Mi caso más triste | Topía

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Mi caso más triste

 

Agradezco a Topía la idea de relatar un caso grave, visto y tratado desde una perspectiva psicoanalítica.

El caso que hoy presento, es muy grave. No solo por su enfermedad. Tuvo una vida penosa, ligada, apresada, amarrada a un pasado de condiciones amargamente hirientes y envenenadas. Chocó con situaciones a las que no les encuentro adjetivos. No encuentro palabras lo bastante siniestras, horribles y amargas, para describir lo que vivió.

Tratar con Beto me fue muy penoso. Influyó tanto en mí que con una supervisión no fue suficiente. Tuve que recurrir a la ayuda de una psicoterapia personal 

Tratar con Beto me fue muy penoso. Influyó tanto en mí que con una supervisión no fue suficiente. Tuve que recurrir a la ayuda de una psicoterapia personal.

Sentí límites, incapacidades que no podía manejar solo.

Ahora me cuesta mucho escribir esta historia.

Prometí no publicar este caso hasta que hubieran pasado 10 años. Ya fueron más. A menudo lo recuerdo.

La psicoterapia psicoanálitica empezó en el año 2003. Cuando la tragedia de los sucesos que comenzaron en 1976 ya eran una terrible historia.

Alberto se dio un apodo de muy niño, se llamaba Beto.

Su médico, el Dr. Maier, me contó telefónicamente sobre Beto. Me relató que se trataba de un señor de 49 años, argentino, que no hablaba muy bien alemán y que no sabía como ayudarle… Era uno de esos argentinos que ya habían hecho psicoanálisis, agregó.

No era el primer caso que trabajábamos juntos. Su descripción me intrigó porque es un médico muy bueno y hábil.

“Me pareció que vos sabrás”…terminó su relato.

Beto me vino a ver. Había consultado al médico porque tosía.

Le había dado antibióticos, pero no tenían efecto. Los calmantes con Efedrina, Codaína, lo hacían sentirse mareado y no los toleraba, tomaba un jarabe para poder dormir, que no servía mucho. Además estaba siempre constipado con dolor de estómago. Él mismo sugirió que podría ser psicosomático. Maier lo había conocido en el Centro de Refugiados. Iba a verlo él porque hablaba bien castellano.

Beto había llegado a Suiza en 1976 ó 77, a través de una organización de trabajadores de izquierda y de la Cruz Roja Suiza. Estaba en muy malas condiciones físicas, fue tratado cuando llegó. Había perdido mucho peso, se sentía débil y se lo tuvo que alimentar con muchas vitaminas, comidas para astronautas, suplementos alimentarios hasta que se recuperó. Pudo retomar una vida sana.

Como egresado y doctor de la Facultad de Ciencias Económicas de Córdoba, le dieron un trabajo, más bien humilde, en un banco. Pronto mostró que entendía mucho de la profesión y le fueron dando cada vez puestos mejores.

Cuando yo lo conocí ya tenía muchos amigos y una novia. Vivía hacía más de 20 años en Suiza. Participaba en encuentros que hacen los Latinoamericanos.

Hacía muchas veces de “asador” y de cocinero. Me contó riendo de placer, que a Maier le encantaba la parrilla y las empanadas, y que se comía el chimichurrí con la cuchara.

Después de un complicado inicio en nuestras conversaciones, me dijo en una oportunidad al final de la sesión que él se esforzaba mucho para que le fuera bien…y en voz baja y tosiendo: “no se me da, tal vez no puede ser…trato de ser consciente de lo que me pasa, pero no me sale…”

Cuando vino la vez siguiente, después de hablar del frío, le recordé la frase “no se da” que me dijo al salir. Beto me contó que se esforzaba mucho para salir adelante…pero que los amigos eran más bien compañeros de trabajo…y también su novia pertenecía al grupo…era una buena chica, pero que él sentía todo como un esfuerzo, no salían las cosas como antes…sin proponérselo… “es jodido Suiza…”

“Y los suizos son así: desconfiados y testarudos no se hacen amigos de nadie…” Desde aquí en adelante me hablaba de los suizos. A veces le discutí. Pero yo me estaba aburriendo, me daba sueño nuestra conversación que no llevaba a nada y no tenía mucho sentido.

