Casi simultáneamente, Buenos Aires y Londres fueron a comienzos de los años cincuenta la cuna de lo que ha dado en llamarse contratransferencia. A pesar que Heinrich Racker [1] fue quién primero aludió a ella y reparó en su importancia clínica, la contratransferencia quedó unida al nombre de Paula Heimann que con características semejantes la “fundó” poco tiempo después. Ya se sabe: una profunda diferencia, un abismo insalvable separa un texto publicado en Londres de uno publicado en Buenos Aires aunque el porteño lo anteceda. El de Londres es un acontecimiento universal allí donde el de Buenos Aires ¿qué otra cosa que una curiosidad local puede aspirar a ser?
Y en un comienzo, instalar la contratransferencia en la clínica, legitimar su presencia, significó un avance desde que proponía cuestionar la lectura positivista lógica de Freud que dominaba por entonces. En efecto: durante las décadas del 50 y 60 el predominio kleiniano contribuyó a reforzar sobre la figura de la neutralidad valorativa del científico, la figura del analista neutral, pantalla en blanco sobre la que se imprimían los afectos y decires del analizado, mente fría del analista cirujano que construía en la sesión de análisis un campo experimental al estilo de Kurt Lewin dónde las “variables intervinientes” eran aportadas por el analizado y visualizadas como tales en función de las “constantes” que sostenía el analista. Así, la visita de Meltzer a Buenos Aires (1967), dejó como secuela consultorios despojados de cuadros y de adornos, sin escritorios y, si acaso, con una silla incómoda para garantizar un rápido pasaje al diván. Pero eso no alcanzaba. En la práctica del analista neutral, algo había que hacer con aquellos efectos inconscientes que la interacción de la transferencia despertaba en el analista. Algo había que hacer con esa “perturbación” ineludible e insoslayable que aparecía en el camino del buen análisis. Si era imposible eludirla, pues entonces debería montarse un dispositivo capaz de capturarla para que, antes que obstáculo, pudiera ser capitalizada a favor del análisis. Así entendida –como aquellas reacciones inconscientes despertadas por la transferencia del analizado- la incorporación de la contratransferencia en la clínica del analista neutral fue un avance sintomático que puso nuevamente sobre el tapete la cuestión del análisis del analista (“ningún analista va más allá de lo que le permiten sus propios complejos y resistencias internas” [2] ), la necesidad de diferenciar aquellos aspectos neuróticos residuales de la cura -escotomas del analista, resistencias del analista- de los aspectos reactivos al impacto de la neurosis del paciente. Y, al fin, las cosas estuvieron claras. La neurosis del analista... para la transferencia en su propio análisis. La contratransferencia... para la supervisión. La institución, controlándolo todo.
A partir de la década del 70 la figura del analista neutral dejó lugar a la del analista comprometido. La intelectualidad comprometida, la ciencia comprometida con una realidad cambiante incorporó a los psicoanalistas en una ola de profundas reflexiones acerca de cómo la violencia social se filtraba en la campana de cristal del análisis individual e involucraba tanto al analizado como al analista [3] . El compromiso con la institución [4] se reforzó tanto como el compromiso con la vida política del país y fue así que volvieron a aflorar las figuras de Wilhem Reich y de Ferenczi (al que haré referencia después) para dar cuenta de cómo influía la ideología del analista en el proceso de la cura. No es extraño, entonces, que junto al analista comprometido de los 70 cabalgue la contratransferencia contra la institución [5] .
La represión de los 70 y de comienzos de los 80, la cultura posmoderna, ayudaron a que un nuevo modelo hegemónico dominara en el paisaje habitual del psicoanálisis: el psicoanalista desencantado, el psicoanalista lacaniano... que volvía a tomar la contratransferencia no cómo obstáculo que conspiraba contra la neutralidad de la analista pero sí como interferencia del deseo del analista en la aparición del deseo del paciente. Junto a la renuncia a curar a los pacientes, el analista posmoderno renunciaba a todo cambio basado en una contratransferencia concebida como aquello que impide al analista sostener el proceso analítico; aquello que impide resistir la tentación de hacer cualquier cosa que no sea interpretar [6] .
