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Todo está guardado en la memoria

 

“Siento
en mis huesos
los huesos de aquellos
que una vez fueron”.

Mauricio Rosencof

Introducción

En el siglo que pasó, los genocidios recorrieron el mundo como si se tratase de una pandemia, o como diría I. Kertèsz, (judío húngaro) como la expresión máxima y terrorífica del sistema patriarcal. “El espíritu universal se realizó en el hecho Auschwitz. Es el fruto oscuro que maduró bajo los rayos de innumerables infamias” (Kertèsz). En cada oportunidad, el sistema ha ido perfeccionando la máquina destructiva. Así tuvimos el genocidio indígena, el stalinismo, el nazismo, el genocidio de Armenia, Hiroshima y Nagasaki, la guerra de Vietnam, la batalla de Argelia, las dictaduras del Cono Sur: Uruguay, Argentina, Chile, Paraguay y Brasil , Yugoeslavia, Afganistán e Irak, Guantánamo. Esta lista no es completa.
Como parte de estas máquinas destructivas, inventaron las desapariciones forzadas.
Casi treinta años después de ocurridas las dictaduras en el Cono Sur, la legislación internacional ha establecido que: las desapariciones forzadas son delitos imprescriptibles, de lesa humanidad, continuados hasta que se establezca el destino o el paradero de las víctimas, (Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, adoptada en la Asamblea General de la OEA celebrada en Brasil, el 9 de junio de 1994).
“El tamaño de la Argentina, el número de su gente, hacen siempre que lo que haya ocurrido en el Uruguay parezca insignificante en el cotejo. Pero el horror no se cuantifica y ha existido en una orilla y en la otra, en condiciones de calidad enteramente semejantes.” (C. Martínez Moreno 1984).

 

Escribir sobre estos temas

Hace más de veinte años que tenía un material sobre una paciente cuyos vínculos más cercanos desaparecieron en tres meses, guardado en la memoria, todo está guardado en la memoria... pero no podía salir, mirar el sol, conocer el mundo. El trabajo que hizo la dictadura y los gobiernos posteriores en el Uruguay de silenciamiento de todo lo vivido en esos años oscuros, tuvo efectos terribles. Aquí no había pasado nada, y si había ocurrido no se debía hablar. Los que pensamos, escribimos o teníamos algo para decir, no debíamos juntarnos y menos aún producir. El efecto de demoler la trama social fue muy eficaz. Cada quien quedó encerrado en su casa, en su cabeza, en su corazón, sin poder encontrar los puentes para quebrar el silencio.

 

Los movimientos por los derechos humanos

La dictadura en el Uruguay ocurrió desde junio de 1973 a marzo de 1985.
La lucha a favor de los derechos humanos ha tenido distintos momentos y formas en nuestro país. En ésta, la Comisión de Familiares de Detenidos-Desaparecidos jugó un rol central. En el año 2000 se creó la Comisión para la Paz, como parte de los logros de la movilización popular. Más de un cuarto de siglo después de terminada la dictadura, empezaron a verse algunos logros. A esta comisión se le encomendó la tarea de investigar lo ocurrido con los desaparecidos. Hasta ese momento, el tema sólo existía en los ámbitos privados o en las organizaciones sociales y/o de derechos humanos.
Hoy el tema está planteado de otra forma: es el propio gobierno quien ordenó la entrada a los cuarteles en busca de los restos de los que fueron desaparecidos. Pero aún falta mucho por averiguar. Entre las deudas, está la justicia. Ahora, en el 2006, se escucha cada vez con mayor fuerza, el clamor por la anulación de la Ley de impunidad (de la caducidad de la pretensión punitiva del Estado). Esta ley ha tenido un peso muy grande sobre lo poco que se sabe o se ha hecho sobre estos temas. Pero también fue un factor que se ha colado en los vínculos interpersonales y macrocontextuales en nuestro país. Recién en este gobierno, algo nuevo surge. Pero, creo que la derogación o anulación de la Ley de caducidad, que por otra parte está reñida con el derecho internacional, es imprescindible para que se sepa toda la verdad y se haga justicia.

