Años ha, en el Museo del Louvre, me conmovió una escultura. La recuerdo en piedra, quizás en mármol, y si bien su belleza me llevó a anotar su nombre, lo hice en alguno de mis tantos papeles destinados a extraviarse. Tal vez este artículo sea una simple excusa para que algún lector generoso sea capaz, a partir de la exigua descripción que sigue, de reconocerla y hacérmelo saber. Representaba a una mujer, no recuerdo si a una simple mortal, una diosa, una ninfa, con el rostro cubierto por un velo traslucido. Creo que pertenecía al período renancentista, pero para alguien tan incompetente en estos temas, esa atribución puede estar encerrando una mezcla indiscernible de ignorancia y recuerdo encubridor. Lo que sí puedo asegurar es aquello que me conmovió: la delicadeza de los rasgos velados, la capacidad de un artista de producir en la roca la tenue liviandad del tul. En efecto, me maravilló entonces tanto como lo hace ahora que la imagen de aquella mujer, ¿simple mortal, diosa, ninfa?, en piedra, estuviera cubierta con un velo transparente de roca devenida gasa por el arte del martillo y el cincel.
¿A qué esta introducción?, se preguntará con derecho el lector. ¿Que podrá aportar a una reflexión acerca de Eros y la cultura del malestar este nebuloso recuerdo? Quizás, nada, no puedo saberlo de antemano, pero sí busco utilizarla como soporte de otra pregunta ¿puede esta humanidad que alguna vez se concibió destinada a tomar el cielo por asalto, luchar contra la resistencia del material humano en que la cultura se talla? Freud en su Malestar vaticina: “Los comunistas creen haber hallado el camino para la redención del mal. El ser humano es íntegramente bueno, rebosa de benevolencia hacia sus prójimos, pero la institución de la propiedad privada ha corrompido su naturaleza. [ ... ] Si se cancela la propiedad privada, si todos los bienes se declaran comunes y se permite participar en su goce a todos los seres humanos, desaparecerán la malevolencia y la enemistad entre los hombres. Satisfechas todas las necesidades, nadie tendrá motivos para ver en el otro su enemigo; todos se someterán de buena voluntad al trabajo necesario. No es de mi incumbencia la crítica económica al sistema comunista; no puedo indagar si la abolición de la propiedad privada es oportuna y ventajosa. Pero puedo discernir su premisa psicológica como una vana ilusión” Enseguida desarrolla sus ideas acerca de la agresión y la pulsión de muerte que todos conocemos. Los psicoanalistas de hoy, que ya sabemos del destino del régimen soviético podemos apoltronarnos en ese pronóstico y en los articuladores teóricos que lo explican para justificar con aire de sabio resignado todo el pesimismo que la época alberga. ¿Acaso la clínica, la vida y la historia no son sobradas pruebas de la capacidad humana para el mal? ¿Acaso la historia humana ha sido otra cosa que una sucesión de masacres? ¿Acaso no existieron Nerón, Gengis Khan, Hitler y Stalin? ¿Acaso hoy la pareja combinada Bush-Laden no nos vuelve a recordar cómo el progreso tecnológico ha hecho posible arrojar bombas y aviones-bomba contra poblaciones indefensas? ¿Acaso no nos humillan la ESMA y Abu Grahib? Los datos abusan de elocuencia.
Claro que dos comentarios matizan, no los datos, pero sí la explicación: en primer lugar, otro comunista, Trotsky en La revolución traicionada, y en la misma época, también vaticinó, claro que analizando otros factores, la caída del régimen de los burócratas que se decían soviéticos sin necesidad de apelar a pulsiones de muerte, y algunos psicoanalistas, los menos, insisten en que se pudo seguir escribiendo poesía después de Auschwitz. Estos analistas destacan que la pulsión de muerte opera en conflicto y articulación permanente con Eros y, entonces, el optimismo es tan legítimo como el pesimismo. Aunque su defensa pueda guardar los caracteres esenciales de lo que Freud definió como una ilusión: una realización de deseos y, al mismo, tiempo un engaño que salvaguarda una verdad. El gramsciano "optimismo de la voluntad".
