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Un “buen” miedo en cuarentena

 

La familia de Axel estaba particularmente preocupada cuando se declaró la cuarentena, ya que la convivencia con el niño solía ser insoportable aún en condiciones normales. Decían “es un chico imposible”.

Un año y medio atrás, cuando tenía 9 años, la escuela a la que concurrió desde jardín maternal, sugirió un cambio de institución debido a los permanentes conflictos con sus maestros y pares.

​No era fácil alojar a estos padres, en cuyo discurso aparecía un “no niño” de 9 años, maleducado y despótico, que parecía no tenerle miedo a nada

Axel peleaba con sus compañeros y contestaba de modo desafiante a las maestras, en el cuaderno de comunicaciones llovían notas encabezadas con el temido “queridos papis”.

Su desempeño académico era brillante, pero sus dificultades hacían necesario el cambio a una escuela que pudiera alojarlo de un modo más adecuado.

Los conflictos se prolongaban pues el niño negaba terminantemente haber empezado las peleas, convencido de que él sólo respondía a provocaciones.

La misma escuela, cuando el pequeño tenía cuatro años, lo derivó a un psicólogo, pero este tratamiento había sido recientemente interrumpido ante la falta de resultados.

En ese contexto conocí a los padres de Axel, completamente desbordados y angustiados porque el vínculo con este niño los ponía en un constante conflicto. Era al mismo tiempo demandante y desafiante. Nunca estaba conforme con lo que tenía, se quejaba de lo que había para comer, de los regalos, no quería ir a bañarse, daba vueltas para empezar la tarea o para irse a dormir.

Uno de los motivos que detonó la consulta fue que, en un reciente viaje al exterior, fueron a una enorme juguetería donde vendían sólo muñecos. Entraron sólo “a ver”, aclarando que no iban a comprar, dado que Axel solía afirmar que no le interesaban los muñecos, pensaron que esto no iba a ser un problema.

Una vez en la tienda se armó la escena tan temida como obvia para un observador externo: el niño vio un muñeco que le encantaba y quiso que se lo compraran. Los padres se pusieron firmes y terminaron en la puerta del negocio con el niño furioso a los gritos y golpes, un escándalo descomunal. Ellos avergonzados ante la mirada de los transeúntes y el guardia de seguridad, quien se acercó alarmado.

Parecía que no habían considerado que Axel podía quedar deslumbrado ante tal oferta de muñecos presentados de manera espectacular. Pensaron que bastaba con haberlo conversado previamente, para que él pudiera cumplir con lo acordado.

Justamente él.

No era fácil alojar a estos padres, en cuyo discurso aparecía un “no niño” de 9 años, maleducado y despótico, que parecía no tenerle miedo a nada, como si tuviera un yo fuerte, capaz de hacerse cargo de su comportamiento. Repetían, casi increpándome “¿cómo puede ser que un chico de su edad se comporte de esta manera?... ¿un chico tan inteligente no puede entender que tiene que cumplir ciertas pautas?”

En la relación entre niño y su entorno parecía estar coagulándose una dinámica patológica, lo que anunciaba un cuadro preocupante, un verdadero desafío, que se veía mayor aún luego de un fracaso terapéutico previo.

Mi función como analista fue reflejar sus fuertes deseos de alcanzar sus metas, sin otorgarle un carácter dañino o destructivo, como sucedería en los vínculos fuera del espacio terapéutico

Cuando lo conocí mostraba una mezcla de timidez y altanería. Un poco escondido detrás de su madre, saludó de modo apenas audible, pero una vez en el consultorio su actitud cambió, revisaba los juguetes con un aire de insatisfacción y superioridad.

Se detuvo a explorar los playmobil, entre ellos había juegos de bomberos, granjeros, indios, astronautas, etc. Axel afirmó que él tenía muchos más y mejores. Mientras preguntaba con cierto aire de desinterés para qué sería tal o cual pieza, de manera inesperada, tomó una lanza del juego de indios y la introdujo bruscamente en una nave espacial. A duras penas logramos sacarla ya que había quedado atascada. Lo descontextualizado e intempestivo de este gesto me pareció que indicaba la presencia, dentro de su psiquismo, de aspectos primitivos desligados que operaban sin control, emergiendo bruscamente.

Axel dibujaba maravillosamente, mientras me mostraba sus dibujos se mostraba orgulloso y autosuficiente. Prolongaba el momento en el que extendía su dibujo ante mis ojos. En esos momentos se podía ver en él un niño pedante o, tal vez, un niñito pequeño buscando un soporte en la mirada del otro.

