La amenaza global de la pandemia ha sacudido al planeta, pero su impacto es muy diferente según sea la condición social y subjetiva de las personas afectadas. La forma en que los sujetos experimentan la situación actual sirve como un instrumento diagnóstico de su ubicación en el contexto, así como de su estructura psíquica. Cualquier evento vital es percibido a través del prisma de la subjetividad, y hemos aprendido que esa elaboración se vincula con la posición de cada uno en las redes interpersonales y con sus ubicaciones en el campo social, que empoderan o fragilizan a quienes son objeto, como ocurre hoy, de sucesos que escapan a sus determinaciones personales.
El tipo de inserción laboral delimita también modos diversos de experimentar esta crisis
Expondré algunas observaciones obtenidas en el ejercicio de la clínica, y en la implementación de un programa de promoción de la salud que está en curso en una institución social.
Mis observaciones se acotan a los sectores sociales medios; del malestar y del aumento exponencial de los riesgos que afectan a los niveles sociales más vulnerables, tengo noticias a través de los medios de comunicación. Pero aún al interior de las clases medias existen muchas diferencias, que en ciertos casos se articulan con la edad de los sujetos.
Los jóvenes suelen ser más pobres, sobre todo cuando comienzan su vida independiente del hogar de origen. Este deterioro de su condición es experimentado como transitorio y en la mayor parte de los casos es así, en tanto han adquirido, o están en camino de obtener, credenciales educativas que les pueden brindar acceso a ubicaciones laborales con perspectivas de ascenso. Pero mientras tanto, viven en uno o dos ambientes, generalmente alquilados. Durante la cuarentena, muchos de ellos regresaron al hogar parental buscando apoyo mutuo y compañía. No es lo mismo vivir en un departamento de un ambiente cuando la calle les pertenece, la noche es joven, y los amigos esperan, que encerrarse entre cuatro paredes en soledad. Los padres y hermanos han recibido, en general de buen grado, a estos hijos pródigos que disfrutan del jardín, el patio o la pileta del hogar de origen. En otros casos, su refugio se ubica en casa de la novia y llegan, como adoptivos, a compartir su cuarto en un anticipo apresurado de la convivencia.
Varias parejas que estaban planteándose convivir, han concretado su decisión en este contexto, realizando mudanzas presurosas a alojamientos que pensaban reciclar o arreglar con más tiempo. Sería interesante evaluar a futuro el destino de estos arreglos fraguados en un período de incertidumbre, donde no hubo tiempo para vacilaciones. Es como si la impulsividad se hubiera potenciado ante la amenaza exterior; ya pensarán cuando haya un mañana.
El tipo de inserción laboral delimita también modos diversos de experimentar esta crisis. Quienes tienen un trabajo en relación de dependencia, aprecian y agradecen el patrocinio de la institución u organización que los protege. Cuando se hace necesario, aceptan cumplir alguna tarea un fin de semana o un feriado, porque los límites horarios se han desdibujado, y porque el trabajo, un bien escaso, es cuidado, para que a su vez, los cuide. Muy distinta es la situación de los que están autoempleados, ya que quienes realizan tareas por cuenta propia están más expuestos a la precariedad, y si no tienen reservas económicas, enfrentan el riesgo de desamparo. La situación de este sector genera temores entre los que se congratulan por estar en relación de dependencia que, sin embargo, se angustian de modo muy realista, ante la fragilidad de las inserciones ocupacionales postmodernas.
La vida cotidiana de los sectores sociales medios reposa habitualmente en arreglos naturalizados entre clases sociales y entre varones y mujeres
Las lamentaciones difieren mucho, por supuesto, entre las distintas capas medias de la población. Mientras que unos denuestan al destino por la suspensión indefinida de un viaje al exterior que ya estaba pago, otros sufren cuando llegan las facturas de servicios, alquileres o expensas. Estos sentimientos no tienen un origen subjetivo, excepto en los casos en que se superpone a la preocupación realista una angustia neurótica, pero sin duda producen efectos en la subjetividad, aumentando el riesgo de depresiones y trastornos de ansiedad entre los sujetos psíquicamente más vulnerables.