Se podía hablar con él de prejuicios y entendía eso de las proyecciones. Una vez lo cargué diciendo que si cambiábamos a los suizos él dejaría de toser...

Por fin me atreví y me “tiré” a un diálogo diferente:

“Somos los dos argentinos y lo que me sorprende es que nunca hablás del pasado, de nada te acordás, ni de tus amigos, ni de las escuelas, ni de tu familia, en fin de nada que por lo general la gente recuerda. Ni un tango. No sé dónde, ni con quién hiciste análisis, no se nada…

Tal vez estés siempre comparando los suizos con lo que tenías...hacés comidas argentinas, tomás mate…”

Me contestó interrumpiendo: “¡Me propuse no hablar nunca de lo que pasó! ¡Y vos no me vas a sacar nada!”

“-No quiero sacarte nada, pero a veces cuando tosés me viene la idea que es como si tuvieras unas espinas en la garganta…con la tos, las queres escupir, no las podés sacar... Le tenés rabia a los suizos, a todos…, al banco, los médicos inútiles, la mina que tenés… Cambiar no podés nada, te guardás la bronca, sos simpático, cocinás, laburás, te enfermás...”

“-¡Qué de boludeces se le ocurren a los psicoanalistas! ¡Me querés tomar el pelo, qué estúpidas ideas! ¿Te las metió Freud? ¡MIERDA!

- ¡No! Esto va en serio Beto. No estoy dispuesto a perder el tiempo hablando de los suizos… Viniste porqué podía haber algo en vos que, si produce tos o qué se yo, no estás bien. Y la verdad es que pienso a veces que me estás tomando el pelo…

- Vos te creés que estoy chiflado ¿no?

- En absoluto ¡NO! Pienso que sufrís y te veo peor que cuando te conocí. Quiero tu permiso para hablar otra vez con Maier. ¡Estás más flaco, más pálido!

- La verdad es que me siento débil…esta tos de mierda no me deja dormir, ni descansar. A veces estoy mareado…podrido. Llamalo aunque no sirva para nada.

Cuando quise convenir una fecha para hablar con Maier, la chica que me atendió, me conocía, hace el laboratorio, inmediatamente preguntó si se trataba de Beto.

Pregunté por qué y me contó que con él, ella había fracasado. Estaba segura que hasta los niños al final se dejaban tomar sangre para los exámenes del laboratorio…pero con Beto no fue posible…no se dejaba ni poner el cinto ni apoyaba bien el brazo. Ella tuvo que ceder y le avisó al médico que no podía. Nunca le había pasado.

Maier estaba ya esperando el llamado…Para acortar el relato, a Beto no le podían seguir haciendo los exámenes necesarios porque se negaba a todo. Los remedios que se le daban, esperando que tuvieran efecto, habían fracasado. Estábamos de acuerdo en que haría falta Radiología, Resoncia Magnética…Maier me contó que el paciente fue al hospital donde tenía turno. Cuando le explicaron que lo pondrían en la camilla adentro de un cilindro, se levantó y se fue sin decir una palabra, dejó el hospital. No lo pudieron alcanzar.

Se hacía evidente por los comportamientos que Beto había sido torturado. No decía nada, pero sus intolerancias y sus reacciones nos lo contaban. No se podía hablar con él.

Acordamos que trabajaríamos en varias sesiones de psicoterapia, concentrados solo en la cuestión de qué manera se podría enfrentar el problema de tener que hacer los exámenes. Necesitábamos la colaboración de Beto.

Nos hacía falta…algo, un poco, de confianza…no lo torturaría nadie…y a los suizos como él comentaba no les interesaba la gente, solo el trabajo...