Propuse un dispositivo terapéutico que incluía dos sesiones individuales semanales con el niño y entrevistas regulares con la pareja parental.

Los padres al hablar de Axel adoptaban un tono reprobatorio y demandante.

De a poco pude internarme más en la historia de esta familia.

Si bien Axel fue un niño muy deseado y buscado, las condiciones de crianza que los padres impusieron al bebé fueron de una extrema rigidez: los horarios de mamada y de sueño fueron establecidos de modo fijo y respetados a rajatabla.

Luego de una serie de entrevistas con los padres, pudimos empezar a trabajar sobre su manera simétrica de ubicarse frente a Axel, tratándolo como si tuviera un aparato psíquico maduro, capaz de elegir y controlar su comportamiento.

Ante un señalamiento, que puso en evidencia que se referían al niño como un adulto, la mamá dijo repentinamente “es que esa es la historia de mi infancia”, algo sorprendida, por primera vez hizo esa conexión, relató cómo de pequeña tuvo que hacerse cargo de sus hermanitos mientras sus padres salían a trabajar. Más adelante, en una entrevista que tuvimos a solas, recordó llorando que ella lo hacía sin protestar, pero que en los juegos con sus hermanitos se ponía mandona y cruel.

De adulta, pudo desarrollar una profesión y ser exitosa. En ese medio profesional conoció a su futuro marido, un hombre proveniente de una familia tradicional, poco afectuosa y muy severa.

Desearon y buscaron mucho a Axel.

Pero su historia, la historia de esta niña sometida a cuidar de otros niños, se interpuso en su maternidad. Pareciera que, de modo inconsciente, experimentó a este bebé como un invasor, reviviendo en sus demandas, aquéllas que debió soportar siendo niña, debiendo posponer sus propias necesidades infantiles.

Los padres relatan que en una oportunidad en que el bebé lloraba desconsoladamente, lo llevaron alarmados a una guardia y fue la enfermera quien, con sentido común, hizo el diagnóstico: “¿este chico no tendrá hambre, señora?”

Cuando relatan este episodio la madre rompe en llanto al tomar conciencia de lo arbitrario de su respuesta, que fue “pero si todavía falta una hora para la mamadera”.

Axel respondió desarrollando rápidamente una pseudo independencia notable, hablando y dejando los pañales tempranamente. Pero esta fachada ocultaba otros aspectos primitivos de su vida psíquica que permanecían casi intactos y emergían violentamente en los vínculos con los otros. Su manera de exigir e imponer su voluntad indicaba la presencia de un mecanismo defensivo de omnipotencia patológica, mecanismo que operaba desmintiendo y negando sus aspectos dependientes.

No fue fácil ganar su confianza, el desdén y desprecio que exhibía, hacían muy difícil acercarse a él.

Cuando llegaba a sesión, aún en la vereda, se escondía torpemente en algún lugar, tratando de sorprenderme. Se podía percibir la presencia de un niño pequeñito que disfrutaba de ejercer el control de la situación en la que yo lo buscaba sin éxito y él aparecía imprevistamente. El camino desde la puerta hasta el consultorio estaba sembrado de interrupciones: tocando perillas o adornos de la sala de espera. Lo mismo ocurría al llegar el final de la sesión: indiferente a los timbrazos que provenían del portero eléctrico: se esmeraba por llamar mi atención haciendo coreografías de rap, girando en el piso. Estos comportamientos generalmente provocaban rechazo, lo inapropiado del momento en el que exigía la atención del otro lo ponían en un lugar de niño “imposible”.

El contexto de la pandemia y las noticias alarmantes, coincidió con la adquisición de nuevos recursos psíquicos que le permitieron reconocer su dependencia de un otro que estaba fuera de su esfera de dominio

Parecía que en esos momentos, el tiempo que reinaba no era un tiempo convencional, marcado por relojes, turnos o timbres, Axel añoraba sin saberlo, un tiempo elástico que se estirara, ajustara y adecuara a sus demandas. Una añoranza de algo que no podía recordar, pues este anhelo provenía de las fallas ambientales de los momentos tempranos de constitución de su psiquismo, cuando aún no existía un yo que registrara lo que le sucedía.

La tarea se centró en la construcción de un espacio para que estas demandas se expresaran, metabolizaran y transformaran.

En las sesiones de Axel no reinaba un clima lúdico, había en su comportamiento un exceso de eficacia y realidad.

