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Déficit, diferencia y discapacidad

 

Acostumbramos a pensar la discapacidad como una condición en sí misma. Sin embargo, la discapacidad es una condición relacional, un producto en el cual una limitación funcional, en cualquier área del funcionamiento humano, queda sancionada por la sociedad, como una desviancia de escaso valor social. Para que una sociedad sancione como discapacidad a una limitación funcional, ésta tiene que ser minoritaria y presentarse en un área valorada dentro de la cultura donde el individuo viva. Aunque los eslongans publicitarios de una época proclamaban “todos somos discapacitados”, la frase no pasaba de ser un enunciado que intentaba impactar en el auditorio. Todos, sin duda, tenemos limitaciones funcionales, pero no todas estas limitaciones funcionales representan una desventaja social, ni son minoritarias. Puede que, en el país de los ciegos, el tuerto sea rey. Pero, en ese caso, los ciegos no serían considerados discapacitados.

La mera existencia de la limitación funcional, aunque sea minoritaria, no alcanza para producir una discapacidad si no existe un mecanismo social que la sancione como minusválida. Comprendamos que la discapacitación o la valoración social son procesos que no dependen de una sola persona ni de un solo acto, sino que están incluidos dentro del imaginario social, sostenidos por mecanismos analizables, desarticulables y potencialmente modificables. Estos mecanismos son operados o ejercidos por una instancia de poder dentro del marco social: la familia, la escuela, la institución médica. Que ésos sean los agentes no equivale a considerarlos únicos responsables de la producción de discapacidad. La sanción de discapacidad otorga, a esos agentes, el poder de administrar los recursos públicos, familiares y privados que se destinan al tratamiento de esa misma discapacidad. La atribución de minusvalía a un sector minoritario que presenta una limitación funcional es un ejercicio del poder, pseudojustificado por la elevación de la limitación funcional a la categoría de esencia, que sostiene la asistencia, la compasión o el tratamiento médico. Estas ayudas que, de allí en más, "deben" dársele a la persona con discapacidad, (¿No es obvio? ¿No ve que no puede?), se estructuran, aun antes de realizarse, en un vínculo prefigurado en el cual uno da, porque tiene, y otro recibe, porque le falta.

La Arq. Silvia Coriat[1] señala dos estructuras preexistentes al ser humano: el Leguaje y la Ciudad. Si la organización cultural del espacio en las ciudades modernas no incluyera el desplazamiento vertical en lugares reducidos, lo que logramos por medio del producto cultural escalera, la discapacidad motriz no existiría. No hay impedimento para pensar una ciudad, (imaginemos esta estructura en una pequeña urbe y no en las megalópolis, para aligerar el lastre de la costumbre), donde todas los espacios habitables estén a nivel del piso, los habitantes la recorran en dirección horizontal y, en caso de necesitar desplazamientos verticales, se utilicen rampas de formas variadas, ornadas, bellas. Circular en dos pies, o sobre ruedas, sería solo una diferencia. Escaleras y ascensores son productos, no son objetos universales, ineludibles. Su existencia nos es tan obvia que nos cuesta pensar que podrían no existir, que existen porque culturalmente se los hace existir. Por analogía, alerto sobre la naturalidad con la que equiparamos limitación funcional y discapacidad; éste último concepto se substancializa, o esencializa, a partir de la limitación funcional y las operaciones que el imaginario social realiza sobre ella.

Intentemos figurarnos el complejo mecanismo por el cual un niño aprende a designar a un no vidente como cieguito, en diminutivo y en voz baja, aún antes de conocer a una persona ciega o de tomar conciencia de su propia visión. Pensemos en lo que se comunica sin hablar cuando descubre un semáforo para el cruce de ciegos en, tan sólo, tres esquinas de la ciudad. ¿Será que todos los ciegos viven en Almagro? ¿Será que esos semáforos son una curiosidad arquitectónica, como un okapi en el zoológico? ¿O son una herramienta que algunos conciudadanos, pares, utilizan para circular por la ciudad? Seguramente, sus padres no le hablarán de un taxidermistito, de un pelirrojito, o de un ucranianito, por más inhabituales que sean en su mundo.