Lo cierto es que el pesimismo o el optimismo no son más que estados emocionales y como tales no sirven para una reflexión en la que Freud siempre fue un custodio de la razón crítica defendida con pasión.
Trataré de respetar esa tradición retomando la pregunta del comienzo: ¿puede la especie humana ir más allá de su rocosa estructura maligna para tallar una transparencia que trascienda la “sustancia” mortífera de una pulsión que parece irreductible al cincel de cualquier arte o política?
Arrimar una respuesta nos obliga a tomar el texto de Freud en una clave diferente que la del fatal enunciado de una verdad mortífera que parece incontrastrable.
En primer lugar, una cuestión de método. Freud se guardaba de hacer traslados mecánicos de sus hallazgos en el campo de la psicología individual hacia el campo de lo social. Hoy, el valor de sus reflexiones acerca de la melancolía, de los niveles mortíferos que el superyó puede alcanzar, de la fusión y defusión pulsional, no pueden ser desconocidos; sin embargo, Freud alerta: “Estas no son más que comparaciones mediante las cuales nos empeñamos en comprender el fenómeno social: la psicología individual no nos proporciona nada que sea su cabal correspondiente” dice en El porvenir de una ilusión. Freud no pretende que sus conclusiones reemplacen las leyes sociales sino trata de aportar a esas leyes sociales que reconoce ignorar, la perspectiva de su estudio de la mente humana. El trata de ver el material con el cual la cultura elabora sus formas, él denuncia la roca, la mortífera estructura de la roca, pero nunca abandona el anhelo de tallar tules en piedra, aunque muchos vean en ese proyecto el forjamiento de una nueva ilusión racionalista.
No caben dudas acerca de la dimensión mortífera de la especie humana, es indudable que las ilusiones en un buen salvaje entregado al amor y al altruismo no se corresponde con la estructura mental de ese infans egoísta, caníbal e incestuoso que todos llevamos dentro. Ese animal pensante, loco y presuntuoso hasta la estupidez que los humanos somos, no puede siquiera arrogarse la exclusividad de ser la única especie que ataca y destruye a los miembros de la propia especie. Ya los biólogos nos han quitado esa esperanza. Compartimos esas prácticas no sólo con otros simios como los chimpancés, sino con leones, hienas, lobos y especies aún "inferiores". Ni siquiera esa violencia "de lesa animalidad" nos resulta exclusiva. Nuestra arrogancia cae todos los días, incluso cuando no pudiendo ser dioses nos arrogamos el papel de demonios. Esa dimensión mortífera que Freud atribuyó a la sustancia orgánica nos tiene como un ejemplo más de su omnipresencia. Esa es la roca, y las preguntas sobre su origen que nos hagamos, difícilmente puedan ir más allá de respuestas metafísicas, aunque se pretendan psicológicas, biológicas o filosóficas. Pero si eso es indudable, también lo es que la mayoría no es ni tan caníbal, ni tan egoísta, ni tan incestuoso, y que también son parte esencial de la estructuración mental los procesos de inhibición pulsional que hacen de nosotros neuróticos capaces de amar, ayudar a un desconocido en dificultades o rehusarnos deseos que pueden ser hirientes para otros. El fondo inconsciente de nuestra cultura no nos puede hacer olvidar que nuestra especie es también capaz de reflexionar sobre dicho fondo. La mente humana no es sólo inconsciente "verdadero" a develar, sino espacio de conflicto donde el prec-cc y el inc. se construyen en conflicto sin jerarquías de verdad predeterminadas. El proyecto freudiano no fue nunca un elogio de la locura, ni una reivindicación de la sinrazón, sino el intento de hallar las determinaciones de esa sinrazón, sin caer jamás en un determinismo simplista que ignorase la presencia del azar. Haber cercado algunas de esas razones no implica condenarse a su fuerza causal de ley, como haber formulado las leyes de la gravedad no implicó el abandono de los sueños de volar, sino, por el contrario, construir instrumentos aptos para hacerlo. Podemos conjeturar que el hombre de nuestra época no es más feliz que Icaro, salvo en el momento mágico en que contempla el cielo desde arriba de las nubes en un boeing.
