“Aunque tampoco la vieja creencia de que el sueño nos enseña el futuro deja de tener algún contenido de verdad. En la medida en que el sueño nos presenta un deseo como cumplido, nos traslada indudablemente al futuro; pero este futuro que al soñante le parece presente es creado a imagen y semejanza de aquel pasado por el deseo indestructible.” Con estas palabras concluye Freud La interpretación de los sueños1, poniendo en evidencia que al pensar el futuro debemos despejar antiguos sueños.
Encasillados en el sistema decimal, la inminencia del próximo milenio nos urge a imaginar cómo entraremos en él, qué puede ser lo que se viene. En estas circunstancias, Topía me ha solicitado alguna reflexión acerca del mal con el que habremos de ingresar al año que cambia los cuatro dígitos. Intentaré examinar algunas invariantes que desde siglos nos inquietan, para intentar una apuesta prospectiva.
Si del mal se trata, puede ser abordado desde ángulos diversos; tomaré uno, de alta significatividad: “Vos sos mujer y te perdono...” canta un engolado machista en un tango. ¿Perdonarla? ¿Algún pecado originario la condena para que uno se suponga redentor? Efectivamente, una arraigada concepción religiosa así lo entiende, aunque no sea necesario profesar la fe para estar tocado por ella.
Es sabido que la espina irritativa de la histeria jugó un papel decisivo en el descubrimiento de lo inconsciente. Entre lo mucho que Freud supo y pudo decir acerca de estas mujeres –porque a pesar de que también sea capaz de mover al hombre, la histeria tiene un no sé qué de sello femenino, como la obsesividad de condición masculina– me interesa destacar un aspecto que tempranamente aparece en sus escritos –“Informe de mis estudios en París y Berlín” (1886), “Histeria” (1888)– y luego retorna en la correspondencia con Fliess: la equivalencia histérica-bruja. En carta a su amigo, por ejemplo, escribe2: “¿Qué dices, por otra parte, si te señalo que toda mi nueva historia primordial de la histeria era cosa ya consabida y publicada cientos de veces, y aun hace varios siglos? ¿Recuerdas que siempre dije que la teoría de la Edad Media y de los tribunales eclesiásticos sobre la posesión era idéntica a nuestra teoría del cuerpo extraño y la escisión de la conciencia? Pero, ¿por qué el diablo, tras posesionarse de estas pobres, por regla general ha cometido con ellas lascivias, y de las más asquerosas? ¿Por qué las confesiones en el potro son tan semejantes a las comunicaciones de mis pacientes en el tratamiento psíquico?” Luego agrega: “Ahora los inquisidores –se refiere a los psiquiatras– vuelven a pinchar con agujas para hallar los stigmata diaboli3, y en la situación semejante, a las víctimas se les ocurre en poesía (acaso sustentada por disfraces del seductor) la antigua historia cruel”. Poco después vuelve al tema en otra carta4: “He encargado el Malleus Maleficarum y lo he de estudiar con ahínco... Sueño entonces con una antiquísima religión del diablo, cuyo rito se prolonga en secreto, y entiendo la rigurosa terapia de los jueces de brujas. Las concernencias pululan”. Lector empedernido, Freud ha de haber concretado su propósito de internarse en el estudio del Malleus; no hay testimonios de ello, a menos que pensemos la misma teoría de la histeria empapada de ese ahínco.
