Posiblemente lo más inquietante del sentimiento de pasaje de este siglo al próximo consiste en saber que quienes fuimos parte del siglo XX, y nos consideramos los más avanzados de este milenio, seremos, inevitablemente, la antigüedad del próximo. Por eso mi mayor aspiración consiste en que este pasaje se produzca, mínimamente, en condiciones de honestidad tal que permitan llevar aquello que consideramos más fecundo para los tiempos futuros. Supongamos, por ejemplo, que dentro de quinientos años, si es que sobreviven (el psicoanálisis por una parte, algunos autores por otra), se leyeran algunos textos producidos por este campo de conocimiento al cual pertenecemos y que, por una preciosa casualidad, algo de lo que hemos enunciado llegara a manos de un ser humano del futuro. Mi mayor anhelo sería que quien recibiera lo que hoy tan trabajosamente garabateamos pensase al menos que fuimos parte, junto a otras disciplinas, del mayor intento realizado en nuestra época por conocer y transformar algo de la condición humana, y, fundamentalmente, que esa tarea intelectual fue investida con cierta dignidad.
Porque este siglo nació al calor de la Utopía, y en razón de ello no es absurdo que muera al borde del desencanto. Ello no da derecho, sin embargo, a arrojar por la borda todo lo pensado, todo lo producido, todo lo atesorado. ¿Se le puede reprochar al psicoanálisis no haber cumplido todas las promesas que realizó de inicio? Cabe previamente la pregunta acerca de cuánto de lo incumplido tiene aún vigencia, pero también cuánto de lo logrado viene entremezclado con desechos, con fragmentos de arrastre que requieren no sólo decantación sino también depuración
Me llevaría sin duda al próximo siglo algunos de los enunciados fundamentales del freudismo sin por ello vacilar en afirmar la necesidad de darlos vuelta, de "ponerlos sobre sus pies", en sacudirlos en todas las direcciones para que puedan quedar en condiciones de ser reposicionados en el campo general de los conocimientos del futuro.
Conservaría, en primer lugar, el concepto de inconciente. Del inconciente como una realidad no subordinable a la subjetividad, del inconciente como del orden de una materialidad que antecede al sujeto psíquico, o, para decirlo de un modo un tanto provocativo, de una pensamiento no pensado por nadie, y del cual los seres humanos deben dar cuenta en un proceso trabajoso de apropiación. Pero en ese proceso de trabajo sobre el concepto de inconciente, me plantaría irreductiblemente en la lucha por despojar al inconciente de los arrastres con los cuales la vulgata psicoanalítica lo ha hecho devenir otro sujeto con intencionalidad, volitivo, regido por la lógica de la exclusión; más una segunda conciencia que un verdadero inconciente. Cada vez que un analista dice a un paciente: "Ud. en realidad no lo ama, sino que lo odia", ese "en realidad" vuelve a sostener en un doble movimiento la presencia de un sujeto de signo contrario del lado del inconciente, y por otra la idea de un yo más cercano a la mala fe, o a la falsa conciencia, que al sistema tópicamente emplazado del lado de la defensa con el cual fuera definido en el corpus original de teoría. Ese "en realidad" vuelve a antropomorfizar un inconciente que se ve despojado de su carácter de entidad absolutamente novedosa para la historia del pensamiento.
Tampoco renunciaría al concepto de sexualidad infantil en sentido ampliado, considerado como del orden de un plus de placer no reductible a la autoconservación, pero despojando el arrastre biologista que impregna esta sexualidad infantil del determinismo que la sostiene en la teoría clásica. Si el descubrimiento freudiano hizo estallar, no sin vacilaciones, la relación existente hasta 1905 entre procreación y genitalidad, éste constituye, por otra parte, la única teoría que puede dar cuenta de los modos con los cuales la sexualidad encuentra sus formas actuales, una vez que la humanidad ha desanudado biológicamente la relación entre coito y engendramiento. No me llevaría, sin embargo, el estadismo con el cual desde cierto endogenismo las fases libidinales fueron propuestas para esta sexualidad infantil, en razón de que ellos son el efecto de desconocimiento de la impronta que la sexualidad adulta imprime en la cría humana, en razón de la disparidad de saber y de poder con la cual se establece la parasitación simbólica y sexual que sobre ella ejerce.
