Quisiera comenzar este trabajo compartiendo algunas preguntas:
¿Qué es para el analista registrar sus afectos y su cuerpo? ¿Hay cuestiones de nuestras herramientas teórico-técnicas devenidas en ideales que dificulten este registro?
¿No es una cuestión común el comentario de pasillo “a este caño no lo aguanto más”? ¿No vivimos cotidianamente en nuestra práctica algo de lo insoportable? ¿Qué se hace con lo insoportable de la clínica? ¿Cuál es su posible uso por parte del analista? Al no ser esto registrado y pensado a tiempo ¿no nos ha ocurrido a todos el actuar lo que progresivamente nos afectó, dando por tierra con ese tratamiento? ¿Cuáles son las intervenciones que pueden extraerse de este ser llevado al límite de lo que cada quien puede tolerar?
Registrar cómo estamos corporalmente afectados no implica tener que comunicárselo al paciente. Poder pensarlo y trabajarlo en otro espacio distinto al de ese tratamiento tiene efectos
Pensando en estas cuestiones encontré el título de este trabajo, lo que trajo a mi memoria cuatro situaciones, tres de ellas clínicas:
La primera: Nuria, de 34 años, consulta por haber tenido en su trabajo lo que nombra como un “ataque de angustia fuertísimo”. Trabajo donde se esfuerza al máximo por cumplir con los requerimientos de su jefa, siendo pésimas las condiciones de trato y pago. “No sé qué hubiera hecho si no te llamaba a vos”, me dice, “estaba a punto de explotar”, como de hecho le sucedió en un trabajo anterior del que se fue intempestivamente. Hace meses que busca otro trabajo, no lo consigue y no puede dejar el que tiene porque, entonces, no podría pagar el alquiler de su departamento. Cuando cuenta sobre otras áreas de su vida, también aparece el maltrato y el permanente sostén que ofrece a sus amigas y familiares, aún en dichas condiciones de maltrato. No cree que nada pueda ser de otra manera y las entrevistas transcurren en prolongados relatos de esas condiciones extremadamente tensionantes en las que vive.
Viñeta Haroldo Meyer
La invitación a asociar libremente a partir de lo que relata o de algún fallido no resulta posible, ni siquiera lo ve como pertinente para “resolver lo que le pasa”. Voy intentando señalar las situaciones en que se encuentra y los modos en que ella participa en generarlas, pero esto no produce ningún efecto. Noto un extraño silencio en torno a cualquier relación amorosa, responde evasivamente cualquier pregunta relacionada.
Unos meses después de haber comenzado a atenderla, toca feriado el día en que concurre. Me pide un cambio de horario, por lo que a través de mensajes de texto voy ofreciéndole algunas posibilidades. Esto dura un tiempo porque no es fácil encontrar un horario alternativo. Mientras tanto, estaba escribiéndome con mi mujer que en esos días transitaba un comienzo dificultoso de una nueva actividad, muy significativa para ella, por lo que le escribo “Te amo, dulce. Creé más en vos”... y se lo mando a mi paciente.
Este celular de m….. (tan moderno) no tiene forma de frenar el envío del mensaje y yo quiero tirarlo por la ventana. Bordó, fucsia, rojo furioso son los colores que imagino circulan por mi cara al calor de mi vergüenza del momento.
En la entrevista siguiente, un poco superado el calor y pensando que si yo le pedía asociaciones sobre su decir, no podía ahorrarme asociar sobre el mío, le digo lo que pensé de ese mensaje: “Creo que como nada de lo que te decía servía, necesité mostrarte que existen relaciones donde el sostén y el amor se juegan juntos. Y como vos decías que no te parecía que eso fuera posible, lo que te mostré fue algo de mi intimidad que no me hubiese permitido mostrarte voluntariamente.”
Un tiempo después Nuria me cuenta que nunca ha tenido una experiencia amorosa, empieza a intentar modos de diferenciar algunas amistades de otras y de decir cuando ciertas situaciones no le gustan, inclusive en su trabajo.
Considero que este recorte clínico implica un error y un acierto por mi parte. Entiendo que el acierto está en el fallido en sí, y en el haberlo considerado un posible material valioso para ese tratamiento, lo que me permitió pensar cómo se ordenaban los vínculos para ella y el desierto que eso iba produciendo en su vida, que, además, se transfería al tratamiento. El fallido no solo incluye el sostén y lo amoroso asociados, sino también la sexualidad y la posibilidad de llegar -en varios sentidos- a una mujer, lo que implica cierto procesamiento de lo destructivo. Y esto, no en un ejemplo cualquiera, sino de mi vida -con todo el impacto que eso puede tener transferencialmente, más aún con la forma en que le llega- lo que establece a esta otra mujer como posible modelo identificatorio diferente al que Nuria traía marcado a fuego.
