El 100º aniversario del nacimiento de Freud permitió a J.-B. Pontalis reflexionar en un texto llamado “Vigencia de Sigmund Freud”. Allí repasaba cómo el aniversario había atraído “desde las revistas de actualidad a las revistas filosóficas”. Pero el camino propuesto por Pontalis era no sólo rememorar, sino encontrar “lo más vivo del descubrimiento freudiano”.
Años después dicho texto se incluyó en su libro Después de Freud. El libro tuvo una reciente última edición para la cual Pontalis escribió especialmente esta Posdata. Allí el autor de Ventanas y Ese tiempo que no pasa nos permite trazar el contexto histórico y su biografía, atravesado por Sartre y Lacan, pero sobre todo permite pensar en cómo seguir a Freud “más cerca de lo que no queda otra que llamar uno mismo”.
1954: participo desde hace algunos meses en el seminario que dicta Lacan en el hospital Sainte-Anne; me recibe en él con tanta cortesía como reticencia el Profesor Jean Delay.
1961: dejo de concurrir a lo que en ese momento se denomina el Seminario y algunos de nosotros nos separamos del grupo numeroso que sigue a Lacan en la Escuela que en 1964 va a constituirse alrededor del nombre de éste: “Fundo -con la misma soledad en que estuve siempre en mi relación con la causa psicoanalítica- la Escuela francesa de psicoanálisis de cuya dirección me voy a ocupar […] personalmente”2.
Ha nacido el “lacanismo”. Lo que sigue es bien conocido: militantismo, reclutamiento y proselitismo en el que apuesta todo, dogmatismo perentorio a toda prueba, mimetismo desconcertante en estilo y la expresión, y luego disolución de la Escuela, fragmentación en una multiplicidad de grupos, círculos, cárteles y grupúsculos, disputas y pasiones rencorosas, como las que surgen en una familia cuando llega el momento de repartir la herencia, apropiación del “Nombre-del-Padre” por el que logra llevárselo, cuerpo despedazado del Maestro en otros tantos pequeños maestros…
1954: comienzo a publicar con bastante regularidad en Les Temps Modernes algunos artículos que si bien no tienen como tema el psicoanálisis (en aquel tiempo estoy del lado del diván, no del sillón), por lo menos tienen que ver con él. Tiempo después, ya miembro de lo que se llamó un poco abusivamente Comité de Dirección -un poco abusivamente pues Simone de Beauvoir, desde bastante cerca, y Sartre, desde más lejos, vigilan, mientras los otros miembros tratan de no encasillarse en tareas de administración-, me preocupo por introducir en la revista un cierto número de textos de psicoanalistas, que las más de las veces -no siempre- son de inspiración u obediencia lacaniana. Françoise Dolto junto a André Green, Octave Mannoni con Didier Anzieu, Jean Clavreul con Daniel Widlöcher, entre otros. El informe, que hizo época, presentado por Jean Laplanche y Serge Leclaire en el famoso coloquio sobre la cuestión del inconciente organizado por Henri Ey en Bonneval aparece en Les Temps Modernes de julio de 1961. En 1964, Laplanche y yo publicamos en la revista un estudio sobre las fantasías originarias.3
Sé demasiado bien lo que piensa Sartre de mi trabajo entusiasta. Pero el hecho de que me deje las manos libres, sin mostrar –creo- irritación cuando se publica algún artículo que daba a sus ojos demasiado relieve a la “función del padre”… Además el “Scénario Freud” estaba en el aire, así como el proyecto de una autobiografía; sin duda pensaba que el psicoanálisis, con la condición de apropiárselo, podía servirle de ayuda.4
Voy a necesitar algunos años más para entender -para admitir- que decididamente Sartre y el psicoanálisis no estaban hechos para andar juntos. La publicación, decidida sin dejarme decir palabra, de “El hombre del magnetófono” -publicación que treinta años más tarde sigo considerando indigna (y la palabra es suave)- servirá como disparador5. En 1969 llega a su fin mi colaboración con Les Temps Modernes. A partir de entonces ya no se habla de psicoanálisis en la revista.6
Dos separaciones que quizás sean una sola. A algunos años de distancia, un doble vínculo se deshace. Sí, veo en ello desenlace, un desprendimiento, más que dos rupturas. ¿Habré presentido que, para dejar de ubicarme con bastantes tropiezos entre Sartre y Lacan, tenía que decir adiós a los dos?
Si estas referencias autobiográficas me parecen admisibles aquí, es porque esa verdadera colección de textos -publicados en su mayoría en Les Temps Modernes a lo largo de la década del 50- que constituye Después de Freud no puede leerse hoy en día sin asociarla a mi “trayectoria” personal (como se dice hoy). Es también porque, muy probablemente, mi situación y mi proyecto de entonces no tenían nada de excepcional: no creo haber sido el único que en mi generación intentó tender un puente -hoy lo veo tan frágil- entre el “existencialismo” de Sartre y el “estructuralismo” de Lacan7, puente que, en realidad, llevaba del primero al segundo.
