En mayo de este año salió en Argentina Homosexualidad y Revolución, una investigación del historiador británico Dan Healey que fue publicada originalmente por la Editorial de la Universidad Chicago en 2001. Así como el libro compilado por Enrique Carpintero, El psicoanálisis en la revolución de octubre rompe con el mito que sostenía que la revolución rusa rechazó de plano el desarrollo del psicoanálisis en la Rusia de la década de 1920; la relevancia de este libro y que justifica que lo reseñemos y comentemos, es que derriba el mito de una postura monolítica respecto de las prácticas homoeróticas y del disenso sexual y de género en Rusia. Healey sigue las huellas desde la Rusia zarista tardía y luego la Unión Soviética apoyándose en una cantidad de documentos privados (cartas y diarios) y oficiales (informes médicos, forenses, policiales y judiciales). Desde el San Petersburgo del siglo XIX con sus casas de baño y sus lugares para el “ligue” pasando por la despenalización de las prácticas homoeróticas (“sodomía” o “pederastía”1) en la Revolución Rusa (1922-1933) con sus contradicciones, pasando por la criminalización bajo el stalinismo, donde se realizaron persecuciones y purgas antihomosexuales con el pretexto de que éstos constituían “una amenaza para la higiene mental y sexual de los jóvenes inocentes y la revolución.”
La relevancia de este libro y que justifica que lo reseñemos y comentemos, es que derriba el mito de una postura monolítica respecto de las prácticas homoeróticas y del disenso sexual y de género en Rusia
El estalinismo encorsetó toda la sexualidad para hacerla encajar en los estrechos marcos de una heterosexualidad reproductiva y obligatoria. Vedando el acceso a cualquier documentación biográfica que pudiera derribar el mito de que en la Unión Soviética no existía la homosexualidad. Por ejemplo, toda la documentación relacionada con las biografías del compositor Tchaikovski, el director de cine Sergei Eisenstein y el poeta Mijaíl Kuzmín fue ocultada a los investigadores y más aun al público general. Así como mucho material al que Healey confiesa que aun hoy día no pudo acceder porque tiene políticas de acceso muy restrictivas, cuando no, prohibidas.
Healey rastrea que ya desde el Siglo XVII las casas de baño, los talleres y las viviendas grandes fueron lugares de despliegue del homoerotismo masculino. Este tipo de relaciones diferían bastante respecto de cómo entendemos y percibimos hoy día el vínculo sexual y/o afectivo entre personas del mismo sexo. “La cultura de la masculinidad en la Rusia zarista tardía incluía una actitud ‘permisiva’ hacia las relaciones homoeróticas entre amos y sirvientes al interior de las jerarquías masculinas tradicionales.” En la fase tardía del imperio (fines del siglo XIX) se desarrolló un ambiente homosexual urbano que según afirma Healey se desprende de esta cultura masculina autóctona y no por “importación” del exterior. “Una cultura sexual que veía como natural el desahogo sexual masculino y consentía las prácticas homoeróticas como travesuras de caballeros.” “En paralelo con este patrón sexual tradicional, en San Petersburgo y Moscú se fue conformando una subcultura homosexual moderna nutrida por la rápida urbanización y la introducción de relaciones de mercado.” Un ejemplo que desarrolla Healey es el “equipo de trabajo campesino” o artel en los lugares donde a fines del siglo XIX se ejercía la prostitución masculina. La emancipación de los siervos en 1861 y la industrialización de las décadas de 1880 y 1890, condujeron a que gran número de campesinos migraran a las ciudades. “Las prácticas de los migrantes de brindarle ayuda mutua y solidaridad a sus coterráneos o aldeanos llegados a la ciudad, y la costumbre campesina de trabajar en equipo [artel] para obtener una repartición ecuánime en los ingresos, rigió entre los trabajadores sexuales de las casas de baño desde la década de 1860 hasta la de 1880” donde los recién llegados aprendían el trabajo de los más experimentados. Healey cita extensamente un artículo del venerólogo V.M. Tarnovski de 1885 donde elogiaba a la gente de campo rusa y esta forma de trabajo, ya que la consideraba una fuente de “orden público para el control de las enfermedades” por un lado y para “evitar el chantaje de catamitas congénitos y de edad” por otro: “Aquí en Petersburgo, la remuneración de catamitas es prácticamente la misma que el pago de una prostituta; en estas circunstancias la extorsión de parte de los empleados de las casas de baños que viven del artel y comparten las ganancias de forma igualitaria es algo impensable.” Además afirmaba que “los empleados estaban contentos de complacer a los catamitas congénitos y de edad” que buscaban “alivio” en los baños. El término “catamitas” deriva del griego “Ganimedes” y solía usarse en referencia a quienes tenían un rol receptivo en los contactos sexuales entre varones ya que aludía a lo que el mundo antiguo denominaba “el amado” en la relación entre dos varones. Si bien Healey reproduce una cita de Tarnovsky donde diferencia entre catamitas “pasivos” y “activos” y aclara que un cuarto de los campesinos que ejercían la prostitución en los baños accedían a un rol receptivo; no llama la atención sobre el hecho que estos “catamitas” rehusaban la tipificación en un rol fijo, no solo gozaban con la receptividad, sino también con una posición penetrativa al igual que quienes les brindaban servicios sexuales.
