“Hubo un siglo en el cual se desplegaron todas las esperanzas: desde la propuesta de acabar con la miseria hasta la de expulsar los demonios psíquicos que favorecen la destrucción humana, desde la ilusión de generar una infancia libre de temores, hasta la de constituir una vejez sin deterioro, casi inmortal. Hubo también un siglo en el cual se agotaron las esperanzas: desde la confianza a ultranza en la bondad humana como límite de toda destrucción, hasta el ideal que proponía la alianza entre progreso científico y racionalidad al servicio del bienestar. Hubo un siglo cuyo legado aún no hemos recogido totalmente porque su balance no ha concluido.”1
Marie Langer intentó responder a un interrogante fundamental: ¿cómo repercute en la construcción de la subjetividad femenina el trabajo invisible que realizan en el seno del hogar?
Hubo una época -para algunos tan lejana que se torna inimaginable; para otros tan próxima que parece que hubiera sido ayer mismo- en la que los ideales de la liberación individual y la liberación social cabalgaron juntos.
Freud y el psicoanálisis, que irrumpieron a la vuelta del siglo XIX con el siglo XX, contribuyeron generosamente para la liberación individual y, poco tiempo después, en la década del 20 del siglo pasado, se abrió paso Wilhem Reich y, con él, toda una corriente que alentaba junto a la liberación individual -que por entonces era liberación de la opresiva moral victoriana- la liberación social inaugurada por la Revolución de Octubre. Para Reich, el capitalismo era incompatible con la salud mental de la población. Represión sexual y represión social, coincidían y se potenciaban mutuamente. De ahí sus diferencias con Freud: mientras que el psicoanálisis freudiano anhelaba superar las neurosis mediante el levantamiento de las represiones sexuales -pero sin cuestionar la adaptación del paciente a un sistema injusto y desigual- Reich proponía la transformación de la sociedad. Para Reich, los efectos de la subordinación a las clases dominantes de grandes sectores de la población, producía un desgaste, un empobrecimiento de la vida sexual y, por lo tanto, la reivindicación del orgasmo adquiría la condición de grito de liberación. Para Reich, la cuestión pasaba por politizar la cuestión sexual.
Sex-pol se llamó el movimiento que fundó primero en el policlínico psicoanalítico de Viena y, después, en Berlín. Su intención no era ayudar a unas pocas personas, sino intervenir con un dispositivo de salud mental que alentara la revuelta popular. Para eso: asambleas que en espacios públicos de barrios suburbanos se realizaban una vez al mes y que invitaba a quienes concurrían a hablar de su vida privada -de los conflictos conyugales, de la masturbación, de la homosexualidad, de los métodos anticonceptivos, de la prevención de enfermedades de transmisión sexual- y también, a expresar su malestar contra la opresión del sistema. En el Berlín de 1933, las asambleas de Sexpol llegaron a convocar a más de 350 mil personas.2
Lo que pasó después, ya se sabe: el auge del stalinismo, del nazismo…la guerra. Wilhem Reich fue expulsado del Partido Comunista por psicoanalista y expulsado de la Asociación Psicoanalítica Internacional por comunista; murió loco y preso.
Lo que pasó después, ya se sabe.
