“Tato” el títere que estuvo en la nada | Topía

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“Tato” el títere que estuvo en la nada

 

Conocí a Carlitos en el mes de abril de 2001, llegó cabizbajo y medio escondido detrás de su madre. Tenía entonces 3 años y medio.
A pesar de su corta edad, entró solo al consultorio. Era un niño muy inexpresivo y apagado que parecía vivir en un mundo que no despertaba ningún atractivo para él. Levantaba los juguetes mecánicamente, los colocaba en algún sitio y ahí quedaban. Hacía rodar los autitos pero luego, cuando éstos quedaban fuera de su vista no los buscaba, parecía que ese contacto efímero alcanzaba sólo el momento del encuentro material con el objeto.

Su mirada no parecía detenerse en nada en particular, pero lo que parecía llamar mucho su atención era todo lo que giraba.
Si bien el mayor tiempo permanecía en silencio, cuando hablaba, utilizaba una jerga propia incomprensible.
Cuando algo lo asustaba o simplemente no salía como quería, se desencadenaba en él un arranque de furia, llanto y desesperación que parecía no tener fin. Los intentos de calmarlo no le traían ningún consuelo y lo enfurecían más.
Comenzamos a trabajar juntos y con el correr de las sesiones, los pequeños acontecimientos que ocurrían, daban lugar a que se instalaran reglas y códigos propios a nuestra relación.
En una oportunidad, de modo casual, Carlitos descubrió un lugar donde yo guardaba juguetes en desuso y comenzó a tomarlos e incluirlos en sus actividades.
Otro día, en el que Carlitos estaba saliendo del consultorio, un ruido fuerte proveniente del exterior lo asustó. Comenzó a llorar desesperadamente. No lográbamos explicarnos qué había ocurrido, hasta que su madre entendió entre todos sus balbuceos el nombre del león de una película. Decidí intervenir tratando de transformar ese león que parecía tan concreto en algo más parecido a un cuento o juego. ¡Parecía como si hubiera un león! Busqué entre los juguetes, a dos muñecos grandotes y forzudos. Imitando unas voces gruesas hice que se comprometieran a cuidarlo en el camino a su casa. Su madre, quien se paralizaba ante estos episodios, aceptó divertida mi propuesta y juntos se fueron con los “guardaespaldas”. Carlitos, si bien se veía aún conmocionado por el temor miraba con curiosidad a esos muñecos y los llevaba con una expresión indefinida, pero no del todo indiferente.
Este fue el comienzo de un fluido ir y venir de juguetes entre el consultorio y su casa. La aparición dentro de una sesión del juguete de la vez anterior me permitía retomar algo de lo ocurrido en la misma introduciéndolo en una especie de relato.
Los recuerdos de momentos de las sesiones anteriores eran “capturados” en esa suerte de narración, de modo que no caían en la nada. ¿Caerían en la nada los objetos cuando desaparecían de su vista? ¿Se llamaría “nada” ese no-espacio?
Yo empezaba a percibir que, a medida que se iba armando esta suerte de juego-cuento entre y dentro de nuestros encuentros, Carlitos parecía ya no sentirse tan desesperado. Tan arrojado a su suerte.
En ese momento, en una entrevista, los padres cuentan que en la casa el niño está mucho más contento. Los juegos de sus hermanas comenzaron a llamar su atención y aceptaba intervenir cuando ellas lo incluían. Se empezó a quedar en la mesa para comer con la familia, cosa que antes rechazaba.

La consulta
Los padres de Carlitos hicieron la consulta conmigo luego de un largo proceso diagnóstico y un período de un año de tratamiento con el que no se hallaban conformes. Estaban preocupadísimos por su hijo. Un niño desconectado, malhumorado e irritable. A todas vistas infeliz.
Decían “Desde bebé fue así, no miraba a los ojos, no respondía a los mimos, ni a las sonrisas… no hacía gracias de bebé”... “Tenía un llanto diferente, como furioso… no sabíamos como calmarlo”.
Le habían realizado innumerables y profundos estudios neurológicos, audiométricos y psiquiátricos, traían un informe escrito cuya síntesis final rezaba: “Trastorno generalizado del desarrollo no especificado con sintomatología autista atípica”.
Lo describían como a un niño que rehuía al contacto físico, aun de sus padres y sus dos hermanas (4 y 2 años mayores que él) No permitía que nadie lo alzara, salvo su madre. Por momentos tenía movimientos estereotipados.
No aceptaba beber ningún líquido que no fuera leche. Tenía encopresis primaria.
Alrededor del año comenzó a decir algunas palabras pero al año y medio, dejó de hablar por completo. Al momento de la consulta hablaba una jerga incomprensible. Había desarrollado una particular habilidad para manejar aparatos electrónicos.
Los padres estaban destrozados y se preguntaban llorando qué habían hecho para que este chico tenga un cuadro tan grave y de tan mal pronóstico. Decían: ”Por suerte no tiene un aspecto físico raro… como tienen “esos chicos”… la gente no lo rechaza a pesar de que sea diferente”.

