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Los problemas de la comida global y algunos apuntes de políticas futuras

 
No comemos lo que queremos, sino lo que nos quieren vender

Los rápidos cambios en la dieta y el estilo de vida resultantes de la industrialización, la urbanización, el desarrollo económico y la globalización del mercado durante las últimas décadas, han desencadenado profundas consecuencias sobre la salud y el estado nutricional de las poblaciones. La transición económica que siguió a la industrialización vino asociada a otra serie de transiciones demográficas, epidemiológicas y nutricionales, que ayudaron a definir el desarrollo político del siglo XX. En la década de los 90 la Organización Mundial de la Salud caracterizó por primera vez una enfermedad no transmisible: la obesidad, como epidémica, agregándole el calificativo de “global” transformándola entonces en una pandemia.

En América Latina donde las políticas públicas padecen la misma pobreza que sus habitantes, con el 11% de los niños menores de 5 años con déficit de peso para la edad, la obesidad hoy -rompiendo el sentido común que asocia sobrepeso a bienestar económico- se encuentra desplazada hacia los más pobres, especialmente a las mujeres pobres (Monteiro, 2004). Una revisión de trabajos de 36 países en desarrollo, mostró que la obesidad excedió a la desnutrición en más de la mitad de ellos (Popkin, 2001). Allí, la desnutrición proteico-energética, la obesidad, las enfermedades infectocontagiosas y las no transmisibles, no se hallan en los polos del espectro socioeconómico, sino convergen y aparecen juntas en la pobreza, aún dentro de la misma familia. Esta situación -conocida como “la paradoja nutricional” (Caballero, 2005) se observa en Latinoamérica donde alrededor del 60 % de las familias que tienen un miembro (generalmente un niño) con bajo peso, también tienen uno con sobrepeso (frecuentemente la madre) configurando una doble carga para las familias (Menéndez, 2004).

Desde el punto de vista antropológico la carrera del pobre hacia la obesidad comienza en el útero materno como desnutrido fetal (super-activando el genotipo ahorrador). Sigue como niño mal-nutrido que en la pobreza lo condena a dietas llenas de energía barata (hidratos de carbono, grasas y azúcares) y poco densas en nutrientes.

Estos déficits condicionan su estatura, su dentadura y su aprendizaje. Posteriormente -sobre todo si es mujer y reduce su actividad al ámbito doméstico- la acumulación de energía en forma de masa grasa asegurarán su sobrepeso y tal vez su obesidad, con la estigmatización de una sociedad dominada por la estética de la escualidez del horizonte global (Aguirre, 2001).

Al momento de hablar de las causas del sobrepeso y la obesidad se habla de la convergencia del genotipo ahorrador, con el sedentarismo obligado y la abundancia de energía barata en las sociedades actuales. Hay consenso científico que el genotipo que permitía ahorrar en forma de grasa las calorías sobrantes en épocas de abundancia para gastarlas en los tiempos de escasez -que indefectiblemente los sucedían-, fue equipaje de supervivencia hace milenios, pero hoy en medios sociales donde abunda la energía barata se transforma en handicap.

La tasa de actividad en las sociedades industrializadas es la mitad de lo que fue en el pasado (Hayes M., 2005), porque la mecanización reduce los trabajos mano de obra intensivos, el transporte reduce el caminar y también se reduce el movimiento incidental al des-legitimarse la actividad física desplazándola a los cuerpos perfectos de la alta competición. Hoy la presión social lleva a “ver y no mover”, viviendo a través de la pantalla una actividad sin gasto (tanto en el trabajo como en el ocio).

El último factor es la disponibilidad de energía barata. Las sociedades industrializadas comenzaron a engordar cuando se logró una provisión continua de alimentos. FAO/OMS calculan una disponibilidad calórica promedio mundial creciente de 2358kcal /habitante/día en 1964, 2655 kcal en 1984, 2830 en 1997 y proyecta 2940 para 2015 y 3050 para 2030 (WHO-FAO, 2003), esto es mucho más que las necesidades humanas promedio y significa que a partir de 1985 -al menos estadísticamente- hubiera sido posible que todos los habitantes del planeta comieran bien. Si FAO registra 1000 millones de desnutridos y 1500 millones con sobrepeso (FAO, 2010) no es por falta de producción, sino porque los alimentos no se distribuyen donde se necesitan, sino donde producen ganancias.

 

Sin embargo, las formas de producir alimentos (convalidadas por la Organización Mundial del Comercio) aunque han aumentado exponencialmente los rendimientos, conspiran contra la sustentabilidad de esa misma provisión. La agricultura química de monocultivo extensivo, basada en el petróleo (por los agroquímicos y el transporte) da enormes ganancias a los holdings que la practican y enormes costos a las poblaciones que la sufren: fumigaciones con pesticidas patogénicos, desertización, extinción de especies, uso desmedido y contaminación de acuíferos (toman más agua los cultivos que los humanos), avance sobre bosques y humedales, etc. son los costos ocultos de una agricultura orientada al rendimiento cortoplacista, mientras se destruye toda otra forma de producción junto con la vida de campesinos y pueblos originarios (Aguirre, 2009).

