Los horizontes familiares y el paradigma liberal de la felicidad | Topía

Top Menu

Titulo

Los horizontes familiares y el paradigma liberal de la felicidad

 

Podría pensarse que la familia, en tanto institución social y por tanto histórica, y en tanto red de relaciones sociales estructuradas en torno de un núcleo organizado por el parentesco, se ha convertido en la contemporaneidad en un constructo bio-político por antonomasia. Hay ciertamente pocas figuras que evoquen la perspectiva foucaultiana sobre las modalidades positivas en las que se transfigura el poder de forma tan acabada, y aun ejemplar, como la institución de la familia liberal que hoy nos resulta tan natural. En efecto, la familia no ha sido siempre lo que hoy es. Espacio privatizado que asume la responsabilidad del desarrollo psico-sexual y social de los individuos, sus evocaciones se han gestado, como señalara Jacques Donzelot en su clásico La policía de las familias, a lo largo de los siglos XVIII y XIX, en una intensa y constante lucha por la distribución de las responsabilidades y tareas al amparo y a la vez en tensión con otras dos instituciones que devendrán emblemáticas de la configuración del bio-poder, a saber la medicina (y con ella, más tarde la psiquiatría) y la educación.

El poder sobre la vida: esta descripción literal de la biopolítica remite a lo que Michel Foucault entendería como un nuevo rol que habrían de asumir los Estados a lo largo de la modernidad, los cuales reformularían el problema de la soberanía sobre los territorios, asumiendo la tarea del control poblacional. Esta nueva racionalidad del Estado -la cual supondría que la soberanía ya no se limitaría a los bienes y los territorios sino que se extendería a los sujetos que los habitan-, supondrá el nacimiento de una nueva concepción de gobierno, que remite al “gobierno de sí mismo y de los otros”, así como al “gobierno de todos y de cada uno”, cuya tradición se remonta a la doctrina pastoral. Esta nueva lógica del gobierno iba a implicar en primera instancia una constante preocupación por el desarrollo regulado de las poblaciones y su finalidad sería la de asegurar su bienestar (1). Es a partir de este nuevo constructo, la población, en tanto centro de la preocupación del gobierno, que se reformula el rol de la familia en la modernidad. Si antes la familia funcionaba como un modelo de acumulación y preservación de bienes a cuya imagen se pensaba la soberanía territorial, bajo esta nueva racionalidad, la familia devendrá un instrumento gubernamental. En palabras de Foucault, la familia deviene:

“…un elemento interno a la población: es decir, ya no más un modelo sino un segmento. De todos modos, continúa siendo un segmento privilegiado porque siempre que se requiere información concerniente a la población (comportamiento sexual, demografía, consumo, etc.), ésta se obtiene a través de la familia… es desde mediados del siglo XVIII que la familia aparece en su dimensión instrumental relativa a la población, con la institución de campañas para reducir la mortalidad, y promover los matrimonios, vacunaciones, etc.” (2)

Es en este nuevo contexto que la familia va a ser vinculada directamente al entonces novedoso interés por la protección de la infancia, que será reconcebida como población infantil (y juvenil). Preservar y asegurar la vida de las nuevas generaciones será clave para el desarrollo de la riqueza de los nuevos Estados nacionales, que ya no dependerá exclusivamente de las tierras que se poseen, sino de la riqueza que éstos son capaces de producir, lo que implica la riqueza que una población productiva es capaz de producir: la población devendrá objeto de preocupación y protección dado que una población sana y productiva dará la talla de cuan rico un Estado ha de ser.