Si viera una cítara, podría preguntar y recibiría respuestas dignificantes sobre ese objeto y su potencial usador. Pero esto no sucede si descubre una silla de ruedas, una muleta, una máquina de escribir en Braille. Es más, se nos enseña a no mirar, no preguntar en voz alta sobre las personas con defectos. La movilidad y la visión son elementos valorados en nuestra cultura; su limitación es, consecuentemente, vista como una desgracia privada. Otros grupos minoritarios sobre los cuales no pesa una atribución de minusvalía, las minorías políticas o sexuales, resultan valoradas por su diferencia, hasta el punto de combatirlos como una aberración que debe desaparecer. Podríamos hablar de un juicio de sobrevaloración negativa para justificar los ataques, pero no de escasez de valoración social. Recapitulemos: Limitación Funcional, Minoría, Mecanismo Social de atribución de Minusvalía a ese grupo.

La sociedad naturaliza estos mecanismos por medio del paradigma del déficit. Hablo de paradigma porque es una estructura de pensamiento que condiciona la forma de ver las cosas, prescribe cuáles son las investigaciones y abordajes adecuados y anticipa los modos de verificación de los enunciados que se hagan sobre los objetos abordados. En el paradigma del déficit, se compara cuantitativamente a los objetos, en este caso las personas con limitaciones funcionales, con un patrón o modelo sancionado como normal, (de acuerdo con los diferentes modos de establecer una normalidad: como mayoría, como convención, o como modelo enunciado por la autoridad médica, religiosa o legal). Cuando se interviene sobre estas poblaciones desde el paradigma del déficit se piensa en compensar, reemplazar, dar lo que falta. Muchas personas con discapacidad se limitan a decir que sí en vez de decir que no, y tolerar/aceptar/agradecer/someterse a lo que otros con poder, no discapacitados, les ofrecen. Esta situación seguramente es motivada por posicionamientos orales o melancólicos y por los mecanismos sociales de marginación, y discriminación, pero no podemos concebirla en términos puros, (pura corporalidad, pura conflictiva intrapsíquica, puro mecanismo social).

Algunas personas con discapacidad logran modificar esta situación entablando un trabajo costoso y prolongado, (a veces una pelea permanente), en todos los frentes. Es una pelea desigual y difícil de ganar. Contra el propio cuerpo, al que deben pensar, cuidar e imaginar a pesar de las frustraciones y sufrimientos que les impone. Contra los otros con poder, empezando por los familiares, en movimientos pendulares de alienación y separación, manteniendo la dependencia y reclamando ser reconocidos en su autonomía.

Dentro del paradigma del déficit, una persona hipoacúsica o sorda, sólo puede ser entendida como alguien a quien le falta el sentido de la audición. Y todas las regulaciones y compensaciones que haga para sostener el intercambio con sus coetáneos, aunque sean efectivas, serán vistas siempre como señal de su falta, de su déficit. Dentro del paradigma del déficit, lo que falta no deja de ponerse en primer plano, aunque los límites de lo normal sean poco precisos y esta imprecisión esté invisibilizada. "Habla con las manos porque es sordo", podría ser un razonamiento intrascendente. Pero "sordo" tiene una significación social ligada al déficit: "porque le falta la audición tiene que hablar en lengua de señas". Si cambiásemos el paradigma del déficit por el paradigma de la diferencia, la significación de "sordo" equivaldría a señalar una diferencia de cultura, de pertenencia, pero nada que falte con respecto a lo normal, como si dijéramos: "habla en coreano porque nació en Seúl".