Sartre y Lacan. Ocurre que, para mí, no eran sólo nombres, o escritos. La transferencia es algo que existe. ¡E incluso la transferencia de la transferencia! Eran sin duda alguna diferentes aquellos dos monstruos de la inteligencia, poseídos por el lenguaje, dos seres ignorantes de toda medida y opuestos en todo, en su manera de ser, de vivir, hablar, escribir, vestirse, amar a las mujeres, y muchas cosas más. No es óbice. “Ese irremediable Sartre”, “irremediable Lacan” decían de uno y otro quienes no los conocían y que, frecuentándolos, no los sacralizaban. Dos grandes seductores que nunca lograron seducir. Y yo que soñaba con hacer que se acercasen intelectualmente como para provocar un encuentro tan aberrante como el que inventó Maldoror entre una máquina de coser y un paraguas, ¡pero resuelto a no usar ninguna mesa de disección!
En mi ceguera voluntaria, yo creía incluso poder identificar ciertos puntos de contacto. “Trascendencia del Ego” y “estadio del espejo”, un único combate: reconocer y denunciar la función imaginaria del yo. Insistencia, de ambos lados, en el deseo como falta de ser (manque à être). Hasta en la frase “el inconciente está estructurado como un lenguaje” me parecía ver una convergencia posible. ¡Si el inconciente no era un caos, una escena primitiva sin sentido, Sastre bien podía aceptarlo! Y además, en cuanto a esos poderes que Sartre, más cartesiano de lo que él mismo hubiera deseado, atribuía a la conciencia, ¿acaso Lacan no los había puesto en el “sujeto del inconciente”? Mientras haya resto, aunque más no sea un resto de sujeto, incluso sujetado, no todo está verdaderamente perdido.
La década del cincuenta: años de comienzo para el psicoanálisis, o de nuevo comienzo. Hoy en día, cuando sabios freudólogos escrutan y trabajan el “texto freudiano” y son legión los lacanodoctos que transcriben o recitan las enseñanzas de Lacan, este libro sólo puede resultarle al lector, y sobre todo a su autor, a la vez aproximativo y cortante en sus afirmaciones. El clima de aquella época era de polémica y descubrimiento.
Clima de polémica. La Sociedad Francesa de Psicoanálisis (S.F.P.) terminaba de constituirse (1953), después de haber roto simultáneamente con la Sociedad de París (S.P.P.) y la Asociación Internacional. Tanto para los analistas en formación -entre los cuales me contaba- como para los mayores fue un período de ofensiva como el que marcó los inicios del psicoanálisis, con la diferencia de que el adversario no estaba afuera, sin adentro. Nuestros blancos estaban bien identificados: lo que la ideología imperante en Estados Unidos había hecho de la “peste” freudiana -y entonces Les Temps Modernes, en aquellos tiempos de guerra fría, eran la tribuna correcta-, reverencia por un “yo fuerte” y por el principio de adaptación (todos contra Hartmann), risas irónicas cuando Sacha Nacht tradujo Wo es war…por “Le moi doit déloger le ça (el yo debe desalojar el ello)” (Nacht había desalojado a Lacan), etc.
La polémica era el auxiliar de nuestro entusiasmo, pero lo esencial no estaba allí. Sino -para mí en todo caso- en el sabor de la primera vez. Lacan, atrayéndolo hacia él, estaba sacando a Freud del sueño dogmático en que lo habían hundido sus lejanos sucesores, que -afirmábamos nosotros- ni siquiera lo habían leído, limitándose a citar siempre los mismos fragmentos de traducciones malísimas, diciendo “instinto” donde había que decir “pulsión”, confundiendo necesidad y deseo, el órgano pene y el significante falo, el destinatario transferencial con la repetición de los fracasos pasados, y la pulsión de muerte con la agresividad. Y, sobre todo, desconociendo el vínculo del inconsciente con el lenguaje, se prohibían toda inteligencia de la eficacia de una cura por la palabra. No siempre teníamos escrúpulos -yo no tenía ninguno- para caricaturizar las posiciones del adversario. Era legítimo en la guerra. En Lacan había encontrado a Freud, hasta el momento en que, con Laplanche, emprendí ese paciente trabajo de retorno a las fuentes que fue el Vocabulario.