Es también en este contexto que se plantea el problema de la sexualidad de esta población y cómo organizarla. Siguiendo a Foucault, será este contexto de transfiguración biopolítica del poder el que, de hecho, dará lugar al nacimiento de la sexualidad como espacio en el que se da una nueva configuración de la relación saber/poder. El control de la población, en efecto, iba a precisar entre otras cosas, de una cierta regulación de la natalidad así como de los modos adecuados de procreación y desarrollo de la progenie, que de aquí en más deberían limitarse al interior del entorno familiar. De modo que la preocupación por el cuidado de los niños es paralela del advenimiento de este dispositivo que es la sexualidad, y ambos, se dan en conjunción con el pasaje de la concepción del poder como espacio represivo a su comprensión como elemento productivo, el cual no sólo implica una revolucionaria forma de entender el poder en el ámbito de la teoría sino que además caracteriza la dinámica de nuestra modernidad: de la prohibición a la protección, de la concepción jurídica del poder a la concepción terapéutica, de la ley y la disciplina a la regulación social, de la trascendencia del otro con respecto al poder a la inmanencia del poder en la normativa. De hecho, ésta es una de las tesis principales de su primer volumen sobre la Historia de la Sexualidad: La voluntad de saber, uno de los primeros textos donde aparece la concepción del biopoder.

Bajo esta impronta, Donzelot realiza su investigación sobre el origen y evolución de la familia moderna y nos muestra las hazañas del poder regulador de los últimos dos siglos que ha hecho de la familia liberal lo que hoy es: una unidad en permanente crisis, objeto y origen de lo social, como señalaría Gilles Deleuze en su epílogo a este libro; espacio de negociación de las normas sociales, garante del desarrollo del individuo liberal y horizonte existencial aparentemente incuestionable para todos. En este aspecto el libro de Donzelot es providencial. Según su análisis, en esto consiste precisamente la utilidad social que se adscribe a la familia a partir del siglo XX, sobre todo desde su segunda mitad. La familia privatizada devendrá el espacio de mediación y de ajuste entre los requerimientos de las normas sociales y las necesidades de control poblacional de un Estado (configurado como una red de aparatos biopolíticos) y el desarrollo psico-sexual (y social) individual. Dice Donzelot que la tensión y el conflicto entre la familia tradicional y el Estado con respecto al cuidado, protección y desarrollo de la infancia –en pos de la consecución de individuos adultos funcionales al orden social vigente-, escenificado como una sucesión de luchas por la distribución de las competencias de autoridad y educación de las nuevas generaciones, se resuelve otorgándole a la familia la función de desarrolladora de individuos y a la vez, señalando su carácter necesariamente deficiente, pues será la misma intensificación de las relaciones familiares que se da a partir de investirla con todo este poder, la que permitirá a la vez culpabilizar y responsabilizar a la familia por el pleno desarrollo individual de cada uno de sus integrantes.

Internalizado en la forma de una culpa sin objeto, producto de un cálculo racional sobre la distancia que la separa de un ideal que tampoco podría definirse claramente, pero del que toda familia se encuentra en situación de falta, este poder se constituirá a imagen y semejanza de las fantasías que se ciernen sobre la figura conyugal (entendida como un heterosexual y complementario núcleo procreador y monógamo). No hay manera de que esta fórmula conyugal pueda actuar de forma absolutamente adecuada o correcta en relación con la formación de su progenie. Desde el comienzo, sabe que fallará. No por completo, pero sí sé que no colmará las expectativas imaginadas, siempre inalcanzables, por definición, y en su ayuda vendrán entonces otras instancias de formación, re-educación, asesoramiento y por qué no, también de medicalización y ‘psicoterapeutización’. En la familia entendida como el nudo de las relaciones más intensas y última responsable de la socialización, recaerá toda la responsabilidad de una tarea de antemano fallida, y es en base a este carácter fallido que habrá sitio para el despliegue de otras prácticas y tácticas (en las que el Estado llevará la voz cantante) de regulación socio-sexual. Como remarca Donzelot, bien porque sus lazos se tornan muy intensos y dificultan la exteriorización de sus integrantes, bien porque su estructuración ha sido demasiado laxa, dejando a sus miembros interiormente indefensos y por tanto con una afectividad deficiente, será tarea de cada familia –y en particular de la proyección conyugal- luchar incesantemente por conseguir un equilibrio inestable que de a sus descendientes el grado correcto de interiorización y exteriorización con la ayuda de todos estos otros nuevos saberes.

