La falsa historia es el origen de la falsa política
Juan B. Alberdi
Es sorprendente la facilidad y solidez con que las leyendas
conquistan un lugar en la ciencia de la historia
León Trotsky
Reemplazar un mito con otro es no ganar nada: es dejar
el pasado al servicio de las tácticas del presente
George Steiner
Como se sabe, en la Argentina cada tanto se vuelve a inventar la pólvora (o, para nuestro caso, el dulce de leche y la birome, cuando no la picana eléctrica). La reciente fundación de un instituto de historia revisionista mediante decreto presidencial ha levantado una polvareda polémica sobredimensionada y con rancio olor a naftalina. ¿O no? ¿Estamos repitiendo como novedad las deshilachadas polémicas que vienen entrando y saliendo en la cultura argentina desde por lo menos la década del 20? ¿O estamos disimulando tras ellas “las tácticas del presente”? Desde ya: a nadie se le escapa –no debiera escapársele- que entre nosotros (como en casi todas partes) los debates historiográficos han servido para ventilar, y a veces enrarecer el aire de, los diferendos y confrontaciones políticas del presente. No hay, en principio, nada que objetar: “Hacer historia no es reconstruir los hechos tal cual se produjeron, sino recuperarlos tal como relampaguean en este instante de peligro”, sentenció célebremente Walter Benjamin. De acuerdo: el problema, en esta discusión, consistiría en primer lugar en discernir cuál es, y para quién, el “peligro” –y no lo decimos inocentemente: una reconocida ensayista argentina ha sugerido que la creación de ese instituto podría ser “peligrosa”-. Y en segundo lugar, podríamos preguntarnos si los términos en que se está dando la polémica no implican una enésima versión de esos “binarismos” maniqueos –a veces muy útiles para ocultar otras complicaciones y complicidades- a los que no hemos dejado de no acostumbrarnos en nuestras “batallas culturales”, incluidas las de los últimos años. Y aclaremos, por si hace falta: no se trata de encontrar, o de inventar a los apurones, una “tercera posición”, equilibrada o mediadora, entre las dos en juego. Si no, si pudiéramos, de patear un poquito ese tablero con otras clases de términos. Nuestros epígrafes, a su manera condensada, anticipan en cierto modo nuestras conclusiones (provisorias, como siempre): si Nietzsche decía “No hay hechos: sólo hay interpretaciones”, bien podemos agregar nosotros: y toda interpretación se convierte en un hecho que oculta su propia hechura, su “proceso de producción”. La historia, no cabe duda, es una política del presente proyectada hacia el pasado. Lo que no es tan fácil es discernir –por detrás de los discursos dominantes (hay más de uno)- cuál es, exactamente, esa política.
No tenemos tiempo –aún si tuviéramos la suficiente competencia- de hacer aquí la compleja, y a menudo confusa, historia de la historia del llamado “revisionismo histórico”. Baste señalar que su pre-nacimiento, aún inorgánico y nebuloso en términos ideológicos nítidos, coincidió, grosso modo , con los fastos oligárquico-liberales del primer Centenario (donde, entre otras cosas, se empezó el cuestionamiento todavía “poético-literario” del optimismo positivista agroexportador, y simultáneamente de la “invasión” inmigrante que disparó las discusiones sobre el “criollismo” y los primeros escarceos a propósito de una “identidad nacional”, con textos como La Restauración Nacionalista de Ricardo Rojas o El Payador de Lugones), y sus “retornos” o recomienzos más chisporroteantes se produjeron, por ejemplo, en el pasaje entre las décadas del 20 y 30 (crisis económica y ascenso de los fascismos a nivel mundial, localmente consolidación y debacle del radicalismo, golpe de Uriburu), en el período de ascenso del peronismo –ya con algunas inflexiones más “populistas”, y en algún caso incluso “obreristas”-, luego en el contexto de la radicalización “nacional-popular” de buena parte de la juventud de clase media (especialmente universitaria, expresada en el auge de las “cátedras nacionales” en las décadas del 60 y primeros 70s), y así. Es decir: siempre en etapas políticamente “dramáticas” –por así decir- de la vida nacional, y siempre vinculando la historia a la política, y más ampliamente a la politización de la cultura , incluso hasta cierto punto la cultura “de masas” –el revisionismo logró a menudo una apreciable presencia “mediática”, y en cierto modo creció con los medios: en los años 60 no era demasiado raro ver en la televisión a historiadores como José María Rosa o Fermín Chávez; y en otro plano, tuvo buena influencia “letrística” en el revival de la música folklórica de principios de los 60 (Rimoldi Fraga et al ), para no olvidar al celebérrimo Jabón Federal, con su inquietante mazorquero en el logotipo-. A este respecto, convendría al menos interrogar un módico mito heroico que se ha hecho reverdecer en estos días –y de paso preguntarnos para qué sirve , hoy, este “mito”-: no es estrictamente cierto que la versión revisionista fuera tan ignorada, “ninguneada” o sepultada por la cultura “oficial” (que tampoco fue tan homogénea como se dice: algunas vertientes del revisionismo, miradas retrospectivamente, pertenecieron plenamente a alguno de los rincones de esa cultura “oficial”): en muchos casos tuvo ciertamente buena prensa, aunque sólo fuera por una siempre rentable apuesta “escandalizadora” por parte de los medios o las editoriales. Sí es mucho más cercano a la verdad que la cultura “oficial” académico-universitaria y “científica” a menudo lo ignoró con una mezcla de desdén, sospecha y alarma por su recusación de la supuesta “objetividad” metodológica y del positivismo liberal más o menos sofisticado y polvoriento. Y esta “alarma” ante las inflexiones “vulgares” del ensayismo histórico-político revisionista, por lo visto, y a juzgar por ciertas reacciones un poquitín histeroides que se han escuchado recientemente, parece mantener su tanto raída vigencia claustral. Pero la Academia, o la vanidad “cientificista”, o en su momento la tediosamente interesada e igual de “vulgar” y mentirosa (aunque disimulada por el prestigio de la traducción ilegible del Dante) versión-Mitre / López de la historia, no son toda la cultura “oficial”. También lo es la “industria cultural” que transformó a muchos de los productos revisionistas en razonables –y a veces algo más- best-sellers. Hay una zona de la cultura “oficial” –por ejemplo la ligada a las diversas corrientes del nacionalismo “derechoso” que siempre, incluso durante el peronismo “clásico”, tuvo un peso nada despreciable en la cultura- que siempre guardó un lugarcito para el revisionismo.
Porque, seamos claros: el revisionismo inicial es una amalgama ideológica de nacionalismo de derecha (en algunos casos directamente proto-fascista o “falangista”), antiliberal y antidemocrático pero también rabiosamente antisocialista cuando no antipopular y aristocratizante –“antiburgués” por derecha, digamos-, xenófobo, racista, católico-tradicionalista, hispanófilo-oscurantista con nostalgias carlistas, militaristas adoradores de “la hora de la espada” (aunque el hombre Lugones, con sus permanentes “bandazos” ideológico-políticos y su impostado “panteísmo”, les resultara francamente fastidioso), algunos de sus representantes habían sido ocasionalmente colaboradores de la Liga Patriótica de Manuel Carlés de siniestra actuación durante la Semana Trágica de 1919 (y es bueno recordar, de paso, que Carlés era radical , y lo bastante “consecuente” como para renunciar a su cargo de profesor en el Nacional Buenos Aires cuando se produce el golpe contra Yrigoyen), etcétera. Hay diferencias internas, desde luego, y ya analizaremos ciertos matices para no ser injustos, pero los rasgos dominantes fueron esos. En fin, nada que remotamente pueda resultar simpático, hay que pensar, a quienes hoy fundan un instituto con ese apelativo (es cierto que toman la precaución de bautizarlo con el nombre de Manuel Dorrego, víctima de uno de los crímenes individuales más alevosos e injustos que cometió el unitarismo liberal-oligárquico en la primera mitad del siglo XIX, y no con el de Rosas, como el otro instituto ya existente desde la década del 30 y todavía actuante, que sepamos).
