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La tierra no prometida

 
A 164 años del nacimiento de Sigmund Freud compartimos un capitulo del libro "Freud. Una biografía política", publicado por Editorial Topía en 2007.

El hombre creía, al comienzo de sus indagaciones, que su lugar de residencia, la Tierra, se encontraba inmóvil en el centro del universo, mientras que el Sol, la Luna y los planetas se movían alrededor de la Tierra siguiendo trayectorias circulares. Al hacerlo, seguía de un modo ingenuo la impresión de sus percepciones sensoriales, ya que no siente que la Tierra se mueva y, a cualquier lado que mire a su alrededor, se encuentra en el centro de un círculo que circunscribe el mundo exterior. La posición central de la Tierra le garantizaba además su papel dominante en el universo, y eso le parecía plenamente de acuerdo con su inclinación a sentirse el amo de este mundo. La destrucción de esa ilusión narcisística se relaciona para nosotros con el nombre y la obra de Nicolás Copérnico en el siglo XVI. Mucho antes que él, los Pitagóricos habían dudado de la posición privilegiada de la Tierra, y en el siglo III antes de Cristo Aristarco de Samos había anunciado que la Tierra era mucho más pequeña que el Sol y que se movía alrededor de ese cuerpo celeste. Incluso el gran descubrimiento de Copérnico había sido pues realizado antes que él. Pero cuando fue reconocido de manera universal, el amor propio humano sufrió su primera ofensa, la ofensa cosmológica.

En el curso de su evolución cultural, el hombre se erigió en amo de sus co-criaturas animales. Pero, no satisfecho con esa hegemonía, se puso a excavar un foso entre su esencia y la de ellas. Les negó la razón y se atribuyó un alma inmortal, alegó un elevado origen divino, que le permitió cortar el vínculo de comunidad con el mundo animal. Es notable que esa presunción aún les sea extraña tanto a los niños pequeños como al hombre primitivo y prehistórico. Es resultado de una evolución ulterior pretenciosa. En la fase del totemismo, al primitivo no le parecía chocante hacer descender su linaje de un antepasado animal. El mito, que encierra la cristalización de ese antiguo modo de pensar, hace que los dioses tomen la forma de animales, y el arte de los primeros tiempos da forma a los dioses con cabeza de animal. El niño no siente diferencias entre su propia esencia y la del animal; en los  cuentos, hace pensar y hablar a los animales sin asombrarse; desplaza un afecto de angustia que apunta al padre humano sobre un perro o un caballo, sin intención de rebajar con ello a su padre. Recién cuando se haya convertido en adulto se sentirá tan extraño al animal como para injuriar al hombre invocando el nombre del animal. Todos sabemos que las investigaciones de Charles Darwin, de sus colaboradores y de sus precursores, han puesto fin hace algo más de medio siglo a esa presunción del hombre. El hombre no es nada distinto ni nada mejor que los animales; pariente cercano de ciertas especies, más lejano de otras. Sus ulteriores adquisiciones no han logrado borrar los testimonios de esa equivalencia, presentes tanto en su anatomía como en sus disposiciones psíquicas. Ahora bien, esa es la segunda ofensa para el narcisismo humano, la ofensa biológica.