Libro mayor de doctrina acerca de las brujas y la posesión diabólica, el Malleus Maleficarum fue escrito en 1486 por dos trastornados dominicos a encargo del papa Inocencio VIII –vaya ironía, la del nombre. Allí se estipula que la creencia en la bruja y su pacto satánico con el Mal es obligatoria, pues quien descree comete herejía y es pasible de excomunión. Tengamos en cuenta que en una Europa con tres millones de habitantes, luego de que la Iglesia incautara los bienes de varios millones entre los siglos XV y XVII, quinientas mil mujeres fueron quemadas en la hoguera. Tamaño lente de aumento y distorsión colocado sobre la mujer en nombre del Mal ha de valernos de algo, además de la conciencia de los estragos a los que condujera el devaneo por el ideal inmaculado, virginal, de la gran madre. No obstante alentar el matrimonio, los Padres de la Iglesia cristiana, tanto en Occidente –Ambrosio, Jerónimo, Agustín– como en Oriente –Clemente, Alejandrino, Metodio, Basilio de Cesarea, Juan Crisóstomo– establecían una cerrada valoración donde en primer lugar estaba la virgen, luego la viuda y por último la madre de familia. Virgo, vidua, mater se repetía, con latina veneración, en orden decreciente de jerarquía. Esta misoginia influyó decisivamente en la actitud del hombre medieval. Heredera de Eva, la mujer encarnó el pecado en su origen. El matrimonio resultaba, por lo tanto, el remedium concupiscentiae y debía permanecer fuertemente ligado a la reproducción. Lo que en el paganismo era una manifestación espontánea, en manos del cristianismo devino proscripción, al punto que difundiera la consigna no ver a la mujer, ni siquiera a la propia, desnuda. El matrimonio no estaba exento de inmoralidad, en caso de advertirse en la esposa alguna condición erótica. El obsesionado San Juan Crisóstomo enfatiza, en las páginas del Malleus: “¡Qué otra cosa es una mujer sino un enemigo de la amistad, un castigo inevitable, un mal necesario, una tentación natural, una calamidad deseable, un peligro doméstico, un deleitable detrimento, un mal de la naturaleza pintado con alegres colores!” La pasión refrenada de Séneca, que el libro de doctrina cita con fruición5, llega a una cúspide al apostrofar: “Cuando una mujer piensa a solas, piensa el mal”.
No es preciso hilar fino para inferir vías de derivación entre el rechazo a la femineidad y la violencia desatada con los culpables de cometer delitos, entre los que ocupaban un lugar privilegiado los relativos a la sexualidad apartada de la norma, el erotismo no reproductor –es decir, el erotismo liso y llano (si es que alguno lo fuera). La Iglesia había difundido extensamente la concepción del sexo como pecado por antonomasia. Los penitenciales eran explícitos en la condena, al punto que la cópula fuera del matrimonio resultaba peor que el asesinato6. A partir del siglo XIV la tortura, la mutilación del cuerpo y la pena de muerte fueron establecidos como métodos regulares de castigo. Perjurios y blasfemias eran sancionados con el corte de la lengua, según las siguientes instrucciones, tomadas de crónicas de la época: “Se le coloca una silla bajo los pies y se le ensarta la lengua con un gancho; luego hay que retirar la silla para que la lengua quede colgada del gancho”. Eran pasibles de pena de muerte delitos como estos: “¿Cómo castigar a quien se sorprende dañando un haya? Se le arrancan las tripas, se le ata con ellas y se le obliga a correr alrededor del haya hasta que quede enroscado... A quien tala un roble ajeno se le corta la cabeza y se la ensarta en el mismo roble”.
¿Por qué habría de ser necesaria la creencia en la bruja? “Las brujas se llaman así debido a lo negro de su culpa, es decir, que sus actos son más malignos que los de cualquier otro malhechor” sentencia el Malleus. Ella sostuvo la doctrina que consagra el Mal como imperiosa polaridad del Bien. Los testimonios de las brujas acerca del pacto satánico nos han llegado por boca de sus torturadores, necesitados de un demonio suelto en el mundo, con licencia para los estragos, de modo que justifique impulsar la ley y el orden celestial que expurgue el pecado erótico, a Dios gracias y desgracias eterno como sus enemigos, el cuaternario de Trinidad y Virgen. En su clásico ensayo sobre la pesadilla7 Jones advierte, según fuera sostenido por Babinski y otros, que a la manera de las brujas extorsionadas por la tortura las histéricas produjeron, para solaz de los psiquiatras, todos los síntomas que de ellas se esperaban.
¿Es la bruja, la histérica, simuladora? Claro que sí. Con su proceder simula dar letra a un saber sobre el Bien y el Mal, sobre la salud y la insania, que la precisa para consolidar una moral obcecada. Cuando Freud escribe la famosa frase: “No creo más en mi neurótica”, percibe que el despliegue le está consagrado. Infiere que no es más, ni menos, que la expresión de un deseo. ¿Cual? El de hacernos creer que con su escena confirma nuestra teoría, para que dejemos tranquilo su goce.