En la actualidad, el analista neutral, el analista comprometido, el analista desencantado, no han desaparecido del todo pero algo del análisis de la propia implicación está haciéndose presente en el interrogante acerca de cómo operan las instituciones en el par analista-analizando, de qué manera nos determinan, hasta dónde abren o clausuran nuestra posibilidad de pensar y de actuar. El analista implicado [7] se interroga acerca del modo en que las instituciones psicoanalíticas y el Poder nos atraviesan y nos determinan. Análisis de la apatía y del desencanto que regula el acceso a la verdad. Análisis de nuestras evitaciones y adhesiones a las teorías y a las instituciones del dinero y del sexo. Análisis de nuestra “neutralidad” iluminada y de nuestro “compromiso” a ciegas. De nuestra participación y de nuestras indiferencias. De nuestras investiduras y de nuestras desafectaciones.
Contratransferencia propiamente dicha
Eso que sucede en un análisis, el desafío a la comprensión del enigma, impide la inmediatez del comentario, la caída en el lugar común que pretende borrar, justamente, aquel espacio significativo que la escucha intenta abrir. El enigma sólo se construye y se despliega en el silencio de la escucha o ante la transparencia de la mirada. Así, la escucha verdadera, la mirada transparente, enfrenta la incomprensión, el sinsentido, la aparente insignificancia de la producción lúdica, verbal, gestual, gráfica o escritural. Es ésta ruptura con la significancia -esa puesta en suspenso del sentido común- la que evoca y provoca la escucha y la mirada; la que despeja y abre el camino a una eventual comprensión; la que aproxima al niño o al adulto a la verdad de su síntoma, aunque esta verdad sea siempre una verdad a medias, aunque no tenga por qué ser "entendida" del todo.
El silencio de la escucha, la transparencia de la mirada, se apoyan en la suspensión de la comprensión y del juicio. Pero, la suspensión de la comprensión y del juicio no exige (ni supone) una actitud pasiva, neutra, o poco imaginativa, por parte del analista. Por el contrario, la atención flotante -que en la práctica con niños adquiere una característica enteramente diferente a la que tiene en el análisis de adultos- libera el inconsciente del analista, al tiempo que bloquea el pasaje al acto de un prejuicio cuya formulación explícita interrumpiría el proceso de regresión infinita, literalmente condicionado por los significantes del discurso del otro. Que la mirada y la escucha deban estar vaciadas de prejuicios no supone al analista como "pantalla en blanco". Tampoco la riqueza de los fantasmas propios disparados por el juego del niño -por el juego de la transferencia- deben entenderse siempre, sólo, como contratransferencia. El psicoanalista interpreta con su propio, florido, inconsciente; y, más aún, si el inconsciente es transindividual [8] , puede manifestarse tanto en uno como en otro. Muchas veces es en un sueño, en el lapsus que comete el analista hablándole a (o hablando de) su paciente dónde se revela con más nitidez la transferencia. Así emerge la interpretación: más que del saber del analista, la comprensión surge del deseo del analista; es decir, del inconsciente del analista. Y más que del deseo inconsciente del analista, de la relación transferencial-contratransferencial en tanto inconsciente transindividual. Ferenczi llevó este concepto hasta sus últimas consecuencias cuando introdujo la técnica del análisis mutuo. Y lo hizo mucho antes que Lacan propusiera la transferencia como mise en acte de la réalité de L'Inconsciente. "Se podría decir que cuantas más debilidades posea un analista, debilidades que lo lleven a cometer errores y equivocaciones de poca o mucha importancia, al ser luego descubiertas y tratadas en el análisis mutuo, mayores serán las posibilidades del análisis de contar con fundamentos reales y profundos" [9] dice Ferenczi creyendo continuar (profundizar) al Freud que en La disposición a la neurosis obsesiva afirmaba que "cada uno de nosotros posee en su propio inconsciente el instrumento con el cual puede interpretar las manifestaciones del inconsciente del otro".