Por supuesto, cualquiera tiene derecho a apropiarse de una etiqueta para a su vez matizarla o directamente cambiarle su sentido. Tampoco esto es nuevo: el mote de “revisionistas”, dentro del variopinto y desordenado movimiento nacionalista argentino, le cupo también a las vertientes nacional-populares y “pequeñoburguesas” de Forja (Scalabrini Ortiz, Jauretche, Dellepiane), al “centro” nacionalista-peronista (José María Rosa, Fermín Chávez), al peronismo más decididamente de izquierda (Ortega Peña, J. W. Cooke), o a una genérica “izquierda nacional” (el “Colorado” Ramos, Hernández Arregui, Puiggrós, Galasso, Spilimbergo), y hasta hay quienes, hoy, en prueba de la pluralidad del instituto, procuran deslizar bajo la etiqueta el nombre de… Milcíades Peña. Ya volveremos sobre esto. Digamos por ahora que aunque esa “resignificación” sea perfectamente legítima en principio , conviene no olvidar que en su origen -y un origen inevitablemente marca a una “identidad”- el revisionismo surgió con nombres como los de los hermanos Irazusta –que, si no nos equivocamos, son quienes acuñaron la palabra-, Carlos Ibarguren o Ernesto Palacio, cuyos idearios tampoco ellos homogéneos (hubo diferencias importantes entre los Irazusta y Palacio por un lado, e Ibarguren y sus seguidores por el otro, respectivamente agrupados en los que Zuleta Álvarez atinadamente llama nacionalismo republicano y nacionalismo doctrinario [1]) de todos modos se acercaban, de conjunto, mucho más a aquellas significaciones que a ninguna “izquierda”, por más elásticamente que tomemos esta etiqueta, si bien es cierto que su “derechismo” es a menudo confusamente ecléctico (sus simpatías no llevaron a los Irazusta hasta propiciar una “revolución” antirrepublicana y corporativista –no fue eso, pese a cierta vocinglera declamatoria, el golpe de Uriburu-, sino a sostener que la Constitución de 1853 había sido envilecida por los “excesos de la democracia” y la “demagogia hacia las masas”; y por otra parte no fueron pocos los contactos entre estos nacionalistas y sectores liberal-conservadores “republicanos” de derecha: Matías y Marcelo Sánchez Sorondo, padre e hijo, constituyen una suerte de “alegoría familiar” de esto, pero muchos de ellos –no, otra vez, los Irazusta, que ya en 1932 comenzaron su tibia reivindicación de Yrigoyen- actuaron de manera harto más material una colaboración con el gobierno conservador de Justo una vez desaparecido el nacionalista-a-medias Uriburu, sin parar muchas mientes en que el in-Justo entregara a cuatro manos la economía nacional en las faldas del denostado imperio británico: para ellos el anti-radicalismo, y ni hablar el anticomunismo, venía antes que ningún antiimperialismo consecuente).
¿Hasta dónde puede estirarse, pues, el significado del significante “revisionismo”? Si se trata simplemente de aplicarlo a todos quienes se propongan una revisión crítica de la historia o la cultura “oficiales”, ¿por qué no usarla, por ejemplo, para Martínez Estrada –que revisó fuertemente, por cierto, y entre muchas otras cosas, la versión “oficial”, más o menos lugoniana, del “gaucho de mármol” Martin Fierro-? ¿O a Viñas –que revisó con inédita radicalidad la historia “oficial” de la literatura argentina-? ¿O, para llevar las cosas al colmo del absurdo, a Borges –que revisó tantos de los mitos de la cultura nacional-? ¿Y –ni qué hablar- a Milcíades Peña, que, colmo de “revisionista”, no se contentó con “revisionar” a la historia-Mitre, sino también a los “revisionistas”?