Porque, aunque la dimensión mortífera presente en el centro de nuestra cultura sea inocultable ¿se puede decir que cualquier forma social favorece por igual esos caracteres mortíferos? Si la vida social pudiese ser explicada desde los fondos agresivos de este mamífero loco e instintivamente desvalido que somos, ¿por qué hay sociedades que logran atenuar con relativo éxito su pasión a la larga autodestructiva y han logrado crear climas relativos de estabilidad, creación y placer? La dimensión agresiva del hombre nos explica la roca pero no nos dice nada del tul.
Abordar esta cuestión en toda su complejidad trasciende las posibilidades de un artículo de 14.000 caracteres, sólo trataré de arrimar una perspectiva.
El concepto de pulsión en Freud, aún cuando invoquemos la diferencia entre Trieb e Instinck, osciló siempre entre un esencialismo biológico y un trascendentalismo filosófico, esto mucho más marcado en el último dualismo pulsional. En ese punto, con cuánta pulsión de vida o muerte se naciese podía definir un destino individual, resignándose siempre a que lo que quedase por negociar con la poderosa muerte, fuesen apenas chirolas. Si Tanatos se atenúa por acción de Eros, cada acción ligadora e inhibidora de Eros que hace a la producción cultural, libera Tanatos. En este círculo paradójico de poder Tanatos se solaza y goza.
No me detendré en los claroscuros de esta perspectiva, ni siquiera la fundamental: que no toda muerte puede ser adjudicada al triunfo de la pulsión de muerte, salvo en su acepción más metafísicamente filosófica. Sí, recuperaré un aspecto transitado pero casi nunca resaltado lo suficiente de Pulsiones y destinos. Si siempre se remarca la vertiente de Tres ensayos referida al carácter contingente del objeto, no suele darse igual importancia a otra operación que Freud realiza cuando incluye en la propia definición de pulsión al objeto, junto a la carga, la meta y la fuente. Es que ya no se trata más de que la pulsión sea “algo” que se relaciona con el objeto, sino que el objeto forma parte de la definición misma de la pulsión. Ya el objeto no es más algo exterior y diferente con la cual una "sustancia insustancial" llamada pulsión se relaciona como si fuera un cuerpo extraño, sino que ahora el objeto se constituye en el cuerpo mismo de la pulsión en tanto ínsito a su "esencia". En la obra de Laplanche se han trabajado exhaustivamente estas cuestiones que culminan en la precisión de un objeto de la pulsión (o tal vez podríamos decir: en la pulsión) y un objeto del yo. Pero ¿es esta diferencia tan tajante? ¿cuántas veces los objetos del yo son al mismo tiempo objeto-fuente pulsional? ¿Los múltiples objetos sociales que pueblan el mundo humano son sólo objeto del yo o al mismo tiempo pueden constituirse en objeto-fuente? De responder a esta pregunta de acuerdo a la segunda alternativa, estaremos obligados a pensar el destino pulsional estructuralmente constituido por las redes sociales que según sus propias dinámicas irán promoviendo perspectivas más ligadoras (en este sentido eróticas) o más desligadoras (en este sentido tanáticas). El conjunto social de ideales, prácticas, desesperanzas o proyectos, todo el entramado de lazos sociales, lazo de prácticas y de discursos contradictorios, que plasman lo que llamamos cultura se tornará fuente u objeto de pulsión en los circuitos particulares que los diversos tipos de familia (que hoy se amplían con los matrimonios entre homosexuales y su reclamo del derecho a la adopción) o tipos de instituciones de crianza, puedan producir al calor de sus prácticas. Crianza que implica no sólo cómo se alimenta o estudia, sino qué valores organizan su cosmos normativo y deseante. Denunciar las sociedades idílicas de la fraternidad universal de los hombres puros como el producto de una ilusión religiosa de