Pero la herida más dolorosa proviene sin dudas de la tercera ofensa, que es de naturaleza psicológica. El hombre, aún cuando en lo exterior esté disminuido, en su propia alma se siente soberano. Se ha creado, en algún lugar del núcleo de su yo, un órgano de vigilancia que controla sus mociones y sus propias acciones, para ver si concuerdan con sus exigencias. Si no es así, resultan despiadadamente inhibidas y retiradas. Su percepción interna, la consciencia, tiene al yo al corriente de todos los procesos importantes que suceden en los engranajes psíquicos, y la voluntad, guiada por esas informaciones, ejecuta lo que el yo ordena, modifica lo que quisiera realizarse de manera autónoma. Porque esta alma no es nada simple, más bien consiste en una jerarquía de instancias superiores y subordinadas, una mezcolanza de impulsos que empujan a la acción con independencia unos de otros, de acuerdo con la multiplicidad de las pulsiones y de las relaciones con el mundo exterior, de los cuales muchos se oponen unos a otros y son incompatibles entre sí. Para el buen funcionamiento es necesario que la instancia suprema esté informada de todo lo que se prepara, y que su voluntad pueda penetrar por todas partes para ejercer su influencia. Ahora bien, el yo tiene por cierto que esas informaciones son completas y seguras, así como que sus órdenes son bien transmitidas. El yo encuentra límites a su poder en el interior de su propia casa, el alma. De repente, sin que se sepa de dónde vienen, surgen pensamientos; y nada se puede hacer para echarlos. Estos huéspedes foráneos parecen tener más poder que los que están sometidos al yo; resisten a todos los medios ya probados por los cuales la voluntad ejerce su poder, no se dejan desarmar por la refutación lógica, se mantienen impermeables a los enunciados contrarios a la realidad. O bien sobrevienen impulsos que se parecen tanto a los de un extraño que el yo reniega de ellos, pero no puede evitar temerles y tomar contra ellos medidas preventivas. El yo se dice que se trata de una enfermedad, de una invasión extranjera, acrecienta su vigilancia, pero no logra comprender por qué se siente tan extrañamente paralizado. Es verdad que la psiquiatría pone en duda, en casos semejantes, que en la vida psíquica hayan penetrado espíritus malignos extraños; pero se contenta, por otro lado, con alzar los hombros diciendo: ¡degeneración, disposición hereditaria, inferioridad constitucional! El psicoanálisis en cambio, emprende la elucidación de esos casos extraños [unheimlich], se lanza a investigaciones minuciosas y de largo aliento, elabora conceptos auxiliares y construcciones científicas, y finalmente puede decirle al yo: "nada extraño ha entrado en ti; es una parte de tu propia vida psíquica la que se ha ocultado a tu conocimiento y se ha  sustraído al dominio de tu voluntad. Es por eso, además, que no tienes fuerza para defenderte; con una parte de tus fuerzas luchas contra la otra parte; no puedes convocar a todas tus fuerzas, como contra un enemigo exterior. Y ni siquiera es la parte más malvada o más insignificante de tus fuerzas psíquicas la que se ha hecho así independiente de ti y se te ha opuesto. La responsabilidad, debo decirlo, te incumbe por entero. Has sobrestimado tus fuerzas al creer que podías hacer lo que quisieras de tus pulsiones sexuales, y que no necesitabas hacer caso de sus intenciones. Así que se han rebelado y han seguido su propia oscura vía para eludir la represión, se han tomado el derecho de una manera que ya no te puede resultar conveniente. No has sabido cómo lo han logrado, ni por qué rutas han andado; únicamente ha llegado hasta tu conocimiento el resultado de ese trabajo, el síntoma, al que sientes como sufrimiento. No lo reconoces pues como un retoño de tus propias pulsiones reprobadas, y no sabes que de lo que se trata es de su satisfacción sustitutiva.

"Pero lo único que hace posible todo ese proceso es el hecho de que también te equivocas respecto de otro punto importante. Te sientes seguro de que, con tal de que sea lo bastante importante, te enteras de todo lo que pasa en tu alma, porque en tal caso tu conciencia te lo señala. Y si no has recibido noticia alguna de algo en tu alma, aceptas con total confianza que no está contenido en ella. Aún más, llegas a considerar "psíquico" como idéntico a "consciente", es decir conocido por ti, a pesar de las pruebas más patentes de que en tu vida psíquica deben suceder continuamente muchas más cosas de las que pueden acceder a tu conciencia. ¡Acepta pues que se te ilustre sobre este punto! Lo psíquico en ti no coincide con aquello de lo que eres consciente; que algo suceda en tu alma y que seas informado de ello son dos cosas diferentes. No tengo inconveniente en aceptar que, de ordinario, el servicio de informaciones que atiende a tu consciencia alcanza para tus necesidades. Puedes hacerte ilusiones de que te enteras de todo lo que reviste cierta importancia. Pero en muchas ocasiones, por ejemplo en la de un conflicto pulsional de ese tipo, no funciona, y en ese caso tu voluntad no llega más allá que tu saber. Pero en todos los casos, esas informaciones de tu consciencia son incompletas y a menudo poco seguras; por otra parte, con bastante frecuencia sucede que no seas informado de los hechos hasta que ya hayan ocurrido y no puedas cambiar nada. ¿Quién podría evaluar, aunque no estés enfermo, todo lo que en tu alma se agita y de lo que no sabes nada, o de lo que estás mal informado? Te comportas como un soberano absoluto que se contenta de los informes que le traen los altos funcionarios de su corte y que no baja a la calle para escuchar la voz del pueblo. Entra dentro de ti mismo, en tus profundidades, y aprende primero a conocerte;  comprenderás entonces por qué necesitas estar enfermo, y tal vez evites estarlo.”