Durante los primeros meses eligió los juegos de mesa, jugaba hábilmente, instalado en una relación de igual a igual. Comenzaba respetando las reglas, pero frecuentemente, su afán de obtener algún plus, se interponía haciendo un uso “apiacere” de las reglas. También aparecía su voracidad proyectada en mí, sospechando que tenía intenciones de hacerle trampa, se embarullaba con sus argumentaciones, terminando confundido y ofuscado.

Luego de meses de intenso trabajo con los padres y el niño, en sus sesiones descubrió el Monopoly.

Axel se comportaba como un verdadero inversionista, administrando su capital hábilmente. Le encantaba ser el banquero y manejar la distribución de los billetes.

Su apariencia de hábil negociante, contrastaba con su infantil preferencia de tener su capital en muchos billetes de poco valor. Las pilas de billetes se le amontonaban y entorpecían sus movimientos sobre la mesa de juegos, pero era más poderosa la fascinación que ejercía en él ver ese montón de dinero todo suyo.

En el juego hay que tirar dados y avanzar la ficha hasta un casillero para, en caso de que no tenga dueño, poder comprar la propiedad. Cuando Axel deseaba especialmente adquirir alguna, avanzaba la ficha contando mal los casilleros. Se convencía a sí mismo de que había hecho lo correcto.

Mi función como analista fue reflejar sus fuertes deseos de alcanzar sus metas, sin otorgarle un carácter dañino o destructivo, como sucedería en los vínculos fuera del espacio terapéutico.

Antes de tirar los dados, él hacía rituales para la suerte. Me sumé a esto como si fuera un juego, haciendo yo también algunos pases mágicos antes de tirar los dados, cosa que Axel miraba con ligera complicidad.

Los matices que fue adquiriendo el Monopoly a través del manejo del dinero, los dados y los ceremoniales para la buena fortuna, comenzaban a otorgarle al juego un nuevo espesor, en la medida en que nos despegábamos de lo real y nos internábamos en lo ficcional. Una zona transicional, un “como sí” se estaba insinuando.

En un punto del juego, de modo azaroso, tuve la suerte de poder adquirir todos los ferrocarriles, lo cual implicaba que, al ser yo propietaria de un monopolio, cada vez que su ficha caía en uno de ellos debía pagar una suma mucho mayor a la regular.

Él lo soportaba estoicamente, pero al pagarme altos peajes cada vez que le correspondía, su capital se iba empobreciendo.

Intervine diciendo que decidía bajarle el monto, porque de esa manera yo estaba ganando mucho a su costa, que prefería cobrarle la mitad, mientras él se recuperaba y fortalecía.

Me miró incrédulo y dijo textualmente “¿me estás jodiendo?”

Hice una jugada, en la cual incluí su genuina necesidad de ser sostenido para poder crecer y mi capacidad de soportar ese período de dependencia, sin sentirme afectada por renunciar a mi rentabilidad.

Alzó los hombros, levantó una ceja y con una media sonrisa de sorna siguió jugando, satisfecho de obtener una ventaja, pero frente a una rival tan poco estimulante.

Pero algo fue cambiando, fue sutil, diría que el gran cambio fue que nos empezamos a divertir.

El disimulaba su disgusto ante los malos puntajes, gesticulando involuntariamente, yo empecé a imitarlo, exagerando mis sentimientos de disgusto. Axel se tentaba.

Con el correr de las sesiones y los negocios, nos pusimos nombres ficticios. Me puso Doña Ferro.

Así casi imperceptiblemente, después de más de un año de conocernos, comenzamos a jugar. Doña Ferro era algo tan simple y tan importante a la vez: una creación personal de Axel, un elemento que indicaba la consolidación de un espacio transicional, un espacio donde queda en suspenso la diferenciación entre fantasía y realidad. Un indicador auspicioso, pues sólo en estas condiciones de conexión especial, se pueden procesar ciertos contenidos traumáticos.

Las condiciones de crianza de este niño no favorecieron la integración y elaboración de sus pulsiones y emociones primitivas, quedando éstas en parte escindidas, sin ligar.

Como consecuencia de ello, había en este niño cierta erotización de la agresión: las luchas de poder, negociaciones, concesiones y tensiones del juego del comercio fueron un medio propicio para su expresión y procesamiento dentro del tratamiento.

Una vez creada la sutil filigrana que permitió la instalación de una zona de juego, se pudo usar el espacio terapéutico para desplegar y ligar estas pulsiones.

Paralelamente, con los padres se trabajó intensamente. Oscilaban entre exhibir una actitud refractaria, a momentos de mayor reflexión sobre su manera de pensar a su hijo.