En vano esperé al paciente. Beto no venía a las fechas acordadas. Lo llamaba por teléfono, pero no me atendía. Tenía un celular, al tratar de llamarlo me comunicaron que el número había sido cancelado.

Se hacía evidente por los comportamientos que Beto había sido torturado. No decía nada, pero sus intolerancias y sus reacciones nos lo contaban. No se podía hablar con él

Llamé al banco. Una empleada que me atendió, me informó que Beto se iba a comunicar en los próximos días. Llamaría él.

No me quedaba otra que esperar.

Después de unas tres semanas Beto me llamó por teléfono. “¿Me vas a retar?”, preguntó sin decir ni siquiera hola.

Le aseguré que no se me ocurría…pero que lo esperaba. A la sesión acordada llegó puntual, como un suizo.

Esta vez empezé yo: “Nos contaste mucho sin palabras, y es terrible…”

-Hay cosas que no aguanto.

-Se asocian, se juntan con recuerdos siniestros…claro que no querés recordar o pensar…las emociones son atroces, no hay palabras…al contar se revive…vuelven las cosas…y entiendo que no las querés…pero así te va mal ¿que hacemos?

-Bueno che, qué vamos a hacer…ustedes los doctores tienen que saber, ¿no? ¿Para qué sirven? (Esto lo dijo con muchas malas palabras, insultando a todos, en un tono sarcástico lleno de desprecio) Yo tengo que inventar para los doctores, parece una cargada…

-Tenés razón. Estamos desconcertados. No podemos hacer nada sin que vos participes. Te queremos ayudar, pero los métodos se pueden asimilar a cosas que pasaste… La verdad, no sabemos qué hacer, tu tos sigue y te va mal, se te ve mal…sin tu participación no podemos hacer nada, nada… No permitís que se te acerquen para ver. Yo siento que como psicoanalista no sirvo para nada. Debería abandonar…

Beto a los gritos: “¡Mierda Freud! ¡No sirve!...”

-No te imaginás lo que me entra…no lo aguanto… tengo que interrumpir o desespero… ¿me tienen que joder así?

-Está muy bien que interrumpas, cuando no aguantás decilo... Vos manejalo, decís cuando podés y cuando no, interrumpís y nadie te lo va a tomar a mal... Ya esto sería un gran paso. Sos vos el que decide, mandás...nosotros tratamos de seguirte... En la tortura te arrancan toda posibilidad de decidir... Ahora aquí sos el paciente. ¿Te atrevés a un acuerdo así...interrumpís cuando querés?

-Es un papelón salir rajando como un pibito

-No te conocíamos y no sabíamos nada…pero ahora Maier, su enfermera y yo nos fuimos dando cuenta… Maier se arriesgó a darte medicamentos sin análisis, a la buena suerte.

-Algo saben…pero en realidad ni un carajo, nada, no saben nada

-Así es, sabemos el título de algo TORTURA, pero no sabemos nada. Lo terrible es que el tiempo pasa y tu enfermedad se agrava y no sabemos qué hacer…

-Otro antibiótico…

-No sirve… No sabemos de qué se trata…tu tos sigue. Y la verdad que da miedo…

-A la muerte no le tengo miedo…a los dolores…no puedo más…no me da el cuero...

-Quisiéramos con tu ayuda, encontrar una forma para poder hacer los análisis y las investigaciones necesarias para diagnosticar lo que te pasa.

-Estoy podrido y me voy a morir ¿no basta?

-No. La verdad que no. Tal vez se te pueda ayudar… Seguís en una guerra que terminó para vos, desde que estás aquí... Parecés como un toro en una corrida. Quisiera arrancarse la banderola, la estocada que lo hiere, se ofusca, se irrita, corre, se desespera, esta lleno de ira, de rabia, cuanto más intenta peor, corre tontamente hasta contra un trapo rojo… y nada sirve…

-Es demasiado tarde…ya se pasó…y me voy a la mierda… ¡Que interpretación de porquería que te mandás! ¡sos una basura, una mierda! (Los insultos en muy malas palabras no los escribo)

-Pensalo Beto…no te hagas sufrir solo, si decís que no te da el cuero…Y si te vas a morir, hacés lo que querían los hijos de puta…uno menos…tus enemigos querían anularte. ¡Les haces un favor!