Y además -fue un regalo especialmente valioso para mí que había hecho estudios de filosofía pero me había alejado de ellos- gracias a Lacan y a su arte consumado para ganarse aliados, forzando a veces la mano, escuchábamos en la Sociedad Francesa voces que venían de afuera: Lévi-Strauss, Merleau-Ponty, Clémence Ramnoux. Durante un largo período, Paul Ricoeur estuvo sentado en la primera fila. Descubríamos a Saussure y Jakobson, a Benveniste y Dumézil. Apenas terminaba el seminario, nos precipitábamos a la librería para conseguir El diablo enamorado de Cazotte (Lacan se había detenido en su Che vuoi!). Y releíamos Hamlet, Antígona, El Banquete, también como si fuera la primera vez, liberados de las glosas universitarias. Sí, fue una época afiebrada, apasionada, de “gaya ciencia” que le daba a cada uno la certeza de estar en lo más intenso y más inconciliable de la “cosa freudiana” y de reconocer, en un mismo movimiento, sin que mediara voluntad de anexión o transacción, la incidencia del psicoanálisis en las otras disciplinas.
Fui comprendiendo progresivamente, junto con algunos más, que la orden primera de retorno a Freud significaba en realidad ir hacia Lacan, a Lacan, a Lacania, sin retorno. El espíritu crítico que la filosofía me había transmitido y que me mantuvo al margen del grupo de los devotos, sufría demasiados embates. En algunos capítulos de este libro aparecieron, discretamente, algunas reservas. Pero fue sobre todo en los textos dedicados a ciertos escritores -los estudios sobre Flaubert, Leiris, Henry James- donde, sintiéndome sin duda más libre, me interno sin protegerme en la defensa e ilustración del pensamiento ajeno. Aunque, sin darme cuenta esta vez, sigo avanzando entre mis dos figuras tutelares. Planteando para Flaubert el diagnóstico de una “enfermedad del lenguaje”, buscando significantes en Madame Bovary -pero en el dominio de lo sensible-, no me alejo ni de Sartre ni de Lacan. Escribiendo sobre Leiris, -amigo cercano de ambos- que pasó de la auto observación sartreana en La Edad del Hombre a la deriva asociativa pero de sabia construcción en Biffures, sigo siendo un go between, un mensajero. En “L’image sur le tapis” y “La bête dans la jongle” busco metáforas del psicoanálisis y encuentro también el engaño de todo discurso. Y finalmente, dialogando con Françoise Dolto -tan generosa, tan llena de vida, alejada todavía de los medios-, esbozo, a propósito de esa niña salvaje, excluida del lenguaje, que fue Hellen Keller, un movimiento que me llevará no a un después de Freud, sino a una toma de distancia frente a Sartre y Lacan, más cerca de lo que no queda otra que llamar uno mismo, allí donde -ilusión necesaria- esperamos ser mensajeros de nuestra propia letra. Otra transferencia más, pero sin destinatario conocido.
J.-B. Pontalis
Traducción: Beatriz Diez
Revisión técnica: Jorge Rodríguez
Notas
1 El texto está incluido como post-scriptum de la última edición del libro Después de Freud, Après Freud, Editions Gallimard, París, 1993.
2 Primeras líneas de la declaración de Lacan del 21 de junio de 1964. El texto integral puede verse en el número de Ornicar? titulado obviamente “La excomunión”. Pregunta: ¿dónde está la Iglesia?
3 « Fantasme originaire. Fantasmes des origines. Origines du fantasme”. Reeditado en la colección “Textes du XXe siècle”, Hachette, 1985.
4 Cf. mi prefacio para Jean-Paul Sartre, Le scénario Freud, colección “Connaissance de l’inconscient”, Gallimard, 1984.
5 Habrá de ambas partes una tentativa de apaciguamiento, para preservar la amistad. La publicación, el año siguiente, de un editorial supuestamente colectivo titulado “Destruir la Universidad” será el segundo disparador, que provocará la partida de Bernard Pingaud y la mía. Para producir efectos, el traumatismo siempre tiene que incluir dos momentos… Para el lector interesado, el texto de “L’homme au magnétophone” está en el volumen IX de Situations de Sartre.
La traducción del texto está incluida en Topía Revista Año III, Nro. 10, Abril-Julio 1994 (Nota del editor).
6 En el libro de Howard Davies, Sartre and Les Temps Modernes (Cambridge University Presse, 1987), hay un análisis detallado del papel que quizás me tocó jugar en la revista -aunque me parece que el autor exagera su alcance viendo operar en él una estrategia- y del papel que paralelamente estaba cumpliendo Jean Pouillon en antropología social.
7 Las comillas se imponen aquí porque, como todos saben bien, hay varios existencialismos. ¿Cuáles son los puntos en común entre el de Gabriel Marcel y Jaspers y el de Sartre? En cuanto al estructuralismo, los periodistas y ensayistas colocaron con toda imprudencia bajo la misma bandera a Lévi-Strauss, para quien dicha apelación resulta legítima (cf. el estudio de Jean Pouillon, “Structure, un essai de définition”, introducción al número “Problèmes du structuralisme”, Les Temps Modernes, noviembre 1966), junto con Althusser, Foucault, Lacan y el mismo Barthes.