Durante los años de estudiante de psicología, como en mi formación en el campo del psicoanálisis, noté que había una distancia marcada entre el psicoanálisis y la salud mental, como si fueran espacios que no se tocan, ligan o interfieren entre sí, al principio intente comprender cómo era que cada campo tenía su objeto de estudio específico; el psicoanálisis ponderaba sobre la constitución subjetiva y sus malestares, una teoría/práctica que explicaba cómo se conformaba el psiquismo, los efectos de esta conformación y cómo cada sujeto debería aprender a manejar los mismos; y el campo de la salud mental quedaba más vinculado a la posibilidad de promoción y prevención, entendida como una evitación de los posibles conflictos psíquicos, o de un ideal de conformación del psiquismo por medio de ciertos cuidados de la salud, el campo en el que se intervenía remitía más a un espacio de lo social y comunitario, que nada tenía que ver con el sujeto y su individualidad, elemento del que se ocuparía en exclusividad el psicoanalista dentro del consultorio.
Lo que aparecía como especificidad de cada campo, disciplina, teorías o práctica, se volvió una resistencia de los psicoanalistas, más que una diferencia teórica propia del psicoanálisis en relación a la salud mental