La respuesta es simple: ninguno de estos autores era, en el sentido estricto y estrecho en que suele entenderse ese mote, nacionalista (ya discutiremos el caso Peña, como anunciamos). Y el revisionismo –fuera de derecha, de centro o de izquierda- jamás dejó de reconocerse en esa filosofía política, la del nacionalismo. Pero entonces, hay que “bancarse” que tanto el primer revisionismo como el nacionalismo tienen su acta de fundación ubicada en el extremo derecho del espectro ideológico local. Es difícil –casi pensaríamos que imposible- que el instituto de marras reivindique como suyos los nombres de Ibarguren, Irazusta, Palacio, Pico, Carulla, Sánchez Sorondo, o aún el último Lugones. Si fuera así –lo veremos-, ¿no significaría eso amputar una buena y sustantiva parte –la “fundacional”, para colmo- de lo que significa el título de “revisionista”? ¿No sería renunciar a asumir el revisionismo como un campo de batalla, y de los más importantes, de entre los muchos que prodigaron las “batallas culturales” argentinas (la cuestión, claro, es si en la actualidad vale la pena conservar ese “campo de batalla” un tanto vetusto, como si nada hubiera cambiado en la Argentina desde los años 60; dejaremos ese debate para más adelante)? Nos tememos que sí. Y que entonces, sustrayendo y sustrayéndose a esa batalla interna, el instituto termine, aunque por el lado sedicentemente “popular-progresista”, haciendo justamente lo mismo que –en una suerte de “retorno de lo reprimido”- hizo el mainstream revisionista de derecha: cambiar unos monumentos por otros, pero sin alterar la arquitectura unilateralmente monumental de la historiografía nacional “oficial” y burguesa. Que es, paradójicamente, lo que ya había hecho el “mitrismo”, incluidas sus variantes de “izquierda”, que llegaron incluso hasta el estaliniano PC (Partido Codovillista). Y que es –y nos permitimos sospechar que no sea por azar- una manera de evitar el debate sobre los actuales “binarismos” pretendidamente herederos de los históricos.
Ahora bien: para seguir aclarando, entiéndase que de ninguna manera estamos diciendo –dialéctica obliga- que aún las expresiones más nacionalistas de derecha del revisionismo hayan carecido en su hora de algún interés “cultural”. Para empezar, un interés estilístico y ensayístico-literario. Los principales de entre los originarios autores revisionistas (los Irazusta, Palacio, Ibarguren, Jacovella, etc.) fueron eruditos con una sólida cultura clásica, grandes escritores y temibles polemistas, con una prosa adusta y vociferante que sabía cargarse con la ironía fina y la socarronería poética, implacable en los epítetos y siempre ingeniosa y creativa en la retórica. Eso era algo compartido con los igualmente grandes ensayistas del nacionalismo católico de derecha como Ignacio Anzoátegui, Ramón Doll o el padre Castellani, quienes –pese a su hispanofilia- habían mamado y habían sabido “españo-criollizar” lo mejor del estilo de esos tumultuosos escritores de la derecha pre-fascista francesa que fueron Barrés, Maurras, Péguy, Drumont (y por esa vía, claro, absorbieron el pensamiento político-filosófico de Burke, Bonald, De Maistre, Donoso Cortés y toda la pléyade de importantes pensadores “contrarrevolucionarios” y restauracionistas que dio la Europa del siglo XIX).
Esa enjundia ensayística y estilística pasó, en general, fue transmitida, con la correspondiente modificación de sus posiciones ideológicas, a las otras variantes político-culturales del nacionalismo popular, el peronismo, e incluso –y quizá sobre todo- de la “izquierda nacional” (es palmario el caso de Abelardo Ramos, una de las plumas más regocijantes del ensayismo histórico-político argentino del siglo XX, aún cuando muchas de sus conclusiones sean muy discutibles, y su propia trayectoria política haya terminado bastante patéticamente). Aunque sólo fuera por eso –y no es poco, cuando se lo compara con el sopor repetitivo de buena parte de nuestros papers académicos- en el revisionismo de derecha se trata de gente a la que vale la pena leer (no importa las arcadas éticas que puedan producirnos la mayoría de los contenidos de su escritura), como sigue valiendo la pena leer, digamos, los ensayos de Céline, de Ezra Pound o de T. S. Eliot. Si se nos disculpa una módica “provocación”, sería una verdadera pena que el instituto Dorrego, por ejemplo, no recuperara críticamente para las nuevas generaciones el placer ambiguo, contradictorio, enojoso, pero placer al fin, de ese estilo polémico impardable que hoy casi no se practica. Sería como privarse de leer a Sarmiento, a Alberdi, a Murena, o en otro andarivel ideológico, a Astrada, a Viñas, a Alcalde, a Rozitchner.