 

2006 en Uruguay

Ubagesner Chavez Sosa volvió a estar con nosotros. Es el primer desaparecido, cuyos restos fueron encontrados en una chacra usada por los militares como enterradero. Sus exequias fueron un acto masivo, en el que participó la sociedad de un modo emotivo, lleno de afecto y de reconocimiento para Ubagesner. Pocos días después fue desenterrado Fernando Miranda cuyos restos estaban en los fondos de un batallón militar. J. Miranda, su hijo, llevó él solo, en sus brazos, la urna, el tesoro que fue su padre. Parecía acunar la larga historia de su padre. Esa caja era el símbolo de un tiempo que no queremos más, y de otro que en esos momentos estaba naciendo, un tiempo que queremos más justo.
Junto a los restos de F. Miranda, fueron encontrados los huesitos que se supone son de una mujer y cuya identidad aún no se conoce. Estos huesitos fueron analizados ya por dos laboratorios en Uruguay y en Argentina. Ahora los enviaron a España, ya que aquí no fue posible extraerle el ADN. Y los militares... siguen no dando la información.
Desde fines de noviembre 2005, vimos muchas veces en los noticieros televisivos, la geometría del terror, el odio y el desprecio con que fueron tratadas las personas que pensaban distinto en esas épocas oscuras de las dictaduras.
Aunque no de un modo pleno, los militares han empezado a desfilar por los juzgados penales. Y algunos de ellos están hoy detenidos, ya que ha sido solicitada su extradición por su participación en la violación a los derechos humanos en la Argentina. Son cuadros intermedios. El 15 de junio, un militar golpista, y que fue uno de los mandos más importantes, está citado en un juzgado, por un joven que desapareció en aquellos años.

 

Las desapariciones

Las desapariciones tienen efectos patologizantes por generaciones: para los padres, los hermanos, los hijos, las/los esposos, los nietos, los amigos, para la sociedad toda. Constituyen una forma de tortura cuyo propósito es crear un dolor transgeneracional, que aniquile cualquier movimiento de protesta u oposición por generaciones. Es parte del programa con el que se intentó la demolición de una subjetividad altruista y destinada a favorecer el bien común.
Donde hubo desaparecidos, se instala una zona gris (Primo Levi) que envuelve en la noche y la niebla al conjunto social. En la sociedad uruguaya quedaron marcas del silencio colectivo, que con muchísimo esfuerzo y tesón la sociedad ha tenido que ir quebrando. No fue fácil y aún no se ha quebrado definitivamente. Una de las marcas, fue trasmitir la hipocresía y la mentira como recurso de vínculo social, de inscribir aspectos de impostura y de pérdida de veracidad. Y al mentirse en este punto tan grave, el resto de los vínculos se impregnaron de mentira e impostura. Así como se instaló la impunidad en los lazos sociales.

 

¿Estos duelos son posibles?

