Que el lenguaje no cumple simplemente una función descriptiva de la realidad existente, sino que es capaz de crear realidades a partir de los modos de ordenamiento con los cuales la articula, constituye una afirmación más o menos conocida. Lo que es más trabajoso, tal vez, es darse cuenta de qué manera, en razón de que estamos inmersos en esa realidad misma, esas formas de expresión se van apoderando de nosotros hasta constituirnos en agentes discursivos de las propuestas ideológicas que las sostienen.
Tal el caso de esa clasificación que ha surgido hace algunos años y tiende a tornarse parte del lenguaje común; traducción directa no sólo de la lengua inglesa sino de una de las formas con las cuales el capitalismo salvaje va creando modos de vínculo y formas de apreciación de la realidad. Se trata de la diferenciación entre losers y winners, o, como se ha comenzado a decir con mayor frecuencia de lo reconocido en nuestra propia tierra, entre ganadores y perdedores. La forma con la cual se arma el par es interesante, porque alude a una bipartición que deviene categoría en un par de opuestos, abstrayendo entonces un rango que abarca a un conjunto de seres, y deja de ser un elemento puntual en el marco de una situación concreta.
Ya no se trata de ser “el ganador” de un concurso, de un sorteo, de una situación de competencia cualquiera, sino “un ganador”, alguien que pasa a pertenecer a un conjunto de seres que tienen ciertos atributos que los diferencia. Y es en este pasaje de “el” a “un” donde se marca la pertenencia a una especie, a un rango que articula una categoría que permanece más allá de la situación, transformándose así de descriptiva en valorativa. De modo tal que se genera una bipartición de la sociedad en dos estamentos claramente diferenciados: ganadores y perdedores, y la pertenencia a una u otra categoría no sólo marca posibilidades diversas, sino también una valoración en la cual el sujeto perteneciente al rango perdedor no sólo no recibe los beneficios que da el ganar sino que es estigmatizado por el hecho de perder.
Porque casualmente, el ser un perdedor o un ganador se define desde esta perspectiva, en última instancia, por el éxito social alcanzado, en estado puro, más allá de toda valoración de otro orden, nucleándose alrededor de un rasgo que constituye el punto máximo alrededor del cual gira el sistema social de valores: “Uno no gana porque vale, vale porque gana”, como dice Castoriadis1. Articulado esto alrededor de la capacidad de ganar dinero o de lograr prestigio social, este rango de precipitación ideológica del narcisismo compartido, se constituye como el eje de toda posibilidad de reconocimiento, y ello no sólo como propuesta externa sino como modo mismo de polarización de la subjetividad, vale decir como modelo y proyecto identificatorio, en razón de lo cual insertarse en la parte superior de la pirámide (cuya base es cada vez más amplia y su cúspide más pequeña), deviene no sólo una meta sino una forma de autovaloración, de autoreconocimiento narcisístico, sin que quienes en ello se ven atrapados –como ocurre con el modo general de operar de la ideología– tengan posibilidad de descubrir bajo qué formas esta inserción subjetiva se realiza.
El elemento más complejo de la cuestión, el que más graves efectos trae para la subjetividad de los implicados –más allá de toda valoración ética que bien podría ser retomada para mostrar la presencia en el lenguaje en un estudio de los modelos con los cuales se constituyen los sistemas de valores en nuestra sociedad actual–radica en que la sociedad civil inflige una nueva lesión a aquellos a los cuales el funcionamiento económico del sistema ha ya dañado gravemente, despojándolos de sus posibilidades de trabajo y marginándolos de sus lugares habituales de supervivencia moral y material. En razón de lo cual alguien que ha sido expulsado de su trabajo no sólo padece la angustia de supervivencia que ello acarrea, sino la condena moral de ser un perdedor, la crítica implacable del superyo que lo cuestiona por su inutilidad y falta de iniciativa.
Vayamos entonces al modo con el cual una clasificación de este orden, cuya inmoralidad extrema puede ser fácilmente detectada, se gesta socialmente. Es indudable que ella es efecto de formas de representación colectivas que imponen coagulaciones de sentido a los sujetos que pasivamente las recogen –no sólo a quienes es aplicada sino a aquellos mismos que las aplican. Y en el centro mismo de estas representaciones, está la transformación de la responsabilidad social en condena como coartada ante la culpa que genera, en los sujetos éticos que se sienten convocados por la disparidad de condiciones a las cuales se ve sometido el semejante, en condena y re-marginalización.
En un texto publicado hace ya años y que hemos tomado poco en cuenta para aproximarnos a cuestiones en debate vigentes en nuestra sociedad argentina, intitulado «En defensa de las excusas»2, J. L. Austin propone una distinción conceptual entre dos términos: excusa y justificación, con el propósito de mostrar de qué manera el estudio de las primeras puede contribuir al desarrollo de una interpretación de la conducta en función de la elaboración de una teoría de la ética que se sostenga en el empleo del lenguaje como modo de la acción.