Pero no es sólo eso, sigamos haciendo un esfuerzo más para ser “dialécticos”. El revisionismo nacionalista de derecha pensó apasionadamente al país, eso no se le puede negar, y en muchos sentidos lo pensó de una manera nueva , fresca, inaudita en comparación con la historia liberal “normal” (si bien, en términos estrictamente historiográficos, reconociendo algún vago antecedente como Adolfo Saldías y Ernesto Quesada; y sin olvidar, ya que de binarismos apresurados hablamos, que como lo señaló Noé Jitrik recientemente, Mitre apoyó la elaboración de la historia de la confederación de Saldías). Y con momentos de no fácilmente descartable verdad: el problema, por supuesto, es la articulación de esos fragmentarios “momentos” con la totalidad de un pensamiento insanablemente reaccionario. Dentro de la cultura “para-oficial” u “oficiosa” –es decir, la que deja afuera las expresiones de la izquierda más radicalizada, de las que no estamos hablando ahora- , son ellos los que, desde la derecha, captaron más agudamente el anquilosamiento falsario e hipócrita de la “democracia” liberal-burguesa que actuaba de tranquilizador disfraz legitimante de la excluyente “república” oligárquica. Y son ellos los que, desde la derecha, combatieron aguerridamente contra el positivismo ramplón y el “materialismo vulgar” que, aún en sus versiones menos burdas y más “progres” (Ingenieros, Ramos Mejía o Juan B. Justo) revestía de “cientificidad” el apuntalamiento “por izquierda” de las estructuras más cuestionables de esa república “granero del mundo”. Y son ellos , incluso (sobre todo por obra de Rodolfo Irazusta, seguramente el más inteligente y “flexible” del movimiento, que en su hora supo elogiar y profundizar las críticas al pacto Roca-Runciman hechas por el comunista Rodolfo Ghioldi), los que, desde la derecha, introdujeron en el letargo político de la “ciudad letrada” la denuncia antiimperialista –porque, a pesar de su derechismo, eran pensadores de una nación dependiente y semicolonial, que no podía tener aspiraciones imperiales, y cuyo nacionalismo era necesariamente “defensivo” -, lo cual los llevó a sostener la “objetivamente correcta” posición neutralista ante las guerras inter-imperialistas mundiales. Y son algunos de ellos los que (es el caso del Ernesto Palacio “peronizado”, por ejemplo), desde la derecha, aceptaron alguna variante de “nacional-populismo”.
Pero, por supuesto: lo hicieron desde la derecha. A la seudo-democracia oligárquico-burguesa con su formalismo liberal no se les podía ocurrir oponerle una democracia “popular” con protagonismo de masas -¡no digamos ya una democracia más o menos “soviética”, perspectiva que llenaba de horror y angustia paranoica a su catolicismo ultramontano irredento!-; al imperialismo anglo-norteamericano no se les podía ocurrir oponerle un movimiento de liberación nacional dirigido por la clase obrera y los sectores oprimidos –como el que por aquellos años se había formado en Nicaragua alrededor de la figura de Sandino, por ejemplo-; y su lucha estético-literaria contra el positivismo y el “cientificismo” academizantes fue ella misma marcadamente estetizante , basada en un espiritualismo teológico-tomista o un misticismo romántico (lejanamente inspirado en las etéreas exaltaciones americanistas de Rodó o de Rubén Darío), y no por ejemplo –porque pedirles “marxismo” sería un despropósito risible-, en la muy densa renovación historicista-idealista de la filosofía alemana de fines de siglo XIX y principios del XX (el neokantismo o el neohegelianismo de Dilthey o Rickert, la fenomenología de Brentano o Husserl; aunque sí figurara seguramente en sus lecturas La Decadencia de Occidente de Spengler, desde ya), si bien se puedan detectar marcas poco rigurosas y trabajadas del intuicionismo bergsoniano o el “actualismo” pre-mussoliniano de Gentile.