En este momento, el ámbito del trabajo, en la mayor parte de los casos separado de la unidad doméstica, se ha unido al espacio familiar, ya que muchos trabajadores han pasado al teletrabajo, o sea, al Home Office. De modo abrupto, con escasa o nula anticipación por parte de las instituciones, la estructura de los intercambios sociales y económicos depende hoy del trabajo virtual. La organización social postmoderna, que ha implicado traslados, a veces muy largos, desde el hogar hacia el ámbito de trabajo, está experimentando un retorno apresurado a una modalidad frecuente en tiempos premodernos. Se vive y se trabaja en la misma unidad doméstica y la mesa del comedor o la del living, el escritorio o la cocina, han pasado a funcionar como oficinas de un momento al otro.
Los estudios de género han desarrollado percepciones agudas acerca del modo en que los arreglos arquitectónicos revelan la estructura de sexualidad y poder que subyace a nuestros hábitos de vida naturalizados. El dormitorio conyugal provisto de una cama doble, y en los casos favorables, con un baño en suite, revela que la única sexualidad legitimada en ese hogar es la de la pareja parental, aunque cada vez más resulta habitual encontrar a un/a adolescente en ropa interior en la cocina a la hora del desayuno. Los baños públicos de varones han sido objeto de estudio, por el contraste entre la exhibición urinaria fraterna (o no tanto) que habilitan, comparada con el pudor femenino (Preciado, 2013). La distribución de los espacios domésticos, hoy colonizados por el trabajo, también revela el manejo familiar de las jerarquías.
Mientras algunos trabajadores comentan que su compañera o compañero está compartiendo la mesa asignada al trabajo, otros relatan que les ha resultado difícil encontrar un lugar dentro de la casa que les permitiera concentrarse y cumplir con sus tareas. Un hogar tradicional resolvió el tema del siguiente modo: el padre ocupó la mesa del comedor, la madre se instaló en la mesa de la cocina, el hijo mayor en el escritorio, y el menor en un balcón cerrado. Como es fácil apreciar, las jerarquías de género y de edad están firmemente establecidas en ese núcleo familiar.
Pero no todo se agota en el logro de un espacio; en las familias que están integradas por padres e hijos, la edad de los hijos es un factor definitorio del acceso diferencial al trabajo y al desarrollo de la carrera laboral por parte de los integrantes de la pareja.
La observación del modo en que se tramita la cuarentena en lo que hace a la asunción de las tareas domésticas, ofrece interesantes indicadores de los arreglos vinculares en materia de relaciones de género
Los hijos pequeños, que en los hogares de dos proveedores pasaban largas horas en un jardín maternal o al cuidado de abuelas o empleadas, están omnipresentes a través de su demanda que es constante e inevitable, por razones evolutivas. Los padres oscilan entre la gratitud por tener la oportunidad de mantener un vínculo más cercano con sus hijos durante el desarrollo infantil temprano, que es muy atractivo y despierta gran ternura, y el agotamiento ante la necesidad de “entretenerlos” todo el día. En muchos hogares que transitan por este período del ciclo de vida, la inserción laboral de las mujeres es más endeble si se compara con la masculina. Quien aporta el ingreso más elevado, es categorizado por las encuestas de hogares como “jefe de familia”, lo que pone de manifiesto que el dinero es poder. Cuando ese es el arreglo conyugal, el jefe es cuidado para que cumpla con sus obligaciones y conserve el trabajo, mientras la cónyuge, si está inactiva temporariamente por la pandemia, se hace cargo de las tareas domésticas y de crianza. En otros casos, la necesidad impone turnos para el trabajo. Los padres se levantan muy temprano rogando que sus niños duerman hasta tarde, y luego se turnan para poder atender sus tareas que, en función de la situación, se han flexibilizado en cuanto a horarios, aunque no en lo que hace a los objetivos a cumplir.
Cuando hay hijos en edad escolar, los padres son requeridos para otra adaptación instantánea. Las clases virtuales requieren más asistencia por parte del hogar y ahora, además de oficinistas a domicilio, son maestros aficionados. Esta sobrecarga ha tenido en muchos hogares un efecto democratizador: ya no es posible ignorar el esfuerzo de la compañera, porque se lo presencia día a día y, en consecuencia, los padres jóvenes también empiezan a revistar como auxiliares didácticos, participando en la educación de sus hijos de un modo más activo de lo que acostumbraban. El tiempo ganado en función de evitar los traslados al trabajo, se puede ahora dedicar a la docencia. La contraparte positiva de esta sobrecarga consiste en que el nivel evolutivo de los hijos escolarizados permite que respeten los tiempos en que sus padres se dedican al trabajo.