“La homosexualidad, la sodomía y otras formas de gratificación sexual que las legislaciones europeas definen como crímenes contra la moral pública, la legislación soviética las considera exactamente de la misma manera que el coito llamado natural.”
Lo que sí señala Healey es que al abrigo de estos patrones sexuales tradicionales fue surgiendo “una subcultura homosexual urbana” que “fue desarrollando su propia cartografía de paisajes urbanos sexualizados, sus rituales de contacto y socialización, sus señales y gestos y su propio lenguaje fraternal.” En estos lugares convivían quienes tenían encuentros sexuales a cambio de dinero como quienes lo hacían con el “único fin de obtener placer” o formar vínculos afectivos más duraderos. San Petersburgo parece haber sido una ciudad más amigable a la disidencia sexual que Moscú (que tuvo un desarrollo más tardío) la cual tenía un lenguaje distintivo propio. Ya para 1870, teatros, restaurantes y ciertas calles eran frecuentadas en ciertos días y horarios por quienes se referían a sí mismos como tetki (literalmente “tías”, un equivalente a “locas” en español), “gente como uno” o “nuestro círculo”. En las casas de baño de San Petersburgo la sociabilidad masculina tradicional confrontaba y se mezclaba con un ambiente “homosexual” emergente. El artel fue desapareciendo y transformándose progresivamente en burdeles regenteados; y ya según Healey ya se había extinguido para la revolución de 1905.
Así como la medicina y sus subdisciplinas, la religión, la policía y el Estado se fueron disputando a lo largo de la historia el control sobre la regulación y categorización del deseo sexual, también los propios actores de este “mundillo homosexual” (como era nombrado socarronamente por la prensa y algunos médicos de la época) desde fines del siglo XIX construyeron sus propios espacios de sociabilidad, sus propios códigos y una propia subcultura. Ciertas vestimentas, vocablos específicos, la utilización de apodos femeninos en algunos casos y el uso de la mirada para reconocerse o “levantarse”. A partir de la documentación aportada por Healey resulta interesante señalar que en el arco abierto entre la década de 1830 donde la calle principal de San Petersburgo ya era considerada “un lugar de depravación pederástica” (inscripto según el autor en el contexto de la pasión masculina tradicional) y la década de 1870, un grupo de varones que mantenían intercambios sexuales y afectivos van conformando una subcultura en la que se reconocían mutuamente y se autodenominaban con un vocabulario propio que no era, ni despectivo, ni medicalizado. No se autodenominaban, ni “pederastas”, ni “sodomitas”, ni tampoco “homosexuales” (este término recién fue acuñado en 1869) sino, “gente como uno” o simplemente tetki.
Healey subraya que a pesar de la existencia de un estatuto que prohibió la “sodomía” a partir de 1835, las autoridades rusas no apelaron ni a la Medicina, ni luego a la Psiquiatría para abordar la cuestión de las relaciones sexuales entre varones del mismo sexo, y los regímenes legales y médicos fueron relativamente indiferentes a la temática. En la Rusia imperial tardía, los psiquiatras formaban una corporación minúscula con escasos recursos y con una mala relación con el régimen zarista que usaba los hospicios para encarcelar criminales y prisioneros políticos encadenados y apenas conseguía fondos para tratar la locura y las neuropatías. Incluso “un dictamen del Ministerio de Justicia de 1890 dispuso que el asesoramiento forense debía ser gratuito.” Asimismo la Iglesia ortodoxa rusa no tenía tanto poder como la iglesia católica para imponer las normas sexuales punitivas que impuso esta última a partir del siglo XII. Las autoridades estaban más preocupadas por la detección y el castigo de la violencia sexual que de los actos de “sodomía” consensuados. Los años de violencia e inestabilidad que siguieron a 1905 llevaron a que se utilizara la ilegalidad de la “sodomía” en algunos casos y que otras personas de clase alta “amigos del poder” fueran protegidos. “En las décadas anteriores a 1914, a diferencia de otras potencias europeas que penalizaban las relaciones homoeróticas masculinas, Rusia no tuvo su propio Oscar Wilde, su Felipe príncipe de Eulenburg o su Coronel Alfred Redl, figuras cuya caída pública le dio un cariz dramático a la homosexualidad masculina...”
