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La difícil tarea de ser joven

 

Si toda sociedad crea significaciones específicas que estructuran las representaciones del mundo1, representaciones que constituyen el marco en el cual se designan los fines de la acción y se definen los tipos de los afectos característicos, es inevitable que una sociedad inestable, atravesada por acontecimientos históricos aún no metabolizados y cuyo movimiento no garantiza que se encuentre en tránsito hacia lugar previsible alguno, no pueda homogéneamente determinar el marco representacional en el cual se inserten las generaciones que acceden a la Historia. Este es tal vez nuestro mayor drama, pero quizá también nuestra mayor esperanza, porque en los intersticios de la cerrada malla de desesperanza y desidentificación que envuelve por igual a todas las generaciones de esta Argentina del 2001, se cuelan los sueños y esperanzas adormilados cuyo trasfondo puede advenir un proyecto.
La categoría “juventud” no es patrimonio del psicoanálisis. Remite a esa etapa de la vida que está entre la adolescencia y algo posterior - la vejez para algunos, la madurez para otros - y en su definición siempre se hace alusión a la energía, vigor, frescura, que constituye sus rasgos principales. Pero subjetivamente, y no sólo a nivel individual sino en el conjunto de representaciones sociales, juventud alude inevitablemente a la posibilidad de goce y futuro: “perder la juventud” puede ser tanto del orden del desaprovechamiento del tiempo de construcción de una perspectiva de vida como de la ausencia de placer, de los aspectos lúdicos que la acompañan. “Me robaron la juventud”, “Yo no pude aprovechar mi juventud”, da cuenta del posicionamiento con el cual alguien se confronta a esa etapa que considera del orden de la temporalidad que acaece y a través de la cual transcurre su vida.
Y, ¿cuánto de juventud atraviesa esta etapa de quienes hoy tienen en la Argentina la edad que supone su ejercicio, su apropiación, su disfrute? Reducidos a la inmediatez de la búsqueda de trabajo, o inmersos en una vida universitaria cada vez más costosa desde el punto de vista moral y económico, nada garantiza que el tiempo permita el devenir de algo que culmine o de curso a una perspectiva de avance. Entre la conservación de lo insatisfactorio y el temor a perderlo porque nada augura su relevo por algo más fecundo o placentero, no hay postergación sino vacío, ya que tampoco nada garantiza que los tiempos que vienen se constituyan realmente en futuro. Conocemos los afectos dominantes que definen esta etapa del país: de la rabia a la desilusión, la alternancia no deja sino pequeños resquicios por los cuales resurge la esperanza. Y esta es breve: se reduce a pequeños movimientos individuales o colectivos, efímeros o que encuentran su continuidad en otra parte.
El éxodo que está en el horizonte mítico de toda la sociedad argentina no es sólo un síntoma de la ausencia de salida, sino del abandono de su búsqueda. El proceso de desidentificación se acelera, y el sentimiento de pérdida de referentes abarca a todos los grupos, sea sociales o generacionales: que el presidente de la Nación diga, ante un éxito de los jóvenes del Sub 20, que está muy contento porque “ahora esos muchachos pueden encontrar buenas oportunidades en el exterior” no es sólo patético sino rayano en la inmoralidad. Como el conjunto de nuestra sociedad, el fútbol argentino se sostiene porque sigue nutriéndose de talentos que llenan el vacío que deja el drenaje al cual está sometido constantemente; drenaje que no es sólo el producto de la voracidad de los dirigentes sino de la resignada aquiescencia de la hinchada convencida de que no hay ya posibilidad dentro del territorio que va de los Andes al Atlántico de que algo pueda fecundar, crecer y reproducirse en un ciclo sin fracturas.
La imagen de un joven de dieciocho años baleado en Gral. Mosconi en el marco del sofocamiento del intento desesperado de los piqueteros de generar algo distinto a su miseria cotidiana y a su tiempo sin futuro, constituye un paradigma terrible de la juventud que no puede ya optar: cuadripléjico como resultado del ataque sufrido, recuesta su cuerpo paralizado en un colchón asentado sobre ladrillos que lo separan de un piso de tierra, en el interior de una casilla de madera sin ventanas que la gente del lugar construyó para él, su madre y ocho hermanos, en aras de brindarle algo más confortable que las paredes de cartón y el techo de lona con el cual se cubrían antes de que quedara reducido a la inmovilidad.
Pero detrás de esta representación actualizada de la Pasión, se perfila el sacrificio colectivo de sus pares y los restos de un país solidario que puede aún renunciar ya no sabemos a qué elementos cotidianos de autosubsistencia para armar la precaria instalación que le da entorno al semejante. Y es aquí donde retorna el sentido que posibilita constituir un espacio para los jóvenes, en virtud de que se articulan significaciones que arrancan de la inmediatez autoconservativa a la cual parecería condenar la situación actual. Es desde esta dimensión que se abre la posibilidad de producir un proceso de identificación recíproca que permite recuperar la condición de humanidad en riesgo: construcción cotidiana de sentido, de propuesta, de proyección futura, he aquí los requisitos de una humanización posible que genera condiciones para que cada uno se sienta re-identificado a sí mismo.