Por otro lado, entiendo que el error está en no haber podido pensar que mi lugar en la transferencia era el del hombre que es “rebotado” vez tras vez, impotentizado, que no puede penetrar haga lo que haga. Pero el error está, principalmente, en no haber registrado mi cansancio en esas entrevistas que se me estaban volviendo insoportables. Es como consecuencia de esa falta de registro que la situación no se me hacía pensable, dejándome en riesgo de una actuación. Actuación que usualmente puede tomar la forma de seguir “haciendo de” analista o de intervenciones violentas en nombre de la “verdad”, hasta que el espacio se esteriliza o se quiebra. En esta ocasión, afortunadamente, resultó en un fallido.
Registrar cómo estamos corporalmente afectados no implica tener que comunicárselo al paciente. Poder pensarlo y trabajarlo en otro espacio distinto al de ese tratamiento tiene efectos.
El fallido tuvo el efecto de tocar lo que era importante tocar en Nuria. Comunicarle mis asociaciones fue más un modo de hacer algo con la vergüenza que sentí, aunque no descarto que haya tenido algún valor el asociar a partir de una formación del inconsciente en un tratamiento donde esto no aparecía como herramienta. Paralelamente, el trabajo sobre dicho fallido me permitió pensar mi lugar en la transferencia.
¿Cuánto de nuestra formación -aún cuando ya tiene mala prensa el “analista espejo”- sigue abogando por un analista pura función, descorporeizado?
La segunda: Hemos recibido en los talleres de juegos1 a muchos pibes que podríamos nombrar -en criollo- como “sacados”. En mi experiencia, cuando uno de ellos, lo voy a decir también en criollo, me daba un patadón o me agarraba los huevos, no resultaba elaborativo, ni sacarlo del espacio sancionando que “eso no se hace”, ni decirle “así no se puede jugar”. Ambos decires son (más o menos) ciertos, pero enunciarlos no borra lo que a ese pibe violentado y/o erotizado le pasa. Si bien hacer eso está mal, es lo mal que ese pibe está. Entonces ¿qué hacemos? Encontramos una manera: “no me pegues así porque me duele mucho y no puedo seguir jugando”, “no me toques acá porque me hace sentir mal y no puedo seguir jugando”. Es uno el que no puede seguir jugando en esas condiciones. Entonces, si en algún encuentro uno llega o es llevado a sobrepasar su límite, debiera poder no poder seguir jugando. Poder no hacer como que sigue pudiendo jugar (dar el propio límite es una cosa que resulta bastante difícil de hacer, además, su medida es muy variable de una situación a otra).
Una posterior instancia de elaboración está en, por ejemplo, la búsqueda de los materiales adecuados para que, el (a veces) necesario contacto con el cuerpo del analista esté dentro de las posibilidades de éste, favoreciendo el intento de entramar lo pulsional en algún jugar compartido.
La tercera: Emilia, mi hija de -en ese momento- cuatro meses, está muy resfriada, le cuesta dormirse, está visiblemente incómoda. Su mamá salió con las amigas por primera vez desde su nacimiento. Ya a las diez de la noche, en lugar de cenar, intento pasearla de distintos modos, le hago vapores. Duerme un ratito a upa, pero apenas trato de dejarla en su cuna, llora, se despierta molesta y volvemos a empezar (inclusive llora cuando intento hacerle upa sentado). A las doce y media ceno de parado, por supuesto que con Emilia a upa. A eso de las dos de la mañana me doy cuenta de que estoy llegando a mi límite, registro un temor a que esto dure toda la noche y le digo y me digo: “No puedo más, Emi, me voy a sentar y te voy a abrazar, y ya sé que vas a llorar porque te sentís mal, y no sé si vos o yo, pero alguno de los dos se va a quedar dormido”. Entonces me siento en el sillón abrazándola firme y Emilia aumenta y aumenta la intensidad de su llanto, hasta que al minuto se queda dormida… y yo también.
Entiendo que para que eso ocurriera fue fundamental, tanto dar lo que tenía para dar, como reconocer cuando ya no me quedaba resto y, entonces, parar, detenerme. Los límites no son siempre los mismos, son situacionales. Ese día en particular, en esa circunstancia, Emilia se enteró hasta dónde llegaba su papá (y yo también).
La cuarta: Mi analista, en cierto sentido muy clásico, me insiste en encontrar un horario para recuperar una sesión a la que no puedo ir por un compromiso profesional sabido y avisado desde bastante antes. Extrañamente, se pone muy insistente y al mismo tiempo no me dice por qué. Le digo que, si bien no soy el exponente de la salud mental, trato de tomarme el trabajo de pensar lo que me dice, aunque me cueste, y entonces que por qué se está poniendo tan insistente y no me cuenta más directamente lo que piensa. Se hace un silencio y escucho: “me parece que me da culpa que ahora me voy a tomar otro mes tan cerca del mes que me tomé en el verano.”
Me fui contento de esa sesión, pensando “qué bueno tener un analista humano”, pero sobre todo sintiendo que ahí hay dos. Él y yo, en posiciones y funciones distintas. Fue como un abrazo analítico que reafirmaba mis bordes. Así sé dónde termino.