La nueva regulación a cargo de la institución familiar dejará de lado las tácticas de control a favor de las de protección. Ya no se ocupará primeramente de garantizar alianzas oportunas para su descendencia y proteger su honor, sino que se abocará a formar individuos capaces de desear y buscar la felicidad personal. En tanto garante de la formación del deseo de felicidad, la familia se tornará entonces a su vez como el espacio donde la felicidad podrá realizarse. La familia feliz se convierte entonces en el paradigma mismo de la felicidad y tan en serio se toma su tarea que no sólo se limitará a ser el sitio donde se enseña a buscar la felicidad sino que devendrá ella misma el sitio privilegiado donde la felicidad puede conseguirse. No hay mejor destino -es decir, destino más feliz- desde el paradigma familiar que el de constituir la propia familia feliz.

Institución central que lo absorbe todo, la familia pasó a convertirse también en el ideal de aquellos que en cierto momento se vieron opuestos, por mor de la heteronormatividad y sus fobias consecuentes, excluidos de este bien y exentos de la posibilidad de desear este ideal. Donzelot escribió su libro en los años ’70 (3). En aquel momento, cuando describía su familia contemporánea, encontraba en la figura del homosexual, a un potencial ‘otro’ que acechaba en el exterior de la familia, porque negaba la complementariedad conyugal, única fórmula concebida como viable en ese contexto digna de prever un desarrollo psico-sexual adecuado para la descendencia. Efectivamente, en este sentido, Donzelot confirmaba la idea –sostenida no hasta hace mucho tiempo y que de hecho todavía se sostiene- de que no ser heterosexual implicaba en sí mismo resignarse a no tener familia, negar la familia y aún amenazarla. Las trazas de esta oposición siguen presentes hoy en día, como se hace evidente en los debates sobre la legislación del matrimonio entre personas del mismo sexo-género y su derecho a la parentalidad. Así lo plantea Kath Weston, en su clásico estudio sobre las transformaciones de las familias. En Las familias que elegimos, la autora describe la historia de cómo se gesta en las comunidades de San Francisco, la búsqueda de formas alternativas de familia, y en este contexto se cuestionan las relaciones de sangre como único modo legítimo para determinar qué son y cómo deben ser las relaciones de parentesco, señalando que esta transformación política a partir de la cual se emprenderá la lucha del movimiento LGTB por el reconocimiento de “un concepto ampliado de familia” tiene lugar en el marco de las nuevas políticas de identidad de los años ’80, signadas por la reivindicación de la “elección” en contra de la segregación biológica y la reivindicación de la identidad gay y lesbiana en los tiempos del auge del “comino out” (4).

Aquí tenemos dos cuestiones cruzadas. Por un lado, el reclamo dentro del movimiento LGTB del derecho a conformar una familia y más específicamente a la diversidad familiar, el cual surge y se ha fortalece desde los años 1980s. Por el otro, el histórico cuestionamiento que desde los movimientos sexuales progresistas se ha venido haciendo a la institución familiar desde los primeros 1970s. Pero estos dos discursos no se confunden con la exclusión del ideal familiar que supuso para las minorías sexuales de generaciones anteriores a la reivindicación del matrimonio y la homoparentalidad, las cuales se vieron obligadas a claudicar en este deseo, y que es el eje al que aludían tanto Donzelot como Weston. Este debate, de hecho, sigue vigente, pero en la medida en que a la vez se las tiene que ver con el fóbico rechazo a reconocer este derecho a quienes no se ajusten a la heteronormatividad, se hace difícil cuestionar este ideal familiar sin correr el riesgo de que esta crítica sea capitalizada por los sectores más conservadores. Es así que desde el punto de vista de los derechos, el tema de tener derecho a una familia es un ideal incuestionable en términos de búsqueda de reconocimiento y de legitimación de derecho a la equidad. Pero, tampoco debe ser ajeno a este cuadro el hecho de que sea la familia la que monopolice el ideal de la felicidad implica cierto estrechamiento de horizontes y mundos posibles también.

