El 24 de marzo pasado se cumplieron 39 años de la instauración de la dictadura cívico-militar. En este número queremos recordar esa fecha con un relato de César Hazaki. Su autor viene desarrollando una extensa producción de cuentos. Algunos de ellos fueron reunidos en diferentes libros publicados por la editorial Topía: Cuentos de amor, tripas y diván, Cuentos para después del diván y El psicoanalista perdido. El cuento que transcribimos a continuación -basado en una historia real ocurrida pocos meses después del final de la dictadura- nos muestra la fuerza de la pulsión de muerte en su insistencia a la repetición. Pero también la necesidad de mantener la memoria como una forma de la esperanza.
Para A. L.
Cada animal tiene su olor, cada bicho impregna el lugar donde vive con sus particulares emanaciones. En cada casa donde afinque una mascota, la hace suya. Se apropia del terreno. El animal es la presencia de la naturaleza y ésta sin duda conecta en forma directa con dios, algo que es imposible para los seres humanos. La mascota tiene un sentido secreto que nadie descubre: empapar la casa con un olor distinto al humano, es algo angelical ante la miseria de los hombres. Nunca había tenido un animal a su cargo, no sabía cómo era el cuidado y mantenimiento de un perro, un pez, un pájaro o un gato.
En este tipo de cosas solía pensar para distraerse cuando lo veía al otro saltar de dolor por las aplicaciones que, de acuerdo al manual de procedimientos, llevaba adelante. Lo hacía a conciencia y con método. No se permitía que alguno de los internados se le fuera mientras llevaba adelante la tarea, como solía ocurrirle a más de un colega inexperto que rotaba por el lugar creyendo que todo era sencillo y que se trataba de hacer las cosas a lo bruto. Por ejemplo, había maniobras que estaban fuera de programa y quedaban libradas a las capacidades que cada uno de los especialistas hubiera desarrollado. Él era metódico y había sistematizado los pasos y procedimientos que le permitían anticipar lo que le dirían después de cada intervención, llevaba una estadística al respecto. De sus números estaba internamente satisfecho, sobre todo cuando se comparaba con las chapucerías que hacían algunos de sus compañeros. Cuando buscaba intercambiar experiencias se encontraba con simplificaciones inaceptables.
Como descargo podía entender a los otros debido al ritmo febril de trabajo, nada de francos, de feriados compensatorios o vacaciones. Se estaba de servicio tanto de día como de noche. Simplemente un duro trabajo a destajo, muy bien pago y con muchas posibilidades de caja chica. Eso era bueno, claro que él no manejaba el tema. –“Lobo te tocaron mil dólares” o “Dice el jefe que te lleves ese sobre”. Punto, no mucho más. Nadie discutía eso, en esas circunstancias era mejor no preguntar y confiar en las decisiones de los que mandaban. Se llevaba el dinero y entendía que el mismo estaba ligado a la eficacia, al saber cómo y cuándo aplicar las técnicas aprendidas en los cursos que daban los expertos venidos de Panamá, Estados Unidos o Francia.
Durante mucho tiempo creyó que podía demostrar el agradecimiento por esos sobresueldos trabajando más, sin poner palos a la rueda y ejecutando con eficacia lo que se le pedía. No era jefe de equipo, había un escalafón que impedía los movimientos hacia la punta de la pirámide de la dirección, pero se había ganado un gran respeto por su disponibilidad, su compromiso y, por qué no decirlo, su arrojo para actuar bajo cualquier circunstancia. El sueldo se cobraba el último día del mes y el sobre con el plus llegaba diez días después. Ese momento era una delicia de todos. Pese a ello había otros equipos que se empeñaban en realizar negocios por fuera del organigrama que debían cumplir. Cuentapropistas, piratas, ladrones de poca monta que en definitiva no tenían el menor compromiso ideológico con la cruzada que llevaban adelante. No era su caso, se atenía a las normas, hacía las cosas con orden y siguiendo pasos precisos. Tampoco era derrochador, por eso la paga le rendía, mes tras mes ahorraba una suma importante de dinero.