Los adolescentes y jóvenes ya han ganado autonomía de vuelo y están más interesados en la relación con sus pares que en el vínculo con los padres, por lo que demandan poco. Alguno de ellos migra periódicamente al hogar de la novia o de un amigo o, por el contrario, aporta un nuevo integrante a la unidad doméstica, que se instala de modo temporario en la casa parental. La ganancia inequívoca para los padres de adolescentes en este período, es el ahorro de miedo. Enclaustrados en su hogar, no desvelan a sus padres con su deambulación urbana a contraturno y, en vez de vivir de noche y afuera, para evitar al mundo adulto, alternan entre compartir espacios de a ratos y refugiarse en sus habitaciones, transformadas en un bunker durante la cuarentena.
La limitación del transporte público ha puesto de manifiesto el modo en que la vida cotidiana de los sectores sociales medios reposa habitualmente en arreglos naturalizados entre clases sociales y entre varones y mujeres. De modo más exacto, un conflicto potencial entre los géneros, vinculado con el reparto desigual de las responsabilidades domésticas y de crianza, se zanja y se evita, contratando a otra mujer que suplementa la tarea tradicional de las esposas, ahora que muchas de ellas ya se desempeñan como trabajadoras en el mercado. Este cambio en los roles sociales de las mujeres de sectores medios, ha generado corrientes migratorias feminizadas, que se trasladan desde los países más pobres hacia los centros urbanos desarrollados, ubicándose como auxiliares domésticas y niñeras, lo que les permite enviar remesas económicas a sus lugares de origen y a la vez, soluciona tensiones conyugales de los sectores medios, evitando luchas por el acceso al tiempo, ese recurso inmaterial tan valioso. Cuando quien contrata es una madre que cría hijos en solitario, su rol auxiliar se hace más imprescindible, generando una especie de co-maternidad no exenta de conflictos.
En el contexto de la pandemia y de las consiguientes restricciones a la circulación urbana, las auxiliares brillan por su ausencia y los sectores medios las añoran. Las tareas de limpieza y de cocina, además del cuidado de los pequeños, sumadas al trabajo en el hogar, abruman, sobre todo cuando las exigencias vinculadas a la higiene se han intensificado por el temor al contagio.
La intensificación de la violencia doméstica habitualmente toma como objeto a los sujetos más vulnerables, es decir, mujeres y niños, y en la actualidad se ha agravado
Los estilos de afrontamiento de estas demandas varían de acuerdo con la modalidad anterior que caracterizó a las relaciones de pareja. He propuesto una tipología de estos vínculos (Meler, 1994), que los caracteriza como tradicionales, transicionales, contraculturales e innovadores, según sea el balance de poder al interior de la relación conyugal, vinculado habitualmente con las tendencias hacia el tradicionalismo cultural o su contrapartida, la innovación. En las parejas que he denominado como contraculturales, la dominancia es femenina.
La observación del modo en que se tramita la cuarentena en lo que hace a la asunción de las tareas domésticas, ofrece interesantes indicadores de los arreglos vinculares en materia de relaciones de género. El esfuerzo que demandan la limpieza, la cocina, las compras y el cuidado de los niños, ya no es ignorado. Presentes las 24 horas en el hogar, muchos varones porteños no pueden alegar desconocimiento, y me fue posible recabar en sus discursos un aprecio sentido acerca del valor que estos trabajos tienen para el bienestar cotidiano. En el grado de participación que asumen, interviene varios factores, algunos subjetivos, otros que ya se han objetivado. La jerarquía de las inserciones laborales con frecuencia no es pareja entre los cónyuges, y en la mayor parte de las familias, el trabajo masculino aporta el mayor ingreso. Se trata de una relación circular: quien aporta más dinero goza de mayor respeto en cuanto al tiempo y dedicación al trabajo que se le reconoce en el hogar y, a la vez, esa autorización intersubjetiva para la dedicación de energías al ámbito laboral, fomenta un mejor desarrollo de las carreras masculinas. Cuando, en pocos casos, esta situación se invierte, es verosímil suponer que se trata de un vínculo “contracultural”, o sea, a dominio femenino.
Pero la democratización familiar avanza, y en muchas parejas jóvenes existe en la situación actual un reparto equitativo de las responsabilidades domésticas y familiares que se maneja de modo flexible según la oportunidad.
