y pretendiendo ejercer, sin embargo, una práctica clínica y teórica que aspira a deconstruir estos modos de subjetivación, revelar su historicidad, su determinación cultural y política, y aquello que, más allá de esta inscripción colectiva, constituye la singularidad de un sujeto en su síntoma.
Estas cuestiones no dejan de levantar la cuestión de la universalización: si, -postulado psicoanalítico-, el inconsciente es universal, propio de todo sujeto, ¿serán generalizables sus modalidades de constitución hic et nunc, y las herramientas que aspiran a dar cuenta de ellas? Las singularidades de género, de cultura y de etnicidad difractan la unicidad de un modelo de carácter universal, que pretende dar cuenta de la variedad psíquica.
¿Cómo pensar entonces, instrumentos metapsicológicos susceptibles de:
Para intentar responder a este programa, tal vez sería menester, en primer lugar, apuntar los riesgos a los que se expone el psicoanálisis en su relación con las normas de género, cultura o etnicidad, cuando perpetúa lo que Michel Foucault llama la “función-psi”.
Quisiera tomar en serio las críticas de Foucault al psicoanálisis, leyendo la oposición progresiva de Foucault al psicoanálisis al modo de una crítica psicoanalítica, y de un estudio psicoanalítico de las condiciones (contra)transferenciales del discurso teórico y clínico del psicoanálisis.
Foucault comienza saludando, pues, la ruptura epistémica introducida por el psicoanálisis y su carácter inasimilable, como último recurso, a cualquier postura de saber.[7] Sin embargo, desde La arqueología del saber hasta La voluntad de saber, Foucault pasa de una discusión epistemológica y arqueológica que se vale de la episteme psicoanalítica contra la epistemología de las ciencias humanas, a una discusión que redobla la historización y se vale de la estructura de la constitución de la verdad psicoanalítica como paradigma del dispositivo de sexualidad. El psicoanálisis daría su expresión más pura al principio según el cual la verdad del sujeto se encuentra en el discurso sobre su sexualidad, que aparece como un elemento suplementario en el seno del dispositivo saber-poder.
Foucault señala así un alcance asintótico del psicoanálisis, el cual, para no dogmatizarse, no debe vacilar en volver contra sí mismo sus propios instrumentos, preguntar quién habla y cuestionar su postura enunciativa.
En los años 70, en su obra El Poder psiquiátrico, Foucault vincula el psicoanálisis a la micro-política manicomial a través de la “función-psi” que, según piensa, el psicoanálisis da la impresión de deshacer, sólo para perpetuarla mejor. Resalta tres aspectos de esta función:
En El Poder psiquiátrico, Foucault pone en relieve la manera en la que la familia aparece como un elemento central a la vez en la actuación del poder disciplinario y en la teorización psicoanalítica. Precisamente porque la familia no obedece a un esquema disciplinario, sino a un dispositivo de soberanía, ella constituye, para Foucault, la transición entre todos los sistemas disciplinarios, la instancia de coerción que fija los individuos en aparatos disciplinarios.[8]
Cuando la familia corre el riesgo de deteriorarse y de no jugar más su papel normativo, aparecen una serie de dispositivos que intentan paliar esta deficiencia: orfanatos, casas para jóvenes delincuentes,[9] etc. La familiarización del medio terapéutico del manicomio, a partir de los años 1860, se acompaña de un disciplinamiento de la familia, la cual se vuelve instancia de designación de los individuos anormales.[10]
Encarnada igualmente por los psicólogos, psicoterapeutas, psicopatólogos, criminólogos y psicoanalistas, la función-psi organiza la articulación de los dispositivos disciplinarios con la soberanía familiar.[11] Vincula el carácter indisciplinable del individuo a una deficiencia familiar y así garantiza los esquemas de individuación, normalización y sujeción de los individuos dentro de los sistemas disciplinarios. Por eso, concluye Foucault, el “discurso más familiar” de todos los discursos psicológicos es el del psicoanálisis.[12]
Esta crítica fue retomada en La Voluntad de saber, donde Foucault consideró a la familia como el intercambiador entre el dispositivo de sexualidad y el de la alianza.[13] El psicoanálisis, pues, descubre, en el centro de la sexualidad, y cómo principio de su formación, a la ley de la alianza (el parentesco y la prohibición del incesto).