Healey sitúa a la revolución rusa de 1917 como “parteaguas” a partir del cual “diversas tendencias y pensamientos socialistas libertarios y del anarquismo encuentran posibilidades en sus críticas y planteos -a nivel institucional- acerca de la prostitución, la sexualidad, el matrimonio, el divorcio, el aborto y la defensa de la vida sexual entre adultos sin injerencias ni de la Iglesia, ni del Estado.” Se pasa de una historia colmada de reglamentaciones, prohibiciones y censuras, encarcelamientos e informes médicos, a otra donde las nuevas leyes en esos primeros años de la revolución admiten derechos individuales. Para Healey la ausencia de penas contra la “sodomía consensual” entre adultos significó “un avance político real” y “una verdad incontrastable el hecho de que los bolcheviques optaron en forma deliberada por legalizar la sodomía consensual entre adultos” mientras que en esa misma época Alemania e Inglaterra la penaban con la cárcel por considerarla un crimen.
Stalin volvió a penalizar las “prácticas de sodomía” en 1934 con una pena de entre tres y cinco años de prisión hasta el colapso del régimen comunista en 1991
Healey afirma que la despenalización no fue accidental, ni tampoco como efecto de la lucha por parte de grupos conformados en torno a la disidencia sexual y/o de género, sino como parte de las acciones que se llevaron adelante para secularizar el derecho penal. Esta secularización ya había tenido un intento previo en 1903 cuando hubo un anteproyecto para el cambio de estatuto en la Rusa imperial. Los juristas liberales liderados por Vladimir D. Nabokov defendieron la despenalización de la “sodomía”, “no porque ellos la practicaran”, sino “basándose en los principios de la secularización, el derecho a la privacidad y la autonomía personal.” “El punto de vista liberal fue apoyado por la Sociedad Jurídica de San Petersburgo, los miembros de los juzgados de Samara y nueve de los veintitrés miembros de la Sociedad Jurídica de Moscú...” Luego de la revolución de febrero de 1917 el gobierno provisional estableció “una comisión para modificar e implementar el Código Penal” de 1903 de la cual Nabokov formó parte. “Es posible que su postura haya tenido gran influencia” a pesar que hasta su promulgación en 1922 tuvo varias idas y vueltas. Es llamativo que Healey no indique que este jurista fue el padre del novelista Vladimir V. Nabokov autor de la polémica novela Lolita publicada por primera vez en el año 1953 y llevada al cine por Stanley Kubrick en 1962.
Healey ubica entre los bolcheviques dos posturas diferenciadas en dos campos: los “libertarios utópicos” y los “racionalizadores”. Los “racionalizadores” sospechaban del placer y estaban interesados en regular la expresión sexual y promover la capacidad reproductiva apelando a las disciplinas modernas (medicina, psiquiatría). “Los libertarios utópicos buscaban eliminar la influencia de la Iglesia y el Estado sobre la vida sexual privada de los ciudadanos.”