No obstante, el proyecto de liberación social anticapitalista se renovó en la segunda mitad del Siglo XX. La Revolución Cubana de 1959 y sus efectos en América Latina, la Revolución Cultural China, la Batalla de Argelia, la derrota de los EE.UU. en Vietnam y los procesos independentistas que tuvieron lugar en el África junto a los levantamientos obreros y estudiantiles de 1968 tanto en Europa como en Japón y los EEUU -nuestro Cordobazo, nuestros Rosariazos- estimularon los vientos de la liberación social al tiempo que se convertían en una tremenda amenaza política y militar para la dominación capitalista. De modo tal que, por una vez, las múltiples rebeliones de aquello que llamábamos el Tercer Mundo desafiaron al capitalismo desarrollado del Primer Mundo como nunca antes había sucedido. Pero la rebelión del Tercer Mundo que marcó a fuego los años 60 y 70 no fue única y exclusivamente política y militar. Esa fue también, una ofensiva cultural. La rebelión juvenil, el pelo largo y la música de rock, los anticonceptivos, la libertad sexual que se consagró con las consignas “a coger que se viene el Halley”, “Hagamos el amor, y no la guerra”, los movimientos estudiantiles antiautoritarios, la lucha contra la opresión racial que popularizó el black is beatiful, la rebelión anticolonial que enarboló el yankee go home y la insurgencia armada, se convirtieron en instrumentos de una misma orquesta que en los 60 y los 70 tocaba a full la música del futuro. En la Argentina el paisaje se iluminó con el psicoanálisis de Plataforma y el feminismo. Inaugurando una segunda ola, en 1969 surgió UFA, la Unión Feminista Argentina. Y a esa primera agrupación feminista rápidamente se le sumaron otras: el MLF (Movimiento de Liberación Femenina), el MOFEO (Movimiento Feminista Popular), ALMA (Asociación por la Liberación de la Mujer Argentina) y, finalmente, el FLM (Frente de Lucha por la Mujer). Todas estas agrupaciones feministas de los ‘60 y los ‘70 estuvieron fuertemente imbuidas de militancia política de izquierda y muchas veces de trotskismo. Si hay algo en común entre estas agrupaciones es la coherencia con los imperativos revolucionarios de una época que reclamaba liberación social y liberación individual. La doble militancia política y feminista de las mujeres que participaron en esa experiencia era el común denominador que se puso de manifiesto tras la crisis suscitada por la Masacre de Trelew, el 22 de agosto de 1972.
El deseo ha sido capturado por la pulsión de muerte: esa fuerza que se expresa a través de la destrucción y la autodestrucción; esa pulsión de muerte que no tiene voluntad propia no piensa, no siente, y que sólo procesa a su manera: disgregando, separando, destruyendo, desligando, corrompiendo la vida misma
Fue por aquel entonces -cuando las diversas configuraciones de la izquierda y el feminismo se conjugaban bien-, cuando volvieron a encontrarse con el psicoanálisis. Marxismo, psicoanálisis y feminismo confluyeron en la producción de Marie Langer. A partir del ensayo definitivo de Isabel Larguía y John Dumoulin titulado Hacia una concepción científica de la emancipación de la mujer (1969), Marie Langer produjo un texto que marcó un antes y un después para el psicoanálisis. Con La mujer: sus limitaciones y potencialidades -tal el título de ese trabajo de 1972- Marie Langer intentó responder a un interrogante fundamental: ¿cómo repercute en la construcción de la subjetividad femenina el trabajo invisible que realizan en el seno del hogar? Marie Langer insistía en que la igualdad entre varones y mujeres es una imposibilidad lógica del sistema porque la explotación de las mujeres es inherente y constitutiva del capitalismo patriarcal.
“Esta vez no renunciaremos ni al marxismo ni al psicoanálisis.” Con estas palabras Marie Langer cerró su conferencia en el Palacio Imperial de Hofburg durante el XXVII Congreso Internacional de Psicoanálisis celebrado en Viena en 1970. Por primera vez desde el exilio de Freud, Ana Freud -con todo el psicoanálisis oficial- regresaba a Viena.
“Esta vez no renunciaremos ni al marxismo ni al psicoanálisis.” Con estas palabras Marie Langer hizo saber de su renuncia a la IPA de cuya filial Argentina había sido una de las fundadoras (la única mujer del grupo de los fundadores).
Lo que pasó después, ya se sabe.
La dictadura cívico-militar.
La implosión de los países socialistas.
El repliegue de los movimientos de emancipación en el “Tercer Mundo”.
Lo que pasó después, ya se sabe.
En la Argentina, la línea de investigación -marxismo, psicoanálisis y feminismo-- quedó trunca. Por múltiples razones durante “los años de plomo” se detuvo la corriente de la producción marxista como interlocución crítica del psicoanálisis y casi se esfumó el activismo feminista. El psicoanálisis lacaniano dominó el campo y las agrupaciones feministas que sobrevivieron, ya no reclamaban liberación y revolución social, ahora luchaban por las libertades individuales. Sus causas se enfocaban en la defensa de los derechos de las amas de casa, los derechos humanos de las mujeres, el divorcio vincular, la patria potestad compartida, la equiparación de los hijos matrimoniales y extramatrimoniales, la violación dentro del matrimonio como delito. El feminismo había consumado, así, su entrada triunfal en el desolado escenario de la lucha de clases.
