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La compleja relación entre patriarcado y capitalismo

 
Oprobios inmerecidos y derechos conquistados

A principios del siglo XIX, el socialista Charles Fourier, decía que el progreso de una sociedad podía medirse en función del desarrollo que alcanzaran las mujeres. Flora Tristán se hizo eco de este criterio, que luego también utilizaron Marx y Engels. Transcurrida ya una década del siglo XXI, cuando la democracia capitalista constituye el régimen político más extendido del globo, ¿es posible “medir” el desarrollo alcanzado por las mujeres y definir, a partir de ello, el progreso social? ¿Hemos avanzado en minimizar las crueles consecuencias de la opresión patriarcal o, por el contrario, el patriarcado ha sido reforzado por la explotación y la opresión propias del sistema capitalista?

 

La metáfora del vaso medio lleno

 

El sociólogo sueco Göran Therborn sostiene, en su documentada obra Sexo y Poder, que probablemente no haya otro movimiento social, que lograra -pacíficamente- tantos cambios como los conseguidos por el feminismo en su lucha contra el patriarcado.[1]

Esta visión, que podríamos llamar “optimista”, es fácil de sustentar con un simple ejercicio: si comparamos nuestras vidas de mujeres adultas del siglo XXI, con las de nuestras abuelas, advertiremos que en el corto lapso de tres generaciones, los cambios son incomparablemente mayores a los que se pueden encontrar en las vidas de los varones contemporáneos, en comparación con las de sus abuelos.

En un corto tiempo histórico, las mujeres invadimos las escuelas y los oscuros claustros de las universidades que nos habían sido vedados durante siglos, obteniendo títulos de psicólogas, médicas, ingenieras o bioquímicas, convirtiéndonos en la mayoría entre quienes alcanzan altos niveles de educación. En estos tiempos, además, como nunca antes, las mujeres ingresamos al mundo del trabajo productivo: en los últimos veinte años se multiplicó nuestra presencia en el mercado laboral de manera exponencial -especialmente en América Latina- y la tendencia no cesa; ya no somos sólo maestras, cocineras, tejedoras o enfermeras, también manejamos camiones y cohetes, perforamos los suelos en busca de petróleo y surcamos los cielos piloteando aviones. Otros de los avances más relevantes han sido los concernientes a la reproducción sexual, que ya dejó de ser una fatalidad inescrutable: en decenas de países existen derechos sexuales y reproductivos que garantizan el acceso a la anticoncepción, se respeta legalmente la diversidad sexual y se ha despenalizado el aborto. Y, por último, es la primera vez en la historia que las mujeres llegamos, en un número sin precedentes, a la cima de las instituciones del Estado.

Claro que, en contraposición a esta visión, hay otra que consiste en mirar, como se dice habitualmente, el “vaso medio vacío” y, a cada uno de estos hechos anteriormente enunciados, contrastarlos con otros datos verdaderamente oprobiosos.

Porque mientras las mujeres constituimos la mayoría de los graduados universitarios del planeta, también somos el 70% de los analfabetos. Mientras celebramos nuestro acceso a casi todos los empleos y la atenuación de la división sexual del trabajo, mil ochocientos millones de personas laboran en condiciones precarias y la mayoría somos mujeres. Porque podemos decir que avanzamos enormemente en materia de derechos sexuales y reproductivos, siempre y cuando hagamos la salvedad de que quinientos mil mujeres mueren, cada año, por complicaciones en el embarazo o el parto.[2] Porque mientras hay mujeres que se convierten en presidentas, ministras, parlamentarias y altas jefas militares, con su desentendimiento o con su aval, con su apoyo y su legitimación, con su participación o directamente bajo sus órdenes, el capitalismo “fabrica” más de mil quinientos millones de pobres que subsisten con menos de dos dólares diarios… y también, en este caso, el 70% somos mujeres y niñas.

En las últimas décadas, los milenarios vejámenes contra las mujeres se transformaron en ingentes “negocios” para los hombres: la apertura de las fronteras para el comercio internacional, los paraísos fiscales, la concentración de jóvenes desarraigadas en enormes ciudades-factorías de fronteras, el crecimiento del tráfico de drogas y la corrupción permitieron que el tráfico de mujeres para snuff, pornografía, esclavismo sexual y prostitución se transformara en una colosal industria que alcanza a cuatro millones de mujeres y dos millones de niñas y niños cada año, produciendo una ganancia de treinta y dos mil millones de dólares para los proxenetas (entre cuyas redes, no está demás destacar, siempre se encuentran políticos, empresarios, fuerzas represivas, funcionarios judiciales, etc.).