Cuando Ferenczi se pregunta "¿Quién está loco: nosotros o los pacientes?", lo que hace es reconocer que es el inconsciente el que está loco, y es el inconsciente el que analiza a ambos: al analista y al paciente. El inconsciente es el gran analizador y "si tuviéramos una cierta confianza en nuestra propia capacidad de no resultar impresionados más que por la verdad, podríamos resignarnos al sacrificio, aparentemente horrible, de someternos al poder de un loco" [10] .
Estas afirmaciones de Ferenczi -y también las de Lacan cuando sugiere distinguir la interpretación acerca del significante, de la interpretación con el significante- son especialmente reveladoras en el caso específico del análisis de niños. La relación transferencia-contratransferencia analítica es equivalente al inconsciente, ambos son homeomorfos, a la manera de dos conjuntos que se corresponden recíprocamente punto por punto. Es una forma de decir que el inconsciente y la relación transferencial-contratransferencial son, en el momento del acontecimiento, una sola y misma cosa. Es otra forma de decir que no hay manera de interpretar -de hablar del inconsciente- sin que el que habla, deje de estar afectado por su propio inconsciente. No existe la posibilidad de instalarse en el lugar del que enuncia un metalenguaje. Es más: no existe un metalenguaje afirma, con razón, Lacan ("no hay Otro del Otro") con Wittgenstein. La no existencia de un metalenguaje alude a la imposibilidad de construir un discurso cerrado, perfecto, acerca del inconsciente. Sencillamente, porqué el inconsciente supone que todo lenguaje es discontinuo, tiene fallas. Entonces ¿Cómo construir una interpretación "perfecta," si las interpretaciones se hacen con (de) palabras y las palabras siempre están afectadas por el inconsciente? No existe la interpretación "perfecta". En todo caso, será un decir, un decir a medias, un decir un tanto equívoco que, sin embargo, intenta quebrar una certeza: la que bloquea el acceso del sujeto a la verdad de su síntoma. No existe la interpretación "perfecta" pero, no obstante, no es bueno que la interpretación quede librada a la pura espontaneidad del inconsciente del analista, ni que al niño se le diga cualquier verdad. Si es imposible transmitir con la interpretación un saber total, al menos es necesario saber lo que uno hace cuando interpreta.
La transferencia es expectativa confiada en el saber del otro. Es esa esperanza del analizando en que con su saber, el analista pueda aliviarle el sufrimiento. Y es la esperanza del analista en que hurgando en su ignorancia, buscando en su propia historia y sus propias ficciones, el analizando logre adueñarse de las representaciones y creencias que lo empujaron al dolor y al sufrimiento. Cada uno espera confiado en el otro y es por eso que la transferencia es recíproca. Cada uno espera, pero de manera distinta. No es una espera simétrica. Si el analizando espera que el analista lo cure; el analista espera que el analizando se cure.
Para que el analizando se lance a la aventura del análisis, para que se arriesgue voluntariamente a quedar expuesto a la locura, al desamparo que la renuncia a las certezas descubre, es necesario que confíe en su analista. Que confíe en el saber del analista. En la fuerza capaz de sostener su debilidad (la propia y la del analista) y en la fuerza para lidiar con la tentación, siempre presente, de hacer uso de esa fuerza.