Los duelos por los desaparecidos no son posibles. Pero cada quien, y desde su historia singular, encontrará o no caminos, para que este dolor, que estará siempre presente, no tiña toda la vida. Como dijera J. Miranda, (hijo de un desaparecido): “la desaparición es un proceso. Un día supe que mi padre cayó preso... luego en un largo proceso, fui dándome cuenta que él había desaparecido. Hoy por hoy, por este hecho, recibo muchísimo afecto”.
“El vacío está allí. Es irremediable la ausencia. Los desaparecidos no dejaron huellas. Cuando alguien desaparece no está muerto: faltan sus restos, su cadáver, sus despojos. Si alguien ha desaparecido, flota. Flota en una región transparente, en un espacio que no tiene ubicación en ninguna parte (no es un cementerio, no es una tumba, no es el aire, no es el mar.” (Peri Rossi, 1999).
No es posible completar estos duelos hasta que no se haya producido una inscripción social y política. Y ese hecho que es imprescindible, a veces no es suficiente. Tener un féretro con los restos es acuciosamente necesario. En los velatorios de Ubagesner y F. Miranda, muchos sintieron la necesidad de tocar el féretro... como si quisieran confirmar que allí estaban. Como si quisieran decir, “ahora sí, estás con nosotros”. “Ahora sí te estás muriendo”.
Pero la vida continúa, y de acuerdo a los recursos personales, a la capacidad singular de resiliencia, los seres humanos van construyendo sus vidas del mejor modo posible, rescatando el deseo de vivir y la vida misma.
Los familiares y los vínculos más cercanos de los desaparecidos vivieron desde el momento de la desaparición en la incertidumbre. Se llenaron de preguntas que nadie les contestaba. Los ‘destructores de sociedades’, convertían a las víctimas y sus familiares en terroristas o sospechosos de querer destruir la sociedad. Pero a pesar del poder de la máquina destructiva, la Asociación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos en Uruguay, en plena dictadura buscaban un modo de reclamar por ellos.
Escribir sobre este encuentro con Paula, tuvo en mí un largo proceso, de vueltas y otras vueltas. De dejarlo, como en espera, y retomarlo. Escribir una versión, y estar desconforme. Volver a escribir. No fue fácil.
Este ocurrió mientras en el país de Paula y en mi país estaban instaladas las dictaduras. En 1982, éstas estaban actuando con toda su crueldad. Hoy, contamos con un nivel de información que hace imposible no reconocer, que los desaparecidos fueron asesinados, y que lo hicieron los ejércitos amparados por civiles. El dolor estará allí, pero el tiempo y el proceso histórico que tuvo lugar desde ese momento, nos ubicaría hoy, de otro modo. La recuperación de la democracia, y lo que la sociedad ha ido construyendo en el camino de la verdad, ha generado otro contexto. Es un dolor compartido por la sociedad. Se han construido memoriales con sus nombres. Y ha comenzado a actuar la justicia. En nuestro país, el silenciamiento empieza a resquebrajarse.
A esa altura, 1982, la catástrofe estaba teniendo lugar, por lo que, en ese momento era difícil pensar, no había la distancia suficiente para hacerlo.
Los acontecimientos político-sociales que había vivido Paula, la marcaron de un modo singular. Ella fue elaborando lo que vivió de acuerdo a su historia personal. Paula era una afectada directa de la catástrofe socio-política.
Cuando vino a verme, estaba en su cuarto país de exilio y yo en mi exilio. Estábamos lejos de las dictaduras, lo que generaba para ambas una seguridad macro-contextual con la que no contábamos en nuestros países de origen. En una circunstancia como ésa, la selección del terapeuta es muy cuidadosa, hay muchos temores fundados.
Esta condición contradice las ideas habituales de que paciente y terapeuta no deben conocerse y que la circunstancia personal del terapeuta debe estar suficientemente en la oscuridad como para que el/la paciente proyecte sus fantasías e historias. En estos casos, los pacientes necesitan sentirse a salvo de posibles persecuciones, tener un cierto conocimiento del terapeuta, saber que ha sufrido algún dolor semejante, que com-parten en cierto modo, una visión del mundo, cierta garantía que da el derivante por el conocimiento de ambos (terapeuta y paciente).