Lo que no se puede pensar es la diferencia, en vez del déficit, como una entidad en sí, (Diferente, del latín di-ferens: dos caminos), como una condición cualitativa de un sujeto que va por otro camino. El déficit es una descripción cuantitativa de un objeto comparado con un modelo previo. Pensar a la discapacidad a partir de las diferencias requiere un esfuerzo especial tanto en el campo científico como en el socio-político. Mecánicamente pensamos a la discapacidad como un decremento cuantitativo y objetivo, tan evidente que no podemos cuestionar su supuesto carácter concreto y su verificabilidad.[2] La discapacidad, como falta, podría leerse desde la problemática del tener. Pero al esencializar la falta, queda sumida en la problemática del ser. Como en los convencionales, ambas series de problemas merecen ser planteadas.[3]

El paradigma de la diferencia procura brindar los apoyos[4] que las personas con limitaciones funcionales necesitan para tener las vidas que ellos quieran tener y puedan sostener. Pensar en apoyos nos permite identificar a estas personas no sólo con aquello de lo que carecen sino con lo que pueden, pudieron y podrán, (sin juzgarlo cuantitativamente y rotularlo: “deficiente”), y no intervenir para suplir una falta, sino para brindar desde el entorno, la ayuda que necesiten para vivir, como sucede en la vida de los convencionales. Si uno piensa en apoyos y en niveles de apoyos deja de pensar en una persona dependiente de por vida en todos los aspectos y pasa a pensar que esta persona requiere algunas ayudas durante algún tiempo en algunas áreas. Una determinada patología puede durar toda la vida; la discapacidad no tiene porqué durar tanto.

Muchas veces se extiende el concepto de discapacidad para abarcar cualquier tipo de dificultad crónica ligada con el funcionamiento del cuerpo. Esto permite a las personas con esta limitación acceder a los beneficios que otorga la ley a las personas con discapacidad. No creo que esto sea adecuado para todos los casos. Una persona con diabetes no está marginada de la sociedad, ni se le recortan sus derechos, ni es tratada en forma desigual debido a su diabetes. Lo mismo podría decirse del presidente Roosevelt: aunque ocultara sus órtesis y disimulara de mil modos su parálisis, difícilmente podría ser considerado alguien con escaso valor social.[5]

Estos grupos necesitan, a veces, declararse “discapacitados” como un recurso para obtener una ayuda que, sin duda, merecen pero que el Estado no les otorga. El Estado argentino solía tener una lista de enfermedades reconocidas como discapacitantes y, con sólo el diagnóstico, certificaba la discapacidad. Que una persona esté necesitada, y muy necesitada, durante mucho tiempo, no la hace discapacitada. Esto nos permite descubrir, por vía inversa, una significación de la discapacidad dada por el conjunto de la sociedad: la discapacidad es, de por sí, un pedido de ayuda, un estado de necesidad. Cualquier contacto con un discapacitado implica darle algo que está, silenciosa o abiertamente, requiriendo. Las acciones para la inclusión social o para la promoción de sus derechos están basadas en la dádiva, en la caridad, en la buena intención. La discapacidad sería una versión de la mendicidad. Versión que, dado el entrelazado real entre la mayor incidencia de discapacidad en las poblaciones más carenciadas, es entendible. Intuyo que no es posible separar pobreza y discapacidad dentro del tercer mundo.

Otra de las vías de significación/confusión social, es la jubilación por invalidez, donde la existencia o la aparición de un factor que le impide a un trabajador seguir trabajando de lo que venía trabajando, permite la declaración de invalidez y la asignación de una pensión por la misma causa. Aquí funciona también el paradigma del déficit. Por supuesto que muchas personas jubiladas por invalidez no pueden seguir trabajando de lo que trabajaban, pero si su situación fuera pensada desde el paradigma de la diferencia, el apoyo estaría dado para poder encontrar un trabajo diferente. Y merecerían todo el apoyo educativo, sociológico, psicológico para capacitarse en otra cosa. Pero atribuyéndoles una incapacidad fija, se las estigmatiza. Aún en circunstancias de repentina aparición de la incapacidad laboral, sería mejor relativizarla y ayudar a la persona a descubrir cuáles son sus capacidades laborales en su nueva situación.