Tal es la lección que el psicoanálisis habrá querido darle al yo. Pero esas dos elucidaciones, a saber, que la vida pulsional de la sexualidad en nosotros no puede ser enteramente domada y que los procesos psíquicos son en sí mismos inconscientes, no son accesibles al yo, y sólo están sometidos a éste por el bies de una percepción incompleta y poco segura, equivalen a decir que el yo no manda en su propia casa. Esas dos elucidaciones representan en conjunto la tercera ofensa infligida al amor propio, la que me gustaría llamar la ofensa psicológica. No es de asombrar entonces que el yo no le conceda al psicoanálisis su beneplácito y le niegue obstinadamente todo crédito.[2]

 

El espíritu científico que dirigía los descubrimientos de Einstein en apariencia no tenía nada en común con el que llevaba a Freud a levantar una por una las sucesivas capas de ilusiones que se da la conciencia del hombre, esa pequeña parte emergida del iceberg que forma su psiquismo. Pero su intercambio de puntos de vista acerca de los motivos de la guerra debió acercarlos. Como también la suerte que sufrían sus obras, condenadas a la hoguera en esos meses de mayo de 1933.

En ocasión del octogésimo cumpleaños de Freud, en 1936, Einstein es de los que le envían su homenaje. Aunque hasta entonces había estado impedido de formarse una opinión acerca de las verdades contenidas en las impresionantes revelaciones de Freud, Einstein reconoce no haber podido explicar ciertos hechos recientemente conocidos por otro medio que por la teoría de la represión. Descubría que el gran pensamiento de Freud estaba de acuerdo con la realidad. Aunque, como lo precisa en la posdata, la carta de Einstein no pide respuesta, Freud le escribe:

 

Es en vano que proteste usted contra mi respuesta a su amable carta. Debo sin embargo decirle cuán encantado estoy al saber que su opinión ha cambiado o que por lo menos comienza a modificarse. Naturalmente, siempre supe que usted sólo me admiraba "por cortesía", y que muy pocos de mis asertos le resultan convincentes. Sin embargo, me he preguntado a menudo qué es lo que se puede realmente admirar en ellos si son errados, es decir si no contienen una gran parte de verdad. ¿No cree usted, por otra parte, que si mis teorías hubieran contenido un mayor porcentaje de error y de absurdo, yo hubiera recibido mejor trato? Es usted tanto más joven que yo; cuando haya alcanzado mi edad, me animo a esperar que se habrá convertido en uno de mis discípulos. Como ya no estaré aquí para enterarme, me anticipo ahora esta satisfacción (ya ve usted en qué pienso: "Anticipando orgullosamente tan altiva bendición, disfruto ahora de tan alta felicidad"[3]).[4]

 

A Ernest Jones, que deseaba preparar una celebración importante para su octogésimo aniversario, Freud le contesta que prefiere que la cosa siga siendo un asunto privado entre sus amigos y él. Entre los numerosos homenajes que Freud recibe en 1936, uno de ellos, colectivo, lo conmueve muy particularmente. Está firmado por Thomas Mann, Romain Rolland, Jules Romains, Virginia Woolf, Stefan Zweig y más de ciento noventa otros escritores. Según los términos de este homenaje, todo lo que Freud había construido, y las palabras que había empleado a ese fin, formaban ya parte del lenguaje viviente, y eso en todas las ciencias humanas, incluso en la poesía. Un libro de Stefan Zweig publicado en alemán en 1931, La curación por el espíritu[5], consagraba un importante lugar a los descubrimientos de Freud. En una carta que le envía a Zweig respecto de su libro, Freud señala algunos errores mientras subraya que es cosa frecuente no reconocerse en el propio retrato. Sin embargo, le agradece haber captado los rasgos más salientes de su caso: que los resultados alcanzados por sus investigaciones dependen menos de la inteligencia que del carácter. En cuanto al acento colocado sobre el lado "pequeño burgués" de su persona, Freud emite alguna protesta: "Yo también he tenido mis cefaleas y mis momentos de cansancio, como todo el mundo, he sido un fumador apasionado (y quisiera seguir siéndolo) que atribuía al tabaco el papel más importante en mi autodominio y en mi tenacidad en el trabajo[6]."