Una ganadería farmacológica (donde miles de animales hacinados y superalimentados solo pueden mantenerse a fuerza de medicamentos), genera el ambiente perfecto para el desarrollo de cepas resistentes a los antibióticos que, cuando pasan a los humanos, producen alarma global (¿recuerdan la gripe porcina rápidamente re-clasificada?)

No están mejor las cosas en el mar donde la pesca depredatoria devuelve al mar - muerta- el 30% de la captura (FAO 2008) vaciando caladeros y extinguiendo especies en un ambiente que alguna vez se soñó infinito.

Las políticas agroalimentarias de los estados aunque sean diametralmente opuestas en el norte (que subsidia la producción) y en el sur (que aplica retenciones) tienen los mismos resultados: producir más, reduciendo a “externalidades” los costos humanos y ambientales.

Una de las consecuencias más importantes de la creciente intensificación de la producción es que se hace a costa de grandes inversiones en tecnología. Esta inversión hace que la búsqueda de beneficios pase a ser más importante que los alimentos mismos. Antes de buenos para comer, los alimentos son buenos para vender (Harris, 1985), entonces la lógica del mercado concluye que comerán solo aquellos que tengan para comprar. Las repercusiones dietéticas de la evolución del capitalismo industrial eliminaron cualquier frontera entre la producción de alimentos y la producción de cualquier otra mercancía. Empresas y holdings diversificados, de capital altamente concentrado, determinan el destino de la dieta industrial. La tercera parte de la producción mundial está en manos de 200 empresas radicadas en Estados Unidos, Inglaterra y Japón, de hecho solo 5,5% de ellas se localizan fuera del bloque (Henderson, 2008). No comemos lo que queremos, sino lo que nos quieren vender y no nos venden lo que alimenta, sino lo que produce ganancias, a despecho de su capacidad nutricional, algunos ejemplos nefastos como la marea de comestibles envasados, azucarados, coloreados, inflados, saborizados, etc. que se designan como “comida chatarra” y alcanzan difusión planetaria, muestran este divorcio de la alimentación industrial respecto de la nutrición y la salud y explican la superposición de desnutrición y sobrepeso.

Pero además, buscando generar una demanda a la medida de su oferta, la industria ha reducido al comensal a la categoría de mero comprador de mercancías alimentarias -que escapan a su saber y posibilidad de control-. Y no solo por la “creación” de alimentos (transgénicos, pre-pro y sim-bióticos), sino también por la forma que adopta el comer: la caída de la alimentación compartida (estructurada según normas que se verificaba en la mesa familiar, que los antropólogos llamamos comensalidad) que se desplaza hacia eventos alimentarios individuales, solitarios, desestructurados (sin orden y sin tiempo). Convirtiendo a los sujetos en compradores antes que en comensales, el mercado avanza hacia nichos cada vez más recónditos (de los cuales la alimentación infantil es la más peligrosa ya que prepara el gusto adulto), insistiendo en que debe comerse más cantidad y más alimentos con mayor densidad calórica, a través de una publicidad implacable.

Aunque la relación entre la creación de ganancias y la creación de patología es directa, los caminos son múltiples. En principio al borrar producciones de alimentos locales que pudieran funcionar de alternativas (ya que no hay manera que los campesinos compitan con la agroindustria mundial), desaparecen también sus productores o son condenados a la subproducción y a la subnutrición. Entonces los productos y las técnicas del mercado mundial concentrado se extienden a los lugares más recónditos del planeta, basados en precio, prestigio y seguridad biológica, homogeneizando el gusto en una cocina de alcance mundial. Pero no todos comen todo, la capacidad de compra determina la densidad nutricional del régimen, lo que se marcará en los cuerpos, condicionando diferentes formas de enfermar y morir (Aguirre, 2010a).

Desplazar la lógica que hoy impera en la alimentación es cuestionar la lógica estructurante de la sociedad, ya que el mercado, que en el pasado solo era un mero organizador de los intercambios, hoy ha pasado a ser el principio legitimador de la sociedad misma. Bajo esta lógica se produce mucho y se deberá comer mucho y como cada vez se compra más, se deberá producir más y también más barato, aunque estemos devorando el planeta. Pero, observando los alimentos más baratos, aquellos que consumen los pobres, veremos que son hidratos de carbono, grasas y azúcares, ¿Cómo extrañarnos que la obesidad esté creciendo más en los sectores bajo la línea de pobreza y dando vuelta el sentido del hambre que asociaba pobreza a flacura y abundancia a sobrepeso?