El psicoanalista espera, no sugiere nada, no propone otra tarea como no sea la de dejar que las palabras, el jugar, los dibujos -cualesquiera éstos sean- vengan y discurran. Debe situarse más allá del campo de los intereses sociales y mundanos. Más allá de la intención de cumplir con fines determinados. "Por nuestra parte, -le dice Freud a Ferenczi, su anfitrión en Budapest- rehusamos decididamente adueñarnos del paciente que se pone en nuestras manos. Rehusamos estructurar su destino, imponerle nuestros ideales y rehusamos, también, intentar formarlo con orgullo creador, a nuestra imagen y semejanza" [11] .
El psicoanalista espera, y esa espera indeterminada determina la provocación del otro. La aparición de la diferencia.
El psicoanalista espera y esa espera indeterminada determina el espacio en que el analizando se despliega.
El psicoanalista espera, nada sugiere, no propone nada. Se deja arrastrar. Pero, esa espera no es una espera pasiva: no es la espera de un testigo inmóvil; "voyeur" que goza ante el espectáculo de un discurso desnudo. La espera analítica es asiento de una singular fortaleza. Fuerza que garantiza la producción de una diferencia allí donde la sugestión tiende a la reduplicación mimética, a la copia, a la imitación.
Si la espera confiada implica, también, la provocación de las fuerzas reprimidas que la cultura intenta controlar, desviar o proscribir, la eficacia del análisis -antes que en la elucidación de la verdad histórica- habría que buscarla en el reordenamiento de lo humano no asumido. En ese sentido, podríamos decir que el psicoanálisis construye una historia que no tiene por qué haber tenido lugar. "La cura analítica, dice Roustang, no sería la reconstrucción de una historia olvidada, sino la producción de esa historia a partir de lo que nunca había salido a la luz" [12] .
Decía antes que el psicoanalista espera, no sugiere nada, nada propone. Pero, el psicoanalista que espera no es neutro, ni distante, ni espectador prescindente. La neutralidad analítica supone una proximidad casi hasta la incandescencia. Y esto no es otra cosa que esfuerzo y padecimiento. La neutralidad analítica es una operación activa. Tan activa como que su ideal es ser muda, no explícita. Activa operación de renuncia a los valores, ideales y deseos. Activa operación de desestimar las preferencias propias, para liberar el espacio al deseo del analizando. Renuncia imposible de cumplirse, de todos modos. Meta que jamás se alcanza al punto que, muchas veces, he preferido enunciarme, no como confesión contratransferencial, sino como propósito discriminatorio. Enunciarme antes que fingir una neutralidad hipócrita; garantía, ésta última, del ejercicio de la sugestión o de la indoctrinación solapada.
El psicoanalista espera, se deja arrastrar, nada sugiere, no propone nada. Pero el psicoanalista que espera no es neutro y su espera es apasionada. "Pasión por la alteridad" [13] que caracteriza de la mejor manera lo que ocurre en un análisis. El término es de Roustang y sería bueno no confundirlo con el altruismo, ni con el amor. Hay algo de invasión recíproca, de entrega al otro, de anhelo de perpetuidad en el altruismo y en el amor, que le es ajeno a esta pasión por la alteridad. Esta pasión por la alteridad es un tipo muy especial de pasión. Está siempre en duelo consigo misma. Se trata de una pasión ambigua, paradójica, ya que intenta mantener al otro, libre de la propia pasión del analista. Además, es una pasión que cuando obtiene lo que busca -esto es: la alteridad- se extingue negándose a sí misma. La ética del analista se apoya, entonces, en este oficio de alterizador. Relaciones pasionales que nacen y viven con el compromiso de extinguirse. El psicoanálisis es, así, una pasión a término. Pasión destinada a desaparecer sin dejar rastros. Aunque ésta sea una vana utopía. Esta finitud por contrato diferencia al análisis de cualquier otro vínculo que solemos establecer. Toda relación amorosa elude la ruptura y ésta, cuando ocurre, es contingente pero no constitutiva. Sólo el análisis, como vínculo edípico, florece para ser sepultado. El fin del análisis -como meta y como terminación- es un imperativo lógico más que accidental. El análisis aunque tiende a permanecer, nace para terminar. Disolución o resolución de la transferencia, como quiera llamársele, todo el proceso analítico se convierte en el aprendizaje de una separación guiada, garantizada, por esta pasión por la alteridad. Es el aprendizaje de un duelo -decía hasta el cansancio Pichon Rivière hace más de cincuenta años-. Pero este duelo difícil, doloroso, busca mil maneras para ser eludido y anulado. La identificación con el analista es uno, pero no el único, de los recursos a los que apela el analizando. Los analistas, mucho más prácticos, hemos descubierto y elegido el acting-out de seguir analizando a los demás, para evitar el sufrimiento de tener que dejar el análisis.
