La Editorial Topía acaba de publicar este nuevo libro de David Le Breton. Este Sociólogo y Antropólogo es autor de numerosos libros y ensayos. En este texto, continúa el trabajo que comenzó en Conductas de Riesgo (Topía, 2011). Es decir, dar cuenta del lugar de la identidad y los riesgos que asumen las jóvenes generaciones en la actualidad. Durante su investigación ha recogido numerosos testimonios, como por ejemplo los de quienes practican el tatuaje y el piercing, en los cuales los sujetos evocaron prácticas de heridas deliberadas. Este es un libro necesario para todos aquellos que trabajan con jóvenes. El autor, en un lenguaje claro y contundente, desarrolla un síntoma característico de nuestra época en el que encontramos “las marcas y dolores para existir.” Aquí publicamos un fragmento donde desarrolla dicha temática.
Es cierto que la vida humana está hecha de dos partes heterogéneas, que nunca se unen. Una sensata, cuyo sentido está dado por propósitos útiles, en consecuencia subordinados: es la parte que se muestra en la conciencia. La otra es soberana: ocasionalmente, se forma a favor de un desorden de la primera, es oscura, o más bien, si es clara, es enceguecedora; de cualquier manera, ella escapa a la conciencia.
George Bataille, L’Erotisme
El Yo que funda la relación con el mundo nos parece asegurado, irrefutable, pero nada es más vulnerable, nada está más amenazado por la mirada de los otros o por los eventos de la historia personal. No estamos inmutablemente encerrados en nosotros mismos como dentro de una fortaleza sólidamente guardada. La identidad personal nunca es una entidad, no está encerrada, se trama siempre con lo inacabado. El mundo en nosotros y el mundo fuera de nosotros no existen más que a través de las significaciones que no cesamos de proyectar a su encuentro. El sentimiento de ser uno, único, sólido, con los pies sobre la tierra, no es más que una ficción personal que los demás deben sostener con más o menos buena voluntad. Ciertamente, si fuera demasiado flojo, inconsistente, la existencia será imposible. La identidad no es substancial sino relacional. Es un sentimiento. El Yo es el ensamble de los discursos virtuales que el individuo es susceptible de sostener acerca de sí mismo. Un instrumento que se esfuerza en poner conciencia en un teatro de sombras, que responde a la cuestión de la imagen de sí mismo, pero que a menudo es ciego para los caracteres que saltan a la vista de los demás.
El hombre no cesa nunca de nacer y sus condiciones de existencia lo cambian al mismo tiempo que él influye sobre ellas. Los movimientos que animan el sentimiento de sí mismo no existen sino estrechamente ligados a los movimientos de la sociedad. Sobre todo en las sociedades contemporáneas sujetas a un reciclaje permanente, exigiendo a sus miembros a remodelar sin respiro sus investimentos, sus valores, sus relaciones con los otros y con el mundo. El sentimiento de identidad se ha vuelto modular, fluido, sin enraizamiento profundo, sujeto a la moda. Además, se renueva según las circunstancias inherentes a la condición humana: un encuentro, el nacimiento de un niño, un accidente, un duelo, una separación, una decepción, etc. Un individuo crispado en una identidad inflexible, hoy día sería barrido por los datos cambiantes de su entorno.
El Yo es el ensamble de los discursos virtuales que el individuo es susceptible de sostener acerca de sí mismo. Un instrumento que se esfuerza en poner conciencia en un teatro de sombras
En principio, la identidad es un movimiento hacia lo idéntico, en el sentido que lo esencial de uno mismo permanece en el tiempo, donde el individuo se reconoce de una época a la otra. Pero también es flexible en la medida que los eventos mellan o mejoran la autoestima, obligando a cambios bruscos de valor, etc. La puesta en juego de las reservas de sentido y de los valores propios para afrontar lo inédito en uno y alrededor de uno es sin duda un dato antropológico elemental, porque más que nunca, en la obsolescencia del mundo en que vivimos, es la cualidad que se exige de los individuos. Una trama móvil de valores, de representaciones, de modelos, de roles, de afectos, orienta los proyectos y da las bases del sentido de identidad construyendo una historia propia. Un “espectro de identidad” (M’Uzan, 1977), por una parte consciente, pero escapando a cualquier lucidez por lo esencial, traduce una relación con el mundo, un estilo de presencia, una afectividad en acto, un sistema más o menos coherente de valores y de señales. Pero esta trama siempre está abierta en relación a los demás o a los acontecimientos.