Beto se levantó y sin una palabra se fue otra vez. Pero esta vez cargado de sentimientos, se veía ofuscado. Tociendo, atragantándose y tociendo aun mas. Escupiendo. Insultando.

Me sorprendió. Al otro día vino puntual. Explicó que él no quería tener que aguantar ni resistir dolores. Que lo mataran o lo dejaran tranquilo…morir en paz...

Iba a seguir con este tipo de argumentación desesperada, depresiva e indefensa. Nos peleábamos. Yo me sentía bajo una presión intolerable, mal….Lo interrumpí: “¿Qué pensas si estuvieras anestesiado para hacer las investigaciones? ¿Podés aceptar, no estar consciente mientras los especialistas hacen el trabajo? Estarías en un hospital, drogado, más que en curda, no te das cuenta de nada. Cuando despertás, ya pasó.

Me miró atónito…luego dijo:

- Hay un anestesista que trabaja en Lucerna (otra ciudad) que se vino a Suiza conmigo…nos trajo la Cruz Roja juntos…No, no me sirve… Una anestesia en la que…me sacan sangre, me meten en ese cilindro de porquería…para que ustedes ganen…después muero igual”

-Es una propuesta, ganar no ganamos nada, y…no va ser fácil de realizar…pero sabríamos qué tenés…

-Me estoy muriendo y basta…

Estas discusiones siguieron durante un tiempo.

Meier se ocupaba de la situación de hospitales…pero ponían muchísimas trabas de organización sanitaria. Averiguó que había una posibilidad en Holanda, donde se instaló un centro para pacientes torturados, con especialistas...

Hablé de Holanda con Beto. Se negaba a viajar y participar.

Sucedió en el banco donde trabajaba: para atender un cliente muy cortés, no esperó el ascensor. Quiso ir por la escalera. Tropezó. No se podía levantar, se había roto algo en la pierna. Vino la ambulancia. Lo llevaron al hospital. No sé como fue…Pero estando allí, Maier habló con colegas e hizo sus contactos... En el servicio de urgencias intervinieron con rutina, lo tenían que operar…e hicieron intervenciones. Sacaron sangre, pero no tenían la lista con las preguntas que nos hacían falta. Solo un valor alto del “Mikro RNA” que señalaba una posibilidad de que tuviera cáncer.

Pero Beto estaba en el hospital.

Maier quería aprovechar la situación…yo me opuse porque no quería que se hiciera algo sin el consentimiento de Beto.

Como él había ya hablado con el cirujano que atendía al paciente, tuve que discutir muchísimo hasta que logré que Beto pudiera decidir cuando se le harían los exámenes que él titubeaba. Nos pusimos de acuerdo en que yo trataría de convencerlo que estando ya en el hospital sería oportuno hacer lo que él sabía que tendría que hacerse…

Con Beto en la silla de ruedas podíamos dar una vuelta, buscar un buen lugar para hablar. Como yo empujaba la silla, se daba una situación peculiar: el paciente adelante, el analista atrás

Con un clavo que unía su hueso tenía que quedarse unos días. No tenía dolores y lo trataban bien. Había enfermeras que le gustaban. Lo visité. Hablamos sobre su accidente. Cómo había tropezado, por qué quiso ir por la escalera. Su cliente tenía que ver, cuán diligente era.

Quise empezar a interpretar el accidente como acto fallido... Volvieron los insultos. Me callé. Pero yo estaba siempre con la cuestión de si estaba dispuesto a que se hicieran los exámenes por su tos.

Una vez me dijo que si sospechábamos que era un cáncer igual se iba a morir. Le contesté que tenía razón…solo con más o menos sufrimiento. Si sabíamos de qué se trataba…

El clíma de nuestras conversaciones cambió. Si bien insultaba y se enojaba mucho, el que se sintiera respetado y que estuviéramos dispuestos a aceptar su decisión quitó mucho de la angustia y amargura qué habíamos tenido. Tratábamos con menos tensión y algo de confianza.