Las reacciones ante la amenaza sanitaria y el enclaustramiento doméstico, son diversas según el estilo de personalidad. He registrado sensaciones de ahogo, una expresión claustrofóbica que fue intensificada por el tamaño reducido de la vivienda. Más allá del sexo de cada cual, existe un nexo entre la feminidad y la masculinidad subjetivas y las reacciones ante la limitación al deambular por el espacio público. Como era esperable, los sujetos cuyo carácter es masculino, -generalmente varones, pero también algunas mujeres- sufren más la domesticidad, y buscan de modo más activo las salidas posibles al espacio extra doméstico. La contraparte se encuentra en cierto acomodamiento a la reclusión en el hogar, por parte de los sujetos femeninos o feminizados, lo que después de todo, ha sido el destino social ancestral de las mujeres.
El hartazgo ante la prolongación de las restricciones se expresa con frecuencia en irritabilidad varonil. La impotencia ante el aumento de los contagios ha elevado el índice de maldiciones; por suerte los porteños no somos pudibundos respecto del uso de “malas palabras”.
Ante las mismas circunstancias en que los varones habitualmente gritan, las mujeres lloran, aunque esa reacción antes polarizada, está dando lugar a una expresión menos inhibida de la angustia masculina. Ellas se sienten abrumadas con frecuencia por la acumulación extraordinaria de tareas. La doble o triple jornada ya no es como antes, porque cuando hay un compañero en el hogar, él participa en la limpieza, la cocina y la atención de los menores, pero difícilmente esa participación sea cabalmente igualitaria. La feminidad mantiene una asociación histórica con la multi tarea, una capacidad de realizar desempeños en paralelo, que las mujeres debieron desarrollar por el doble rol o doble jornada laboral desempeñada en la Modernidad (Russell Hochschild, 2008).
El trabajo remoto, u Home Office, tiene dos caras. Por un lado, ha sorprendido a todos la facilidad con que fue posible procesar el pasaje abrupto a esa modalidad laboral. El ahorro del tiempo vital destinado a los traslados entre el hogar y el espacio de trabajo, que en muchos casos consume entre 3 y 4 horas diarias, ha sido festejado de modo unánime. La contraparte desfavorable consiste en que, en las actuales circunstancias, suele demandar una disponibilidad irrestricta, y es difícil sustraerse a los correos que llegan con consultas realizadas en horarios avanzados o los fines de semana. Cuanto mayor sea la responsabilidad del sujeto, o sea, cuanto más elevada sea su ubicación en la pirámide laboral, más vulnerable queda ante estas solicitaciones extemporáneas. Es conocida la existencia de una segregación vertical del mercado de trabajo: hay más hombres en posiciones de jerarquía. Por lo tanto, es entre ellos donde se encuentra hoy con mayor frecuencia una dedicación al trabajo que algunos han denominado como full life. Denuncian ese imperativo, pero generalmente lo asumen de modo voluntario: la jerarquía se ha hecho carne y se acepta pagar el precio de la jefatura.
El cuidado de adultos mayores de edad muy avanzada, es una de las circunstancias que pueden virar con facilidad hacia la tragedia doméstica. El desvalimiento asociado con el deterioro corporal o cognitivo, cuenta con escasa asistencia en la actualidad, excepto en sectores muy acomodados, y recae entonces sobre las mujeres, fragilizando de ese modo su salud mental.
Un capítulo aparte se encuentra en la intensificación de la violencia doméstica que habitualmente toma como objeto a los sujetos más vulnerables, es decir, mujeres y niños y que en la actualidad se ha agravado. La búsqueda de deconstrucción de la masculinidad tradicional encuentra en estas situaciones su motivo más convincente, y en términos generales parece estar en camino. Pero siempre persiste un sector en el cual la violencia resiste a la sanción social, hoy instalada en las representaciones y valores colectivos. El análisis de estas situaciones implica aspectos subjetivos, vinculares y culturales que quedan para otra historia.
Bibliografía
Meler, Irene, “Parejas de la transición. Entre la psicopatología y la respuesta creativa”, Buenos Aires, revista Actualidad Psicológica, 1994.
Preciado, Beatriz: “Basura y género. Mear-cagar. Masculino-femenino” Recuperado en abril 2013: http://www.hartza.com/basura.htm
Russell Hochschild, Arlie, La mercantilización de la vida íntima. Apuntes de la casa y el trabajo, Buenos Aires, Katz, 2008.
Nota
1. Doctora en Psicología, Coordina el Foro de Psicoanálisis y Género (APBA), dirige el Curso de Actualización en Psicoanálisis y Género (APBA y UK), Codirige la Maestría en Estudios de Género (UCES).