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La comprensión precoz de la libertad

 

Parte de las líneas que siguen fueron escritas con ciertas variaciones hace ya algunos años. Las recuperé en ocasión reciente, en una sesión del análisis de una niña de siete años que insistentemente me pedía que le dijera qué dibujar. Entre mi negativa a responderle y su queja, surgió en mi mente la reflexión que en tono más o menos confidencial le hice en los siguientes términos: “Te das cuenta que éste es el único lugar en el mundo en el cual nunca, nunca, nadie te dirá qué hacer? En el cual podés elegir, decidir libremente? - y ya engolosinada yo misma con esta ocasión abierta, de compartir una reflexión que supuse de alcances filosóficos, agregué: “¿Qué te parece, en esa posibilidad de elegir está la libertad…, te das cuenta...?”. Y ella, resumiendo con estilo la cuestión que tanto nos complica, respondió tomándome desprevenida: “Sí… Qué porquería...! Yo quiero la libertad para no ir al colegio, pero no para no saber ni qué dibujar...!”
La libertad siempre en riesgo, en razón de la difícil tensión entre sometimiento y soledad. A diferencia del analista, el otro humano no está allí sólo para satisfacer necesidades, sino para garantizar bajo su parasitación simbólica tanto el sometimiento como el anhelo mismo de libertad. Cuando todo sale bien otorga, paradójicamente, los medios de liberarse en el ejercicio de apropiación simbólica que realiza de la cría. Cuando ambos elementos se desbalancean, cuando prima el déficit de oferta simbólica o la captura monopólica en sus redes, el proceso se fractura.
Los mitos acerca de una natural libertad del ser humano, entran en crisis a partir de la modernidad, y el siglo XVIII se abren nuevas perspectivas con las extensas y -por qué no- profundas discusiones en el interior de las propuestas que acompañan la gran revolución de la época. Se fractura entonces el mito de la libertad en naturaleza y de la prisión en cultura, y el retorno posterior a las propuestas instintivistas de la libertad no son sino efecto de la transposición de una reificación de la naturaleza al seno de lo humano.
Traslademos a los animales supuestamente libres fuera del hábitat en el cual su existencia es posible, y nos daremos cuenta del nivel de subordinación que les impone su naturaleza. Es el hombre el único capaz de obtener niveles de libertad impensados, ya que puede modificar no sólo el entorno y crear su propio hábitat, sino también modificarse a sí mismo. En razón de ello el deseo de libertad, inevitablemente ligado al miedo a lo desconocido, no es en sí mismo un movimiento esencial sino el efecto de un reconocimiento de la opacidad y dureza con la cual aquello que se opone del otro lado da cuenta de los límites de realización de la propia posibilidad
Un niño que está en vías de terminar su tratamiento parecería ejemplificarlo sin mistificación: llega a sesión con una lata en cuya tapa ha abierto algunos agujeritos - esas que se hacen para guardar un animal volador sin que se escape, evitando la muerte por asfixia. Al en¬trar dice: "¡Sorpresa! Tenés que adivinar qué traigo. Es un animal, que come de todo y es volador." Digo: "una maripo¬sa." "No." "Una polilla." "No, ¿te das por vencida?" "No -digo: una mosca." "Si, una mosca sin alas.... (Abre la lata y la mosca desalada cae sobre la alfombra) Le saqué las alas para traértela, ¿qué te parece?."
Hace una semana me llamó la madre para contarme que el niño está raro, ha vuelto a jugar a que es un bebé, se queja de tener que comportarse como grande. Sin embargo, no es que no se dé cuenta de lo que hace, esta vez es como un juego...Ha traído ese “animal que come de todo” para mostrarme hasta dónde sería capaz de llegar para no separarse de su madre, o de mí; hasta qué punto está dispuesto a ceder su libertad, a perder las alas, si ésta le implicara separación y soledad. Mediante la mutilación evita él mismo tener alas. El animal que “come de todo” remite al inicio del tratamiento, ya que llegó a consulta por morderse su propia ropa hasta desgarrarla.
Recuerdo un viejo cuento sufí: Un pajarito volador es adoptado por un ave que no sabe volar, y como es de esperar, a medida que el pajarito crece, también crecen sus alas. Luego de algún tiempo, una bandada de pájaros de su misma especie pasa por el pueblo donde ha¬bita. Su madre adoptiva cavila: “Si supiera volar, le enseñaría a mi hijo a hacerlo y lo vería retozar en el cie¬lo con sus iguales”, mientras, por su lado, el pajarito piensa: “Si mi ma¬dre, que es tan sabia, aún no me ha enseñado a volar, es porque no debe haber llegado mi tiempo de hacerlo”.
¡Qué distintas hubieran sido las cosas si cada uno hubiera podido dar a conocer su pensamiento! Por su parte, la madre que acude a una consulta reconoce en algún lugar de sí misma que necesita de otro que ayude a su hijo a aprender a volar, y es víctima, junto con su hijo, de su propia impotencia. Después de todo, por qué no pensar que detrás del dolor manifiesto de la madre-ave se esconde el profundo desgarramiento de tener que reconocer a su hijo como no-idéntico a si misma.
Y aún más. No es con lo que la madre calla que el niño elabora su teoría; tampoco del todo con lo que la madre dice, no hay ni libertad total de interpretación ni captura absoluta. En esa franja opaca al intercambio desde la cual lo desconocido del otro se constituye se abre una interrogación a la cual el niño debe responder con una elaboración que deviene teoría.
¿Es el deseo materno que el pajarito vuele? Sin duda, pero no ha sido formulado ni en lenguaje ni en acto. Pese a ello el hijo, que confía en la sabiduría y bondad maternas, no duda respecto a este deseo de libertad que atribuye a su madre. Si sospechamos que mamá-ave pueda temer que el pajarito vuele, es no sólo porque mediante el vuelo la diferencia se haría evidente sino porque de ese modo se alejaría de ella. En ese caso, la no estimulación de las posibilidades volado¬ras del pajarito no sería producto del odio de la madre sino, simplemente, consecuencia de las crueldades del amor. Lo cual nos llevaría a sospechar que todos los niños, en algún momento de su vida, devienen hijos “adoptivos” de sus propios padres.
Tanto la madre como el hijo son víctimas de lo que desconocen; pero aquello desconocido no es idéntico. En el caso de nuestra madre-ave, si bien sabe que es el volar lo que no sabe, desconoce a su vez un conjunto de fantasías y emociones que se ponen en juego cuando teme ser abandonada por su hijo y reconocerse en sus limitaciones no sólo ante éste sino ante sí misma. En el caso del pajarito, su conocimiento de que querría volar se aúna a su ignorancia respecto a la fuente de este deseo, sus orígenes de especie voladora, de modo tal que advierte este “anhelo”, del cual su conciencia se notifica sin poder atribuirle causa alguna.
Si nuestro pajarito fuera un neurótico tal vez preferiría no aprender nunca, no sólo a volar, sino a conocer sus orígenes, para no perder el sentimiento de pertenencia a su propia madre que posee. Conservaría así, tal vez, la única certeza que lo mantiene en la tierra, la madre tierra. Si la mamá de nuestro pajarito fuera madre de neurótico, cada vez que viera pasar la bandada di¬ría —para ocultar su dolor e impotencia— en un tono recri¬minatorio: “Yo no sé cómo las madres permiten a sus hijos hacer esas tonterías que sólo ponen en riesgo su vida y no proporcionan ningún placer.” Nuestro pajarito, silenciosa¬mente, respondería con un aletear inconciente de sus alas inútiles, y tal vez comenzaría a girar con un movimiento hi¬perkinético.
Algo lo agitaría desde sí mismo sin que él mismo pudiera saber qué es exactamente lo que lo produce, ni cómo se llama aquello que lo perturba. Desconocería también que su madre, amorosamente, cuando él todavía no tenía enten¬dimiento, acarició y limpió esas alas que representaban para ella el símbolo mismo de “lo que podía volar” guardando si¬lencio luego sobre sus actos para siempre.