Eso se aplica sin duda a varias posiciones actuales de muchos analistas auto-instituidos como defensores del orden simbólico cuyas transformaciones ellos denuncian: la declinación del poder social de los padres, la unión civil, el matrimonio igualitario, el homoparentesco, etc. Pero más allá de estos argumentos milenaristas, este “familiarismo” del psicoanálisis aparece claramente en la imaginarización de su aparato teórico: en la de-metaforización, la literalización del Edipo, de la escena primitiva, del Nombre-del-Padre, o de la “diferencia de los sexos”.
Convendría, entonces, que el psicoanálisis repensara la historicidad de las categorías familiares que intervienen en su teorización. Las reconfiguraciones actuales de los modos de alianza, filiación y sexualidad resaltan el valor esencialmente metafórico del Edipo con su multi-estratificación, de la escena primitiva y de su traducción puntual, por el sexo binario, de la multiplicidad del género,[14] o la metaforicidad datada de la función de tercerización del Nombre-del-Padre. Tal vez sea idóneo pensar estas categorías, como lo sugiere Laplanche, como “códigos, esquemas narrativos preformados”, utilizados por el infans para traducir los mensajes enigmáticos del adulto, pero -como agrega Laplanche- fornecidos no por un inconsciente a-histórico, sino por “el entorno cultural general (y no solo familiar).”[15] Estos esquemas pertenecen al universo mito-simbólico que incluye “tanto códigos como los (clásicos) del ‘complejo de Edipo’, del ‘asesinato del padre’ o del ‘complejo de castración’ como esquemas narrativos más modernos, en parte emparentados a los anteriores, pero en parte innovadores.”[16]
La cuestión que surge aquí es de saber si se trata de mantener estas categorías como metáforas, susceptibles de resistir a su constante imaginarización o si conviene renunciar a estas herramientas y a la inflación imaginaria que conllevan (padre, falo, madre, etc.).
Para historizar este familiarismo del psicoanálisis, se trata entonces de repensar la sexuación fuera del dispositivo de sexualidad,[17] y sus implicaciones familiares. Desolidarizar el psicoanálisis de este dispositivo equivale a preguntar cuál es la función de su “saber” sobre las sexualidades y sexuaciones, si de hecho pretende producir uno. Conviene entonces aplicarse a deshacer, a la manera de Gayle Rubin, la jerarquía sexual social a través del concepto de “variedad sexual anodina”[18]: es decir, desvincular la práctica sexual de todo exceso de sentido que introduciría una clasificación y una normalización de la sexualidad.
Afirmaría aquí que cualquier jerarquía de las sexualidades y sexuaciones, que diera la primacía a la norma heterosexual cis-genero, es homofóbica y transfóbica: articula así una serie de estrategias opuestas a la legitimación de las homosexualidades como sexualidades aceptables de la misma forma que la heterosexualidad, y de las transidentidades como sexuaciones aceptables tales como la cis-identidad.
Otra forma de desarticular al psicoanálisis del dispositivo de sexualidad consiste en destacar, en la teoría psicoanalítica, la distinción entre sexualidad (en cuanto conjunto de prácticas a partir de las cuales fue históricamente pensada la represión freudiana), y lo sexual-infantil, más amplio, y concebido como extra, ganancia-de-placer, irreductible a la satisfacción de una función vital. Solo esta distinción permite entender la articulación entre un sujeto (considerado en su multiplicidad sexual-infantil) y las normas sociales (en su prescripción de sexualidades jerarquizadas) en las cuales se inscribe ese sujeto. Se trata de analizar la manera en la cual lo sexual-infantil se encuentra, en varios discursos supuestamente analíticos, confundido con la sexualidad, generando así una teoría analítica normativa, mientras esta colusión entre los dos se debe solo a la forma históricamente situada de la teoría. Cuando Freud pone en relieve la represión de la sexualidad ligada a la “moral sexual ‘cultural’”, apunta así la historicidad de una concepción de lo sexual-infantil directamente ligado a la sexualidad (en cuanto prácticas). Varias teorizaciones queer de las sexualidades invitan a desolidarizar, en la época contemporánea, lo sexual infantil de las prácticas sexuales o, por lo menos, a pensar nuevas articulaciones entre ambos, donde participan otras relaciones de poder.