Los comienzos del jugar
A 6 meses de iniciado el tratamiento ocurrió algo inesperado que dio lugar a un momento “mágico”. En él se desencadenaron una serie de pequeños-grandes acontecimientos que considero de fundamental importancia para la evolución del caso y su comprensión.
Generalmente lo traía la madre, y juntos habían instalado una costumbre que consistía en pasar por el kiosco antes de entrar al consultorio. Si no se cumplía, se desencadenaba, decía ella, “el ataque”.
Ese día lo trajo a consulta el padre, quien por desconocimiento, no cumplió esta condición. El niño armó un escándalo de dimensiones mayúsculas. Yo escuchaba los gritos que provenían del ascensor, y suponiendo que el tema del kiosco estaba en el medio, me dispuse a intervenir de un modo diferente al que lo había hecho otras veces ante la misma situación.
En la caja había un títere, a quien llamábamos “el bicho”, que no representaba ningún animal en especial, pero que por la forma de su trompa y ojos, resultaba particularmente dúctil y expresivo.
Hasta ese momento no había pasado de la categoría de un pedazo de tela, un objeto que yo a veces colocaba en mi mano y trataba de animar, sin obtener resultados en “mi público”.
Al abrir la puerta, en vez de mi cara, se asomó “el bicho”, para sorpresa de padre e hijo.
Quien habló fue “el bicho”, que también se manifestó muy ofuscado conmigo porque yo le había prometido que iríamos al kiosco y no había cumplido. Les propuse a ambos (Carlitos y “el bicho”) ir juntos al kiosco. El niño miraba entre sus lágrimas bastante azorado, pero complacido. Así fue como partimos los tres, el niño, el títere y yo rumbo al kiosco, dejando al padre en la sala de espera algo confundido y aliviado.
En el ascensor “el bicho” pidió que fuera Carlitos quien lo llevara en su mano y el niño aceptó no muy convencido.
Yo tampoco estaba muy segura de lo que estaba haciendo, pero algo me decía que redoblara la apuesta.
Camino al kiosco nos íbamos mirando en los espejos del ascensor y de los negocios, la expresión de la cara de Carlitos iba cambiando.
Una sonrisa se insinuaba en su boca y parecía que empezaba a “creer” cada vez más en el juego.
Comprar juntos gololosinas con “el bicho”, abrirlas y comerlas fue una experiencia fantástica. Carlitos y yo nos hicimos cómplices ante el hecho de que “el bicho” hacía que comía su parte de los caramelos, para después permitir que los saboreara él. Con esto íbamos delimitando un territorio, donde lo que ocurría era real pero al mismo tiempo era un juego.
Volvimos al consultorio, y nos pusimos a jugar con “el bicho”: éste era sorprendido por unos malos que lo atacaban. Pedía ayuda desesperadamente y los muñecos forzudos acudían en su auxilio. Carlitos participaba con descontrolados gritos y risotadas atacando al “bicho” quien se quejaba y protestaba a más no poder, para gran alborozo del niño.

La creación de Tato
El títere estaba comenzando a cobrar vida. Entonces “se animó” a pedir algo. Ya no quería que le dijeran “bicho”, porque bichos había muchos y él quería un nombre para él sólo. Propuse opciones, entre ellas el niño escogió un nombre y le pusimos Tato.
A partir de ese momento Tato adquirió “identidad” y formó parte de nuestros incipientes juegos que reproducían la misma escena con algunas variaciones. Carlitos disfrutaba con el hecho de disponer qué camino llevaban los acontecimientos. Si se lograba salvar a Tato, cuándo, cómo y quiénes lo hacían.
Por esa época, un día en que le tocaba venir a sesión, me toma de sorpresa un llamado telefónico, Carlitos le había pedido a su madre que marcara mi número. Mantuvimos una rudimentaria y conmovedora “conversación” en la que, por supuesto, hablamos de Tato.
El eje temático que se había organizado alrededor del episodio que podríamos llamar “ruido-león-peligro-guardaespaldas”, reaparecía en este juego con otro carácter simbólico. Mediatizado por una trama indirecta. El perseguido ya no era él sino “otro”. El eje argumental se repetía sólo con algunas variaciones, pero mantenía un cauce común que daba la pauta de que algo se estaba inscribiendo, en algún “lugar”.
El títere fue vocero privilegiado de vivencias de desamparo y anonimato. Las experiencias terroríficas, hasta ese momento bloque irreductible, fueron descompuestas en distintos matices y nuevos recorridos posibles, creados por él.
En una entrevista que tuve con los padres poco después de ese momento, los padres dijeron que los cambios de Carlitos en la casa eran sorprendentes. Dicen ”parece otro chico”. Ha comenzado a controlar esfínteres y a pedir que le dejen prendida la luz del baño, pues tenía miedo.
También intentaba contar (en una jerga algo “mejorada”) algunas cosas que le ocurrían en el jardín y al mismo tiempo se señalaba con la mano la cabeza. Reproducía con la mayor naturalidad un gesto que me había visto hacer a mí cuando hablando con él, me refería a sus recuerdos o sentimientos (como si fuera lo más natural del mundo tocarse la cabeza al mencionar sus “contenidos”).
Los padres cuentan que por primera vez en su vida, el niño se interesó especialmente por un juguete de los que había en su casa.
Se trataba de un muñeco de plástico bastante duro y frío. Se lo había comprado su madre hacía algún tiempo, pero al principio no le había prestado mucha atención.
La madre había notado que últimamente el niño andaba bastante apegado a él. Pero una noche estando ya el niño en su cama, llamó y pidió que se lo alcanzaran y se durmió tranquilamente abrazado a él.
Un muñeco entre tantos de los que había en su casa, empezó a ser SUYO. Tenía entonces cuatro años.