No deja de ser curioso que el debate actual sobre la parentalidad no normativa se plantee en sociedades y en un momento donde el control poblacional parecería requerir de políticas pro-natalistas, o mejor dicho, de políticas pro y anti-natalistas diferenciales. Esto es: la promoción de la natalidad para ciertas clases de sujetos sociales, y la disuasión de la misma para otros. Visto desde este punto de vista, el marco donde se emplaza la discusión en torno de si es deseable que las nuevas generaciones sean criadas en hogares que no se condicen con el modelo nuclear biparental heterosexual, no deja de evocar esta larga historia de los estados modernos que describen Foucault y Donzelot, preocupados por la necesidad de producir una población en número y calidad adecuados a la reproducción social entendida en términos de recursos humanos. Es dentro de este marco que se entiende la naturalidad con la cual se desenvuelven las discusiones acerca de las ventajas y desventajas que para el desarrollo de lxs niñxs puede suponer una crianza que no sea la de la pareja conyugal monógama heterosexual. En general, los propios argumentos del movimiento LGTTBI tienden a no cuestionar bajo ningún aspecto el bien supremo de la niñez y la protección de su inocencia –cuestión que confirma el último informe de ILGA sobre familias LGTB, de Diciembre de 2008- y sus razones apuntan la mayoría de las veces a demostrar que las familias homo-parentales también son aptas para la crianza, y hábiles para dar a la sociedad muy buenos retoños o incluso mejores que los que las familias hetero-parentales podrían imaginar. Tal es, por ejemplo, el argumento que defendieran Judith Stacey y Timothy Biblarz, quienes muestran en un artículo clave -(How) Does the Sexual Orientation of Parents Matter?- que lxs hijxs de familias homo-parentales son más abiertxs a la diversidad y no muestran roles de género tan rígidos y estereotipados.

Desde luego no es mi intención cuestionar la idoneidad parental, por el contrario parto de la idea de que el hecho mismo de que ésta sea interrogada implica desde el principio un gesto homofóbico que presupone la normalidad de la fórmula hetero. Lo que me interesa remarcar es que el hecho de que el bien de lxs niñxs sea el objeto de estos debates no deja de ser un punto a interrogar. Y permítaseme aclarar que la pregunta genealógica por la defensa de la infancia como un valor irrecusable no implica negar este valor, sino simplemente abrir la posibilidad de comprender ciertas contradicciones negadas en el plano moral. El bien de lxs niñxs ha devenido paulatinamente a lo largo de la modernidad en un ideal incuestionable, pero su defensa moral no alcanza a explicar su limitado alcance ni da cuenta de por qué no deja de ser desmentido cotidianamente en la indiferencia con la que asistimos a las pavorosas tasas de mortalidad infantil en los países más pobres o en el uso de los niños en la guerra, en la explotación sexual y en la industria. Si bien este ideal ha dado sus buenos frutos, y recursos para juzgar y cuestionar una grave serie de injusticias sociales, tampoco es menos cierto que es este mismo ideal el que ha servido para reproducir otras, y es de hecho el que sostiene la fobia contra las sexualidades y géneros no normativos.

Pensemos en el aborto y las pasiones que suscita, alentado hipócritamente para ciertas poblaciones y anatemizado para otras. Su paralelismo con el auge de la reproducción asistida y el consecuente esencialismo genético que ésta ha promovido reforzando la patrilinealidad (5). Los debates en torno de la adopción, y la polémica adopción internacional. O en por qué esa figura de la familia, que a pesar de coincidir cada vez menos con esa “natural” formación hombre-mujer progenitores y padres conviviendo con sus hijos bajo el mismo techo dada la propia dinámica de la conyugalidad heteronormativa, sigue vigente como modelo hegemónico (6). Es en este marco más amplio de la transformación de las funciones familiares con respecto a las necesidades de control de las poblaciones, creo, que hay que pensar el tema de la homoparentalidad.