La segunda forma de la función-psi resaltada por Foucault es la intensificación de la realidad. En el espacio manicomial, el psiquiatra es el maestro de la realidad, aquel que le aporta su fuerza coercitiva para triunfar sobre la locura.[19]
Según Foucault, en los años 1840-60, esta táctica de sujeción de los cuerpos y de intensificación de la realidad, migra en otros regímenes disciplinares, gracias a la función-psi. En la escuela, la fábrica, el ejército o las prisiones, los psicólogos intervienen cuando estas instituciones tienen que hacer funcionar la realidad como poder, o hacer valer el poder ejercido en ellas como realidad.[20]
Foucault destaca en primer término, elementos asilares: la coerción de una voluntad, la reutilización correctiva del lenguaje como portador de imperativos, la organización de las necesidades, la asociación exclusiva del sujeto a su historia personal a través de la confesión, intensifican la realidad en el manicomio. Foucault los vincula al discurso extra-asilar del psicoanálisis.[21]
La intensificación de la realidad aparece muy bien cuando varios analistas confrontan cualquier cuestión de género y sexuación a lo real irreductible de la “diferencia de los sexos”. Armadas con esta realidad inexorable, muchas intervenciones analíticas se inscriben en el poder disciplinario: aprehenden una norma y desviaciones (“transexualismo”, travestismo, fetichismo, homosexualidad) y se instituyen como nuevos sistemas de normatividad.
La intervenciones clínicas ambicionan entonces hacer operar la norma en la anomia.
Los protocolos de acompañamiento de pacientes trans elaborados por una mayoría de analistas se inscriben plenamente en esta función psi:
Posturas tanto freudianas cuanto lacanianas parecen, a este respecto, equivalentes en su violencia:
Ej: una analista que recuerda, con un buen sentido vigorosamente anclado en la evidencia biológica, que “la idea de que se pueda cambiar de sexo es loca, porque tropieza con una imposibilidad; se pueden cambiar solo las apariencias y el estado civil; el interior del cuerpo, los cromosomas quedan iguales.”[22] Afirma, en un incomparable estilo de anátomo-patología evangélica:
“Al inicio se encuentran el macho y la hembra (…) Los cuerpos se distinguen por la verga y la vagina, partes visibles que se refieren a un todo escondido en la profundidad del cuerpo, y que actúan para provocar una vivencia diferente del cuerpo propio.”[23]
Los/as lacanianos/as se revelan más categóricos/as en su consideración de las transidentidades como posturas psicóticas (que manifiestan una confusión entre el órgano y el significante). Se comprometen entonces en un meticuloso trabajo de disuasión de los pacientes, como es destacable en las entrevistas de Lacan o de Czermak con pacientes trans, que manifiestan claramente esta postura de intensificación de la realidad. Estas entrevistas organizan la victoria del/a psicoanalista-psiquiatra, -representante hiperbólico/a de la realidad-, sobre la locura.
La entrevista de Lacan con Michel H. comienza recordando el poder médico:
“J.L (sonriendo): Usted sabe, aquí son todos médicos. (Lacan, «Entretien avec Michel H.», in Frignet H. Sur l’identité sexuelle: à propos du transsexualisme. Paris: Editions de l’Association freudienne; 1996 p 312).
La oposición a la paciente es permanente: cuando esta se recusa a establecer claramente una elección de orientación sexual, Lacan se muestra persuasivo e intenta desestabilizarla por sus interrogaciones. Si la paciente recusa la realidad, se le administra con la máxima violencia:
“J. L : escuchá, viejo, tenés barba, no podés hacer nada respecto de eso (…)
J.L. : usted se sintió hombre, porque usted tiene un órgano masculino (…)
J. L: ¿cuál es su deseo?
M.H.: volverme mujer
J. L. : ¡Qué pelotudez, usted sabe que no puede transformarse en mujer!
M. H.: lo sé, si….pero una puede, sin embargo, tener la apariencia de una mujer. Se puede cambiar el físico exterior, los rasgos. Se puede transformar un hombre.