Para las bodas de oro de Martha y de Sigmund Freud, el 13 de septiembre de 1936, se reúne toda la familia, con la excepción de Oliver. En esa ocasión, Freud le escribe a Marie Bonaparte elogiando a Martha: "Sigue siendo tan tierna, vivaz y activa como siempre[7]."

Con la invasión nazi de Austria en 1938, se plantea la cuestión del exilio. Freud parecía decidido, como un combatiente, a no desertar de su puesto, y no se imaginaba morir sino en Viena. Tomó con cierto humor una primera visita realizada por las SA. A esos señores, que buscaban dinero, Martha les instó a que se sirvieran por sí mismos. Cuando Freud se enteró de cuánto se habían llevado, no pudo dejar de comentar que él nunca había cobrado semejante suma por una sola visita. El arresto de Anna por la Gestapo y la larga jornada de espera fueron decisivos. Faltaban las formalidades administrativas y el lugar de exilio. Las autoridades nazis exigían una fuerte suma de dinero. Es Marie Bonaparte la que adelantó el rescate. Freud siempre se había sentido atraído por Inglaterra, y una parte de su familia ya residía allí. Le escribe a su hijo Ernst que se siente feliz de ir a reunirse con ellos y poder "morir libre", comparándose con Jacobo, al que sus hijos llevan a Egipto. Jones se encargó de garantizar la acogida de Freud en Londres. Él es el que cuenta que cuando Freud, antes de su partida de Viena, tuvo que firmar el documento que atestiguaba que había sido bien tratado por las autoridades alemanas y particularmente por la Gestapo, pidió permiso para agregar: "¡Recomiendo la Gestapo calurosamente a cualquiera!" Por verosímil que ese rasgo de ironía sea, jamás pudo ser comprobado.

Minna Bernays, acompañada por Dorothy Burlingham, fue la primera en dejar Viena. Luego fueron Martin y Mathilde. Freud partió último, a comienzos de junio, en el Expreso de Oriente, con Martha y Anna. Max Schur acudió a Londres y nunca dejó de ocuparse de la salud de Freud, cada vez más precaria. Ante su pedido y el de Marie Bonaparte, el Prof. Lacassagne del Instituto Curie de París acude en dos ocasiones a la cabecera de Freud. La segunda vez estimó que ninguna intervención era ya posible. Cuando Freud juzgó que ya no tenía ningún sentido prolongar sus sufrimientos, le recordó a Schur su promesa y le pidió que hable de ella con Anna. El 23 de septiembre, Freud abandonaba dignamente la vida. Una vida que había valido la pena vivir, una sola vez y de una vez por todas.

 

En el curso de los últimos años de su vida, de 1934 a 1939, Freud no había dejado de preocuparse de las grandes ilusiones de la humanidad. Había consagrado casi todo su tiempo a la escritura de Moisés y la religión monoteísta. Compuesta en varias partes, con prefacios intercalados en distintos tiempos que hacen directa alusión a la barbarie de la Alemania nazi, esta obra sostiene la siguiente tesis en cuanto al origen del antisemitismo: el hombre Moisés fue un intelectual egipcio que eligió a los Hebreos como pueblo de adopción, al que quiso restituir el sentimiento de amor propio del que había sido privado durante su larga esclavitud en Egipto. Para inculcar a ese pueblo una ley racional, Moisés se inspiró del culto de Atón, el de un dios único, que había sido reprimido de la memoria colectiva tras la muerte del faraón Akhenatón. Partiendo de la pregunta: "¿Por qué el pueblo judío ha atraído sobre sí tanto odio desde hace tanto tiempo y por qué insiste hoy ese odio con tanta violencia?", Freud, fiel a su método, se pregunta cuál puede ser el punto de anclaje en la Historia a partir del cual se desarrollen semejantes celos delirantes.