La relación de este ítem con la discapacidad se basa en que, en algunos casos, la limitación funcional que sustenta la discapacidad, es causa de una disminución en la capacidad laboral. Claro está que el reconocimiento de capacidades laborales diferentes y la habilitación o rehabilitación de las personas discapacitadas o con incapacidad laboral, requieren la utilización de tecnología y la asignación de recursos por todo el tiempo que sea necesario. Este tiempo es prolongado y los costos de la tecnología suelen ser altos. Es mucho más fácil para un Estado empobrecido, dar una magra asignación a estas personas en vez de comprometerse a afrontar esos costos, y dedicar sus recursos a otros segmentos de la población con más poder político. Es la "paradoja del yeso": ayuda a curar la fractura pero atrofia todos los músculos que luego deberán utilizar el hueso recompuesto. Porque, para describir el círculo en forma completa, la declaración de discapacidad produce beneficios, secundarios y magros, que confirman a la persona que es mejor quejarse porque le dan poco, que solicitar ayuda para dejar de precisar la ayuda estatal.

No es un tema fácil. Imaginemos a un obrero de la construcción, de cuarenta y cinco años, con estudios primarios incompletos, que pierde su posibilidad de trabajar y cuya rehabilitación, en caso de una cuadriplejía por ejemplo, implica el uso de computadoras. ¿Cuánto tiempo, cuántos recursos, cuántas personas deberán asignarse para que ese trabajador semianalfabeto pueda utilizar una computadora, y una vez que la pueda utilizar, consiga un trabajo? Insisto, los caminos políticos no son fáciles, (digo políticos en el sentido inglés de policy, diferente de politics)[6]. Crucemos estas variables con la existencia de un 15 o un 20 por ciento de desocupación y con más de un tercio de los hogares argentinos en situación de pobreza. ¿Qué posibilidades de rehabilitación laboral y de inclusión de una persona discapacitada pueden existir cuando una de cada cinco personas convencionales no pueden trabajar? Que queden excluidos del mercado laboral es una "solución" que aplica la ley de la selva o de la supervivencia del más fuerte. Un trabajo estable y con remuneración suficiente me parece una condición para la inclusión social efectiva, aunque no la única. La exclusión social por esta vía, es otro mecanismo de discapacitación. Y, volviendo a la metáfora del yeso, conseguir un trabajo, precario, mal pago y, muy probablemente, transitorio, implica la pérdida del subsidio por discapacidad, que es insuficiente, sí, pero seguro y de por vida. ¿Qué eligiría Ud. , trabajar con incertidumbre, o depender con seguridad?

La discapacidad psiquiátrica y la discapacidad cognitiva presentan situaciones aún más difíciles de pensar y revertir. La esquizofrenia o el retraso mental no pueden superarse con tecnología. En el mejor de los casos, el abordaje tecnológico consistiría en que el paciente contara, desde el comienzo del tratamiento, con neurolépticos de última generación, terapia individual y terapia familiar, a cargo de profesionales capacitados y experimentados. Es decir, que con medicación gratuita, tratamientos a corto plazo de 30 minutos por semana y profesionales ad honorem que sostienen su compromiso por seis meses o por un año, la solución tecnológica fracasa y, consecuentemente, cronifica, institucionaliza, estigmatiza.

La discapacidad psiquiátrica y la cognitiva incluyen la aparición de limitaciones de las cuales hasta ahora no hemos hablado. Digámoslo burdamente: un delirio paranoide crónico o una "escasez" de recursos intelectuales, no impiden que una persona circule por la ciudad, trabaje, (aunque se sienta observado o no entienda lo que haga), se divierta. En las discapacidades cognitivas y psiquiátricas, vemos una limitación del deseo, una discapacidad de deseo[7]. La persona deja, si es que en algún momento lo hacía, de desear por sí misma y otros pasan a desear por él, a decidir por ella, a organizar la vida por ella o él. El discapacitado de deseo se aliena y se deja hacer.

Recordemos algunos conceptos y construyamos algunos puentes. Cabecera de puente: La OMS decidió en 1980, que Impedimento, Discapacidad y Minusvalía, eran los conceptos que iban a expresar la presencia de limitaciones funcionales en el ámbito físico, micro y macrosocial, respectivamente. En 1999, fue presentada la primera revisión en este esquema, la ICIDH-2[8]. En ésta, funcionamiento y discapacidad son dos polos extremos de un continuum que debe registrarse en tres áreas: Funciones y Estructuras Corporales; Actividades Individuales y Participación en la Sociedad. La discapacidad, para la OMS, deja de ser algo en sí, para ser la nominación del cruce de numerosas variables.