J. L.: usted sabrá seguramente que no se transforma a un hombre en mujer.
M. H.: Sí, se hace.
J. L.: ¿Cómo? Una mujer tiene útero, por ejemplo.
M. H.: Eso de los órganos, sí. Pero prefiero sacrificar mi vida, no tener hijos, no tener nada, pero ser una mujer.
J. L.: Pues no, porque incluso una emasculación no lo volverá mujer. (ibid., pp 314, 316, 331-332)”.
Y delante de sus resistencias, Lacan intensifica la realidad por una formula tan delicada como elegante: “¿quiere operarse? ¿Qué es operarse? Es esencialmente que le corten la pija”. Y termina la entrevista en una formula tan compasiva como desdeñosa: “¡Pobre viejo, adiós!” (ibíd., p 347).
En el contexto de este desequilibrio del poder, Lacan efectúa también una constante corrección de la lengua de la paciente, otro modo de intensificación de la realidad: los nombres son constantemente verificados, se le pide a la paciente explicitar a quiénes se refiere, los errores de lengua son apuntados de manera condescendiente, para llevar a la paciente a confesar su mediocridad:
“J.L: Porque usted dice “me vestaba” (je revêtissais). Se suele decir “me vestía” (je revêtais)
M.H.: Mi francés es muy malo, porque siempre fui muy perjudicada en la escuela, por causa de mi problema” (Ibíd., p 313).
Cómo buen discípulo de Lacan, Marcel Czermak no deja de performar una perfecta imitación del maestro, en su entrevista con Nicolas P. (in Frignet H. Sur l’identité sexuelle: à propos du transsexualisme. Paris: Editions de l’Association freudienne; 1996):
“Dr C.: Usted es Nicolás P.
N. P.: No, Carol, soy Carol (…)
Dr C.: Si se llama Nicolás, no veo porque podría cambiar de nombre (…)
Le gusta que le llamen Carol, pero sigue siendo Nicolás (…)
Si es un deseo, no veo porque se le llamaría Carol, porque si cada vez que uno tiene el deseo de eso o aquello, su entorno tuviera que cumplírselo, imagine…” (M. Czermak, «Entretien avec Nicolas P.», op. cit. pp 355-356)
La realidad biológica es constantemente recordada, a menudo de forma grosera y dentro de una verdadera pulseada o prueba de fuerza, con la paciente:
“N. P.: Con el tratamiento hormonal, ya soy más mujer que hombre, ya, desde hace mucho tiempo, con el tratamiento hormonal, crucé el umbral, me siento mucho más mujer que hombre. (…) mis pechos están creciendo, mi cuerpo adquiere forma femenina, no veo porqué me llamaría Nicolás. Me llamo Carol y soy transexual.
Dr C.: Pero usted tiene una pija.
N. P.: Sí, una pequeña. Pequeñísima, que está achicándose, la transición se está preparando.
Dr C.: Sí, pero sigue ahí.
N. P.: Hace 48 años que está aquí, no es más molesto que un pene.
Dr. C.: Pero sigue siendo una pija.
N. P.: El clítoris de las mujeres también es una pija” (ibíd., p 357)
El psiquiatra-psicoanalista ni siquiera renuncia a la mala fe y, tras haber intentado imponer una realidad biológica a la paciente, no vacila en reprocharle limitar su sexuación a la biología:
«N. P.: Ya tengo el cuerpo cambiado, mis testículos están atrofiados, no puedo eyacular, no tengo erecciones, mis pechos son sensibles, sensibilidad a las caricias, sensibilidad a un hombre.
Dr. C.: Usted parece considerar que lo que hace a un hombre o a una mujer es su aspecto corporal” (ibíd., p 359).
El médico humilla a la paciente cuando ésta muestra los límites de su saber médico o de su educación (ibíd., p 363). O comenta sus palabras con desprecio:
“Dr C.: ¿Usted quiere ser una linda mujer?
N. P.: No quiero ser una linda mujer, quiero ser lo que soy, si eso es una linda mujer, me gustará, se le añadirá algo a todo eso, al cuerpo, me gustará, pero no seré una linda mujer, no soy un lindo hombre…
Dr C.: Eso es cierto (ibíd., p 368).”
Fundamentalmente, la intensificación de la realidad es también producida, en varias teorías, a través de una confusión entre sexuaciones (en cuánto identificaciones de género) y sexualidades (en cuánto prácticas sexuales) por un postulado de heterocentrismo: lo masculino es atraído por lo femenino.