Se trata de ver de qué modo el sujeto responde ante la interpelación de haber hecho algo considerado malo, injusto, inoportuno. Una manera de proceder, dice, consiste en admitir simple y llanamente que él, o sea X, hizo esto a A, pero alegando que era algo adecuado, bueno o permisible, ya sea en general o por lo menos en las circunstancias particulares de su caso. Esta es la línea de la justificación. Otra forma es aquella en la cual se admite que lo hecho no fue bueno, pero se alega que no es del todo justo o correcto limitarse a decir simplemente que la acción fue realizada, ya que se descuidan las circunstancias en las cuales esta fue realizada. X puede estar bajo una influencia ajena –cuando realizó la acción imputada– o movido a actuar así. Se puede tratar de un accidente o de un descuido voluntario, o de algo ejercido en circunstancias en las cuales se alega no estar en condiciones de decidir.
Supongamos que A fue violada por X; el argumento justificatorio –inaceptable para alguien de nuestra cultura, o microcultura– es que X no tiene por qué dar explicaciones de su acción en razón de que su acción es perfectamente acorde a la moral entorno; chinitas y negras han pasado por esta situación sin que se pidiera (hasta María Soledad) explicación alguna a los ejecutores de turno acerca de la conducta ejercida. Del lado de las excusas, y en nuestra moral social contemporánea, se puede esgrimir, ante la misma acción realizada, un argumento de otro orden: ¿hasta qué punto A no es responsable en parte de haber sido violada en razón de haber entrado al auto de X, o por el hecho de haber despertado en él una pasión o impulso violento dado que luego de haber aceptado sus galanteos o haber usado una ropa insinuante se rehusa a la relación sexual esperada?
En la primera defensa se acepta la responsabilidad pero negando que se trate de algo malo. En la segunda se puede admitir que lo realizado es incorrecto, pero no injustificable dado las circunstancias. Es en este último caso que estamos en el plano de las excusas, y no es difícil para cualquiera de nosotros ver en estas dos formas –excusas/justificaciones–, el modo con el cual se ha producido el pasaje, en el discurso militar, de la apreciación de lo operado durante los años de la represión salvaje. De la justificación de la acción ejercida –que aún aparece más o menos encubierta en las formas con las cuales se intenta reivindicar a la institución de conjunto– a la excusa, hemos visto todos los matices. La justificación se sostuvo fundamentalmente durante los años de soberbia militar, cuando no había desde la sociedad civil voces suficientemente fuerte para establecer imputaciones. Cuando eso se derrumbó, apareció el plano de la excusa: no podíamos hacer otra cosa, intentábamos lo mejor y cometimos excesos… A nivel individual, por su parte, el exponente máximo de la conducta excusatoria desresponsabilizante se ejerció a través de intentar la inimputabilidad acogiéndose a la «obediencia debida».
Es indudable que, en este último caso y con vistas a poner de relieve la cuestión que nos ocupa, estamos dando ejemplos del tipo de excusa que se considera inaceptable. Se puede excusar uno de haber pisado un caracol, como dice Austin, diciendo que pisamos el caracol inadvertidamente, y alguien puede decir «deberías mirar dónde pones los pies». Pero esto no ocurriría del mismo modo si alguien pisa a un bebé. La «inadvertencia» no tiene cabida cuando se trata de excusar las acciones básicas que definen la relación al semejante en términos de vida-muerte, y en este caso la intencionalidad o no puede ser atenuante –como lo muestra el derecho penal– pero no justifica la acción bajo ninguna circunstancia.
Del mismo modo, podemos volver ahora, luego de este breve recorrido, a nuestro tema de partida: la diferenciación, en nuestra sociedad actual, entre «losers y winners» (ganadores y perdedores). Estamos acá claramente ante una diferenciación que intenta, mediante el uso lingüístico, derivar hacia las víctimas la responsabilidad de su marginación y desamparo. Siendo imposible la aceptación ética del disfrute de algunos ante el malestar y desprotección de tantos, el lenguaje viene en ayuda para otorgar una explicación que, en este caso, toma la forma de una justificación. Son las víctimas mismas del proceso salvaje de «reingeniería social» los perdedores, ineptos, aquellos de los cuales es necesario apartarse en virtud de sus defectos morales, de su incapacidad de ubicarse en las nuevas circunstancias. El desprecio larvado, disfrazado de compasión, es entonces la coartada que posibilita, a quienes sobreviven aún económicamente, sostenerse al margen, más allá, en este nuevo relevamiento del «por algo será» con el cual no cesa de asombrarnos la importación no sólo de modelos alimenticios de chatarra sino de modos de traducción de la discriminación social.