Más allá de la impresión de ser uno mismo y de controlar su existencia, se extiende un universo pulsional que nunca descansa y que ignora al tiempo, dijo Freud. Las circunstancias pueden en cualquier instante despertar el eco, recordar las cicatrices de la memoria. Lo que permanece, la estructura durable, asegura el sentimiento de la continuidad de uno mismo, restaura líneas afectivas modeladas en la infancia, en la historia de vida. Así los eventos se anudan en un campo de fuerza y orientan largamente la existencia, incluso aunque sea posible modificar el impacto para lo mejor o para lo peor. Ciertos hilos de la historia parecen irrompibles y siempre la vida gira alrededor de ellos, mientras que otros se desgastan o se rompen y permiten liberarse de sucesos dolorosos. El hombre está hecho de innumerables laberintos que se entreveran en él, nunca tiene acceso a su verdad, sino a su dispersión en las mil situaciones donde se encuentre. Está siempre en una búsqueda de sí mismo de una forma propicia o dolorosa, coherente o caótica, por lo tanto, nunca abandona el orden del sentido. Permanentemente encarna una trama de lógicas múltiples donde las claves se le escapan, pero nunca desespera mientras tengan sentido para él.
La adolescencia, más que otras edades de la existencia, se caracteriza por la fluctuación de la autoestima. En esta etapa donde se trata de obtener una nueva imagen yendo más allá de las viejas identificaciones de la infancia, el joven está en búsqueda de sí mismo. Para algunos, el derrotero es tanto más difícil cuanto las bases narcisistas estén fallando. El despertar del deseo, la interrogación de lo femenino y lo masculino, la entrada en la sexualidad, en este momento son percibidos como peligros que amenazan la integridad difícilmente elaborada del Yo. El delicado pasaje a la edad adulta se efectúa con la herencia estructural de la infancia, revive las fragilidades y las fortalezas.
Si las heridas autoinfligidas afectan mayormente a los jóvenes, es porque en el momento de la adolescencia, el cuerpo se transforma profundamente en su forma y sus funciones
Si las heridas autoinfligidas afectan mayormente a los jóvenes, es porque en el momento de la adolescencia, el cuerpo se transforma profundamente en su forma y sus funciones. A la vez ineluctable, raíz identitaria, se asusta simultáneamente por sus cambios, las responsabilidades que lo implican con los demás. Es una amenaza para el Yo. Por lo tanto, el cuerpo es una adscripción al mundo, la única permanencia tangible, el único medio de tomar posesión de su existencia. A la vez amado y detestado, encarna un medio de expresión simbólica que se traduce algunas veces por una búsqueda de originalidad en el peinado, las ropas, las marcas corporales (piercings, tatuajes, etc.) o un estilo diferenciado de relacionarse con el mundo.
El joven sobreactúa lo que pretende ser, lo muestra en exceso en este pasaje a la edad adulta que lo deja despojado. Escucha desde el principio un discurso sobre sí mismo a través de la apariencia física que exhibe. Su cuerpo es la única marca estable, aunque sea necesario conjurar la inquietud de los cambios que sufre, porque está en los fundamentos de la identidad y persiste allí donde el entorno aparece cargado de miedo e imprevisibilidad. Esta incertidumbre conlleva, en contrapartida, una voluntad de dominio. El discurso recurrente de los jóvenes después de un tatuaje o un piercing diciendo que ellos se han “reapropiado” de su cuerpo testifica con claridad su necesidad de un desvío simbólico para acceder al sentimiento de identidad. Para el adolescente, el cuerpo es el campo de batalla de su identidad en vías de constituirse. Los ataques contra él están dirigidos a hacerle la piel, vale decir, a cambiarlo.
Para el adolescente, el cuerpo es el campo de batalla de su identidad en vías de constituirse. Los ataques contra él están dirigidos a hacerle la piel, vale decir, a cambiarlo
Si bien son numerosos los que atentan contra su cuerpo para cambiar la imagen, los adolescentes no tienen el monopolio de esta cirugía del sentido. Cuando el hombre o la mujer están luchando por vivir, pueden volverse contra sí mismos para encontrar al fin sus marcas haciendo la parte del fuego. Lo que ellos abandonan para existir retorna luego como potencia. Lo que es válido para los adolescentes es válido también para aquellos que, varios años después de la adolescencia, continúan cortando sus cuerpos. Para cualquier hombre, su cuerpo es el rostro de lo que él es. Quien no se reconoce en su existencia puede actuar sobre su piel para cincelarla de otra manera. El cuerpo es una materia de identidad. Accionar sobre él viene a modificar el ángulo de la relación con el mundo. Tallar la carne es tallar una imagen de sí mismo aceptable por fin, remodelando la forma. La profundidad de la piel no tiene fin para fabricar la identidad.