En definitiva, mientras unos sueñan o se lamentan de la inminente disolución de la familia, otros la magnifican y pretenden conservar una imagen ideal que dista mucho ya de las realidades familiares, mucho más heterogéneas que lo que a algunos les gustaría reconocer. Hay quienes se obsesionan con sus permanentes transformaciones en clave de transición demográfica, y finalmente otros que la resignifican apelando a su potencial diversidad liberadora, pero que en este mismo movimiento la eternizan como el último horizonte de la imaginación de la felicidad. Todas estas visiones se apoyan en la defensa de la niñez que, como señala Lee Edelman en su polémico libro No Future!, se convierte en la “beneficiaria fantasmática de toda intervención política”. Configurando a la niñez inocente como el límite de lo político, según el autor se produce toda una retórica del futuro que circula en torno de lo que él llama el “futurismo reproductivo”, anclaje clave de los ideales emancipatorios de la sociedad liberal. Frente a este panorama, entonces, no podemos dejar de preguntarnos si no será el cuestionamiento de este “futurismo reproductivo” en tanto límite de lo político –y no tanto la defensa de una política oposicional de modelos familiares alternativos-, una tarea crítica todavía por realizar.

Bell, Vikki, “The Phone, the Father and Other Becomings: On Households (and Theories) that no longer Hold”, Cultural Values, 5:3, 2001, UK, pgs. 383-402
Donzelot, Jacques, La policía de las familias, Valencia, Pre-Textos, 1998
Edelman, Lee, No Future! Queer Theory and the Death Drive, Durham, Duke UP, 2004
Foucault, Michel, Seguridad, Territorio, Población. Curso del Collège de France (1977-1978), Madrid, Akal, 2008
- “Governmentality”, en G. Burchell et. al. The Foucault Effect. Studies in Governmentality, Chicago, Chicago UP, 1991
- Historia de la sexualidad I: La voluntad de saber, México, siglo XXI, 1977
Weston, Kath, Las familias que elegimos. Lesbianas, gays y parentesco, Barcelona, Bellaterra, 2003
International Gay and Lesbian Association (ILGA-Europe), The Rights of Children Raised in Lesbian, Gay, Bisexual or Transcender Familias: A European Perspective, Diciembre 2008. Web: www.ilga-europe.org/europe/publications/non_periodical/the_rights_of_chi...
or_transgender_families_a_european_perspective_december_2008
Stacey, Judith y Biblarz, Timothy, “(How) Does the Sexual Orientation of Parents Matter?”, American Sociological Review, 66: 2, 2001, US, pgs. 159-183
Stolcke, Verena, "El sexo de la biotecnología", en A. Duran y J. Riechmann (Eds.), Genes en el laboratorio y en la fábrica, Madrid, Trotta, 1998
 

1 Véase M. Foucault, “Governmentality”, en G. Burchell et. al. The Foucault Effect. Studies in Governmentality, Chicago, Chicago UP, 1991.
2 Ibid. pg. 99-100 (mi traducción).
3 La primera edición de La policía de las familias, la realiza Minuit en 1977.
4 Véase K. Weston, Las familias que elegimos, pg. 25-26, y 51-75.
5 Verena Stolcke apunta a este respecto que el esencialismo genético promovido por la reproducción asistida tiende a garantizar la reproducción de las desigualdades sociales a nivel internacional.
6 Al respecto, son interesantes las observaciones de Vikki Bell sobre la redistribución de las funciones parentales entre diversos personajes que invalidan el presupuesto de la convivencia, así como acerca de la materialización de estas funciones mediante las tecnologías de la comunicación, lo que da con una suerte de devenir post-humano de la parentalidad.
 

 

Leticia Sabsay
Socióloga y Doctora del Instituto de Estudios de Género de la Universitat de València
leticiasabsay [at] yahoo.com
 

 

Articulo publicado en
Noviembre / 2009

Ultimas Revistas