Porque lo brutal de los procesos salvajes de deshumanización consiste, precisamente, en el intento de hacer que quienes los padezcan no sólo pierdan las condiciones presentes de existencia y la prórroga hacia adelante de las mismas, sino también toda referencia mutua, toda sensación de pertenencia a un grupo de pares que le garantice no sucumbir a la soledad y la indefensión. Y es allí, en esta renuncia a la pertenencia, a la identificación compartida, donde se expresa de manera desembozada la crisis de una cultura, y la ausencia en ella de un lugar para los jóvenes.
La Argentina de los 80´ puso de manifiesto que los viejos ya no tenían un lugar en el cual sostenerse, y que todo lo sobrante sería recortado. La categoría familiar “abuelo” con la que se intentó el reemplazo de la socio-económica “jubilado” marcó el pasaje de la deuda contraída por la sociedad con sus trabajadores al intento engañoso de hacerla entrar en el registro de la compasión y la beneficencia. En los 90´, el abandono del Estado de sus responsabilidades educativas fue acompañado de la patologización de los procesos de aprendizaje, la medicación a mansalva y la transformación de la infancia en un estadio definido por el adiestramiento para la vida productiva más allá de toda socialización y al margen de toda formación: inglés, computación, portugués – mientras el Mercosur exista – para quienes aún pueden aspirar a una vida con inserción laboral; limpieza de vidrios de autos en los semáforos, apertura y cierre de puertas de taxis, mendicidad organizada, para aquellos que se insertan en los nuevos modos de trabajo bajo los cuales la marginalidad encuentra una salida para la autosubsistencia.
Y ahora llegó la hora de la liquidación de la juventud: contratos laborales que llegan a su renovación mensual, ausencia de perspectivas post-universitarias para quienes aún estudian, jornadas de 14 y 15 horas de trabajo que no dejan margen ni para el café con los amigos ni para la vida cultural o social que llenaba antes las horas del ocio productivo en las cuales se completa la formación de un joven, para aquellos que aún tienen trabajo actual o futuro. Y el resto, que se pudra entre el tetrabric y la deambulación marginal, si una bala certera – no errática – de las fuerzas del orden, no da un corte si no precoz al menos anticipado a esas vidas que no pueden considerarse jóvenes ya que se constituyen en un tiempo sin pasado y sin espera, un tiempo sin historia que sólo podrá llenarse cuando algo lo resignifique en el marco de una prospectiva.
Por eso la recomposición de las representaciones compartidas no es una tarea marginal en virtud del argumento de que lo único que cuenta son los grandes problemas de la economía. Nos han habituado en los últimos tiempos a la propuesta de pensar desde un reduccionismo financiero a partir del cual parecería que todo lo que es del orden de la aspiración social, de los sueños y deseos colectivos, es pura imaginería carente de principio de realidad. Es acá donde se opera el mayor despojo padecido: no ya el de los proyectos, sino el del derecho a soñar con un futuro distinto en el cual no se trate sólo de perder menos sino de permitirse aspirar a más.
Los psicoanalistas conocemos bien, por nuestra teoría y nuestra práctica, los dos grandes peligros que acechan al psiquismo en situaciones como la presente: la pérdida de investimientos ligadores al semejante, que dejan al sujeto sometido al vacío y lo sumen en la desesperanza melancólica del desarraigo de sí mismo, y la desidentificación de sus propios ideales, de aquello que alimenta no sólo la esperanza del yo en su atravesamiento amoroso de llegar a sentirse querible por sí mismo, sino porque realiza, de algún modo, algo del orden de las generaciones engarzándose en un devenir que le permite sortear el horror de la propia muerte. Sabemos también que no basta con la disminución de las tensiones para que un ser humano se sienta vivo, y que la resolución de los autoconservativo es insuficiente si no se sostiene en un orden de significaciones en contigüidad con una historia que le garantice que el sufrimiento presente es necesario para el bienestar futuro, tanto de sí mismo como de la generación que lo sucederá, en la cual cifra la reparación de sus anhelos frustros y de sus deseos fallidos. Es desde este lugar que podemos, tal vez, contribuir junto a otros a recuperar el concepto de “joven”, no ya como una categoría cronológica, ni por supuesto biológica, sino como ese espacio psíquico en el cual el tiempo deviene proyecto, y los sueños se tornan trasfondo necesario del mismo.

Silvia Bleichmar
Psicoanalistas
silviableichmar [at] fibertel.com.ar

Notas
1.  C. Castoriadis, El ascenso de la insignificancia, Ed. Frónesis, Cátedra, Madrid, 1998

 
Articulo publicado en
Octubre / 2001