La piel encierra al cuerpo, los límites de uno mismo, establece la frontera entre el adentro y el afuera de manera viviente, porosa, porque también es una apertura al mundo, memoria viva. Envuelve y encarna a la persona distinguiéndola de las otras. Su textura, su color, su tez, sus cicatrices, sus particularidades (lunares, etc.) dibujan un paisaje único. Conserva, como un archivo, las marcas de la historia individual como un palimpsesto del cual sólo el individuo tiene la clave: marcas de quemaduras, de heridas, de operaciones, de vacunas, de fracturas, signos grabados, etc. A tal punto que las marcas agregadas deliberadamente pueden funcionar como signos de identidad desplegados sobre uno: tatuajes, piercings, implantes, escarificaciones, burnings… La superficie presentada a los otros está sostenida detrás de la escena por eventos de la vida, heridas o defensas identitarias.
La piel es una barrera, un envoltorio narcisista que protege del posible caos del mundo. Puerta que se abre o se cierra a voluntad pero a menudo también sin saberlo. Es una pantalla donde se proyecta una identidad soñada, como en el tatuaje, el piercing, o los innumerables modos de puesta en escena de la apariencia que registran nuestras sociedades. O, a la inversa, una identidad insoportable de la que uno desea despojarse y en la cual las heridas corporales autoinfligidas son el índice. “La piel, escribió Didier Anzieu (1985, 95) provee al aparato psíquico las representaciones constitucionales del Yo y de sus principales funciones.” Es una instancia de mantenimiento del psiquismo, vale decir, del enraizamiento de la identidad dentro de una carne que individualiza. La piel ejerce así una función de contención, es decir, de amortiguar las tensiones que vienen tanto de afuera como de adentro. Instancia de frontera que protege de las agresiones exteriores y de las tensiones íntimas, otorga sobre todo al individuo el sentimiento de los límites de significado que lo autorizan a sentirse sostenido por su existencia y no presa del caos o de la vulnerabilidad. La relación con el mundo de todo hombre es entonces una cuestión de piel, y de solidez de la función de contención. Estar mal en su piel1 implica a menudo la remodelación de la superficie de uno mismo para hacer una piel nueva donde hallarse mejor. Las marcas corporales son más bien mojones de identidad, maneras de inscribir los límites directamente en la piel, y no solamente en la metáfora.
La piel es doblemente el órgano del contacto. Si en principio condiciona el tacto, mide también la calidad de la relación con los otros. Hablamos naturalmente de un buen o un mal contacto. La piel es el sismógrafo de la historia personal. Es el lugar del pasaje del sentido en la relación con el mundo. La psicosomática de la piel, o mejor aún, la fisiosemántica (Le Breton, 1990) muestra que las afecciones cutáneas son enfermedades de la falta de contacto. Las madres de los niños afectados por eccemas son poco pródigas en contactos cutáneos (Montagu 1978, 155). El eccema infantil viene a obturar las lagunas de contacto piel a piel. El niño asume él mismo su envoltura cutánea pero, de manera ambigua, al mismo tiempo manifiesta su falta de ser y satisface las estimulaciones que le faltan. En la ambivalencia, traduce su voluntad de cambiar de piel, sus síntomas son una llamada simbólica en dirección de la madre para despertar su atención y motivar su afecto. Pero simultáneamente, volviéndose “repulsivos”, son un reproche a su abandono. El niño envía un pedido inconsciente a su madre para ser tocado. Simultáneamente, su eccema es una manera tortuosa de experimentar por sí mismo esa envoltura corporal que el Otro no toca con suficiente amor y confianza. “Los espacios interiores y exteriores hablarán del intercambio piel a piel materno filial o por el contrario de los maltratos, los olvidos, los rechazos. Los destellos maternales son terribles. Golpean en la piel que los recuerda: en el acné, tatuajes, granos, humedad, maquillaje, permanecen las inscripciones… Las huellas de los padres sobre uno mismo permanecen indelebles pero se matizan con el tiempo, desvaneciéndose a voluntad de las autoreparaciones establecidas” (Papetti-Tisseron, 1996,18).