Esto me introduce en algo sobre lo cual también debería ejercer una reformulación y una depuración para otorgarle todo su valor: el complejo de Edipo. Considerado bajo los modos con los cuales la forma histórica que impone la estructura familiar acuñó el mito como modo universal del psiquismo, es evidente que las nuevas formas de acoplamiento, los nuevos modos de engendramiento, ponen de relieve tanto sus aspectos obsoletos como aquellos más vigentes que nunca a partir del conocimiento psicoanalítico. Respecto a lo obsoleto, el Edipo entendido como una novela familiar, vale decir como un argumento que se repite, de manera más o menos idéntica, atravesado por contenidos representacionales hacia "el papá" y "la mamá", a lo largo de la historia y para siempre. Por el contrario, lo que sí se sostiene, es la prohibición del goce sexual intergeneracional, pero que debemos decir, en su forma más depurada, y a partir de la preeminencia de la sexualidad del adulto sobre el niño, debe ser enunciado en términos de la prohibición que toda sociedad impone como modo de acotar la apropiación gozosa del cuerpo del niño por parte del adulto.
Me llevaría entonces la idea de una interceptación terciaria del goce, pero, en modo alguno, la forma con la cual dejó su impronta en psicoanálisis en los últimos años la sociedad patriarcal, a través de las fórmulas acuñadas de "nombre del padre" y "metáfora paterna". Y ello no sólo por ser ideológicamente peligrosas, que de hecho lo son en el deslizamiento que propician entre ley y autoridad, sino porque sellan de modo canónico las formas con las cuales el hijo en tanto producto circula en el interior de las relaciones de alianza que lo constituyen como sujeto histórico y social en un período determinado que parecería haber devenido, en el pensamiento europeo, si no "fin de la historia", sí "culminación de los modos de constitución de la subjetividad".
Y sin duda no abandonaría, como propuesta para el futuro, el intento de encontrar la determinación libidinal de la patología mental. Porque más allá de que pudieran variar los modos de articulación entre el deseo y la prohibición, y en virtud de ello los destinos de las representaciones inconcientes cuya consecuencia implica nuevos modos de ordenamiento del conflicto psíquico en una psicopatología, no hay un orden de explicación, en términos generales, más fecundo que el hallado por el psicoanálisis: que los seres humanos enferman de la mente por sus pasiones, y no por ninguna otra razón - de las que en el pasado se llamaron "humores" y en el presente "biológicas".
Si todas estas cuestiones dan cuenta de la necesidad de diferenciar entre condiciones de producción de subjetividad - modo histórico de producción de sujetos sociales - y las condiciones de constitución del psiquismo - en sus reglas y universalidad - no puedo dejar de inquietarme por el enorme esfuerzo que nos hará llevar como tarea al próximo siglo la depuración y desgajamiento de estos últimos respecto a aquellos.
Esto entronca con la segunda cuestión que nos preocupa, aquella relativa a la transmisión del psicoanálisis. Conocemos el modo con el cual ésta se impregna de hecho de las condiciones mismas que rigen la relación de asimetría al otro humano, en lo que de infantil se repite en el aprendizaje: poder y saber; inseparable por otra parte en psicoanálisis en virtud de los modos de apropiación que genera una praxis regida por la singularidad de un artesanado más que bajo la codificación general de una técnica. Pese a este conocimiento sin embargo la mayoría de las propuestas realizadas a lo largo del siglo dejan un balance altamente insatisfactorio, cuyo mayor problema consiste en haber banalizado y profesionalizado el psicoanálisis, convirtiendo las instituciones de formación en gremios que en su empobrecimiento intelectual no pueden ya no sólo garantizar la producción científica sino siquiera sostener la defensa de los intereses económicos de sus miembros.