Es decir: era imposible para ellos adoptar una perspectiva de clase; ni siquiera una consistente perspectiva de clase burguesa nacional , que por supuesto no existía como tal “clase” –y sigue sin existir, pero esa es otra discusión de la que no nos privaremos aunque sea brevemente- en esa (y esta) Argentina dependiente / neocolonial, que ya desde Rivadavia y Rosas (tendremos que volver sobre este punto polémico) había decidido ser la combinación entre “granero del (para el) mundo” y boca de recepción de las mercancías industrializadas europeas, especialmente británicas. La conformación económica, política, ideológico-cultural e incluso geográfico-territorial de un “país” todo él organizado por el “embudo” portuario-porteño-bonaerense –un “país” que por lo tanto no era una nación, ni siquiera una nación burguesa, en el estricto sentido moderno (y esto, nuevamente, llegó a admitirlo el propio Rodolfo Irazusta)-, esa conformación no podía producir una auténtica “clase (burguesa) nacional”. Lo cual no significa que no fuera un país capitalista -otro debate decisivo sobre el que también deberemos volver-: pero es un capitalismo sin capitalistas “nacionales”, transnacionalizado desde el origen, con su desarrollo burgués deformado, amputado y rengo desde el principio. Los revisionistas de derecha, que pertenecen , concientemente o no, a uno de los aspectos de esa configuración (no en vano su héroe histórico máximo es Rosas) son nacionalistas sin nación (tampoco “tiene” nación la clase oligárquico-liberal europeísta, claro está, pero a ella o bien no le importa, o su ideología autojustificadora la ha convencido de que esa no-nación es su “nación”; que el partido de Bartolomé Mitre se llame “Nacional”, y su periódico “La Nación” es tan sólo un amargo sarcasmo).
En suma: nacionalistas burgueses sin nación ni burguesía nacional, posición de clase sin clase, y cuyo reaccionarismo cerril les impide mirar como protagonistas históricos a las que sí, en cambio, podrían ser clases “nacionales” en un sentido más o menos “gramsciano” (el proletariado urbano y rural, el campesinado pobre y los sectores populares más oprimidos, etcétera), la ideología de los revisionistas-nacionalistas queda, por decirlo vulgarmente, “pedaleando” en el vacío. De allí su espiritualismo violento y su escolasticismo rabioso, de allí su “fascismo” (o nazi-falangismo) estéril, como síntoma paradójico de adopción de una ideología extranjera, ya que la suya no podía tener un referente nacional (una vez más, el astuto Irazusta se percató de este contrasentido, y se opuso enérgicamente a la denominación de “fascistas”, ya que para él esta era una “ideología foránea”, tanto como el liberalismo anglófilo). De allí, decíamos también, su completa ausencia de una perspectiva sólida de clase (lo cual, como suele suceder, los lleva en los hechos a muchos de ellos a hacer el “trabajo sucio”, a expresar en voz alta y estridente los pensamientos más inconfesables de la clase dominante, como la xenofobia y el anti-obrerismo; y lo cual hace que la clase dominante los “rechace”, como se rechaza al “pariente loco” que dice la verdad oculta sobre la mugre de la familia; pero no deja de ser la misma familia, con sus “internas”, como todas).
Y de allí también, entonces, que ante la ausencia de un abordaje estructural de la historia argentina, su “revisión” propiamente historiográfica se haya limitado a aquel cambio –“superestructural”, si se nos permite- de “monumentos” que mencionábamos: descolgar el retrato de Rivadavia para poner en su lugar el de Rosas (elegido, como es lógico, por su personalidad de Restaurador hispanófilo, tenebroso, clerical y despótico, Jefe del Orden por excelencia e impulsor de la Mazorca –la “policía brava” de la provincia de Buenos Aires de su época-, aunque con sus rasgos “populistas”). Es un “binarismo” anti-dialéctico, insistamos, que no pone en cuestión las complejidades de una situación en la cual ambos representaban fracciones –a menudo enfrentadas violentamente, claro, pero tampoco eso es una gran novedad en cualquier sociedad “burguesa” en estado de parto- de la misma clase dominante en formación.