pretensión laica, no justifica en ningún punto olvidar la consideración que el mismo Freud realiza cuando aunque hace nacer la cultura de un mítico crimen primordial, la instituye en los lazos fraternos y culpables de los propios homicidas. Que esa culpa primordial sea usada hasta la exasperación por los que conciben el poder contra las mayorías, que esa culpa sea exacerbada hasta una exaltación de la crueldad por quienes la adoptan en los discursos "únicos" de cualquier tenor, no niega su enorme y paradójico valor organizador. Freud no concebía un psiquismo sin prohibiciones (allí ubicó el lugar del superyó) pero buscaba que esas prohibiciones fueron lo suficientemente flexibles como para amar, crear y trabajar fuera una posibilidad placentera para todos. Así se puede interpretar un graffitti del Mayo francés de 1968: "Prohibido, prohibir, la libertad comienza con una prohibición", decía con sabiduría.
Es indudable que la “libertad” capitalista del mercado, de la sexualidad “libre” como mercancía, de la mujer “liberada” para el trabajo explotado, aglutina un universo de prácticas y discursos muy distinto que el de los que aspiramos a la regulación social de una sociedad fraterna que trate de que los hombres de cualquier género o variedad no se vean a obligadas a prostituirse, que evite que los niños sean tomados como mercancías u objetos de explotación laboral o sexual, que fomente la dimensión sublimatoria del trabajo como práctica social, que propenda a que el arte no sea definido por la capacidad monopólica de una industria cultural tanto o más autoritaria que la de las peores burocracias estatales. Los modos de organización social, permanente transacción de una lucha de clases siempre viva en las calles y en los símbolos, además de su función ordenadora, cumple una función pulsante que motoriza los devenires sociales. Si al decir de Freud toda psicología individual es en última instancia psicología social es porque el objeto de la pulsión tiene en cada indicio de su parcialidad la impronta poderosa de la sociedad en la que vive. Algo tan singularmente intrapsíquico como la relación pecho-boca es impensable sin los discursos que sobre la lactancia recorren la época
Ese es el lugar donde tallar un tul en la piedra es una posibilidad, aunque nadie pueda garantizar el éxito del empeño. No hay biología, ni estructura de antemano mortífera que puedan predecir que la increíble capacidad creativa de la especie humana esté condenada de antemano a la derrota. La esperanza es un elemento fundamental de Eros, articula la inscripciones que marcan a un sujeto en el pasado, en una dimensión deseante que, por definición, se juega en el futuro. Eros es así siempre una apuesta al porvenir. Claro que el porvenir del capitalismo y de quienes disfrutan de los bienes de la tasa de ganancia es contradictorio con el porvenir de la humanidad entera. La lucha del hombre no es la que existe entre Eros y Tánatos, en definitiva pulsiones siempre imbricadas, sino entre éticas y estéticas de Eros diferentes.
Hoy el capitalismo, esa cultura triunfante del malestar, muestra su destino funesto para la humanidad en la promoción de una ética y una estética de la maldad, del cinismo y de la decepción que condena al deseo al nivel del vínculo entre el hombre y las cosas (o los hombres devenidos cosas), y no entre los humanos como semejantes diversos. En este sentido, construir una política de Eros, implica recuperar la dimensión fraterna en que Freud, aún en sus momentos de mayor pesimismo, vio la fuente central de la cultura. Esa apuesta que lo llevó en El Porvenir de una ilusión a afirmar: “Huelga decir que una cultura que deja insatisfechos a un número tan grande de sus miembros y los empuja a la revuelta no tiene perspectivas de conservarse de manera duradera, ni lo merece".
Oscar Sotolano