Durante el proceso, ambos se comprometieron, conectándose con sus propias historias infantiles, en las cuales, por distintos motivos, se hicieron prematuramente responsables.

Este niño los ponía en una encrucijada, ofuscándolos con sus demandas y avergonzándolos con su comportamiento inadecuado. Reflejándolos como padres fallados. Cada vez que llegaban las notas del colegio con el encabezamiento “queridos papis” se sentían reprobados como padres, lo que no hacía más que redoblar sus intentos de dominar a su hijo a través de represalias.

En los comienzos del proceso, el niño había entrado a un nuevo colegio, con un excelente equipo docente, con el que pudimos trabajar coordinadamente, buscando estrategias para contener al niño, tratando de evitar las famosas “notitas”.

La presencia de aspectos inmaduros disociados, dejaba al yo de este niño, a merced de impulsos de los que realmente no podía dar cuenta y que lo arrasaban. Desde esta perspectiva, podemos pensar que cuando después de sus desbordes, Axel se defendía diciendo “yo no fui”, en esos momentos no había en él un yo que pudiera administrar sus impulsos. No había sido estrictamente él.

Esta fue una clave para que los padres fueran descubriendo nuevas maneras de interpretar los comportamientos de su hijo, alojándolo en un lugar más acorde a sus necesidades.

Estábamos en eso, cuando estalló la pandemia y nos sorprendió la cuarentena y el aislamiento.

También fue imprevisto lo que ocurrió con Axel y su familia. A todos nos tomó por sorpresa la inusual disponibilidad del niño y su familia, sobre todo su madre, para compartir tiempo juntos.

Estas nuevas condiciones son más propicias para que Axel pueda experimentar la dependencia y paulatinamente, ir procesando estos nuevos “buenos miedos”

Hasta entonces, si bien había momentos de mayor bienestar, en su casa los conflictos continuaban siendo el pan de todos los días.

Pareciera que para ellos este tiempo de suspenso, surgió como una oportunidad.

Luego de un intenso proceso terapéutico que había propiciado la aparición de otros recursos, se generaron condiciones para reparar los momentos de desencuentro que se dieron en los comienzos de la vida de Axel.

El niño colaboraba en las tareas de la casa y disfrutaban cocinando juntos, le dijo a su mamá “es como que ahora nos estamos conociendo mejor”.

Esta nueva forma de conectarse, implicaba también reconocer al otro como alguien afuera de su mente, a quien no podía dominar ni controlar omnipotentemente.

Por las noches le empezó a costar conciliar el sueño, lo torturaba pensar en que esos lindos momentos que compartía con sus padres alguna vez iban a terminar, que alguna vez sus padres iban a desaparecer.

Fueron largas horas de angustia antes de dormir.

Estos eran miedos nuevos para Axel. El contexto de la pandemia y las noticias alarmantes, coincidió con la adquisición de nuevos recursos psíquicos que le permitieron reconocer su dependencia de un otro que estaba fuera de su esfera de dominio. Por lo tanto, alguien sometido a leyes ajenas a su deseo, a quien podía perder.

Intentaron ver juntos series, leer cuentos, pero una vez que el niño quedaba solo en su cama, volvían los miedos, reclamaba una y otra vez la presencia de alguno de sus padres.

Uno de esos días, ordenando el desván, encontraron un libro de cuentos que perteneció al padre de Axel cuando era niño.

Ese hallazgo fue providencial, ya que el libro ajado y descolorido, llevaba en sí las huellas de la infancia del padre.

Comenzaron a leer juntos todas las noches. En esos momentos, Axel contaba con un padre que, al estar a su vez conectado emocionalmente con su propia infancia, podía ayudarlo a procesar esos nuevos sentimientos de pequeñez e impotencia que lo atormentaban.

Estas nuevas condiciones son más propicias para que Axel pueda experimentar la dependencia y paulatinamente, ir procesando estos nuevos “buenos miedos”. Un punto de partida para poder vincularse con los otros desde un lugar de mayor cuidado y conexión.

 

Bibliografía

Benjamin, Jessica, Sujetos iguales, objetos de amor, Paidós, Buenos Aires, 1997.
Tagle, Alfredo, Del juego a Winnicott, una revolución silenciosa, Lugar, Buenos Aires, 2016.
Toporosi, Susana, En carne viva. Abuso sexual infantojuvenil, Topía, Buenos Aires, 2018.
Winnicott, D.W., Deprivación y delincuencia, Paidós, Buenos Aires, 2003.

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Articulo publicado en
Agosto / 2020