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La infelicidad de nuestro tiempo

 

Hace un siglo, Sigmund Freud retomó una discusión clásica, que se remonta a los tiempos de Aristóteles, sobre la felicidad. ¿Qué significa ser feliz y cómo se logra? Polemizaron los viejos filósofos sobre si era más feliz el hombre (siempre el hombre, las mujeres no interesaban demasiado) cuando cumplía con sus deseos más placenteros o cuando lo hacía con sus deberes más elevados, éticos o religiosos.

Un aspecto tenían en común, estos puntos de vista en apariencia tan distintos: se trataba de conductas individuales, que dependían de cada uno de ellos y no del contexto social en que vivieran. Y, por supuesto, estuvo históricamente condicionada y se refleja en el arte y la literatura de cada época. En Roma la felicidad era la riqueza y el poder y la capacidad de mostrar lujos inverosímiles, como sedas que hacían el larguísimo camino desde China hasta Italia, o el ser propietario de las vidas de miles de seres humanos y mostrarlo en palacios y estatuas. Pero, ¿son felices los altruistas o los egoístas? ¿Los que siguen los deseos de la sociedad o los propios?

¿Qué significa ser feliz y cómo se logra? Polemizaron los viejos filósofos sobre si era más feliz el hombre (siempre el hombre, las mujeres no interesaban demasiado) cuando cumplía con sus deseos más placenteros o cuando lo hacía con sus deberes más elevados, éticos o religiosos

En la Edad Media europea la felicidad estaba asociada a asegurarse la salvación del alma y, con ello, un lugar en el paraíso. Por eso, el arte medieval es casi exclusivamente religioso y a menudo anónimo, ya que donar pinturas y esculturas a la Iglesia era parte de la construcción de la felicidad eterna. Y se descontaba que Dios conocía bien al que aportaba a las iglesias, pinturas y esculturas.

Sin embargo, uno de los documentos más tempranos que muestra las causas sociales de la desdicha individual, es medieval. Me refiero al fresco Alegoría del Buen y el Mal Gobierno, de Ambrogio Lorenzetti, pintado en el siglo XIV en el Palacio Público de Siena. El artista muestra la armonía de la paz y el trabajo en una ciudad cuyos gobernantes son inspirados por las virtudes y la contrasta con una tiranía, orientada por los vicios. Sabemos que esta obra le importaba especialmente a Freud, ya que viajó especialmente a Siena en 1897 para verla.1 En esas paredes vemos la pregunta que intenta responder en El malestar en la cultura. ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué buenas personas construyen sociedades perversas? ¿Acaso puede evitarse?

Durante el Renacimiento se refuerza la idea de individualidad. Sigue habiendo pinturas religiosas, pero el donante, que es el que paga la obra, se hace representar a sí mismo en sus mejores galas, presenciando la Crucifixión o conversando con la Virgen. Un poco más tarde, el donante se percata de que los santos no han pagado el cuadro y los desplaza completamente. Nace el retrato renacentista y con él, la síntesis de dos épocas: el calvinismo enseña que Dios premia a los elegidos con la felicidad eterna y se lo anuncia dándoles riquezas materiales en este mundo.

Leonardo da Vinci piensa en las personas: dibuja su Hombre de Vitrubio con el centro del mundo pasando por su ombligo. El hombre es la medida de todas las cosas y sólo puede ser feliz quien elija su propia forma de vivir. Pero al mismo tiempo, la Inquisición se dedica a vigilar que la horrible naturaleza humana no elija tanto que se separe del recto camino.

En el siglo XVIII, con el ascenso de la burguesía, el péndulo se estanca en el individualismo extremo. En 1715 termina la tiranía de Luis XIV de Francia con la muerte de este rey. El arte pierde la solemnidad barroca, usada para glorificar a Luis, y muestra una forma liviana de felicidad. El rococó combina sensualidad y lujos. Es el sexo deportivo y sin amor de Giacomo Casanova. Y es la voz de Adam Smith anunciando que el egoísmo es la base de la riqueza de las naciones porque cuando todos procuran su propio beneficio, en realidad contribuyen a la riqueza y felicidad de todos.