La consecuencia más grave que enfrentamos es la pérdida de las inteligencias más importantes de las nuevas generaciones, que sienten al psicoanálisis como un campo de conocimiento agotado, poco estimulante, más lleno de respuestas dadas que de interrogantes para el futuro.
De ahí que el riesgo mayor que enfrenta el psicoanálisis no está, como se propone a veces, en la competencia brutal que ejercen otras prácticas, y en particular, el embate feroz de los modos medicamentosos de intento de respuesta al sufrimiento psíquico - batalla en la cual, sabemos, hay una implicación decisiva de grandes masas de dinero que circulan del lado de los laboratorios de productos medicinales. El riesgo mayor del psicoanálisis es que, como ocurrió con el campo socialista, no caiga derrotado por la fuerza de sus enemigos sino implosionado por sus propias imposibilidades internas. Y ello obliga a un replanteo importante en defensa del campo de conocimiento en cuestión, no en la defensa del estamento.
Tal vez el punto central a repensar esté en la posibilidad de propiciar como método de transmisión el modelo de un pensamiento que deje ver el modo con el cual se plantean los problemas: más que conclusiones, entonces, método. No porque no haya que establecer ciertas verdades en las cuales sostenerse, y aún cuando fueran del orden de lo transitorio, creer firmemente en ellas, pero en su racionalidad y en su capacidad transformadora; y esto obliga a un ejercicio constante de puesta en riesgo de la certeza, pero al mismo tiempo solventa de forma distinta la confianza en los enunciados en los cuales la práctica se articula.
En virtud de ello considero que se deben transmitir, junto a los conocimientos acuñados y vigentes del psicoanálisis, el espíritu crítico para revisarlos y hacerse cargo de la enorme cantidad de nuevas cuestiones que se abren, de preguntas a ser formuladas. Posiblemente es esta certeza en riesgo, pero al mismo tiempo esta confianza en la verdad de los enunciados, lo que pone en marcha el entusiasmo cuando se produce teoría; y esto es lo fundamental que me gustaría transmitir a las nuevas generaciones: el derecho a cambiar las preguntas, siempre y cuando el agotamiento de las respuestas revele su insuficiencia para progresar en la práctica, tanto teórica como clínica. Pero al mismo tiempo sin dejar de marcar que la vacuidad de una retórica posmoderna que interroga todo sin creer en nada, es tan infecunda como el dogmatismo y la obcecación en el error.
Tengo una enorme preocupación respecto al futuro del psicoanálisis, no en función de la superviencia del estamento sino de algo fundamental respecto a la fuerza de las ideas que permiten cercar los aspectos más fecundos de lo humano. Si la humanidad se quedara sin psicoanálisis, por algún tiempo o para siempre - como ha ocurrido con descubrimientos o anticipos importantes que quedaron sepultados durante siglos, sea por la estupidez de la época, por su insuficiencia misma, por la falta de fuerza para dar batalla contra otras opciones y teorías de su tiempo - no sólo quedaría despojada de un conjunto de descubrimientos sobre el ser humano de los siglos XIX y XX, sino del campo de conocimiento y del método más importante que ha generado para la apreciación de las determinaciones de la creación y producción humana en el sentido más amplio del término.
Por eso, de este siglo al próximo, junto al psicoanálisis, me llevaría el intento por encontrar un modo de distribución más solidario de la riqueza social, de la preocupación por la democratización del conocimiento, del espíritu que considera posible la radicalización de los cambios para un futuro mejor de las generaciones venideras. Rescatar el espíritu crítico y la esperanza, eso es lo más importante que nos legó este siglo, y que me obliga a consideararme no sólo portadora para el próximo, sino responsable de su transmisión.
Silvia Bleichmar
Psicoanalista