Las diversidades sexuales, que hasta hace poco tiempo atrás eran víctima de la negación de su existencia, de la desmentida, cuando no del escarnio, se han rescatado de los márgenes para pasar a ocupar un lugar central en la escena cultural
Si hubo un siglo -el Siglo XX- cuyo legado aún no hemos recogido porque su balance no ha concluido, lo transitado en las décadas iniciales de este Siglo XXI nos sumerge en un magma casi indescifrable, atravesado por un capitalismo que parece haber salido de cauce de modo tal que los automatismos y los códigos cibernéticos se adueñaron de ese poder que, tiempo atrás, estaba en manos de la política y de los políticos; de la economía y de los economistas. En este nuevo siglo el panorama cambió y pasó a ofrecernos un horizonte de caos y agotamiento dominado por una creciente tendencia a la extinción. El avance del capitalismo por los territorios materiales y simbólicos se ha profundizado de tal forma que amenaza abarcar la sexualidad y el inconsciente. La apelación al inconsciente -al inconsciente productivo, al deseo-, al que en otras épocas recurríamos como recurso capaz de conducirnos por el camino de la liberación individual y social, más bien parece, ahora, acercarnos al deseo desatado de consumo o a una inteligencia artificial que lo clausura. Triste es reconocer cómo aquellos ideales de liberación individual que aludían a romper con las ataduras que nos sometían a una moral represiva y explotadora se han pervertido para dejar su lugar a una propuesta libertaria que solo aspira a la libertad del mercado.
¿Qué pasó entonces en este siglo XXI con los ideales de liberación social?
¿Qué pasó con los ideales de la liberación individual?
Tal parece que el deseo ha sido capturado por la pulsión de muerte: esa fuerza que se expresa a través de la destrucción y la autodestrucción; esa pulsión de muerte que no tiene voluntad propia no piensa, no siente, y que sólo procesa a su manera: disgregando, separando, destruyendo, desligando, corrompiendo la vida misma. Lo que se venía anunciando desde la primera década de este siglo se consumó con la Pandemia. La Pandemia -que puso en evidencia la vulnerabilidad de la especie y el alto grado de destrucción de la naturaleza- marcó un antes y un después: y el virus de la pandemia le abrió las puertas al virus de la guerra. Esto es: la pulsión de muerte desatada invadiéndolo, contaminándolo todo.
La guerra de Rusia y Ucrania -pero no solo la guerra en Ucrania- la infinita guerra en Medio Oriente, la guerra en África que atraviesa el continente y lo divide al medio -desde Guinea en el Atlántico, hasta Sudán en el Mar Rojo- las migraciones que convirtieron al Mediterráneo en un gigantesco cementerio y a la frontera del Rio Grande entre México y los EE.UU. en una trinchera... Todo, al servicio de un capitalismo ingobernable y acéfalo que ya no tiene freno y que, de seguir así -globalizado o multipolar- su único límite sería la destrucción del planeta y la extinción de la humanidad.
Este panorama apocalíptico se extiende y abarca hasta la mismísima sexualidad; esa sexualidad en la que importan los cuerpos, se nos aparece debilitada y atenuada. La declinación del deseo sexual, la creciente reducción de la frecuencia en las relaciones sexuales, el borramiento de los cuerpos y la evitación del contacto entre los cuerpos, el progresivo rechazo a procrear, sobre todo entre mujeres urbanas de la nueva generación (a la que algunos autores aluden ya como la última generación), coincide con el levantamiento de las prohibiciones, la espectacularidad de los cuerpos, la popularidad de Grindr y Tinder, la pornografía reinando por doquier, las nuevas tecnologías. Las nuevas tecnologías, que han contribuido generosamente a reducir nuestro espacio vital, amenazan condenarnos a la mínima distancia que nos separa de la pantalla.
Aun así, se me hace que la evitación del contacto sexual entre los cuerpos, el creciente rechazo a procrear, lejos está de convertirse en evidencia de la declinación, de la cancelación del deseo. Más bien parecería que asistimos a la exaltación del deseo, solo que ahora es un deseo estetizado, deseo hipersemiótico que reemplazó el cuerpo del otro por el signo. Es como si, al fin, hubiéramos llegado al anverso de aquel “a coger que se viene el Halley”, “Hagamos el amor y no la guerra”.