Tenía en ese momento veintisiete años, alta, delgada, una linda muchacha de origen italiano. Cuando salió de su país, era estudiante universitaria, como sus compañeros y su novio. Muy interesada en todo, era una gran lectora. Estudiaba ciencias sociales e historia. Le interesaba comprender la naturaleza humana. Como estudiante de los años ‘70, tenía militancia política. Había planeado viajar como mochilera por América Latina. Hacía trabajo voluntario en un barrio pobre. Se divertía como todos los jóvenes. Disfrutaba de la danza. Pertenecía a una familia de clase media, integrada por el padre, la madre y dos hermanos. Tenía una vida familiar, muy al estilo italiano con una vida social intensa, con muchos amigos.
“Los últimos meses del año, se repite incansablemente desde entonces, mi año litúrgico, desde setiembre comienzan a sucederse las celebraciones-recuerdos de fechas funestas. Mi cumpleaños, la caída de Dora, de Teresa, de Gabriel y de Eduardo, mi novio. El desbarajuste interno. La huída, el desconcierto. Siempre vuelvo a ser esa muchachita (de veintiún años) medio asustada que atravesó el puente internacional sin saber qué le esperaba y cómo era el mundo”.
Parecía referirse a un ritual religioso y a un tiempo que excedía por la intensidad, los pocos meses que había de setiembre a fin de año. Era un tiempo de sufrimiento y destrucción interminable: de estar rodeada de amigos y novio, a estar sola, viva, con veintiún años, y en otro país. El cumpleaños, el festejo de la vida junto a las fechas de la tragedia, de la muerte.
Mientras Paula hablaba, mis ojos se llenaron de lágrimas. Era imposible volver a mi caparazón, estaba expuesta. Tocaba el horror. Cuando terminó la entrevista, corrí a la supervisión, preocupada y dije: “No puedo trabajar con Paula, lloré todo el tiempo”. Pero recibí como respuesta, que lo que me había pasado, era la prueba de mi cercanía con la paciente, de mi empatía, y que justamente por esa razón es que era posible mi trabajo psicoterapéutico con ella. Este iba a ocurrir desde un lugar de implicación fuerte.
No es lo mismo saber que un ser humano anónimo vivió algo terrible, a tener allí, a mi lado, a Paula. En estos casos, se produce “un complejo proceso intersubjetivo, socio-históricamente y emocionalmente encarnado” (G. Fried, 2000), en el que me tocó participar activamente como psicoterapeuta.
Era necesario resonar con lo que traía Paula y ser especialmente sensible con lo que ocurría en el encuentro psicoterapéutico para trabajar y co-construir un camino de elaboración.
En ese momento recurrí a la experiencia de los que vivieron el Holocausto para tener una fuente desde la cual pensar la situación de Paula. Recuerdo que la supervisora me dijo: “hay partes de este duelo que son inelaborables, pero el dolor que hoy inunda todo, hay que lograr que sólo esté en un rincón”. Los colegas son fundamentales en el trabajo con estos pacientes. Los espacios colectivos dan el sostén y la solidaridad que estas tragedias buscan destruir.
Debí librar una batalla personal y profesional con lo que Paula me traía. Su historia me tocaba fuertemente. No en vano, yo fui una exiliada. Lo que Paula había vivido era infinitamente más aterrador de lo que había pensado alguna vez que podía ocurrirle a los humanos. Estaba obligada a pensar la naturaleza humana y a reconocer que los seres humanos son capaces de caer en monstruosos abismos. Pero al mismo tiempo, sentía que me tocaba un desafío que no siempre a una le toca, co-laborar con alguien así, para devolverle algo de confianza en la vida, más allá del horror.
Irse-salvarse la convirtió en una sobre-viviente que como los que lograron trasponer los campos de concentración sintieron la culpa de vivir. Sus amigos y novio (desaparecidos) vivían en ella. Eran memoria encarnada. El tema de la culpa, es un tema que atraviesa esta historia. Creo que en Paula es la forma singular de elaborar este trauma social. Tuvo que ir liberándose de la culpa, para poder re-encontrarse con la vida.
Eran celebraciones siniestras de la tragedia como contracara del plan genocida y conocido en sus detalles por los equipos del Plan Cóndor, o como hace pocos días lo llamara alguien el Plan Gallina (por lo cobarde).
Dice Paula: “el desbarajuste interno”. Había estado a merced del cataclismo y pudo haber sido tragada. El terrorismo de estado buscó destruir la trama social. Buscaban destruir la ‘retaguardia’, la población civil, como si se tratara de ‘terroristas enemigos’.