Si la sexualidad y la sexuación son articuladas, esto ocurre cada vez, a través de la hiper-singularidad de cada sujeto, por el bricolaje propio que este sujeto realiza entre las asignaciones sociales de género y su sexual-infantil. Aquí, más allá de la dualidad, se trataría de basarse en la multiplicidad de lo sexual-infantil.
El tercer aspecto de la función-psi es la producción del sujeto. Como lo subraya Foucault en El Poder psiquiátrico, el poder disciplinario fabrica cuerpos sujetados, individualiza ajustando la función-sujeto a una singularidad somática.[24] Tratase aquí de la tesis foucaultiana de la subjetivación como sujeción: el individuo no pre-existe a la función-sujeto, sino que procede del poder que lo constituye como sujeto por la proyección de una psique y una normalización. El sujeto, una psique acoplada a un cuerpo sujetado es, por lo tanto, el producto de una tecnología disciplinaria.[25]
De eso resulta una doble pregunta, epistemológica y política, que se le dirige al psicoanálisis. Epistemológicamente, si el psicoanálisis construye al sujeto del inconsciente como el envés del sujeto cartesiano de la ciencia, ¿en qué medida no queda así tributario de esta categoría de sujeto? Políticamente, qué busca el psicoanálisis al interesarse en la psique de un sujeto, si esta psique, cuando pretende aprehenderse a sí misma, no es nada más que el producto de una tecnología disciplinaria? En otros términos, ¿podemos seguir trabajando con la categoría de sujeto en psicoanálisis y, a la vez, evitar que ésta no se confunda con la función-sujeto?
Es un sujeto barrado, dividido, anulado por el significante, el que Lacan define, un sujeto distinto del sujeto del conocimiento tal como la perspectiva occidental lo erigió y, sin embargo, articulado a este sujeto del conocimiento.[26] En este sentido, el problema de la subjetividad, definida como “manera en la cual un sujeto hace una experiencia de sí en un juego de verdad donde tiene una relación consigo mismo”[27] se le plantea tanto a Foucault cuanto a la cura psicoanalítica. Para ambos, más allá de la función-sujeto definida como identidad psicológica, se trata de un conjunto de prácticas de sí a través de las cuales el individuo se forma y transforma. El sujeto aquí es una composición de superficie nomás, un significante que se desliza de un discurso para otro. Por lo tanto, es menester que la experiencia analítica sea concebida como lugar donde este no-sujeto piense la contingencia de los discursos que lo producen, y las asignaciones específicas que lo subjetivan objetivándolo, como lugar desde donde emerge un sujeto divido, esparcido en la encrucijada de las determinaciones sociales del inconsciente.
En este sentido, propongo considerar el uso psicoanalítico del término “sujeto” como esencialismo estratégico: una estrategia, una práctica que ambiciona atajar la estrategia y la práctica disciplinarias. Este término, utilizado por Gayatri Spivak, sostiene que la fijación provisoria de una esencia (una identidad: mujer, negra, lésbica, gay, trans), por más que sea artificial, puede ser estratégicamente útil, para luchar de modo colectivo.
Este sujeto aparece como una rigidificación contingente, el efecto de un conjunto de dispositivos disciplinarios y no una realidad ontológica que sería previa al ejercicio de estos poderes. Suponer que los procesos psíquicos son propios de un sujeto aislado de una relacionalidad, de otros sujetos y de dispositivos de saber-poder, implica una postura esencialista. Sin embargo, tiene una importancia estratégica: el/la psicoanalista trata solo con este sujeto y no directamente con los dispositivos del poder disciplinario. Si, como psicoanalistas, nos dirigimos al sujeto del inconsciente en una cura, este sujeto aparece solo a través del “sujeto” que recibimos y que conscientemente se vuelca sobre sus procesos psíquicos. El objetivo de un psicoanálisis menor sería entonces resignificar esta función-sujeto producida por la tradición occidental del conocimiento. El/la analista coloca a un sujeto sin dejarse engañar por su dimensión de función-sujeto, escucha a este sujeto articulando sus representaciones producidas por dispositivos discursivos, pero lo acompaña, a través del psicoanálisis, en la resignificación de esta asignación como sujeto.
Finalmente, para mantener esta categoría de sujeto en el psicoanálisis y resignificarla, propondría pensar al sujeto como subalternidad.