El psicoanalista espera, se deja arrastrar, nada sugiere, no propone nada. El énfasis puesto en la incertidumbre, en el sostén de esa posición precaria, en la porfiada decisión de cuestionarlo todo, no debe impedirnos el compromiso con ciertos pilares axiomáticos, con ciertos principios éticos. El saber del analista implica un lugar de poder y este poder se funda en la prohibición de ejercerlo. Es un poder que sólo se ejerce a los fines del análisis. No obstante esta prohibición cede, frecuentemente, a la tentación y el nudo de la corrupción es casi siempre el mismo: la institución y el amor. Soy dogmático al afirmar que la sustracción del poder del analista para cualquier fin (como no sean aquellos que tengan al análisis mismo como meta), es intención ineludible para cualquier analista. La finitud del análisis, la prohibición de actuar el cuerpo erótico, el secreto profesional, son mandamientos que deben ser respetados y merecen una actitud alerta; no sólo a las formas más escandalosas y ostensibles de transgresión, sino a las formas subliminales y racionalizables. La perpetuación del análisis a través de múltiples recursos, la relación sexual entre analistas y analizandos, la infidencia son, más que excepciones, parte de la escabrosa historia y cotidianeidad de la institución psicoanalítica.
La responsabilidad del analista hace, también, a la eficacia en la producción teórica. Caer en la hipóstasis de la ética, reemplazar con postulados éticos el vacío que dejan los espacios teóricos (decir, por ejemplo, que el psicoanálisis es una ética) es condenar al psicoanálisis al lugar de weltanshaung del que intentamos permanentemente rescatarlo.
Este eticismo no es ajeno a otra dificultad singular de la práctica analítica. Sí, la clínica apunta al relieve de lo singular y funda la capacidad de pensar del analista fuera de la doxa y del manual. Si la clínica basa su eficacia en la posibilidad de mantener una tensión, un intervalo, con la creencia y la verdad consensual, la teoría, por el contrario, busca la generalidad, la totalización de sus afirmaciones. Lo que es peor aún, la institución busca el consenso. Mucho es lo que se pierde cuando la teoría anticipa la interpretación; casi todo el trabajo analítico queda desvirtuado cuando la clínica se pone al servicio de ilustrar y glorificar la teoría. Cuando la institución demanda la sacralización de la teoría y cuando los maestros exigen una adhesión acrítica, entonces, el anatema reemplaza a la controversia y en su lugar las guerras de prestigio se desatan para ahogar la reflexión.
