El 22 de junio falleció Horacio González. Sociólogo, docente y escritor, comenzó su carrera de sociología y su militancia política en el peronismo en los ‘60. Primero en Montoneros, luego en la Juventud Peronista Lealtad, una escisión que cuestionaba la lucha armada. En la carrera de Sociología fue parte de las llamadas “cátedras nacionales” de los ‘70. Luego del golpe militar fue detenido en el Departamento Central de Policía y tuvo que exiliarse en San Pablo, Brasil. Al regreso de la democracia, volvió a la Argentina y fue profesor en varias Universidades Nacionales. Fue director de la Biblioteca Nacional entre 2005 y 2015. También un escritor prolífico. Algunos de sus libros son: La ética picaresca (1992), El filósofo cesante (1995), Arlt: política y locura (1996), La crisálida. Metamorfosis y dialéctica (2001), Paul Groussac: La lengua emigrada (2007). Colaboró en la revista Unidos y El Porteño en los ‘80. A principio de los ‘90 fue parte de la creación de la revista El Ojo Mocho. Revista de Crítica Cultural, una publicación que comenzó en 1991 a la par que Topía, y salió hasta 2008.
Horacio fue colaborador desde el primer número de Topía, ya que era amigo de su director Enrique Carpintero desde el año 1969. Participó en el primer debate que presentó ese primer número el 17 de mayo de 1991: “¿Crisis de la cultura o cultura de la crisis?” realizado en el Salón Anexo del Congreso de la Nación. Su estilo de escritura aparece en ese inicio de Topía, donde escribió “El almuerzo cortesano”. Así empezaba sugestivamente: “De los tantos escenarios de llamativa inmutabilidad que tenemos a nuestra disposición para observar algunos dilemas culturales argentinos, podemos elegir uno con resonancias ancestrales: los almuerzos televisados de Mirtha Legrand. Ya hemos escrito el nombre. A partir de aquí todo lo demás puede ser más fácil.”
La mejor manera de recordarlo es con su escritura y aquello que nos provoca, en este caso en su texto “Políticas, técnicas, tiempo” que, aunque está en un lejano abril de 2000, derrama sobre nuestra actualidad.
“El tiempo es una materia esquiva, indiferente, parece exterior a nosotros y a veces hasta es bueno considerarlo así. De este modo, el tiempo sería apenas un trazado lineal que está a la espera que lo llenemos con nuestros hechos y cosas. Pero sabemos que no es ni puede ser así. El tiempo nos constituye, nos envuelve con su tensión dispersiva y nos arroja a la incertidumbre. Pero la incertidumbre no es una ausencia de conocimiento sobre lo que va a ocurrir, sino el desconocimiento de que lo que ocurre, suele privarnos de la condición de sujetos plenos. El ocurrir nos encuentra incompletos, desposeídos del conocimiento colmado de la situación. Esto es así porque el tiempo es por un lado producto de esa desposesión, de esa falta de saturación en los hechos colectivos e individuales, pero por otro lado, las opacas ideologías contemporáneas de la técnica suelen establecer su dominio diciéndonos que lo que parece partido e incompleto sería nuestro propio ‘dominio del tiempo’. Debido a estos desplazamientos -se llama libertad a lo que es sujeción- este pasaje de siglo está constituido por un grave dilema en relación a la forma en que se ejerce la potestad de la técnica. El paso de un siglo a otro, reforzado porque en este caso se pasa de un milenio a otro, nos devuelve la imagen, nunca apagada totalmente en la cultura, de que los números son algo más que clasificaciones exteriores del tiempo.
¿Qué serían entonces? Tal como a veces se presentan, envueltos en su sereno prestigio sistematizador, serían cuadros que conforman nuestro pensamiento para apresar lo que fluye. Ese intento de capturar lo arisco es, sin duda, un acto de imposición, pero necesario para tranquilizar las aristas imprevisibles de la temporalidad, esencialmente fortuita.”
Lo extrañaremos entrañablemente.