Hoy quienes tienen mayor capacidad de compra tienen también mayores posibilidades de alimentarse con alimentos densos en nutrientes (proteínas, minerales), mientras que los pobres comen energía barata y poco o nada del resto. Así el cuerpo alto y flaco hoy es probabilísticamente más frecuente en los sectores de mayores ingresos, mientras que los cuerpos bajos y gordos caracterizan los sectores pobres (Aguirre, 2010b). Bajos porque no llegan a desplegar su potencial de altura (desnutrición crónica) y con un sobrepeso que esconde sus déficits de calcio (son lisiados dentales), de hierro (anemia) y vitaminas (Darmon, 2002; ENNyS, 2006). En todo el mundo los precios de las frutas y verduras frescas se han incrementado más que los precios de granos refinados, azúcar y grasas (Drewnovsky, 2005). La misma situación se repite dondequiera que la agroindustria concentrada domine el mercado

Si hasta aquí hemos tocado aspectos estructurales que favorecen la tendencia a la obesidad en la pobreza es porque creemos que la alimentación es producto de relaciones sociales y a la vez produce relaciones sociales, entonces debemos pensar que este tipo de malnutrición se ha transformado en pandemia porque es funcional a la sociedad en su conjunto (al revés que la desnutrición que dominó la problemática en el pasado).

Es funcional ya que los pobres-gordos-pobres consumen en un mercado de alimentos baratos hechos a su medida (segundas marcas con baja calidad y bajo precio).

Aún con carencias de micronutrientes no están impedidos de trabajar, pero sí discriminados del mercado formal (“buena presencia”) por lo que son trabajadores informales de alta producción y bajos salarios.

Son sujetos de un tipo de asistencia alimentaria barata, basada en los mismos cereales sobreabundantes en su dieta, y provista por la agroindustria concentrada, de logística fácil (comparada con los frescos) y aceptación segura.

Un mecanismo perverso es la reducción a lo individual, que oscurece las relaciones sociales y culpabiliza al sujeto del propio padecimiento. Al quedar oculto su déficit por el tamaño de su cintura, se desarticula la reivindicación política por el derecho a la alimentación que, en cambio, se ve legítimo en la desnutrición.

La reducción a lo individual y la biologización del problema es lo que ha dominado las políticas sanitarias para abordar la pandemia de obesidad: educación, dieta y ejercicio. Como si fueran “errores” del paciente, producto de elecciones equivocadas. Las propuestas farmacológicas y quirúrgicas pivotean sobre los mismos conceptos: el individuo debe cambiar su conducta ya sea reduciendo químicamente su apetito o mecánicamente su estómago. Este enfoque produce enormes ganancias privadas (aunque enormes pérdidas públicas) y sostiene el gigantesco negocio de alimentos light, dietas, gimnasios, libros de autoayuda, etc. para los que pueden pagar. Como si la delgadez o la salud fueran el premio que logra el individuo por ir en contra de las tendencias sociales.

Al no tener en cuenta los condicionantes económicos y culturales, las políticas sanitarias proponen que la educación cambiará las elecciones. Como si las opciones del pobre fueran infinitas antes que estructuralmente limitadas. ¿Cómo puede reducirse a un problema individual -ignorancia, adicción a la comida o hedonismo entre otras- cuando el estilo de vida es producto de la estructura social y compartido por millones? Al desconocer que las conductas individuales se realizan dentro de las posibilidades de un medio social, se está convirtiendo a las víctimas en culpables de su propio padecimiento y des-responsabilizando a la sociedad.

La evidencia empírica demuestra que medio siglo de dietas y mejoras en el conocimiento no han servido ni para terminar con la desnutrición ni para detener el incremento de peso, antes bien hoy encontramos obesos-malnutridos con todos los problemas de la abundancia superpuestos a todos los problemas del déficit. Es necesario revisar estas fórmulas individuales y modificar las condiciones sociales productoras de desnutrición y obesidad. La misma lógica de la ganancia que destruye el planeta con producción sucia: genera pobreza, detiene la actividad y coloca excedentes energéticos obligando -con una publicidad engañosa- a enfrentar el stress de esta vida social con azúcares y grasas, entronizadas como fuentes de placer legítimo.

Mientras la pandemia se considere un problema del paciente y no de la sociedad que le sirve en bandeja las condiciones de su obesidad, no generará acciones políticas para transformar las fuerzas sociales que la condicionan. Y al abordar las causas sociales no habría que olvidar que los humanos comemos tanto nutrientes como sentidos, de manera que habrá que enfrentar el aparataje conceptual que legitima la producción no-sustentable, la distribución inequitativa y el consumo inducido. Los componentes materiales y los valores que los legitiman son los principales escollos para desarrollar acciones a nivel de los agregados sociales, porque la obesidad de la escasez cumple perfectamente bien las demandas de reproducción de este sistema social.

Dentro de esta lógica el criterio de salud debe ser introducido desde el estado y por la academia, ya que hasta ahora los agregados sociales no han problematizado la obesidad de la escasez, sino la desnutrición como derecho conculcado a la alimentación. Pensando en una solución colectiva habría que regular los mercados lo que significaría -entre otras cosas- introducir racionalidad en toda la cadena agroalimentaria, con criterio de “cuidado” (hacia los humanos y su medio ambiente) en busca de producir con sustentabilidad, distribuir con equidad y consumir en comensalidad.

 

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Articulo publicado en
Julio / 2014