 

Este trauma no es individual

La circunstancia de Paula no era un problema psicopatológico individual, sino que era parte de una situación traumática social. Lira (1997) la llama “cultura del trauma”. Lo que no implica, que cada sujeto, vaya organizando según su estructura, su historia, su propio recorrido.
A Paula y a mí como psicoterapeuta, nos tocó trabajar antes de que hubiese inscripción en el imaginario social.
“Estoy feliz de que en casa no haya teléfono, así no pueden acceder a mí. Si tocan el timbre, no abro. Tengo miedo y mucha dificultad para conectarme con el mundo exterior. No sé cómo me salvé. Cuando la policía me fue a buscar, yo abrí la puerta, y pregunté: ¿a quién buscan? Dieron mi nombre y no me reconocieron. Yo les dije: no está.”
Nunca se explicaría del todo, de donde salió esa fuerza, el deseo de vida que le permitió protegerse tan bien. Era casi un milagro. Y por otro lado, sentía culpa de haber logrado confundir a los represores.
El miedo y el sentimiento de total desprotección la recorrían como un río de pies a cabeza. Tenía necesidad de cierto encierro para no romperse más, para no recibir más ataques. La vida se había vuelto una tarea extremadamente difícil. En 1982, seis años después de la catástrofe político-social, podía expresar el miedo. Compartir y pensar lo que vivió. Empezar a re-construir la trama vincular.
“No me siento entera. Tengo una imagen borrosa de mí. Los colores desvanecidos”.
Estos acontecimientos tuvieron efectos sobre su identidad. Estaba herida. ¿Quién era ahora, exiliada, lejos de su patria, sobreviviente? Sus parámetros identitarios ¿cuáles eran seis años después? Se sentía culpable por no haber corrido la misma suerte.
Recuerdo una sucesión de ataques autoinfligidos: terminó un curso universitario y tiró la tesis a la basura; se presentó a una beca y no fue a averiguar si la ganó o no. Después que pasó el plazo correspondiente para hacer uso de ella, se enteró que la había ganado pero nunca la usó. Consiguió un trabajo, y el primer sueldo se lo robaron en el autobús. Estos ataques pueden pensarse como castigos que ella misma se imponía. Tenía mucho miedo para generar nuevos vínculos.
La culpa puede designar un sentimiento consecutivo a un acto que el sujeto considera reprensible. Paula sentía la necesidad de castigo por estar viva, por haberse salvado, por no haber corrido la misma suerte. Este conflicto, en algunos casos, puede implicar la aniquilación del sujeto. Dice Freud: “el sentimiento de culpa es la percepción del yo que le corresponde una crítica”; es un complejo conflicto entre el superyó y el yo. Hay una agresión vuelta sobre el propio sujeto. Este sentimiento la hacía infligirse sufrimientos como si lo ocurrido, fuera en alguna medida su responsabilidad. Quizás esta variable, ayude a entender la problemática singular de Paula.
Este encuentro psicoterapéutico fue construido por las dos, desde un compromiso fuerte, desde la empatía. Las dos compartíamos un mundo, que tenía zonas de super-posición. Aunque nuestras diferencias me dieron el espacio desde el cual yo podía aportar. Fue un espacio que ella encontró para comenzar a trabajar el trauma.
“Tuve un sueño angustiante: estaba en mi ciudad natal, tenía que ir a un curso extra de secundaria. Me encontraba con dos amigos que me contaban que Eduardo había aparecido, que no me quería decir que estaba vivo y que no quería tener un hijo conmigo porque soy inmadura. Yo pensaba: qué lástima que Eduardo no me quiera más. Yo llegaba y él estaba quieto, le empezaba a explicar: pasé mucho tiempo esperándote. Eduardo no me quería ver. Los padres de Eduardo no me van a querer más. La ciudad estaba oscura y no había nadie en las calles.”
El sueño ocurre en un tiempo previo a la debacle. Está en la secundaria. Eduardo está vivo y la rechaza. E. no la quiere más. No había muerto. Quizás sentía que su amor por él se agrietaba. Pero eso estaba prohibido. Lo abandonaba ella. E. está ‘quieto’, no muerto. Es un vivo-muerto. El mundo se había empobrecido, estaba vacío, ‘no hay nadie en las calles’. Se sentía sola, con este duelo, no había quien la confortara, los padres de él, de ella no la querían más. Se podía pensar en castigo, rechazo, acusaciones. Deseaba que E. estuviese vivo, y prefería ser rechazada a que él estuviera muerto. Sueños como este no la dejaban vivir, a veces, porque le hacían revivir esos tiempos turbulentos, pero por este camino iba elaborando lo vivido. Sentía que si no recordaba a Eduardo... había aspectos de él que morirían definitivamente.
Haber sobrevivido le generaba sentimientos muy ambivalentes. Primo Levi, sobreviviente de un campo de concentración nazi, se suicidó y no fue el único. Esta muerte como otras, muestran lo difícil que es sobre-vivir. El peso terrible de la culpa.
“Pero este año parece que una línea de luz atraviesa y partiera definitivamente esos rituales funestos. No quiero atribuirle todo al prodigio de tener un hijo justo en medio de ese período litúrgico; sé muy bien que hay algo mío que pudo y puede exorcizar ese ritual. Seguramente nuestro trabajo juntas tuvo mucho que ver con eso.”