En el Siglo de las Luces polemizan Thomas Hobbes, para quien el hombre es el lobo del hombre y necesitamos una dictadura que controle nuestros impulsos malvados, y Juan Jacobo Rousseau, que pide una democracia porque el hombre nace libre, pero en todas partes está encadenado.

El rococó tiene también una mirada política, ya que inspira a los dueños de esclavos que declararon la Independencia de Estados Unidos a decir que la felicidad sólo pueden lograrla quienes sean libres. “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados.”2

A principios del siglo XX, Freud retoma la cuestión de la felicidad, y sin salirse de la filosofía, juega con la tensión entre naturaleza y cultura. Nuestras pulsiones naturales generan en nosotros deseos que la sociedad organizada obliga a reprimir. El precio de la vida en comunidad nos obliga a seguir reglas que no siempre quisiéramos cumplir. Señala “las tres fuentes del humano sufrimiento: la supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad.

Para Freud, “en condiciones que le sean favorables, cuando desaparecen las fuerzas psíquicas antagónicas que por lo general la inhiben, también puede manifestarse espontáneamente, desenmascarando al hombre como una bestia salvaje que no conoce el menor respeto por los seres de su propia especie”. Y llega a preguntarse: “¿De qué nos sirve, por fin, una larga vida si es tan miserable, tan pobre en alegrías y rica en sufrimientos que sólo podemos saludar a la muerte como feliz liberación?”3

Las razones tienen mucho de sociales, pero la respuesta ante ellas es individual, según Freud, ya que cada persona tiene su propia manera de enfrentar una situación de resolución imposible.

¿Cómo vemos nosotros el malestar de nuestro tiempo?

Nuestra primera discrepancia con Freud es que nuestra época pone el acento en lo social. Por aquello de que el todo es más que la suma de sus partes, hoy creemos que las sociedades construyen a sus integrantes y no al revés. Y que los instintos actúan más sobre los individuos que sobre las sociedades complejas, donde también juegan otros factores no instintivos. Por eso señala Fernando Ulloa que: “El paradigma del dispositivo de la crueldad, es la mesa de torturas, pero el accionar cruel no está acotado solamente al ámbito puntual del tormento, sino que debe estar sostenido por círculos concéntricos, logísticos, políticos, desde ya incluyendo a los beneficiarios de las políticas que se pretenden instaurar por el terror.”4 Es decir, las peores conductas humanas no pueden explicarse sólo a partir de pulsiones instintivas.

La siguiente discrepancia se refiere a la intensa admiración de Freud por los cambios tecnológicos, que caracteriza al período anterior a la utilización de la bomba atómica. Vale la pena destacar la belleza de su estilo:

“En el curso de las últimas generaciones -dice Freud- la Humanidad ha realizado extraordinarios progresos en las ciencias naturales y en su aplicación técnica, afianzando en medida otrora inconcebible su dominio sobre la Naturaleza. (…) El comienzo es fácil: aceptamos como culturales todas las actividades y los bienes útiles para el hombre: a poner la tierra a su servicio, a protegerlo contra la fuerza de los elementos, etc. He aquí el aspecto de la cultura que da lugar a menos dudas. (…) Con las herramientas el hombre perfecciona sus órganos -tanto los motores como los sensoriales- o elimina las barreras que se oponen a su acción. Las máquinas le suministran gigantescas fuerzas, que puede dirigir, como sus músculos, en cualquier dirección; gracias al navío y al avión, ni el agua ni el aire consiguen limitar sus movimientos. Con la lente corrige los defectos de su cristalino y con el telescopio contempla las más remotas lejanías; merced al microscopio supera los límites de lo visible impuestos por la estructura de su retina. Con la cámara fotográfica ha creado un instrumento que fija las impresiones ópticas fugaces, servicio que el fonógrafo le rinde con las no menos fugaces impresiones auditivas, constituyendo ambos instrumentos materializaciones de su innata facultad de recordar; es decir, de su memoria. Con ayuda del teléfono oye a distancia que aun el cuento de hadas respetaría como inalcanzables. La escritura es, originalmente, el lenguaje del ausente; la vivienda, un sucedáneo del vientre materno”.