No obstante, nuestro horizonte se ilumina con el reconocimiento de un nuevo protagonismo. Para nuestra sorpresa las diversidades sexuales, que hasta hace poco tiempo atrás eran víctima de la negación de su existencia, de la desmentida, cuando no del escarnio, se han rescatado de los márgenes para pasar a ocupar un lugar central en la escena cultural, en los medios y en la perspectiva del Estado (o de lo que nos queda de Estado). En un campo desolado y agotado, dominado por las injusticias y las desigualdades, los sujetos que no encajan en categorías dicotómicas del binario, junto a los gais, las lesbianas, les transgénero, les intersexuales, quienes se perciben en cuerpos equivocados, cantaron presente para hacernos saber de sus exclusiones y de sus dolores, de sus sufrimientos y de su ira. Se me ocurre que es allí, en el reclamo de reconocimiento y respeto, en el protagonismo de les travestis y les trans donde deberíamos ir a buscar los anhelos insatisfechos de la liberación individual.
Tal vez deberíamos acercarnos a las disidencias sexuales antes que como a un fenómeno espectacular que nos deslumbra o nos sorprende, antes que como a un acontecimiento exterior, a una posición que nos interroga, nos atraviesa, nos constituye y va cambiando nuestra subjetividad.
Tal vez, es allí -en las sexualidades que se apartan de lo heteronormativo- adónde fueron conducidos los ideales de liberación individual que arrastramos del siglo pasado.
Tal vez, las diversidades sexuales han devenido en el gran analizador de la cultura actual.
A pesar de que las representaciones travestidas corren siempre el riesgo de ser capturadas por la cultura del espectáculo, cumplen con la función de enseñarnos el camino que pudiera llevarnos a un mundo más igualitario, un mundo donde las jerarquías quedarán suprimidas. Pero, aun así -aunque podamos imaginar una estructura en la que las diferencias de género no impliquen discriminación y sexismo…aunque podamos anticipar una sociedad donde las diferencias de género no soporten la opresión y la injusticia- esa igualdad entre los géneros no supone la abolición ni del clasismo, ni del racismo, ni del colonialismo. Y la introducción del concepto de interseccionalidad, que bien pudiera acudir en nuestra ayuda, apenas logra devolverle el color a una teoría de género pasada por lavandina.
Para el psicoanálisis -disciplina inevitablemente androcéntrica- posicionarse ante la comunidad LGTTBIQ se convirtió en un desafío mayor. El heterosexismo y la transfobia consciente e inconsciente de les psicoanalistas -aun de quienes aspiramos a despojarnos de ese heterosexismo y de esa transfobia- no se resuelve fácilmente. Miles de años de patriarcado que uno lleva encima no desaparecen así nomás. Por eso, el psicoanálisis que merece permanecer en el siglo XXI es el de les psicoanalistas que estén dispuestos a aceptar que lo “universal” de la atención flotante es, a menudo, el punto de vista particular de un sujeto blanco, colonizado, burgués, heterocentrado. Un psicoanálisis con el que esperamos, confiamos en poder arribar a una transformación profunda en la subjetividad desde la nuestra; una subjetividad que comenzamos por reconocer: colonizada, racializada, clasista y sexista.
Nadie es, sospecho, demasiado diferente a la sociedad en la que vive. Incluso les psicoanalistas que nos negamos a ser cómplices de este sistema injusto y desigual no estamos vacunados contra las injusticias y las desigualdades. Quizás nuestra salud consista en saber que estamos enfermos. No mucho menos enfermos que el sistema que nos hizo y que quisiéramos ayudar a deshacer. Quizás nuestra salud consista en poder confiar, sin límites -guiados por el profundo desprecio por éste- en que otro mundo es posible. ◼
Notas
1. Bleichmar, Silvia, Paradojas de la sexualidad masculina, Paidos, 2009.
2. El libro de Wilhem Reich Psicología de las masas del fascismo bien merecería que lo desempolváramos a la luz de los acontecimientos actuales.