Lo visitaba regularmente una fisioterapista. Beto tenía que moverse y aprender a caminar con muletas. No solo tenía dificultades que le impedían parte de su movilidad, sino que los músculos del pecho le dolían ya por la tos y con el esfuerzo tosía aun más.

Por fin Beto acepto que se hicieran los exámenes con anestesia.

Endoscópicamente no se vieron lesiones. Pero la radiología del tórax y el TAC del cerebro, pecho y abdomen no dejaron dudas de que se trataba de un cáncer pulmonar de células pequeñas (microcítico). El epitelio bronquial se presentaba en condición grave. El radiólogo comentó que le sorprendía que el paciente no padeciera síntomas de asfixia. El laboratorio confirmó los resultados agregando detalles.

Meier le comunicó los resultados. También, que le quedaban meses de vida. No lo podrían sanar, pero sí ayudarle a que no padeciera. Se habló de medicina paliativa.

En su caso y por su estado físico solo se le podía suministrar quimioterapia. Si se recuperaba se podía intentar más tarde radiación.

La primera etapa serían seis meses de quimioterapia.

Para las infusiones tendría que volver al hospital cada 3 ó 4 semanas, quedándose siempre 5 días.

Beto tendría que dejar el hospital. La fractura de la pierna no era motivo suficiente para mantenerlo internardo. Buscamos otro camino. Logramos que fuera transferido a un servicio nuevo, que se había inaugurado poco antes, por el que fue también presidente de la asociación psicoanalítica (el Prof. Dr. Fritz Meerwein).

En este servicio, con muy pocos pacientes, se trataban casos psicosomáticos de oncología. Fue una donación. La gente que trabajaba allí tenía que tener cierta formación de orientación freudiana. (Médicos, enfermeros, fisioterapistas, etc.). Esta fundación extraordinaria duró solo el tiempo que Meerwein vivió. Poco después de su fallecimiento se clausuró.

Pero Beto lo pudo aprovechar. Era una mansión cerca, pero afuera del hospital, todo antiguo, pero servía. También a solo unos cinco minutos de mi consultorio.

Le dieron un buen cuarto, con ventana al jardín, para él solo. Allí tuvieron lugar nuestras conversaciones.

Al principio le costó aceptar el lujo. Hablamos de su diagnóstico; Beto consideraba que le quedaban algunos meses de vida. A menudo repetía que él se quería morir, que le tenía miedo a padecer dolores, a tener que sufrir, como decía “no doy más”.

Le aseguré muchas veces que se haría todo lo posible para que no sufriera.

Una vez, apenas llegué me contó que una de las enfermeras le gustaba mucho, pero que él se había propuesto no dejarse atraer más por otras mujeres… Le pregunté si era por la novia que tenía. Contestó: “¡No, no es por Julia, es por Celia!” Calló. Lloró, en silencio…durante un largo rato. No atiné a decir nada. Cuando pidió que me fuera, me despedí.

Dos días después volví a visitarlo. Me saludó ameno, como si lo que había sucedido no existiera más. Hablamos de la comida que no le gustaba, de las infusiones que le hacían efecto, tosía menos y podía dormir. Estaba por pasar el tiempo que tenía a disposición. Le dije: “Veo que sos muy hábil para no hablar de lo que no querés y me parece que así está bien. Vos decidís.”

-“Querés que llore como un nene otra vez…ándate a la mierda…”

Me fui.

Varias visitas más tarde me dijo: “Me molesta que no sabés nada de mí y no te puedo hablar, yo no hablo…decidí no hablar”.