Retornan aquí preguntas ya formuladas desde los comienzos del psicoanálisis; los ejemplos intentando dar cuenta que ni el deseo de libertad es innato, ni el anhelo de sumisión instintivo. Porque la condición humana se sostiene en la peculiaridad de que lo consideramos su naturaleza no es sino el efecto de las condiciones mismas de su producción. Nuestro antropomorfizado pajarito no desea la libertad, sino simplemente volar, remontarse con la bandada, y es en razón de ello que espera que su madre le enseñe, porque no ve en ese deseo nada que pretenda liberarlo de su atrapamiento ni alejarlo de su cuerpo. El paciente a punto de terminar su tratamiento daría sus alas para mantenerse protegido en un espacio que lo cobije. Ana me señala que mi ideal libertario románticamente formulado es inútil si no se expresa en un movimiento que le dé sentido...

Por eso la libertad es impensable sin representación de futuro, aún cuando ella misma pueda devenir proyecto, ya que no puede proyectarse sobre el vacío representacional u operativo sino sobre sus reales posibilidades de ejercicio. Es a propósito de ello es que recuperé de entre mis papeles las notas escritas hace algunos años, notas sobre el amor y sus crueldades, sobre la libertad y sus consecuencias.

Silvia Bleichmar
psicoanalista
 

 
Articulo publicado en
Octubre / 1998