Según Healey, Alexandra Kollontai -reconocida pensadora bolchevique autora de Las relaciones sexuales y la lucha de clases y elegida Comisaria del Pueblo de la Asistencia Pública del gobierno revolucionario- fue una destacada defensora del libertarismo sexual. “Kollontai reconocía el valor de la experimentación en las relaciones sexuales (heterosexuales)” y “sostenía que el amor se vería liberado en el futuro de las limitaciones impuestas por la propiedad privada, la desigualdad social y las convenciones morales hipócritas.” Si bien en sus trabajos nunca se refirió explícitamente a la homosexualidad, participó de la Liga Mundial para Reforma Sexual creada en 1928 -cuyos directores fueron el alemán Magnus Hirschfeld, el británico Havelock Ellis y el suizo Auguste Forel- que la vincularon a las campañas en favor de la emancipación homosexual realizadas en Europa occidental. Mientras que para Kollontai era “imperdonable posponer la reflexión acerca de la sexualidad revolucionaria”, Healey ubica a Vladimir Lenin en el campo de los “racionalizadores” y “proponiendo una existencia donde lo ‘personal’ era sacrificado en aras del movimiento revolucionario.” A pesar de reconocer que las fuentes a través de las cuales “los preceptos de Lenin nos llegan a nosotros severamente distorsionados, ya que fueron publicados cinco años después de haber sido supuestamente enunciados, siendo reproducidos porque... servían a la política sexual del stalinismo” (se refiere al texto de Clara Zetkin Recuerdos sobre Lenin), Healey no duda en aseverar que Lenin tiene una “actitud mojigata”. Si bien el líder bolchevique tenía una postura que podríamos calificar de conservadora en cuanto a la sexualidad, esto no es sin claroscuros, ya que por otra parte defendió junto con su esposa Nadejda Krupskaia la experiencia del “Hogar de niños” que dirigía Vera Schmidt bajo los principios de la teoría psicoanalítica donde una de las ideas rectoras era que la curiosidad sexual y el interés por los órganos sexuales propios y ajenos no debían ser reprimidos. (Esta experiencia es analizada en Carpintero, Enrique, “Los freudianos rusos y la revolución de Octubre” en Carpintero, E., op.cit.)
Los vaivenes en cuanto a la actitud frente a la sexualidad también pueden rastrearse en el intercambio epistolar sobre el “amor libre” que tuvo lugar en 1915 con la socialdemócrata francesa Inessa Armand que también cita Healey. Lenin sostenía que “el amor debía ser liberado de las restricciones impuestas por los prejuicios religiosos, los mandatos patriarcales y sociales, la ley, la policía y los tribunales.” Sin embargo, argumentaba que “la noción de ‘amor libre’ sería utilizada por los oponentes del socialismo para acusarlos de estar en contra ‘de la seriedad en el amor... de la procreación... y la libertad para cometer adulterio’.”
Healey pone de relieve que la descriminalización de las prácticas homoeróticas tuvo sus contradicciones haciendo referencia por un lado, a que esta legislación estaba vigente en los códigos de las zonas europeas y urbanas; en cambio en el sur y el este seguía penalizada por ser considerada una “práctica primitiva de comunidades atrasadas”. Estas prácticas se refieren por ejemplo, a jóvenes reclutados para la prostitución entre los uzbekos y turkmenos “reclutados por proxenetas en complicidad con sus padres y tutores.” Por otro lado, los juicios ejemplares que se montaron contra el clero de la iglesia ortodoxa; este punto también es discutible ya que casi, sino todos los casos mencionados, involucraban a menores de dieciséis años lo que nos hablaría ya no de relaciones sexuales consensuadas entre dos adultos, sino de abuso sexual infantojuvenil. Además de llevarse a cabo entre personas en un vínculo de asimetría.
A pesar de los recursos limitados del nuevo Comisariado de la Salud dirigido por el “carismático y astuto” Nikolai Semashko (1918-1930) “se desarrollaron una extraordinaria cantidad de investigaciones sobre ‘las anomalías sexuales y de género’ durante toda la década de 1920.” Todo estaba en duda; “si las ideas eran nuevas se podía conseguir respaldo financiero.” Al romper con la sofocante moral religiosa, la revolución había promovido la producción y la creatividad en todos los ámbitos.
Magnus Hirschfeld era ampliamente respetado y citado en la Unión Soviética como un reformador socialista de la sexualidad. Nikolai Semashko visitó el Instituto de Investigación Sexual en 1923 e incluso vio una película muda sobre la emancipación homosexual (Anders als die Andern, 1919). En la publicación del Instituto se contaba que Semashko “habló acerca de lo complacido que estaba por el hecho de que en la nueva Rusia, la antigua penalización había sido completamente abolida... y no había provocado consecuencias desafortunadas en absoluto.” Dos años después, el director del Instituto de Higiene Social de Moscú y miembro de la Liga Mundial para la Reforma Sexual, Dr. Grigori Batkis, proclamó en La revolución sexual en Rusia “la absoluta no injerencia del Estado y de la sociedad en los asuntos sexuales, con tal de que nadie salga perjudicado y se respeten los derechos de todos” y por lo tanto “la homosexualidad, la sodomía y otras formas de gratificación sexual que las legislaciones europeas definen como crímenes contra la moral pública, la legislación soviética las considera exactamente de la misma manera que el coito llamado natural.”