- Mirá, vos hacés como querés y podés… Podés interrumpir y yo me voy cuando querés…Es como una regla de juego que nos damos. Yo vuelvo a las citas. Pero nadie conoce lo que te pasó, tu historia personal. Tal vez hay una parte en ti, que quiere que se sepa. No creo que se trate de no hablar, sino de no sentir…y hablar sin sentir, sin recordar no va…

Beto contestó casi llorando “¡Me voy a morir y quiero que se sepa. Tendría que gritarlo, que se sepa para que no olviden!”

Hablamos de la fuerza y la debilidad. Cómo las cosas se ven en la sociedad. Hablamos de la vergüenza y el desprecio. Las cargadas, las burlas y el odio, lo sádico. Charlamos como filósofos, abstractamente sin dar ejemplos. Apenas la conversación se avecinaba a algo delicado, Beto callaba.

Le seguían dando infusiones. La fractura mejoraba. Hacía fisioterapia y podía moverse con muletas. Se cansaba rápido. La tos, se oía más relajada, menos dolorosa.

El edificio del hospital tiene un parque. Con Beto en la silla de ruedas podíamos dar una vuelta, buscar un buen lugar para hablar. Como yo empujaba la silla, se daba una situación peculiar: el paciente adelante, el analista atrás.

Beto se dio cuenta y me tomaba el pelo, con cosas del psicoanálisis que sabía…abstinencia, neutralidad… Como transferencia yo era el “colectivero.”

Una vez preguntó: “¿Cuanto tiempo me queda?” Le respondí que no lo sabía y que preguntara a los que atendían su cáncer.

Cuando volví a verlo, apenas nos saludamos me dijo:

- 3 a 5 meses más o menos. Me miró y siguió: “No te pongas triste, está bien…todos mueren…y se acabó. Hace mucho que quiero morir.”

Me venían las lágrimas y le dije algo así como que lo iba a extrañar, sentir su ausencia…

-Se te va un pasajero, Colectivero.

Esta tomada de pelo no se la toleré, me enojé.

Después de un largo silencio me dijo: “Me quiero morir yo también…porque no aguanto el dolor por Celia”

-¿Quién es Celia?

-Fue, es mi compañera. Te voy a contar…

De emoción otra vez nos quedamos callados.

Recién dos sesiones después retomamos el tema. Beto se había preparado. A continuación voy a resumir su relato.

-Tuvimos amigos que eran Montoneros. Celia y yo no militábamos. Trabajamos en el mismo banco y nos enamoramos. Ella quedó encinta. Queríamos estar, quedar juntos. Nos fuimos de vacaciones. Queríamos pasar la frontera, pasar por Uruguay y llegar a las playas del Atlántico. Viajamos de Córdoba a Colón en una camioneta Ford, muy cómoda. Nos fuimos a las termas. Había mucho turismo. Nos dio por pasar la frontera a Uruguay y conocer Paysandú. Llegamos al puente y había que pasar la frontera. Había mucha gente esperando y una cola larga para pagar peaje. Decidimos volver a Colón. Unos amigos nos contaron del Puente Libertador General San Martín y que se podía ir en ómnibus. Decidimos hacer la excursión, pasar al otro lado para ver.

Llegamos a Gualeguaychú. La policia detuvo el ómnibus. Nos hicieron salir a todos los pasajeros, para controlar los documentos. A Celia y a mí no nos dejaron seguir el viaje.

Un día apareció un policía en uniforme. Le dijo que se habían equivocado de pareja. Los “otros delincuentes” estaban con los asesinos en Uruguay

Nos llevaron a un coche. De repente nos pusieron unas capuchas y el chofer aceleró. No sé adónde nos llevaron. Nos metieron en un cuarto medio oscuro atados a la pared. Celia y yo gritábamos que era una equivocación… no entendíamos lo que pasaba. Nos dieron golpes y bofetadas.