Decía que la responsabilidad del analista basa, también, su eficacia en la producción teórica. Nuestro oficio de alterizadores se ve, entonces, limitado por el propio cuerpo teórico. ¿Qué hacemos nosotros, analistas varones, con nuestras analizadas mujeres, pertrechados como estamos por un cuerpo teórico que no ha sido revisado a la luz de la situación actual de la mujer? ¿Dónde está la crítica del psicoanálisis a los valores patriarcales de la sociedad? ¿Qué hacen las analistas mujeres con sus analizadas mujeres, con sus analizados varones y con los niños y niñas -ya que, como se sabe, ésta es una práctica casi exclusiva de mujeres- sin haber reflexionado sobre el estatuto psicoanalítico de la mujer en la relación madre-hijo/a? Con afirmaciones freudianas como "la niña es un niño" o "la felicidad conyugal está mal asegurada hasta que la mujer no logra hacer de su esposo un hijo" [14] , o aquélla que sostiene la realización femenina sólo en la maternidad, trayendo al mundo un hijo varón, sustituto del pene y portador del mismo; ¿cómo puede un analista con estos disparates ejercer su oficio de alterizador? Con propuestas lacanianas que sostienen sobre la sexualidad femenina el discurso de la verdad, a saber: que lo femenino no tiene lugar más que en el discurso; esto es, en el interior de modelos y de leyes promulgadas por sujetos masculinos, ¿cómo puede un analista empujar a una mujer a parir su propia respuesta si en su escucha no hay lugar para algo que tenga que ver con el goce femenino, del que nada se puede saber? ¿Cómo ejercer nuestro destino de alterizadores, con los ojos cerrados y los oídos sordos al desempeño cognitivo de los niños, a las diferencias de clases o de etnias? Con una ética del sufrimiento impuesta por la tradición judeocristiana y jamás cuestionada, ¿cómo reflexionar sobre el malestar en la cultura? ¿Cómo juega el psicoanálisis su papel en la lucha de clases?. Para el control social, ¿cómo ayuda?
Decía antes que el analista espera, se deja arrastrar, no sugiere nada, nada propone. Pero el analista es alguien. Alguien implicado. Puede intentar mantener su buena consciencia basada en la inocencia política de la práctica psicoanalítica, pero esta inocencia sólo se sostiene a costa de una creciente negación. Tal parecería ser que el mito de la neutralidad valorativa intentara reinstalarse con esta práctica -redimida, ahora- por la pasión de alteridad que anima al analista, lo acredita y lo sostiene en su posición de virtuoso. Parecería ser que basta y sobra con liberarnos de la tentación de colaborar con la administración pública para perpetuar eternamente nuestra inocencia. Libres del discurso del amo y libres de convertirnos en amos del discurso los psicoanalistas nos ubicamos en tierra de nadie, aunque estemos en el hospital o en la universidad o, si acaso, en tal o cual posición de jerarquía de una de las innumerables corporaciones psicoanalíticas que inundan nuestras ciudades. Desde esta tierra de nadie opinamos y pontificamos sobre las trabas al deseo, las restricciones administrativas, la pedagogía represiva, el poder médico y hasta criticamos a la propia institución psicoanalítica que impone dogmas y verdades sagradas. Guiados por el incorruptible objetivo de ayudar al sujeto a descubrir una verdad sobre sí mismo y sobre sus relaciones con los demás podemos, incluso, declararnos subversivos. No intentamos curar a nadie porque el intento de curar es un gesto vanidoso del cual conviene apartarse. Ni curar, ni siquiera analizar ya que -somos los primeros en reconocerlo- ésta es, misión imposible. Arropados con la inocencia de la extraterritorialidad social, cuando no en el heroísmo de una oposición solitaria al orden establecido, los psicoanalistas gozamos del prestigio que una profesión respetable y respetada, nos depara. Incorporados al Sistema, siendo parte del establishment, invadiendo las universidades, los hospitales y los gabinetes psicopedagógicos de las escuelas, desde los medios de comunicación de masas, los psicoanalistas clamamos para que se nos reconozca en nuestra práctica esencialmente bastarda, asocial, clandestina. Tal contradicción parecería basarse en un principio de irrealidad, si no fuera que la mala fe se torna, algunas veces, casi insoslayable.
Entre la representación que los psicoanalistas tenemos de nosotros mismos y lo que los psicoanalistas hacemos realmente, existe, a todas luces, un abismo cada vez mayor. Entre el desinterés por lo social y lo político y esta pasión por la alteridad, se despliega una práctica que incluye y apoya la privatización de lo público. Al buscar como meta la ética del deseo, una verdadera ética de la interioridad se convalida y es, entonces, cuando el aislamiento individual se convierte en fenómeno masivo.