Recién llegado a su casa contaba, mientras su mujer e hijos miraban, el fajo de billetes que servía para diversos menesteres. En la familia este aluvión de dinero, impensado hace unos años, era motivo de alegría. Rápidamente se pensaba en su destino. Si alguien, un contador por ejemplo, hubiese proyectado una línea de vida de acuerdo a los ingresos que aportaba antes de empezar este vertiginoso proceso donde deber y trabajo se aunaban a cada hora, hubiera ubicado al grupo familiar como perteneciente a la clase media baja sin otro porvenir que permanecer en ella. La movilidad social, podría decir un sociólogo, estaba detenida y la posibilidad de que las hijas pudiesen estudiar, por ejemplo, eran más que dudosas y arduas.
Para Pocho López ese evento económico - afectivo de proveer a su familia de manera más que suficiente, hacía ya dos años que parte del dinero iba a una caja de ahorro de un banco provincial, no le causaba ya las mismas emociones que cuando había comenzado el trabajo a destajo. Cada montón que salía del sobre alegraba a los suyos, pero para López no era algo en lo que se sintiera incluido personalmente. Le resultaba una escena cada vez menos emotiva, el conteo y la distribución no daban ya sentido a su existencia. Se alegraba cada vez menos, inclusive al ver cómo se cumplían las expectativas de las niñas y su esposa. Tenía una gran capacidad para registrar las emociones de los otros, pero su mundo interno se hizo más hermético desde el momento que su hija menor le dijo que traía un olor feo y raro cuando volvía del trabajo, muy distinto al olor de los padres de sus amigas de la escuela, que por eso no lo besaba. Ese fue el punto de inflexión.
Para su familia seguía siendo el Pocho pese a que notaban su cambio pronunciado de carácter. Por un acuerdo tácito no le preguntaban qué le pasaba, tampoco por qué dormía cada vez menos o de qué se trataba este trabajo que lo requería días y noches sin horario fijo. Sabían que se había juramentado a no comentar las tareas de investigación que desarrollaba.
Siendo un hombre de acción las palabras nunca habían sido su fuerte, con el correr de los años en que fue seleccionado y preparado para la cruzada salvadora, el vocabulario le resultaba cada vez menos necesario. Para él, Lobo, como lo llamaban en su trabajo, le había ganado la partida a todos los otros matices de su personalidad. Tanta laboriosidad, tanta gente que pasaba por sus manos, tantas preguntas repetidas una y otra vez que requería que le fuesen contestadas de inmediato, tantas operaciones que terminaban en la muerte lo habían minado. Cada vez tenía menos ganas de hablar, cada vez pensaba más en dios y su relación con el hombre.
Para estos temas personales y secretos su refugio eran las iglesias. Fue de manera azarosa en que volvió al redil religioso. Cierta vez pasó de la mano con su hija por la puerta de una basílica de la calle General Urquiza y escuchó sonar un órgano, alguien estaba ejecutando una obra sacra y el imponente sonido salía a la calle e inundaba las casas vecinas y se perdía entre el adoquinado y las nubes. Los acordes invadían el ambiente y pudieron conmover su, ya desde hacía tiempo, durísima alma. Al entrar descubrió de dónde provenía el sonido, un imponente instrumento coronaba el frente de la iglesia con tubos impactantes, debajo una figura insignificante, un ser humano como él, enviaba señales a Dios y a los presentes los conectaba con el Altísimo. Todo lo descubrió al entrar. Allí sintió que, quizás estos lugares donde se afirmaba que vivía el Todopoderoso, él podría encontrar respuestas. Sentía alivio en la soledad y la impactante presencia de lo sacro en cada casa de Dios que visitaba.
Apenas tenía un rato libre, en especial a la hora de la siesta, entraba en la parroquia más cercana para quedarse largamente en silencio, buscando respuestas en el más allá. Alguien, en definitiva, debería ayudarlo a encontrar una señal. Indicios que le permitieran encontrar razones para saber que estaba actuando bien, no debía hablar con ningún confesor, los códigos de procedimiento se lo prohibían terminantemente. O sea, trataba de resolver el asunto dentro de él. En esas cosas pensaba mientras seguía con la mirada los vitreaux que ofrecían las imágenes de los santos torturados al servicio de la causa cristiana. Había un mensaje allí: la tortura estaba desde siempre en la vida de los hombres, pero los santos pese a ella pudieron seguir el camino del Señor. Pese a los sufrimientos no se apartaban de la senda que los llevaría a elevarse sobre el común de los mortales.