El/la subalterno/a, categoría de los Subaltern Studies, es el efecto de las relaciones de dominación entre el Occidente y el Tercer Mundo. En ¿Pueden hablar las subalternas? Gayatri Spivak articula la idea de una irrepresentabilidad de las subalternas y de una intraducibilidad de sus voces por el discurso occidental, aún más fuerte cuando se pretende hablar por ellas y en su nombre. Definido por Gramsci, el concepto de subalterno/a se refiere, más allá de la sola categoría de oprimido/a o dominado/a, a una exclusión radical de la esfera de la representación. La cuestión que surge aquí consiste en preguntarse cómo escuchar este irrepresentable determinado por un régimen de disciplinamiento.
La pregunta “¿Puede el/la subalterno/a hablar?” planteada por G. Spivak para pensar la complejidad de enunciación de los pueblos colonizados, puede tomar aquí un sentido metapsicológico: ¿no será el/la subalterno/a un componente del proceso de subjetivación? Cómo este/a subalterno/a puede hablar, ¿qué efectos de silencio son provocados en esta función-sujeto producida por el poder disciplinario y cuáles serían las posibles resistencias a eso? ¿Lo que no habla o está silenciado en la cura, será también lo que fue reducido al silencio, cultural e históricamente, por una razón hegemónica, tanto en nuestras modalidades de escucha psicoanalítica, como en los términos de la teorización? En otras palabras: ¿a quiénes escuchamos y a quiénes se le dirige nuestra teoría?
Esta escucha de la subalternidad psíquica y social se acompaña de una reflexión sobre la dimensión situada del punto de vista desde el cual un discurso psicoanalítico es emitido: es decir, de una reflexión sobre el universalismo.
Lo universal al cual aspira la teoría analítica es muy a menudo producido solo por la universalización de un particularismo cultural o de género. Es decir, que el género, la sexualidad, la clase, la cultura o la etnia del/a analista tanto como del/a analizante tienen que ser tomados en cuenta.
¿Qué significa este mito de neutralidad analítica? Acaso el/la analista no está siempre situado/a social, afectiva y contratransferencialmente? Lo “universal” de su escucha fluctuante es, a menudo, un punto de vista particular, masculino, blanco, occidental, burgués, heterocentrado y cis-centrado.
Esta posición es también a menudo la de la teorización analítica: aquí, se trataría de estudiar el modo en que las nociones de “castración”, “envidia del pene”, “perversión”, “diferencia sexual”, citando solo éstas, retoman la primacía silenciosa de una postura situada en el género, la cultura y la clase.
El aproche analítico no puede contentarse con barrer de un manotazo la cuestión de las identidades minoritarias refiriendo su etiología al fantasma. Esta deconstrucción del fantasma de la identidad tiene que ser acompañada por un análisis de la forma en la cual, en la postura enunciativa supuestamente neutra del psicoanálisis, una identidad implícita va funcionando.
Por lo tanto, si varios analistas descartan las identidades minoritarias como captaciones imaginarias, esta misma captación caracteriza también la identidad mayoritaria implícita desde la cual hablan (masculina, heterocentrada, cis-centrada, occidental, blanca, burguesa), que resulta tan construida como las identidades menores y que, sin embargo, no está sometida a la misma crítica.
Siguiendo el modelo de una literatura menor, definido por Deleuze y Guattari, ambiciono instituir aquí, de forma programática, un psicoanálisis menor. Una literatura menor no es una literatura en una lengua menor, sino la literatura escrita por una minoría en una lengua mayor: por ejemplo, la literatura escrita en alemán por los judíos de Praga. De forma similar, un psicoanálisis menor ambiciona la des-territorialización de la lengua psicoanalítica mayor: trataría de ver qué uso de las nociones mayores del psicoanálisis puede ser efectuado en el caso específico de minorías clínicas, de género, de clase o cultura.
Como la literatura menor (segunda característica), un psicoanálisis menor aspiraría a inscribir toda cuestión subjetiva en el espacio social, histórico y político del sujeto.
Finalmente (tercera característica), un psicoanálisis menor consideraría la forma en la que un discurso o un acto individual, subjetivo puede corresponder a una acción común, cuando es propio de un sujeto minoritario.