 

Me animo a afirmar que aún hoy los celos respecto del pueblo que se hizo pasar por el hijo primogénito, favorito de Dios Padre, no han sido superados por los otros hombres, como si dieran crédito a esa pretensión.[8].

 

Este motivo se reitera en varias ocasiones. Interrogándose acerca del rasgo de carácter más destacado en la relación de los judíos con los otros, Freud afirma:

 

[...] no caben dudas de que tienen una opinión particularmente elevada de sí mismos, de que se consideran más nobles, de una condición más elevada, superiores a los demás, de los que también se separan por muchas de sus costumbres. Al mismo tiempo, están animados por una particular confianza en la vida, como la que confiere la secreta posesión de un bien precioso. Conocemos el fundamento de ese comportamiento y sabemos en qué consiste su secreto tesoro. Ellos verdaderamente se consideran el pueblo elegido de Dios.[9]

 

Pero, para Freud, fue el hombre Moisés el que marcó al pueblo judío con el sello de ese importante rasgo de carácter, que le permitió desafiar a las desgracias con una capacidad de resistencia sin parangón. Moisés lo hizo

 

levantando su amor propio, asegurándoles que eran el pueblo elegido de Dios; les impuso el santificarse y vivir apartados de los demás. Como sabemos que eso fue llevado a cabo por Moisés afirmando que actuaba por orden de Dios, nos animamos a decir [segunda osadía de Freud] que el hombre Moisés fue quien ha creado él solo a los Judíos[10].

 

Al volver a dar vida mucho tiempo después a la religión de Akhenatón, inventor del monoteísmo, Moisés es la figura verdadera del recuerdo, de la memoria, de la huella de la Letra simbólica y, a ese título, el fundador y creador del pueblo judío. Este retomar la religión monoteísta va acompañado por el rechazo de la magia y de la mística, alimenta la incitación a realizar progresos en la vida del espíritu y empuja al abandono de la fantasía de dominación universal, pues el pueblo, al abandonar la idolatría, se ve más motivado por el deseo de verdad.

Si Moisés y la religión monoteísta pudo representar, en ciertos aspectos, una herida narcisística para todo pueblo que tenga la pretensión de creerse el pueblo elegido de Dios, constituye sobre todo la obra de deconstrucción radical de cualquier idea de exclusión, de raza y de identidad cultural. Es sobre la memoria de la experiencia de las generaciones anteriores que una simbolicidad trasciende la diversidad de las lenguas y de los pueblos. La limitación de la pulsión de poder, de dominación, de soberanía, está ligada a la necesidad, tanto para los pueblos como para cada uno de los sujetos. Lo cual podría traducirse en un aforismo: más de un nombre, más de un idioma, más de un Estado, más de una filiación. Sólo la tierra imprometida.

La ilustración de este artículo pertence a Virginia Armand Ugon,
Ciudad de la Costa, Uruguay. Finalista del concurso Homenaje Freud organizado por la Revista y Editorial Topía.

[1] En el original impromise "imprometida", término inexistente en francés y en castellano. (N. del T.).

[2] S. Freud, "Une difficulté de la psychanalyse", in L´inquiétante étrangeté, op. cit.

[3] Citación de Goethe, Fausto.

[4] S. Freud, Carta del 3-5-1936, Correspondance (1873-1939), op. cit.

[5] Stefan Zweig, La guérison par l´esprit, Stock, 1948.

[6] S. Freud, Carta del 7-2-1931, Correspondance (1873-1939), op. cit.

[7] Carta del 27-9-1936, in Ernest Jones, The Life and Work of Sigmund Freud, op. cit.

[8] S. Freud, L´homme Moïse et la religion monothéiste, op. cit. [subrayado de los autores].

[9] Ibid.

[10] Ibid. [subrayado de los autores].

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Articulo publicado en
Mayo / 2020