A propósito de brujas e histéricas, Freud intuye en la neurosis el negativo de la perversión. Es preciso advertir en esa perversidad un esperanzado anhelo neurótico, de igual modo que el demonio del Mal es un invento apostólico y la bruja poseída por Satán la inmerecida esposa del inquisidor. Tortura superyoica, la truculencia sexual deviene realidad a condición de que creamos en ella, confesando bajo tormento lo que se espera escuchar. Dicho de modo más conciso: no es una fantasía perversa lo que desencadena represión neurótica, como tampoco la bruja generó la encarnizada persecución cristiana sino a la inversa: la caza de brujas diseñó una presa a su medida. El Cielo necesita del Infierno para ubicar el erotismo, sinónimo de pecado, del Mal por antonomasia, en la dimensión del espanto. El Malleus es explícto: “No cabe duda de que el diablo destruiría a la humanidad si Dios le permitiese hacerlo. El hecho de que Dios le permita a veces hacer daño y otras se lo impida y prohiba, lleva al diablo, como es manifiesto, a un desprecio y odio más francos, ya que en todas las cosas, para manifestación de Su Gloria, Dios usa al diablo, aunque este no lo quiera, como su servidor y esclavo”. Colocado en otra escala, damos con el punto de vista de Freud cuando a propósito de las guerras desenmascara cierto proceder del Estado8: “El ciudadano particular puede comprobar con horror en esta guerra –la Primera Guerra Mundial– algo que en ocasiones ya había creído entrever en las épocas de paz: que el Estado prohibe al individuo recurrir a la justicia, no porque quiera eliminarla, sino porque pretende monopolizarla como a la sal y al tabaco”. Trato de ubicar la perspectiva de Freud cuando señala, en el mismo artículo: “Quien se ve precisado a reaccionar constantemente en el sentido de preceptos que no son la expresión de sus inclinaciones pulsionales... objetivamente merece el calificativo de hipócrita” para a continuación aseverar –lo escribió en 1915, parece hoy– que nuestra cultura “está edificada sobre esa hipocresía y tendría que admitir profundas modificaciones en el caso de que los hombres se propusieran vivir de acuerdo con la verdad psicológica. Existen, por tanto, muchísimos más hipócritas de la cultura que hombres realmente cultos”.
Ni imposible sin más ni truculento, sospecho en el deseo una imposibilidad posibilitante, la expresión inefable de lo que circunda, sin abarcar, el arcano que adjudicamos a lo femenino, convirtiendo a la mujer en primera pecadora y encarcelada depositaria. ¡No hay que liberarla, basta no cerrar el candado cada día para luego pretendernos pigmaliones! Ella goza, sabedora de nuestros devaneos, a condición de que no la desesperemos exigiéndole actuar otra escena en el mentido teatro de un espanto de ojos, orejas y penes.
Según el Malleus, “Cam lanzó grandes carcajadas cuando nació, con lo cual demostró que era un servidor del demonio”. Quién sabe si despabilados de una pesadilla ancestral, con virtud y destreza seamos capaces, también los hombres, de ganar la utopía de pensar el Mal, ya que el Bien no puede ser erradicado. Dios no ríe, desconfiemos de Él. ¡A combatir, con anárquicas carcajadas, la hipócrita administración de injusticia! ¿Será posible en el próximo milenio? No hay por qué dejar que los años pasen de a miles.
Concluyo asistido por los tangos: Observando que la gente rinde culto a la mentira y al amor con que se mira al que goza de poder, descreído, indiferente, insensible todo niego. Para mí la vida es juego de ganar o de perder. Nada impide apostar a suerte y verdad. ¡Guarda, que te cacha el porvenir! Tirate un lance, la suerte es loca como la boca de una mujer.
Carlos D. Pérez
Psicoanalista
Notas
1. Tomo V de las Obras completas. Amorrortu, Buenos Aires, 1982.
2. Carta del 17-1-97. Sigmund Freud. Cartas a Wilhelm Fliess. (1887-1904). Amorrortu, Buenos Aires, 1994.
3. “En la Edad Media, el descubrimiento de lugares anestésicos y no sangrantes (stigmata diaboli) se consideraba prueba convincente de brujería” escribe Freud en su artículo “Histeria”. Tomo I de las Obras completas, Amorrortu, Buenos Aires, 1982.
4. Carta del 24-1-97. Ibíd.
5. Ediciones Orión, Buenos Aires, publicó una versión castellana en 1975. En la actualidad ausente de las librerías, ni la propia editorial conserva un ejemplar.
6. Remito, a quien se interese en el tema, al cuarto capítulo de mi libro Siete lunas de sangre, Topía, Buenos Aires, 1999.
7. La pesadilla, capítulo VII: “Las brujas”. Paidós, Buenos Aires, 1967.
8. “La desilusión provocada por la guerra”, en De guerra y muerte. Tomo XIV de las Obras completas. Ibíd. 1979.