Entre otras publicaciones de la época, la psiquiatría soviética se interesó por las mujeres que adoptaban una identidad de género masculina en su vida cotidiana. Entre varios otros, Healey desarrolla extensamente el artículo sobre “travestismo” de 1927 del psiquiatra moscovita A. O. Edel’shtein donde describe el caso de Evgeniia Fedorovna M. que “se había representado como hombre desde que había quedado huérfana a los diecisiete años.” Egveni Fedorovich -tal el nombre que eligió poner en sus documentos falsificados- era un agente de la policía secreta soviética especializada en “redadas y requisas contra monasterios” y “así llegó a una ciudad de provincias donde se enamoró de S.” y “finalmente consumaron matrimonio que fue oficialmente registrado, gracias a que Egveniia presentó su documento de identidad alterado”. Convivieron varios años a pesar que S. supo de la transformación de Eugeni. Al ser descubierta por algunos vecinos, fue acusada de “crímenes contra la naturaleza”. “Al carecer de sustento legal la acusación, el Comisariado de Justicia dictaminó que el matrimonio entre Egveniia y S. era ‘legal porque fue consumado mediante consentimiento mutuo’” (resaltado mío). Destaquemos que el Comisariado de Justicia obvió que se trataba de documentos falsificados y puso el eje en el “consentimiento mutuo”. En su “Historia de mi enfermedad” publicada por su psiquiatra, Eugeni afirmaba que las personas como él/ella “consideran a su sexo como un malentendido y desean transformarse en personas del sexo opuesto ... ¡Qué triste que seamos consideradas depravadas y enfermas!” Eugeni usaba conceptos de Hirschfeld, Havelock Ellis, Kraft Ebbing y Sigmund Freud entre otros y “reclamaba derechos políticos y sociales para el ‘sexo intermedio’”: “una vez que ya no fueran oprimidos y sofocados por su propia falta de conciencia y por el escarnio pequeño burgués sus vidas se volverían socialmente dignas y valiosas.” Como apunta Healey, Eugeni se apropió del lenguaje científico para explicar y reivindicar tanto su deseo homoerótico como su disenso de género.
En la tercera parte del libro, Healey examina el derrotero de los homosexuales desde que Stalin volvió a penalizar las “prácticas de sodomía” en 1934 con una pena de entre tres y cinco años de prisión hasta el colapso del régimen comunista en 1991. No reseñaré esta parte, ya más conocida de la historia de la homosexualidad en la Unión Soviética. Solo mencionar que “su prohibición estuvo asociada a medidas implementadas en 1936 que también prohibieron el aborto, promovieron la maternidad e hicieron menos accesible el divorcio.”
La prensa estalinista emprendió una campaña contra la homosexualidad, que calificó de “signo de degeneración humana”. Uno de los personajes que argumentó a pedido de Stalin en contra de la “cuestión homosexual” fue Máximo Gorki en el artículo “Humanismo proletario” aparecido en Pravda e Izvestiia el 23 de mayo de 1934 donde asociaba la homosexualidad con el fascismo: “Entre los ‘centenares de hechos que denuncian la influencia desmoralizante y destructiva del fascismo’, la homosexualidad se encontraba entre los rasgos más ‘repugnantes’... Y lanzó su consigna tristemente célebre: ‘Destruyamos a los homosexuales y el fascismo desaparecerá’.” “La consigna de Gorki (bregando a la ligera por la destrucción de un conjunto de seres humanos) tiene una resonancia inequívocamente genocida.” Consigna que fue premonitoria de lo que vendría.
Nota
1. Antes de la invención de la homosexualidad como condición psicosexual específica definida por la psiquiatría y como corolario el sujeto “homosexual”, los códigos criminales de occidente castigaban las prácticas de sodomía. Éstas referían al coito anal tanto entre varones como entre personas de distinto sexo. “Sodomita” se aludía al que realizaba este tipo de prácticas y “pederasta” se usaba como sinónimo. Una vez creada la categoría “homosexual”, cierta literatura psiquiátrica de fines del S. XIX y principios del XX comenzó a utilizar “sodomita” y “pederasta” como sus sinónimos. En este texto se utiliza “homoerotismo” o “relaciones homoeróticas” para designar las prácticas sexuales y/o afectivas entre personas del mismo sexo independientemente de los sujetos que las lleven adelante.