En los comienzos del siglo XX era frecuente discutir las ideas políticas y las concepciones religiosas, pero se trasladó a la tecnología la misma aceptación ciega que en siglos anteriores se había tenido por los dogmas religiosos

Esta descripción apasionada supone una concepción unilineal del cambio tecnológico. Es aceptar (¡y aceptar con admiración!) todo aquello que la industria nos pone delante y no preguntarse si hay otras alternativas técnicas. En los comienzos del siglo XX era frecuente discutir las ideas políticas y las concepciones religiosas, pero se trasladó a la tecnología la misma aceptación ciega que en siglos anteriores se había tenido por los dogmas religiosos. Fue necesaria la emergencia del pensamiento ambiental, en la década de los 60 del siglo XX, para que empezara a discutirse que no todo lo que era técnicamente posible también era deseable.

Como todas las sociedades, la nuestra también tiene su promesa incumplida de felicidad. La fórmula es sorprendentemente sencilla y supone un criterio cuantitativo: la felicidad es individual y proporcional a la cantidad de dinero, o de bienes y servicios que pueden obtenerse con dinero. Nada más, pero debería llamarnos la atención el formidable proceso de adoctrinamiento masivo en estos valores, al que se ven sometidos cientos de millones de personas cada vez que encienden su televisor. Las infinitas publicidades no sólo promocionan un producto comercial. Su rol principal es reproducir una manera de ver el mundo.

El contenido de los programas y la selección de temas cumple esa misma función. La idea de “entretenimiento” pasa por la banalización generalizada, tan bien representada por Leonardo di Caprio en la película No Miren Arriba. Me pasó lo mismo que a di Caprio: cada vez que me entrevistaron por televisión, después todos me comentaron la ropa que llevaba puesta, no lo que había dicho. El sistema se encarga de atrofiar el pensamiento crítico.

La nuestra también tiene su promesa incumplida de felicidad. La fórmula es sorprendentemente sencilla y supone un criterio cuantitativo: la felicidad es individual y proporcional a la cantidad de dinero, o de bienes y servicios que pueden obtenerse con dinero

Se educa a las personas en sobreestimar los crímenes de la inseguridad urbana y subestimar los originados en el colonialismo. Se presenta a los políticos como actores que juegan un rol y no como quienes proponen un programa. Se exalta a los deportistas, multimillonarios y a quienes realizan actividades irrelevantes, y se esconde a los que hacen aportes significativos para la sociedad. El dinero no es sólo un medio general de cambio, sino también una forma de calificar a las personas.

La sociedad del dinero genera su propia modalidad del malestar. Cuanto más se exhiben los bienes suntuarios que indicarían el camino a la felicidad, más se aleja a las personas de ellos. Correrán, como el hámster en su rueda, en busca de bienes que no pueden alcanzar para obtener una felicidad que esos bienes no pueden darles. Cuando lleguen a alguno de ellos, se encontrarán con la obsolescencia programada, que es la estrategia de las empresas para que sus productos se autodestruyan lo más rápido posible y haya que comprar otros nuevos. Entretanto, se abandona la aspiración a una vivienda propia y las personas se contentan con comprar el último modelo de teléfono.

Pero volvemos a nuestra capacidad de dominar la naturaleza, que tanto admiró a quienes vivían hace un siglo. Todos nosotros tenemos plaguicidas y otros químicos en la sangre, los mismos que están matando a los polinizadores que permiten la reproducción de las plantas que nos alimentan. Los mismos que generan más y más casos de cáncer sin que se acepte que se trata de una epidemia artificial.