Considero que el/la analista ocupa una postura política, a través de su situación en la ciudad, de su escucha de las minorizaciones de lo psíquico y lo social, de su manejo de la transferencia, del análisis de los efectos de poder que atraviesan esta transferencia, y de una reflexión sobre las consecuencias subjetivas y sociales de su práctica. Mediante esta inscripción política, el psicoanálisis tiene que intentar aprehender la singularidad de las experiencias minoritarias por fuera de un recurso a la normas mayoritariamente prevalentes.
La paradoja aparente es que no se necesita un psicoanálisis específico para las minorías -el cual, por esta especificación, no sería más psicoanalítico- sino, más bien, de perspectivas exteriores al psicoanálisis -aquellas de los estudios de género, queer, post-coloniales y de-coloniales, por ejemplo- para garantizar el aproche analítico e impedir que se arrime a un eje narcisista. El psicoanálisis no se dirige a sujetos identitarios o identificados a un rasgo unario particular. Sin embargo, puede evitar maltratar a sujetos minorizados sólo si se recuerda que la neutralidad y la universalidad de sus modelos, quedan muchas veces situadas y favorecen a los sujetos mayoritarios.
Un psicoanálisis menor ambicionaría entonces a:
En fin, reconocer los efectos de poder en los cuales él se inscribe y deshacerse de cualquier pasión de la identidad.
Thamy Ayouch
Psicoanalista, Psicólogo clínico, Profesor catedrático (Universités Lille 3, Paris 7), Professor Visitante Estrangeiro (Universidade de São Paulo).
thamy.ayouch [at] gmail.com
Notas
[1] Schneider, M., “Malaisedans la sexualité? Du nouvel ordre sexuel au nouvel ordre matriarcal”, op. cit.
[2]J. Bergeret, «L'importance de l'illusoire dans le concept d' " homosexualité tel que l'entend un psychanalyste», Revue française de psychanalyse, 2003/1 Vol. 67, p. 27-40
[3]S. André, L’Imposture perverse, Paris : Seuil, 1993.
[4]J. Lacan, «Interview sur France Culture, Juillet 1973», in Le Coq-Héron, n° 46-47, Paris, 1974, p 4.
[5]E. Said, L’Orientalisme. L’Orient créé par l’Occident, Paris, Le Seuil, 1980.
[6]F. Fanon, Peau noire, masques blancs, in Œuvres, Paris, La découverte, 2011, pp 63-252.
[7]Ibid., pp. 387-388.
[8]M. Foucault, Le Pouvoir psychiatrique, op. cit., p 81.
[9] maisons pour les enfantstrouvés, orphelinats, maisons pour jeunes délinquants, Ibid., p 86.
[10]Ibid., p 115.
[11]Ibid., p 86.
[12]Ibid., p 88.
[13]M. Foucault, Histoire de la sexualité. Tome I. La Volonté de savoir, op. cit., pp 148-149.
[14]J. Laplanche, «Le genre, le sexe, le sexual», in Sexual. La sexualité élargie au sens freudien, Paris, P.U.F., p 153.
[15]J. Laplanche, «Trois acceptions du mot ‘inconscient’ dans le cadre de la théorie de la séduction généralisée», in Sexual. La sexualité élargie au sens freudien, Paris, P.U.F., p 208.
[16]Ibid., p 209.
[17]M. Foucault, La Volonté de savoir, Gallimard, Paris, 1976.
[18]G. Rubin, «Penser le sexe», in G. Rubin, J. Butler, Marché au sexe, Paris, EPEL, 2001, pp 65-139.
[19]Ibíd., p 131.
[20]Ibíd., p 187.
[21]Ibid., pp 165-166.
[22]C. Chiland, Problèmes posés par les transsexuels aux psychanalystes, Revue française de psychanalyse, 2005/2 Vol. 69, p. 563-577. DOI : 10.3917/rfp.692.0563, p 565.
[23]Ibid., p 573.
[24] M. Foucault, Le Pouvoir psychiatrique, op. cit., p 57.
[25]M. Foucault, Le Pouvoir psychiatrique, op. cit., p 57.
[26]J. Lacan, «La science et la vérité», in Ecrits, Paris, Seuil, 1966, p. 863
[27] M. Foucault, «Foucault», in Dits et écrits. Tome II. 1976-1988, Paris, Quarto Gallimard, 2001, p 1452.