Reencuentros, descubrimientos...
Así como Carlitos descubrió a su muñeco entre todos los que había y al darle vida, lo reencontró como propio, también los conceptos fecundos de nuestros maestros nos reencuentran, nos sorprenden y se asoman entre los avatares de nuestra clínica.
Winnicott insiste en que la única manera en que un niño puede establecer una relación con el mundo es sintiendo que es él quien lo crea, a partir de una experiencia de omnipotencia mágica. Esta operación sólo puede realizarse en el interior de una relación de confianza que le permite forjarse la ilusión de que lo que él crea, existe en la realidad*.
Carlitos vivía al mundo del mismo modo que a los juguetes que yacían en su casa, allí fuera de él, ajenos e indiferentes. También en ese no-lugar estaba el títere de mi consultorio, hasta que se transformó en Tato. Algo así como en la nada. Sus ataques de desesperación probablemente expresaban la sensación de irrealidad que experimentaba.
En las condiciones especiales que creó el vínculo terapéutico, este niño pudo comenzar a tener esa experiencia que le permitió sentir que era posible un mundo “para él”… “de él”.
Sus ataques de ira y desesperación probablemente expresaban la vivencia de irrealidad que tenía.
Carlitos descubrió que él podía dirigir las vicisitudes de su personaje: Creaba, sostenía y resolvía los conflictos con enorme placer. Diseñaba su destino.
Este fue el comienzo de muchos otros comienzos. Luego vinieron nuevos personajes, historias menos repetidas, un abanico cada vez más amplio.
”Lo dado” dejaba de tener esa consistencia absoluta. No estaba todo dicho.
Sería imposible describir todos los cambios que se sucedieron casi vertiginosamente en la vida de Carlitos a partir de ese momento, sin caer en una injusta simplificación.
Aun corriendo este riesgo, diré que actualmente Carlitos está en preescolar, tiene una intensa vida social con sus pares, su lenguaje es casi normal para su edad (al punto que en sesión cuenta sus sueños) y está empezando a aprender a escribir con mucha facilidad. Los padres notan que disfruta con una particular intensidad de todo lo que hace, más que los otros niños. Dicen de un modo simple pero profundo “es como si hubiera descubierto el mundo”.
Recuerdan que cuando recibieron el diagnóstico, buscaron información en internet y los mejores pronósticos eran desoladores.
No es mi objetivo hacer una rigurosa disquisición diagnóstica, de hecho omití deliberadamente la cita de datos históricos y familiares sin duda de mucha importancia.
Pero sí destacar el enorme campo de posibilidades que abre la actividad creadora y simbólica que tiene lugar dentro de las condiciones de comunicación y sensibilidad que ofrece el vínculo terapéutico.
La especificidad de la función del psicoanalista es crear un espacio de características tan particulares que ofrezca condiciones para que se puedan desplegar fenómenos y procesos que de lo contrario sólo se producen dentro de la privacidad de los vínculos primarios.
Tuve el privilegio de asistir al descubrimiento que hizo Carlitos del mundo y de sí mismo, a través de sus creaciones.
Fueron momentos mágicos dentro de la intimidad de un tratamiento, en los que el comienzo del jugar dio lugar a muchos otros comienzos.

*Agradezco al Lic. Jorge Rodríguez sus generosos aportes acerca del pensamiento de Winnicott y en particular sobre este concepto cuya lectura en la versión original inglesa (que es la que he referido) permite una interpretación más fiel y jugosa.

 

Marina Rizzani
Psicoanalista de niños
marinarizzani [at] hotmail.com

 

Bibliografía
Winnicott, Donald, Playing and reality
Bleichmar Silvia “¿Invalidan los nuevos descubrimientos las determinaciones psicogenéticas del autismo?”.Revista Psicoanálisis con Niños y Adolescentes. N°5
Pelento, Marilú, Clase “Winnicott y sus precursores”. Seminario dictado en el Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez, año 2000.
 

 
Articulo publicado en
Abril / 2004