Creía que, mirando los altares y las imágenes de la pasión, podía justificar su accionar, explicarse el sentido de la vida. Especialmente cómo era la humanidad y dentro de ella cuál era su papel. Cuando le ofrecieron que se convirtiera en Lobo aceptó por ideología, por convencimiento en las razones de su gente se transformó en un brazo ejecutor de la lucha subterránea. Chupó gente de sus hogares, torturó y mató al servicio de la causa. Era difícil, pero necesario, se sentía un elegido en los primeros tiempos donde no todos sabían, ni estaban convencidos de lo que se debía hacer, sin dudas, ni medias tinta. Se asumió como una mezcla de Torquemada, Fray Justo Santa María de Oro y Savonarola dedicado a salvar el mundo del ateísmo y el comunismo, o sea evitar el advenimiento del Anticristo.
El día fatídico, el que terminó de derrumbar sus justificaciones, fue una situación que lo transcendió. De la que fue víctima y victimario. Todo se desató cuando El Visco le trajo al pibe de los pelos. -Dice el Jefe que si no hablan, lo matás aquí mismo delante de estos dos hijos de puta.
-Nunca matamos chicos, Visco, menos aquí. Respondió tratando de descubrir si era una orden verdadera o se trataba de una escena montada, como tantas veces, para quebrar a los que tenía en la parrilla.
-Hoy esa orden terminó y es por culpa de estos dos que no nos dicen dónde están sus jefes regionales. Si hablan, todo para al instante. El pibe sale derechito para la casa de la abuela en la calle Conesa 2389. Si no cantan les matas el hijo lentamente delante de sus ojos, que lo miren agonizar. Que vean que no son más fuertes que nosotros, que se enteren de una vez por todas que los dueños de sus vidas y de toda su puta cría somos nosotros.
Mientras el Visco vociferaba ante esos dos comunistas desnudos y lacerados por la tortura, él bajó nuevamente la palanca para que la electricidad entrara en sus cuerpos por los pies y las manos. Las descargas eran independientes e iban por cada brazo, cada pierna, corriendo por tendones y músculos hacia el centro del pecho. Toda la carne ardía y despedía un olor intenso, era una mezcla de carne asada, terror, heces y orines que salían descontroladamente. Cortó la corriente eléctrica y tomó al niño que todavía arrastraba el Visco, era de la misma edad que su rechazadora hija. Se puso de frente a los padres y esperó un momento, quizás deseando que lo relevaran de la tarea. Pero estos eran sus presos, estaban a su cargo como tantos otros anteriormente y cuando acabara con ellos, vendrían los siguientes y en ningún caso él, Lobo, escapaba de sus responsabilidades.
Del maletín de elementos de trabajo sacó un bisturí, se colocó guantes de látex y enganchó al niño a una roldana y lo elevó, estaba atontado por algún somnífero que le habían dado y no opuso resistencia. Miró a los padres unos segundos. Es decir, armó la escena teatral que ablandara a los padres, esperaba que no fallara. -Denme una dirección y un contacto. Un silencio terrible se instaló en la sala donde gritos de dolor era lo habitual. -No tengo mucho tiempo. Un contacto y un teléfono. Repitió con voz serena. Es el hijo de ustedes a cambio de los jefes que les lavaron la cabeza. Si no cantan, igual los vamos a encontrar. Ya sabemos quiénes son. No falta mucho para que caigan. Miró fijamente a uno y luego al otro. Supo que no iban a confesar. Debía llevar adelante la imperiosa orden. Esperó un poco más.
Ante el silencio reinante decidió que lo iba a matar con una muerte dulce, indolora. Comenzó a hacer una larga incisión en la arteria femoral de la pierna derecha del niño. Los padres comenzaron a gritar y a putearlo. Realizó el mismo corte en la otra pierna del niño. El chico moriría sin remedio, ya no tenía vuelta atrás. Él lo había elevado para que sus padres vieran cómo la sangre se iba deslizando por sus piernas hacia el suelo. Fue en ese instante en que se abrió la puerta con la contraorden del Jefe. La gritaba el mismo Visco: -¡Hay que parar con lo del pibe!