Y hay algo más: la pasión por la alteridad que fundamenta la ética del psicoanalista se detiene, a veces, -lamentablemente, sólo a veces- ante la imposibilidad de analizar a aquellos que se apropian de la vida ajena. Para los psicoanalistas que hayan trabajado cercanos a los Organismos de Derechos Humanos -y para los que han tenido registro del orden de la realidad, orden de la desaparición, la humillación y el despojo en que nuestra práctica se asentó y aún hoy sigue vigente- no les será difícil entender que hay "aquellos" a quienes debo odiar, que no puedo amarlos a todos y tampoco aceptar y tolerar ciertas diferencias. Hay "aquellos" ante quienes mi pasión por la alteridad se desvanece, para dejar lugar a la pasión por la justicia. Hay "aquellos" a quienes no puedo, ni sería bueno, analizar.
[1] Racker, Enrique: Observaciones sobre la contratransferencia como instrumento técnico. Comunicación preliminar. Revista de Psicoanálisis.1952: 3.
[2] Freud, S: El porvenir de la terapia psicoanalítica. O.C. Tomo II. Ed. Biblioteca Nueva. Madrid. 1948.
[3] García Reinoso, Gilou; Dubcovsky, Santiago; Marotta, Julio; Rivelis de Paz, Lea; Paz, Rafael; Schutt; Fanny: “Realidad y violencia en el proceso analítico”. Cuestionamos. Bs As 1972.
García Reinoso, Gilou: “¿Violencia y agresión o bien violencia y represión?” . Revista de Psicoanálisis. 1970. Número 2. Cuestionamos. Bs As 1972.
Achard de Demaría, Laura; Pereda, Alberto; Casas, Mirta; Pla, Juan Carlos; Viñar, Marcelo; Ulriksen de Viñar, Maren: “Crisis Social y situación analítica”. Cuestionamos. Bs As 1972.
[4] Green, A: Locuras Privadas. Ed Amorrortu.
[5] Plataforma es el grupo que, en 1971, produjo la primera ruptura por diferencias ideológicas y políticas con la Asociación Psicoanalítica Internacional que Freud fundara.
[6] Es interesante resaltar aquí que, si bien Andre Green (op.cit.) critica la concepción de Racker y de Heimann que consideran a la contratransferencia como efectos positivos o negativos producidos en el analista por la transferencia del analizado, analista tábula rasa que es impactado cual víctima por las proyecciones transferenciales del analizado, y llega a afirmar que la contratransferencia precede a la transferencia en clara alusión a la transferencia del analista con el psicoanálisis, nada dice acerca de las resistencias del analista a psicoanalizar determinadas por la pertenencia institucional.
[7] Grande, Alfredo: Psicoanálisis implicado. La marca social en la clínica actual. Topía editorial.
Lourau, René: El diario de investigación: materiales para una teoría de la implicación. Ed. Universidad de Guadalajara. México. 1989.
[8] García Reinoso: “El discurso familiar como escritura transindividual en el análisis de niños”, en Ferreiro,E y Volnovich, J.C. Problemas de la interpretación en psicoanálisis de niños. Gedisa. España. 1981.
[9] Ferenczi, Sandor: Diario Clínico. Anotación del 19 de Enero. Esta, y otras citas, fueron tomada de “Ferenczi: la implicación contra la institución”, en Lourau, René (op.cit.).
[10] Ferenczi, Sandor: Diario Clínico. Op. Cit.
[11] Freud, S: “Los caminos de la terapia analítica”. Obras Completas. Amorrortu. Buenos Aires. 1980.
[12] Rosutang, F: “La ilusión lacaniana”, en Revista Diarios Clínicos.
[13] Rosutang, F: Op.Cit.
[14] Freud, S: “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, O.C. Amorrortu. 1980.