A medida que avanzo con la escritura de este trabajo y pienso el campo que conforman estos recortes, noto que me estoy preguntando por el pensar del analista, sobre todo en aquellas situaciones clínicas (y su paralelismo con algunas del vínculo con los hijos) que se hacen difícilmente figurables, donde nos sentimos tontos, embotados, sin un mapa para dirigirnos, particularmente afectados, incómodos.
Los efectos que lo transferido produce sobre el “clima” de la sesión, sobre el cuerpo, los afectos y el inconsciente del analista, son tanto componentes como precondiciones de su pensar. Pero ¿cuánto de nuestra formación y dispositivos de supervisión dan lugar al registro de lo que nos ocurre cuando atendemos? ¿Cuánto de nuestra formación -aún cuando ya tiene mala prensa el “analista espejo”- sigue abogando por un analista pura función, descorporeizado? Somos un espejo, a veces, pero un espejo de carne sensible al que le duelen las patadas, le incomoda ser tocado en lugares íntimos, le aburre y deprime que un mundo sea todo violencia. Un espejo que necesita comer y dormir y que puede, también, sentir culpa.
Vuelvo a las preguntas sobre el valor de lo que ocurre en los límites: ¿Eso inscribe algo, inscribe cuerpo? ¿Tendría el mismo valor decir “basta” antes de dar lo que uno puede dar, que después? ¿Hay límite que no sea normativo y normativizante si no incluye el límite del analista? Espero hayan ido perfilándose respuestas posibles.
Hay que tratar de no abstenernos del requerimiento de poner en juego los límites de nuestra subjetividad como campo fundante de la subjetividad del otro
Una cosa es ser llevado al propio límite (pudiendo hacer uso de la potencia clínica que esa situación tiene) y otra cosa es pasarse (quedando ya en el campo de la actuación del analista). Para evitar ese pasarse es necesario que el analista haga su registro de lo corporal y lo afectivo, registro que en esta época de analizarse una vez por semana y supervisar cuando las papas queman, se encuentra dificultado.
Importa, entonces, reconocer cómo estoy afectado, más allá de lo que espero de mí como analista, por ejemplo: no estar harto de escuchar a una paciente. En la primera situación relatada no pude abstenerme -aún padeciendo un fuerte cansancio- de ubicarme en el lugar ideal del analista con eterna paciencia, que no se agota nunca, pero sí pude no “abstenerme” de hacer con eso (así como mi analista pudo no “abstenerse” de hacer con lo que le ocurrió en la sesión relatada). Cuando tengo el fallido, no es más que un error vergonzoso hasta que decido ponerlo a trabajar. Así sea que eso haga que me entere de algo mío o que eso diga algo de y a la situación clínica. Ambas posibilidades tienen efectos, sea por dar en el blanco de algo que venía necesitando ser nombrado o por diferenciar alguna cuestión personal del analista que podría perjudicar el tratamiento, pero que al ser despejada traza los cuerpos, diferencia.
En estas situaciones, el trabajo de pensamiento del analista implica un intento de dar lugar a lo que constituye alteridad para sí mismo. La alteridad, lo otro, lo difícilmente reconocible como teniendo que ver con uno, no es algo que se le pueda exigir a un paciente que en algunos o muchos planos no lo ha “recibido”.
Estos pacientes nos piden, en ocasiones privilegiadas, que demos aquello que con las exigencias del método pedimos. Son situaciones que muestran que lo “propio” se funda en los bordes del otro. De distintas formas y en muy distintas medidas, es algo pertinente para momentos específicos que se suelen dar con todos los pacientes. Podemos decir, entonces, que el acceso a la conformación de lo “propio” en el proceso de individuación, se da a partir del encuentro con lo que constituye alteridad para esos otros fundamentales y fundantes: padres, docentes, analistas, etc. La abstinencia no está habilitada como herramienta sin esta dimensión de la que vengo intentando dar cuenta, que implica que hay algunas cuestiones de las que un analista debería no abstenerse.
Retomando el título de este trabajo, entiendo que de lo que hay que tratar de no abstenernos, de lo que hay que intentar abstenerse de abstenerse, es del requerimiento de poner en juego los límites de nuestra subjetividad como campo fundante de la subjetividad del otro. Hay pacientes para los que somos cuasi proyecciones durante mucho tiempo y un día nos sorprenden preguntándonos si estamos cansados. Es importante tratar de responderles la verdad.
Nota
1. Los talleres de juegos han sido espacios grupales donde se buscaba un jugar exploratorio -con mucho despliegue corporal y materiales inespecíficos, sin el objetivo de una escena grupal que abarcase a todos los participantes- que tocase cuestiones básicas de la constitución del cuerpo, el espacio, el tiempo, el otro como alteridad, cuestiones muchas veces detenidas e invisibilizadas detrás de un juego aparentemente simbólico que puede constituirse en el “como si” del análisis con niños.