-¡Visco la concha de tu madre, mirá lo que me hiciste hacer! gritó sabiendo lo inútil de todo lo que ocurría. Había traspasado sus límites por cumplir con la orden. Mientras el pibe se desangraba, descargó su furia bajando la palanca de electricidad y dándole el máximo de potencia. Murieron los tres supliciados prácticamente juntos.
Dejó todo en manos de los limpiadores y se fue como una tromba a ver al jefe de su grupo de tareas. -Yo no mato más a nadie. La escena era patética, había entrado con sus manos con los guantes de látex colocados, salpicado de sangre por todas partes y portando el bisturí como un puñal.
-Lobo siéntese. Le dijo el Jefe mirándolo fijo. -Es una orden, Lobo.
-Yo no mato más a nadie. Repitió temblando y sin obedecer.
-Lobo fue una orden que vino de arriba. Nuestro equipo no llega a estas cosas, lamentablemente Cero estaba sacado en la visita de hoy. Parece que perdió el camino hacia la presidencia de la nación. Él indicó que le mandaran al niño, estaba furioso y no se lo podía contradecir. Paramos todos cuando Cero se fue. Era tarde.
-Yo no mato más nadie. Las órdenes son una mierda de palabras.
-Usted es un hombre de valor para nuestra causa. Lo ha probado miles de veces.
-Se acabó, yo no mato más a nadie.
-A partir de ahora usted va de chofer en las operaciones de calle. No baja para nada, no interviene, sólo conduce. Veremos que se puede hacer más adelante. Comprenderá que pese a la confianza que le tengo no puede salir de este sector. La lucha no ha terminado y la victoria está lejos de estar garantizada. Debemos ser prudentes y cuidarnos para quedar bien parados cuando todo esto termine. Si Cero no es presidente debemos organizarnos para arreglar con el poder de turno.
Lobo no paraba de temblar y pese a ello escuchaba perfectamente. Entendía que todo iba a ser peor, que este mundo de torturas y aniquilamientos podría salir a la luz y que muchos de estos grupos de tareas debían encontrar su lugar en el mundo. Supo que él ya no lo tenía y que no había respuesta, ni en las iglesias, ni en Dios. Solo podía aplicarse una sanción, una condena que le recordara toda la vida que nada lo unía a la condición humana. Se iba a desterrar de la misma. Detrás de él dos torturadores comenzaron lentamente a quitarle el bisturí, los guantes y la ropa manchada de sangre. Él dejó hacer, pero ya no estaba en el lugar, sino en una particular catacumba con la que venía soñando repetidamente los últimos meses. En ella su única compañía eran unas enormes ratas blancas que nacían de todo su cuerpo sin cesar una tras otra. Despertaba gritando cuando paría una rata negra.
Los días que siguieron fueron de preparación y de ultimar detalles. Informó a su mujer y sus hijas que debía cumplir tareas secretas y que por un tiempo no sabrían su paradero. Organizó para que todo el dinero depositado estuviese a disposición de su esposa. También le transfirió joyas que había recibido en varios secuestros. Sin comentarlo revisó su casa para ver si en ella quedaban huellas de su actividad. Pocos días después desapareció llevando una pequeña valija con muy poca ropa.
Se instaló en un departamento de un solo ambiente en la otra punta de la ciudad. Seguía yendo a trabajar y cumplía con manejar el Ford Falcon en los secuestros de su equipo de tareas. Iba con una pistola nueve milímetros en el sobaco, pero no tocaba el arma en ningún operativo. Además, respondía solamente con un sí o con un no las preguntas de sus compañeros. Estos, aleccionados por el jefe, aceptaron sus condiciones como parte de sus responsabilidades, entre ellos no dejaban de comentar que la ejecución del niño había sido una obra eximia. Admiraban la escena preparada por Lobo. Pero también debatían que podían haber detenido un poco a Visco, darle charla hasta que Cero se marchara y así impedir la ejecución llevada adelante por Lobo. La muerte de los padres del niño no les preocupaba para nada. Era cosa sabida que cantaran o no cantaran iban a ser lanzados al mar en los vuelos de la muerte. La ejecución del niño era otra cosa. No por la muerte en sí misma, sino por la serie de errores que habían cometido y que estaba pagando el Lobo. Un hombre valioso que estaba sumido en un silencio que no entendían mucho, pero que estaba al borde de quebrarse. Y sabían que quien se quiebra puede hablar demás. Por eso habían recibido la orden precisa de no dejarlo solo, de acompañarlo en su asumido silencio. El psiquiatra que los asesoraba les dijo que era un ataque de mutismo místico, que era cuestión de tiempo que pudiese salir del mismo, pero debían cuidarlo y al mismo tiempo vigilarlo. Dentro del equipo y controlado no contaría nada. Si amagaba hablar tenían orden de matarlo. Entre todos acordaron que el Visco tenía que hablar con él y por él. También de llegar a la situación final si Lobo comenzaba a hablar con extraños.