Yo veía como a ella le pegaban y ella a mí. Los tipos se reían y decían que ya íbamos a cantar. Nosotros asegurábamos que no sabíamos nada y más pegaban. Un correntino era el que daba más. Un desgraciado se vino con uno de esos hierros para marcar el ganado. Yo gritaba, dije que Celia estaba encinta, que la dejaran en paz. El hijo de perra empezó a calentar el hierro en la chimenea. De repente Celia empezó a gemir…le venía el parto y sangraba. Interrumpieron. Vino una mujer que dijo ser la partera. Se llevaron a Celia al cuarto de al lado. Yo solo oía. Me dieron un golpe en la nuca y me desmayé. Cuando me despabilé se sentían los gemidos de Celia mucho menos. Quise pensar que iba bien… Vino la tipa y me dijo algo de la placenta que no entendí, del hijo y de Dios que tampoco entendí. Sentí otro gemido estremecedor, exhaló… ¡Celia murió,... falleció …la mataron!

Después de un momento dice: “desde entonces tengo un dolor en el pecho que no pasa. Es como un cuchillo en la carne, sangra, duele… Está bien si me muero.”

Mientras lo dice se agarra, se pellizca el pecho.

En otra oportunidad le pregunté si sabía si tuvo una hija o un hijo… Estremecido de dolor me dijo que nunca lo vió. Desapareció. Si hacía preguntas, provocaba golpes.

Vino un período que lo dejaron sin tortura. (Posiblemente en 1978, cerca del Mundial de Fútbol).

En una visita, en tono de confesión, me dijo que haber contado su historia, de alguna manera le hacía bien. Acotó: “Como si fuera algo para que quede, un testamento...”

Un día apareció un policía en uniforme. Le dijo que se habían equivocado de pareja. Los “otros delincuentes” estaban con los asesinos en Uruguay. Ellos habían provocado en Paysandú cuando dieron vuelta la camioneta sobre el puente que controlaban. Está prohibido.

Le metieron la capucha. Lo largaron cerca de Gualeguaychú.

Unos amigos lo acogieron y le ayudaron. Salió del país. Llegó a Suiza. A la llegada los trabajadores sociales lo ayudaron.

Escribió una carta para Las madres de Plaza de Mayo. No le contestaron. No tenía datos. Ni sabía donde estuvo.

Repitió varias veces: “Es un puñal, que duele y sangra siempre. Cuando por fin me muera …no voy a sentir más nada.”

Muchas sesiones más adelante preguntaba “¿no te parece una historia ridícula? ¿Una tragedia para nada?”

En una visita, en tono de confesión, me dijo que haber contado su historia, de alguna manera le hacía bien. Acotó: “Como si fuera algo para que quede, un testamento...”

Nuestras conversaciones cambiaron el tono. Yo no entendía por qué no publicar lo que le había pasado. Beto no tenía explicación, el único argumento era que me pedía que fueran diez años despúes. Nadie debía saber de él. Así surgió la discusión por qué había callado durante tantos años.

Su idea fue fabricar una vida nueva. Empezar en otro país sin traerse un fardo tan pesado, de un pasado increíble.

En estos 25 años, se había construido una buena vida. Profesionalmente le iba muy bien. En su vida social tenía más bien la sensación que todo era superficial. Los amigos eran más bien colegas y su novia una buena chica, compañera, a veces la veía atractiva... Exclamando dijo: “No tiene nada que ver con Celia. ¡Ella fue mi mujer, es mi mujer!”

Cada vez que llegábamos al tema tan doloroso, Beto se agarraba el pecho: “¡No sabés como duele!”

Se veía que estaba cada vez más débil. Era un cincuentón con apariencia de un anciano. Apenas se podía alzar y levantar su propio peso. Estaba calvo, los ojos tenían como una niebla y su piel algo amarillento, verdoso.

Beto estaba convencido, que era el puñal que tenía clavado y le dolía tanto recordando a Celia e imaginando un hijo. Eso lo iba a matar. Contaba los días.

Una vez estaba por empezar una discusión diciéndole que el cáncer no duele, pero que lo mataba... ¡Me callé!

Lo fui a ver. Golpeé la puerta a la llegada, abrí la puerta. Beto estaba ya aseado, con las manos sobre el pecho, habían encendido velas, había flores. Beto había fallecido.

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Noviembre / 2017