Vamos al otro arranque de mi puente. El deseo del que estoy hablando no es el deseo producido por falta alguna, sino el deseo donde una mente, un cuerpo y muchos otros se interdefinen, interpenetran, interpretan y reproducen unos a otros, históricamente, en un sujeto que acciona. Estoy hablando de un deseo que crea, que dibuja, que fragmenta los límites de lo dado, que crea gradientes e impulsa a la persona a apropiarse de su entorno. No me refiero a un deseo que se contenta con descubrirse imposible, insatisfacible; una vana ilusión de encontrar un objeto perdido. Es un deseo que promueve las acciones, (hablar, crear, organizar).

Construyamos el puente. En torno a la discapacidad de origen psiquiátrica o cognitiva puede presentarse una discapacidad del deseo: un funcionamiento limitado de la capacidad creadora, de avance, de generación de novedad, de transformación, que conlleva desventajas sociales, disminución en la participación comunitaria y enajenación del individuo de su propia vida. Desde esta perspectiva, el psicoanálisis es una herramienta útil para el trabajo dentro de la discapacidad, ya que habilita el trabajo con la subjetividad de la persona discapacitada y permite abordar la limitación deseante. Mi impresión es que el nivel de discapacitación, de minusvalía, de marginación, está más determinado por los impedimentos deseantes que por las fallas de abstracción que pudiera tener una persona. Una vez alcanzados los "techos educativos", lo único que puede mantenerlos abiertos es el deseo del sujeto, su motivación personal, su sueño. Una vez que se ha hecho todo lo posible en la rehabilitación laboral o física, es el deseo del sujeto el que permite salir a buscar empleo, utilizar bastones canadienses superando la eventual vergüenza o bien persistir en la tarea de aprender, (a escribir, a hablar), cuando ya todos se dieron por vencidos. Quienes trabajamos en instituciones que asisten a personas con discapacidad sabemos, por la clínica, que a cierta edad, las diferencias en el nivel cognitivo importan menos que las de nivel subjetivo, las cuales pasan a ser las determinantes de la situación del individuo y del tipo de asistencia que debemos darles. También sabemos que los logros obtenidos subjetivamente, en vez de aquellos a los que se llega por la vía del adiestramiento, son los que habilitan la inclusión social genuina.

El diagnóstico etiquetador basado en una estructura psíquica, un proceso defectual, una lesión neurológica, una alteración genética o un número de coeficiente intelectual, no resulta predictivo ni de la vida social, ni de la calidad de vida, ni de la necesidad de apoyo de una persona. En la gran mayoría de los casos, lo que importa es la dinámica deseante. Si el deseo está vivo, más allá de cualquier limitación, (y podríamos incluir a las de orden físico, sin dificultad), va a encontrar su camino y modelar el futuro de la persona. Y, si quienes lo rodean son sensibles a descubrir los caminos deseantes de ese otro discapacitado, la minusvalía decrecerá; la discapacidad decrecerá y el remanente más o menos fijo de limitación funcional quedará inscripto como una diferencia, pero no como un déficit. En otros términos, si la dinámica deseante está más o menos intacta, (y soy plenamente consciente de que esta dinámica es por momentos azarosa, siempre conflictiva y por lo general, sufriente), la discapacidad disminuirá en tanto y en cuanto se brinden los apoyos adecuados.

Los tratamientos de las personas con discapacidades cognitivas se prolongan, o tienen resultados frustrantes, porque tanto las instituciones macro como el propio afectado, su familia y las instituciones más directamente relacionadas con él, olvidan considerar la subjetividad. Al no apoyarse en los deseos del implicado, desde una perspectiva pedagógica, rehabilitadora, normalizante, o terapéutica, fallan aún trabajando bien, (“la operación fue un éxito, pero el paciente se murió”). Es lograr la alfabetización pero no tener nadie a quien escribirle o no contar con oportunidades en las cuales firmar sea importante. Es conseguir moverse con sus piernas o en silla de ruedas, pero no tener a dónde ir. 