 

Historizar lo vivido

Nuestra forma de mirar los acontecimientos, la vida misma, la construimos desde nuestro presente, desde nuestro particular modo de funcionar. Así construimos la versión de la historia que contamos, que nos contamos. Generamos en nuestro modo de vivir las herramientas con las que tejemos la historia posible. Esto implica una historia incompleta, la mejor que pudimos construir. Cada versión puede evocar anteriores, otras historias, ya que las historias están siempre llamadas a ser re-escritas. El historiador como el psicoterapeuta está en diálogo permanente con los recuerdos, con las reliquias, con los indicios, con los restos, los relatos orales, los documentos, etc. Esto significa que historizar es un proceso activo en el que participan sujetos que están en tramas vinculares, interpersonales, macrocontextuales. Esta forma de encarar las historias, implica una actitud ética que no se inscribe en una objetividad neutra, sino que incluye al observador.
El ejercicio activo de la función historizante busca dar forma sin congelar. Al cultivarla, el historiador así como el psicoterapeuta, se implican desde un rol activo y a la vez respetuoso, no avasallador, que da lugar a una producción de sentido rica, fértil, creativa. No teme a las lagunas y discontinuidades, sabe que deja abiertos un conjunto de interrogantes, que su propio aporte puede ser enriquecido, interpretado, reorganizado, transformado.
Lenta y trabajosamente, la vida le fue ganando espacio a la muerte y al dolor: Paula pudo construir una pareja y tener un hijo. Así como seguir desarrollándose como profesional. Su memoria pudo, guardar algunos acontecimientos para dar lugar, otra vez a la vida.

 

Un solo traidor puede con mil valientes
pero no sabe que detrás de cada desaparecido
está alerta un pueblo
la voluntad colectiva no se desmemoria
entre todos se teje la tibieza y la esperanza.
Serán las madres que dan vueltas a la plaza,
Las mujeres enlutadas que hacen vigilias por la paz,
Las muchedumbres que dicen: ¡aquí estamos y no nos moverán!
Memoria viva que nunca morirá.
Memoria viva.
Memoria.

 

Olga Rochkovski
Psicoanalista
obidart [at] adinet.com.uy

Bibliografía

Caro Hollander, N., El amor en los tiempos del odio, Ed. Homosapiens, Bs. As., 2000.
Castoriadis, C., La institución imaginaria de la sociedad, Ed. Tusquets, Barcelona, 1993.
Fried, Gabriela, On remembering and silencing the Past: Argentina and Uruguay’ s
Adult Children of the disappeared in comparative perspective, UCLA, Los
Angeles, USA, 2000.
Freud, S., Duelo y Melancolía, Ed. Amorrortu., Bs. As., 1979.
La interpretación de los sueños, Ed. Amorrortu, Bs. As., 1979.
Kertèsz, I., Kaddish por el hijo no nacido, Ed. Herder, Barcelona, 1999.
Martínez Moreno, C., “La represión en el Cono Sur”, La Jornada, México, Oct. 1984.
Peri Rossi, C., El amor es una droga dura, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1999.
Puget, J., Violencia de Estado y psicoanálisis, Centro Editor de América Latina, Bs. As., 1991.
 

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Articulo publicado en
Octubre / 2007