No es que falten, en sus enjundiosos textos, análisis económicos y políticos, ciertamente. Pero en general, están tratados bajo una lógica, digamos, conspirativa, donde la maldad o el interés personal espurio y la ideología “antinacional” o “vendepatria” de los personajes individuales, o las maquiavélicas operaciones de la “Pérfida Albión” (todas cosas que también existieron, va de suyo) adquieren una dimensión protagónica que obtura cualquier investigación sobre las estructuras económicas, sociales, políticas y culturales, y ni hablar sobre las formas (o des-formas: las que podían darse en la época) de “lucha de clases”, o tan siquiera de objetivos proyectos de clase para la organización del nuevo país burgués. Hay, sí, una excepción notable: la de una serie de asombrosos artículos publicados en 1940 por Bruno Jacovella nada menos que en Nueva Política , el periódico de Ibarguren –es decir, el más filo-fascista de los grupos nacionalistas-revisionistas del momento-, y que bien pueden interpretarse como un germen de la “izquierda nacional” (e incluso yendo algo más lejos). Allí Jacovella combinaba desprejuiciadamente la Teología Política de Carl Schmitt con el concepto marxista de lucha de clases , para afirmar que “se había llegado a una situación de enfrentamiento entre la burguesía, aliada a la oligarquía, y el proletariado”, y por lo tanto “era imposible pensar la política al margen de las clases y sus ideologías”, y luego criticaba por “reaccionarios” a los sectores nacionalistas que no comprendían que se estaba asistiendo a la “muerte de la clase dominante” y que un auténtico nacionalismo debía acompañar al proletariado en su lucha [2] .
Pero, como decíamos, se trata de una excepción. La norma suele ser que toda perspectiva de análisis en términos de clase constituya un límite ideológico infranqueable. Esta limitación del análisis los conduce ocasionalmente a verdaderos dislates, como cuando los Irazusta, en medio de su encendida diatriba contra la política del imperialismo británico y sus socios locales, intentan demostrar que la “oligarquía” que gobierna la Argentina en los años 30 nada tiene que ver con la clase de los grandes terratenientes, pues ninguno de los funcionarios de primera línea del gobierno es poseedor de tierras (como sí lo eran, vale aclararlo, los Irazusta, aunque en pequeña escala). O sea: no se les ocurre que la “clase política” gobernante pueda llevar adelante una política de clase, aunque sus dirigentes no pertenezcan “empíricamente” a las clases dominantes materialmente beneficiarias de esa política- y además, en muchos casos sí pertenecían-. El espiritualismo idealista y escolástico del revisionismo nacionalista de derecha deja todo, en definitiva, en manos de los grandes individuos (mítica y maniqueamente opuestos como los ángeles y los demonios de la historia), los “héroes históricos” a la manera de Carlyle o Hegel, y en todo caso, de un igualmente mítico Estado “ético” y todopoderoso que habría que construir a la manera de un Mussolini, aunque basado en las tradiciones hispano-católicas “acriolladas” y sin someterse a las recetas “foráneas”. Desde ya que la función histórica, política y simbólica del Líder, objeto de grandes “identificaciones de masa”, es algo real , como lo ha mostrado profundamente Freud en su Psicología de las Masas . Pero en estos revisionistas originarios los “nuevos” Héroes flotan en el topos uranos de la Idea de Nación, muy por encima de las masas, las clases, las relaciones de producción locales e internacionales. En este sentido (ideo) lógico profundo, nada sustantivamente distinto a “la historia de Mitre”. Los héroes son otros, claro: los caudillos federales, y en primerísimo primer término Rosas (¡a quien consideran –y lo siguen haciendo los revisionistas actuales, contra toda prueba objetiva de la historiografía- el Gran Jefe del “federalismo”!). No estamos diciendo, va de suyo que esos caudillos federales –entre los cuales habría que hacer, además, cuidadosas y detalladas distinciones- representaran el mismo proyecto político, y ni siquiera los mismos intereses de clase, que el de los unitarios (Rosas, en el fondo, sí: fue el más astuto de nuestros grandes “unitarios”). Estamos diciendo que ese “cambio de figuritas”, esa inversión especular, en modo alguno puede por sí misma dar cuenta de la complejidad de las situaciones históricas.