Siguiendo un razonamiento gradualista, podríamos pensar, evolutiva y engañosamente, que estas ignominias son apenas una muestra de lo que “todavía falta” cambiar, en la larga pero sin pausa marcha hacia la emancipación. O, de manera más realista, plantearnos la hipótesis que, quizás, estas infamias no son más que el lado oscuro de la brillante luna de los derechos conquistados. La resultante de un complejo desarrollo desigual y combinado, por el cual, los cambios propugnados por los feminismos de los ’70 y los ’80 terminaron legitimando la transformación estructural que sufrió la sociedad capitalista durante el período conocido como “neoliberalismo”. Un verdadero triunfo pírrico: más derechos para las mujeres (algunas), a costa de mayores injusticias sociales, más explotación, más miseria y más muertes de millones de (otras) mujeres.[3]

 

Las dos caras del neoliberalismo

 

Aunque suene paradójico, entonces, es evidente que durante el neoliberalismo -el período de mayor ataque imperialista contra las masas, sus organizaciones y las conquistas heredadas de décadas anteriores-, la agenda feminista se convirtió, en gran medida, en política pública de los Estados, los gobiernos y organizaciones interestatales, incluyendo los organismos financieros.

La legitimidad que alcanzó el feminismo, con su discurso sobre la equidad entre los géneros, es amplísima y no sólo ha impuesto sentidos, transformando profundamente las culturas, sino que también ha penetrado en las instituciones y sus políticas. O quizás sea más correcto decir que fueron los regímenes políticos y sus instituciones los que “incorporaron” al feminismo, limándole su costado más filoso y revulsivo. Porque este proceso se dio bajo el patrocinio de los proyectos para el desarrollo, mientras crecía la desigualdad y, sobre millones de mujeres, se descargaban las consecuencias más nefastas del neoliberalismo, como señalamos anteriormente.

El capitalismo de “rostro humano” fue imponiendo sus planes de miseria a través del FMI y el Banco Mundial, pero inaugurando, simultáneamente, sus Secretarías, Departamentos y Áreas “de la Mujer” en todos los estamentos de los regímenes democráticos. Allí empezaron a desempeñarse las otrora activistas, devenidas en tecnócratas de género.

Una operación cuyo resultado fue la desmovilización y despolitización del feminismo; pero no tan sólo, porque la misma suerte corrieron otros masivos movimientos sociales surgidos en el mismo período.

Para la crisis económica mundial abierta a mediados de los ’70, el capitalismo -jaqueado por la radicalización de las masas- no necesitó recurrir a una tercera guerra mundial que le permitiera resurgir de entre las cenizas dejadas por fuerzas productivas bombardeadas. En esta oportunidad, la sobrevivencia del capitalismo no requirió de la destrucción bélica, porque un efecto similar fue conseguido, esencialmente, con la descomunal fragmentación de la clase trabajadora, por la complicidad de sus direcciones históricas y sus propias organizaciones (sindicatos, partidos socialistas y comunistas, estados obreros burocratizados) que actuaron como agentes de ese ataque imperialista contra las masas, por el desvío -mediante la cooptación, la integración y la institucionalización- del proceso de ascenso y radicalización de la lucha de clases -incluyendo los movimientos sociales como el feminismo, entre otros- hacia la extensión de los regímenes democráticos capitalistas que implementaron estos mismos ataques.

El neoliberalismo no fue sólo marginación y pobreza extremas para millones. Tampoco fue sólo culto al hedonismo y consumismo ilimitado. Fue ambas cosas simultáneamente, explicándose de manera recíproca: las clases dominantes pudieron recuperar el equilibrio, despojando a millones de seres humanos del mínimo derecho a la subsistencia. Y este despojo fue posible, porque, simultáneamente, se estableció un nuevo “pacto social” con las clases medias y algunos sectores de las clases trabajadoras -especialmente en países centrales y semicolonias prósperas- que accedieron tanto a la ampliación de derechos democráticos como a la ampliación del crédito y del consumo. La ideología individualista del “sálvese quién pueda” se impuso como consecuencia lógica de esta nueva forma de vida que propició el neoliberalismo. La degradada democracia capitalista se impuso como horizonte único en el pensamiento y la práctica de los movimientos sociales que antes habían denunciado su carácter clasista, sus exclusiones y sus reaccionarias instituciones al servicio del mantenimiento del statu quo.

De la radicalización anticapitalista del feminismo de los ’70 a la “política de la identidad” que levantaron los movimientos sociales en las décadas posteriores, hay una transformación política e ideológica que pasa de la crítica social al sistema opresor y una perspectiva emancipatoria colectiva a poner en primer plano la idea de una emancipación individual, engañosamente asimilada a las posibilidades de consumo y apropiación-transformación subjetiva del propio cuerpo. De la insubordinación y la construcción de amplios movimientos de lucha a la creación de una “contracultura” reducida a pequeños grupos o para presionar a través del lobby de ong’s a las instituciones del Estado para la política de “ampliación de ciudadanía”, es decir, nuevas batallas que ya no apuntan a subvertir el Estado que garantiza, legitima y reproduce el orden social y moral que imponen el capital y el patriarcado, sino que van por “el reconocimiento” y la inclusión en ese mismo “Estado-democrático”.