Nuestros paisajes naturales y culturales se degradan a un ritmo nunca antes visto. Hace casi dos siglos nos visitó el naturalista francés Alcide D´Orbigny5. Nos dejó la descripción más sensual de nuestra naturaleza que conozco. El aire puro de nuestras ciudades, los bosques inmensos, el rugido del jaguar en la espesura, los atardeceres en nuestros ríos, de aguas tan traslúcidas que podían recogerse desde la canoa y beber con el cuenco de la mano. Los comparó con los aires irrespirables y los ríos negros de la Europa de la que provenía, sin imaginar que hoy sería a la inversa. El Danubio ha vuelto a ser azul, mientras que nosotros aún no intentamos limpiar el Riachuelo.

¿Qué dirían los antiguos admiradores de la tecnología si supieran que durante la pandemia quemamos dos millones de hectáreas de bosques, que volamos glaciares con dinamita y que seguimos construyendo centrales atómicas, aunque no sepamos qué hacer con los residuos radiactivos?

El cambio climático es la culminación de la ilusión de dominio de la naturaleza. Saturamos la atmósfera de gases de efecto invernadero, que causan inundaciones y sequías, incendios masivos y huracanes, pérdida de tierras de cultivo y de fuentes de agua potable, nuevas pandemias, abandono de territorios y éxodo de refugiados ambientales. Y no es una hipótesis ni un pronóstico: está ocurriendo ahora.

El Aprendiz de Brujo es un poema sinfónico de Paul Dukas, compuesto en 1897 sobre una balada de Goethe y conocido por ser la mejor actuación de Mickey Mouse, que se lució en la película Fantasía, de Disney, de 1940. El aprendiz embruja a una escoba para que haga el trabajo que el Gran Mago le ha encomendado a él, de llevar unos baldes de agua. Pero es capaz de poner en marcha el hechizo, aunque no de detenerlo cuando el trabajo ya está hecho. Desesperado, intenta partir la escoba a hachazos y sólo logra crear múltiples escobas mágicas que causan una gran inundación. El optimismo de Goethe, Dukas y Disney le da a la historia un final amigable: el Gran Mago llega a tiempo para deshacer el hechizo y recuperar la antigua felicidad.

El cambio climático es la culminación de la ilusión de dominio de la naturaleza. Saturamos la atmósfera de gases de efecto invernadero, que causan inundaciones y sequías, incendios masivos y huracanes, pérdida de tierras de cultivo y de fuentes de agua potable, nuevas pandemias, abandono de territorios y éxodo de refugiados ambientales

Un siglo atrás, Karl Marx (que también creía en el progreso tecnológico unilineal) había advertido que la sociedad moderna “que ha hecho surgir tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros.”6 Me parece que esta vez acertó. Y yo tengo una mala noticia para darles: el Gran Mago que vuelve a poner las cosas en su lugar ya no existe.

Cuando los emperadores romanos desfilaban, tenían a su lado un hombre que, en la cúspide de su gloria, debía decirles: “Recuerda César, que eres mortal”. Esa sombra de infelicidad no se resuelve conquistando a los bárbaros ni comprando automóviles o aparatos electrónicos.

Antonio Elio Brailovsky 
Profesor universitario. Escritor
antoniobrailovsky [at] gmail.com

Notas

1. Simmons, Laurence, Freud’s Italian Journey, Radopi, 2006.

2. Acta de Independencia de los Estados Unidos, 1776.

3. Freud, Sigmund, El malestar en la cultura, trad. de A. Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 2017.

4. Ulloa, Fernando, “Brecha social, diversidad cultural y escuela. Sociedad y crueldad”, Área de Desarrollo Profesional Docente Seminario internacional “La escuela media hoy. Desafíos, debates, perspectivas” Del 5 al 8 de abril de 2005.

5. D’Orbigny, Alcide, Viaje a la América Meridional, Editorial Futuro, Buenos Aires, 1945.

6. Marx, Karl y Engels, Fiedrich, Manifiesto Comunista, en https://obtienearchivo.bcn.cl/obtienearchivo?id=documentos/10221.1/19671...

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Articulo publicado en
Abril / 2022