Con una consecuencia no por impensada menos esperable: el hecho de que las víctimas, integradas por quienes quedan constantemente expulsados de la vida productiva, incrementadas día a día por la disminución de la población económicamente activa o mínimamente remunerada, al quedar identificadas con la ideología que las discrimina, se autoacusan de su dificultad para formar parte, pertenecer o integrarse al estamento ganador; sumando así a su dificultad de supervivencia la representación devaluada de su propia imagen. De este modo, melancolizados los sujetos por el retorno del odio sobre sí mismos ante la imposibilidad de enfrentarse a nadie –por el anonimato con el cual el sistema diluye constantemente responsabilidades y presenta toda toma de decisión como de una racionalidad imposible de ser derribada– por una parte, y por verse sumergidos de pronto en el interior de la masa de «discapacitados» que no saben encontrar una vía de salida, por otra, se ven reflejados en una mirada social que no por compasiva es menos lesionante, dado que lo que se les reconoce no es un derecho expropiado sino una imposibilidad personal sustantivada como rasgo de carácter: «perdedor».
Por mi parte establecí, hace algún tiempo, la diferencia entre dos aspectos que considero de utilidad para el análisis que hoy nos ocupa. Definí, por una parte, aquellos elementos que tienen que ver con el modo con el cual la autoconservación es tomada a cargo –vicariada, como estamos habituados a decir en psicoanálisis– por el sujeto, en tanto sistema de representaciones que determinan la posibilidad de la conservación con vida del organismo. Por otra, aquello que es del orden de la «auto-preservación» del yo, en su recubrimiento parcial con la autoconservación.
La autoconservación del yo, vale decir los modos mediante los cuales el yo toma a cargo los intereses de la vida: conservación del cuerpo en tanto organismo, representación biológica de la supervivencia.
La autopreservación del yo: la forma mediante la cual el sujeto preserva la representación nuclear de sí mismo, bajo los modos de tensión narcisista que lo hacen plausible de ser amado por sí mismo, en su relación con las identificaciones y los ideales.
Es en situaciones límite donde se puede ver la ausencia de una identidad absoluta entre estos dos aspectos del yo: se puede mantener al organismo con vida (autoconservarse) a costa de un arrasamiento narcisístico, de un desmantelamiento de los modos habituales con los cuales el yo considera válida su existencia misma, situación que observamos con frecuencia en circunstancias de vida extremas: campos de concentración, terrorismo de estado. Primo Levi lo ha descripto de modo profundo y terrible al relatar su experiencia en los campos de exterminio alemanes durante la segunda guerra mundial: la necesidad de subsistencia arrasa con los núcleos mismos en los cuales el yo sostiene su identidad y permanencia, hasta que el ser humano llega a preguntarse, acerca de su propio cuerpo ya des-subjetivizado, «si esto es un hombre». Por el contrario, la autoconservación, la contigüidad de la vida biológica, puede ser sacrificada en aras de preservar la representación narcisística, identificatoria del yo, y el sujeto puede dejarse morir, o matar, antes que ceder estos aspectos sin los cuales siente que no podría seguir viviendo, ya que no podría seguir siendo.
Es tan sutil y desgastante el modo con el cual se produce la subordinación de la autopreservación representacional a la conservación de la vida en ciertas situaciones más cotidianas, que a diferencia de aquellas tan extremas como las descriptas, han sido exploradas poco por el pensamiento psicoanalítico. Ellas constituyen, sin embargo, el objeto mismo sobre el cual el psicoanálisis puede centrar la mirada para aportar algo al modo con el cual el impacto sujbetivo de las realidades sociales ejerce el ensamblaje entre la ideología y su ordenamiento en los sistemas defensivos del sujeto.
En nuestra sociedad actual, en su cotidianeidad, el condicionamiento a los modos autoconservativos del yo, tiende a un arrasamiento constante de las formas con las cuales la auto-preservación narcisística sostiene ideales y formas de autovaloración de los seres humanos. Obligados estos a deponer en aras de la supervivencia de sus modos habituales de vida las autorepresentaciones de sí mismos que sostienen el sentido de la existencia, la precariedad representacional de la misma se articula así en una coagulación de sentido en la biparticipación exculpante que toma dominancia pública. De tal modo, ser un «winner» es un anhelo y al mismo tiempo un modo de evitar la angustia extrema a la cual se puede quedar expuesto: «excusa» a partir de una coagulación que el significante «ganador» sostiene, de la desresponsabilización respecto al otro, constituído en «loser». «Justificación», en última instancia, ya que del «no se puede hacer otra cosa» se produce un corrimiento al «es correcto proceder así», en virtud de que el semejante ha devenido alguien sustancialmente destinado al fracaso, ya no víctima sino inepto, representante del contra-valor que posiciona, a quien se sostiene aún aferrado a algún punto de la pirámide, el significante del negativo del narcisismo.
Silvia Bleichmar
Psicoanalista
sbleich [at] fibertel.com.ar
Notas
1. Castoriadis Cornelius, El ascenso de la insignificancia, p. 131, Cátedra Madrid, 1998.
2. J. L. Austin, Proceeding of the Aristotelian Society, vol. 57 pp. I-30. Trad. Castellana en Alan R. White, La filosofía de la acción, Brevarios del Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1976.