La piel es una memoria viviente de las carencias de la infancia, posterior a los eventos penosos vividos por el individuo. Los problemas crónicos o circunstanciales a menudo dan granos, en sentido real o figurado, una crisis de eccema, de psoriasis o de urticaria. A flor de piel se lee entonces la edad moral del individuo. La irritación interior florece sobre la pantalla cutánea. Si bien la piel no es más que una superficie, es la profundidad figurada de uno mismo, encarna la interioridad. Tocándola, tocamos al sujeto en sentido propio y en sentido figurado.
La piel es una superficie de inscripción de sentido. “El Yo, escribió Freud, deriva en última instancia de las sensaciones corporales, principalmente de aquellas que tienen su origen en la superficie del cuerpo. Podemos considerarlo como la proyección mental de la superficie del cuerpo, más aún, considerarlo (…) como representante de la superficie del aparato psíquico” (Freud, 1923, 27-8).
Las marcas corporales son más bien mojones de identidad, maneras de inscribir los límites directamente en la piel, y no solamente en la metáfora
Didier Anzieu hizo el enlace entre las dos instancias y habla del “Yo-Piel”. Este último como “representante psíquico que emerge de los juegos entre el cuerpo del niño y el cuerpo de la madre, como así también de las respuestas aportadas por la madre a las sensaciones y emociones del bebé, respuestas gestuales y vocales” (Anzieu, 1985, 100). La experiencia ulterior del mundo consolida o debilita los datos según los eventos personales encontrados. La piel es el eterno campo de batalla entre uno y el otro y, sobre todo, el otro en uno.
Las autoagresiones corporales, si son repetidas, forman una “envoltura de sufrimiento” que restablece una función deficiente de la inserción en el mundo. A falta de un investimento afectivo suficiente en la infancia por medio de una reciprocidad tangible con los más cercanos afectivamente, el individuo queda en falta, en suspenso de sí mismo. “Resultará en una fluctuación incesante de sus procesos identificatorios que entonces a menudo privilegian el recurso a procesos y procedimientos iniciáticos singulares entre los cuales el sufrimiento, en particular del cuerpo, tiene un lugar de elección” (Enriquez, 1984, 179). El cuerpo que no ha sido sentido como experiencia de placer queda fuera de sí mismo, separado, y sólo a través de un dolor controlado puede devenir signo de identidad, emblema de uno mismo. La piel no es más la frontera propicia para regular los intercambios de sentido. El dolor y la marca cutánea refundan el contorno de uno mismo, reanudando una frontera a seguir, entre el afuera y el adentro, ocluyendo las brechas. La envoltura de sufrimiento es el precio a pagar para asegurar la continuidad de uno mismo. En ningún caso se trata de masoquismo porque el esfuerzo no está puesto en gozar sino más bien en sufrir y asegurarse de ese modo una existencia que de otro modo sería demasiado incierta. Tentativa de “restituir la función del yo-piel continente, no ejercida por la madre o el entorno… Yo sufro entonces yo soy” (Anzieu, 1985, 204-205). Esta necesidad de hacerse mal para tener menos mal, de probar sus fronteras personales para asegurarse de su existencia, abarcan, por supuesto, enormes variaciones individuales, y la significación íntima del acto una asombrosa polisemia que trataremos de restituir aquí.
Bibliografía
Anzieu D., Une peau pour les pensées, París, Clancier-Guenaud, 1985.
Enriquez M., “Du corps en souffrance au corps de souffrance”, en Aux carrefours de la haine, París, Epi, 1984.
Freud, S., “El yo y el ello”, 1923.
Le Breton D. (1990), Antropología del cuerpo y la modernidad, Nueva Visión, Buenos Aires, 2002.
Montagu A. (1978), El Tacto. La importancia de la piel en las relaciones humanas, Barcelona, Paidós, 2004.
M’Uzan M. de (1977), De l’art à la mort, Paris, Gallimard.
Papetti-Tisseron Y., Des étoffes à la peau, Paris, Séguier, 1996.
Nota
1. N. del T. “Être mal dans sa peau” literalmente “estar mal en su piel”, significa estar a disgusto, con infelicidad, incómodo.