Tomar en cuenta estas dimensiones implicaría una complejización, un incremento de los recursos destinados al área de discapacidad y la capacitación de los agentes. Los costos de los mismos aumentarían y decrecerían, de acuerdo con el componente que considerásemos. Cualquier persona con discapacidad concurre durante muchos años a instituciones, en su mayoría, públicas. Si bien, en el día a día, la asistencia podría ser más costosa, a largo plazo, una persona rehabilitada en su subjetividad no sólo va a poder sino que va a querer hacer su propia vida sin depender en forma permanente y global del Estado.

Falta potencia entre las personas con discapacidad. No me refiero a la impotencia funcional; hablo de la potencia que proviene de asociarse con pares, de reclamar por sus derechos en conjunto. Porque faltan políticas de Estado, y son las personas con discapacidad y sus familiares quienes tienen la más alta responsabilidad en crearlas. De nada vale quedarse reclamando que el Estado, los otros, los que pueden, creen esas políticas. Sin una política, como creación de la comunidad, sólo nos resta la voluntad individual, destinada al agotamiento. Sin el compromiso individual, las movidas de los gobernantes avanzarán por ensayo y error, o por clientelismo.

Ansío el día en el que las personas con discapacidad se reconozcan como el 10% de la población, un 10% de los clientes, los pacientes, los alumnos, y que, por lo tanto, asuman un rol fundamental en el diseño, la gestión y el control de las prestaciones que reciben. En otros países, la autogestión es una actividad laboral como otras: grupos de discapacitados, o sus padres, contratan a discapacitados autogestores para capacitarse, organizarse, diseñar estrategias de reclamo y supervisar la gestión pública. Por ley, la mitad de los miembros de los entes reguladores de los servicios, deben ser discapacitados o sus familiares. En nuestro país, los movimientos de autogestores están en pañales: son escasos y su formación política peca de voluntarismo, o de familiarismo o, incluso, de "sectorismo", prefiriendo dividirse sobre la base de las pequeñas diferencias y escudarse en la falta de recursos en vez de lanzarse a inventar, comunicar, opinar y peticionar en conjunto.

Ansío, finalmente, que las diferencias sean motivadoras del encuentro. Que las distancias sean vistas como vacíos fértiles y no como brechas. Podrán decir que soy un soñador y que el ser humano lleva en su naturaleza la intolerancia a lo distinto, pero no soy el único[9] que piensa que podemos cambiar esta forma de vivir.

Bibliografía

 

1 V Jornadas de discapacidad y derechos humanos, organizadas por la AMIA y el senado de la Nación. 

Octubre de 1999.

[2] González Castañón, Diego: "Retraso Mental: guía básica para comenzar un siglo"

   Alcmeón Nº 30 8 (2), Octubre 1999, pág. 174-194

[3] Muchos aspectos de este artículo se han enriquecido con los comentarios amistosos de los Licenciados Angellini, Aznar, González y López Turnes, del Instituto Recreativo Terapéutico Especial.

[4] American Association on Mental Retardation: "Retraso Mental. Definición, clasificación y sistemas de apoyo" Alianza, Madrid, 1997.

[5] Minnesota Governor's Council on Developmental Disabilities: "Paralles in time"

http://www.comm.media.state.mn.us

[6] González Castañón, Diego:  "Políticas Organizacionales en Discapacidad: Instituciones y Organizaciones no Gubernamentales" http://webs.satlink.com/usuarios/d/diegogc/rm.htm

[7] Tomé la expresión, dándole otro sentido, de Bernard, C.: "Rediscovering Desire. Reciprocity and will", presentado en el congreso de la Asociación Argentina de Psiquiatría infantil de 1999.

[8] OMS : "International Classification of Functioning and Disability ICIDH-2. Beta-2 draft full version

   July 1999   who.int/icidh  

 

[9] Lennon, John: "Imagine"

 

Diego González Castañón
Psiquiatra y psicoanalista
Miembro del comité internacional de la
American Association on Mental Retardation
itineris [at] infovia.com.ar

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Articulo publicado en
Marzo / 2001