Pero, como critica Ellen Meiksins Wood, “para negar la lógica totalizadora del capitalismo no basta con indicar la pluralidad de las identidades y relaciones sociales. A final de cuentas, la relación de clases que constituye el capitalismo es más que una mera identidad personal o un principio de ‘estratificación’ o desigualdad. No sólo es un sistema específico de relaciones de poder, sino también la relación constitutiva de un proceso social distintivo, la dinámica de la acumulación y la autoexpansión del capital. Desde luego, es fácil demostrar, pues resulta evidente, que la clase no es el único principio de ‘estratificación’, la única forma de desigualdad y dominación. Pero esto no nos dice prácticamente nada acerca de la lógica totalizadora del capitalismo. Para negar la lógica totalizadora del capitalismo, se tendría que demostrar de manera convincente que estas otras esferas e identidades no están incluidas, al menos no de forma significativa, en la fuerza determinativa del capitalismo, su sistema de relaciones de propiedad social, sus imperativos expansionistas, su impulso a la acumulación, su transformación de toda la vida social en mercancía, su creación del mercado como una necesidad, un mecanismo compulsivo de competencia y ‘crecimiento’ autosostenido, etc.”[4] Sin señalar la inextricable relación que existe entre el modo de producción capitalista y las múltiples fragmentaciones que coadyuvan a la dominación, el cuestionamiento radical a la estabilidad de las identidades sexuales y de la heteronormatividad redunda, entonces, en aquello que Slavoj Žižek critica como una “falsa radicalización subversiva que se adecua perfectamente a la constelación existente del poder.”[5]

 

Creando sus propias sepultureras

 

En las tres mil zonas francas que hay en el mundo -donde los empresarios pueden llenar sus bolsillos sin pagar impuestos- trabajan más de cuarenta millones de personas, sin ningún derecho; pero el 80% son mujeres que tienen entre catorce y veintiocho años. Representan uno de los sectores más explotados de entre los explotados. Después del enorme proceso de transformación del mundo del trabajo provocado por la reacción neoliberal, la tasa de empleo urbano entre las mujeres es mayor que la del empleo rural. Las mujeres representan más del 40% de la fuerza de trabajo global y más de la mitad de esas trabajadoras están precarizadas. 

Allí se concentra una de las fuerzas sociales más potentes para acabar con el patriarcado capitalista o con el capitalismo patriarcal que hoy ofrece algunos derechos democráticos elementales a algunos sectores, por un cierto tiempo, a cambio de que no sean cuestionadas las bases de sustentación de su dominio. Para estos millones de mujeres, no hay otro horizonte vital que la defensa incondicional de sus hijas e hijos del hambre y la miseria con la que, permanentemente, acechan el capital y sus agentes. Por eso, su apacible conservadurismo, en los escasos y limitados tiempos de reformas y progreso gradual, se torna en una fuerza incontenible cuando el capital vuelve a mostrar su verdadera naturaleza. La feminista italiana Lidia Menapace decía que “en todos aquellos momentos en que se rompe la continuidad, cuando aparecen las formas no programables de la historia, las mujeres reaccionan bien, en muchas oportunidades, con una presencia que deja de lado los compromisos domésticos.”[6] No por casualidad, todos los procesos revolucionarios de la historia, han sido protagonizados en sus inicios, por movilizaciones y luchas de mujeres reclamando por el precio de las harinas, por la escasez del pan, contra la guerra…

El capitalismo y el patriarcado no han hecho más que engendrar a sus propias sepultureras. Millones de mujeres arrancadas del calor de su hogar para vender su fuerza de trabajo a menor precio que sus propios hermanos. Vilipendiadas por las clases dominantes, pero también por sus propios hermanos; agobiadas por las extenuantes condiciones de la explotación capitalista, pero también por las jornadas impagas de un trabajo invisible que se le propone hacer sólo “por amor”.

Sólo resta que el feminismo y las feministas estemos a la altura de las circunstancias, comprendiendo las palabras de aquella socialista de principios del siglo XX que dijo que el socialista que no es feminista, carece de amplitud; pero el feminismo que no es socialista, carece de estrategia.

Porque la emancipación de las mujeres será colectiva o no será emancipación, sino el minúsculo regodeo de la realización personal, en un mar de injurias y calamidades en el que se ahogan millones de nuestras congéneres.

 

Notas

 

[1] Therborn, G. (2009), Sexo e Poder. A família no mundo 1900 – 2000, Editora Contexto, San Pablo.

[2] Trágicamente, un simple cálculo arroja que, cada cinco años, se produce la misma cantidad de muertes de mujeres que las que se provocaron en los cinco años que duró el exterminio nazi en el campo de concentración de Auschwitz. Podríamos decir, entonces, que, cada cinco años, se repite la barbarie de “un Auschwitz” para las mujeres más pobres del planeta.

[3] Desarrollamos más ampliamente esta hipótesis en coautoría con Laura Lif en “La emancipación de las mujeres en tiempos de crisis mundial”, publicado en dos partes en revista Ideas de Izquierda, Nº 1 y 2, julio y agosto 2013, Buenos Aires.

[4] Meiksins Wood, E. (2000), Democracia contra Capitalismo. La renovación del materialismo histórico, Siglo XXI Editores, México.

[5] Zizek, S. (2001), El Espinoso Sujeto, Paidós, Bs. As.

[6] Menapace, L., (s/f) Economia politica della differenza sessuale, mimeo.

 
Articulo publicado en
Abril / 2014