Lobo en coherencia con su retiro, con su repliegue y salida de la comunidad de los hombres renunció a los sobres con dinero que venían por fuera de su salario. No le molestó que su parte se distribuyera dentro de su grupo de tareas. Había encontrado un departamento tranquilo en la otra punta de la ciudad. Un mono ambiente interno al que le incorporó los elementos mínimos: heladera, cama, televisión, una mesa y dos sillas. A los pocos días se dio cuenta que el único olor que la casa tenía era el suyo, hiciese lo que hiciese estaban las paredes impregnadas por el olor a humano que era él mismo, ese que su hija rechazaba. De esta manera no podía lograr su retiro absoluto de la humanidad. Estuvo varios días pensando en las mascotas, en cuál podía incorporar para que inundara el lugar con su hedor a naturaleza, que borrara la presencia del único hombre que allí vivía.
Debía ser un bicho de interior, dado que no quería salir a pasearlo y mucho menos conectar con otros dueños de mascotas. En la avenida Beiró encontró una veterinaria especialista en roedores. Había conejillos de indias, chinchillas, hámster y pequeñas y movedizas ratas blancas. Quedó impactado por éstas últimas, eran iguales a las de sus sueños. Se quedó delante de la jaula para ver sus movimientos y tratando de registrar el olor que tenían. El veterinario se acercó: -Son buenas, dóciles, divertidas. Gastan poco en comida. Mucha gente les tiene aprensión, las identifica con las que traen las pestes. Nada de eso pasa, es como si la blancura las alejara de sus primas. Eso sí, se reproducen exponencialmente, hay que controlarlas o en su defecto organizar una forma racional de criarlas y venderlas. Lo crea o no hay un mercado insaciable para estos animalitos. Los laboratorios de investigaciones médicas compran de a cientos por semana. Si, llegado el caso, le interesa yo puedo hacerle el contacto. Ese día compró dos parejas con sus respectivas jaulas. A la noche ya el olor de los roedores predominaba en su casa y el mismo no le parecía desagradable. No había dudas que le gustaba mucho más que el suyo propio.
A la semana, orientado por el veterinario, armó sobre una pared una serie de jaulas para criarlas en forma industrial. Pocos días después tuvo su primera camada de ratas nacidas en su criadero. Las abocó a la reproducción. El olor de las ratas era absolutamente dominante y no trascendía a los departamentos vecinos. En poco tiempo podía entregar cien ratas blancas semanales a los laboratorios con los que contactó por medio del veterinario. Cada lunes de mañana y con puntualidad proveía dos cajas con ratas a las empresas de investigación. Una de esas mañanas contento rompió con su voto de silencio y le preguntó al portero de Alex Investigaciones Médicas: - ¿Qué cosas hacen con ellas?
-Estos animalitos de Dios han venido al mundo para sufrir en manos de algunos hombres. Mire les ponen inyecciones que les producen convulsiones, le inyectan enfermedades en la sangre, les operan una parte del cerebro, le amputan un miembro. No las dejan dormir. Anotan febrilmente las reacciones que tienen. Padecen todo el horror que los seres humanos son capaces de imaginar. Dicen que es investigación, para mi gusto estos señores son atormentadores de bata blanca. Las torturan hasta que finalmente las electrocutan haciéndolas pasar por un piso húmedo por donde corre electricidad. Todas las semanas las hacen desaparecer de a cientos. Sin que nadie lo sepa las tiran al río.