Es algo diferente, en principio, el caso de los otros revisionismos, los más “democráticos”, “progresistas” o de “izquierda”. Los enemigos principales (Rivadavia, Sarmiento, Mitre, la “línea Mayo-Caseros”, el imperialismo anglo-norteamericano) son desde luego los mismos, con la excepción relativa y parcial de la izquierda (relativa y parcial, porque la canallesca componenda del PC con la Unión Democrática de 1946 ofreció también ese argumento contra “la izquierda” en general, en un pars pro toto a veces no exento de algún maccartismo “benévolo”). Aquí sí figuran, claro, las masas, las variables económico-sociales, y hasta la “lucha de clases”, al menos como enunciado. La actitud ante Rosas es más ambigua –aunque en el fondo, lo veremos, no tan diferente-. La influencia –no sin deformaciones y amputaciones teóricas- del marxismo “desestalinizado” se hace sentir, y no solamente en casos obvios como el de Abelardo Ramos, que proviene del trotskismo. Este punto particular es un tema no demasiado bien estudiado de la historia de las ideas en la Argentina: ¿cuáles fueron, exactamente, los componentes “marxistas” que pasaron al revisionismo de “izquierda”? La heterogeneidad de origen de los nuevos intelectuales revisionistas que se volcaron al peronismo (y ese “vuelco” no fue siempre cómodo en términos teórico-historiográficos: el propio Perón, en el período 46 / 55, nunca se mostró especialmente interesado en el revisionismo, y nunca rompió nítidamente con la “línea Mayo-Caseros”: ¿acaso, si vale como símbolo, los ferrocarriles “nacionalizados” no se llamaron Sarmiento, Mitre, Roca, Urquiza, lo que motivó amargas quejas por parte de Jauretche entre otros? Y hubo varios de esos revisionistas-nacionalistas –otra vez se destacan en esto los Irazusta- que criticaron duramente lo que interpretaban no sin razones –otro tanto hizo Milcíades Peña desde la izquierda- como una continuidad de los lazos con los intereses británicos por parte de Perón, cuyo enemigo manifiesto en 1946 había sido EEUU y no Inglaterra), esa heterogeneidad, decíamos, es manifiesta: el grupo Forja proviene del radicalismo, Puiggrós del estalinismo, otros como vimos del trotskismo, y no faltaron los ex socialistas y ex anarquistas, así como desde luego algunos de los viejos nacionalistas. En ese caldero múltiple y revuelto, igual de múltiples, revueltos y parciales, o truncos, tenían que ser los elementos marxistas que se incorporaron de distintas maneras a un revisionismo remozado y “popularizado”.
En todo caso, una actitud teórico-política genérica prevaleció –incluso, con sus inflexiones propias, en la “izquierda nacional”-. Aunque no se dejó de reconocer, como decíamos, la validez de la categoría “lucha de clases”, y por supuesto ahora sí se pensó la historia nacional en términos más claros de “proyectos” de clase, todo eso convergía, en definitiva, en una política, hacia “adentro” del país, orientada hacia la conciliación de clases representada por el bonapartismo sui generis peronista, mientras se mantenía, hacia “afuera”, la furibunda diatriba contra el imperialismo y el neo-colonialismo. El revisionismo popular y “tercermundista” –que comenzó a surgir contemporáneamente a los movimientos de liberación nacional africanos, muy especialmente el argelino, y en nuestro continente a la Revolución Cubana- tuvo una concepción predominantemente externalista del imperialismo y su acción en Latinoamérica, más inspirada en la metáfora de la “ocupación territorial” del colonialismo clásico que en la fusión estructural del capital industrial con el financiero también dentro de las naciones dependientes, que había teorizado Lenin para la “fase superior” del capitalismo.
No es que no se reconociera que al interior de esas naciones había “clases dominantes” beneficiarias de la lógica semi-colonial o dependiente, por supuesto. Pero se tendió a identificarlas en bloque con la “oligarquía” terrateniente y en todo caso con las fracciones burguesas más concentradas y directamente vinculadas a las empresas multinacionales; es decir, con los sectores de aquellas clases dominantes que tenían una relación necesaria y casi mecánica, inmediata, con el mercado capitalista mundial. Esa excesiva concentración de la figura “clase dominante” (y también, en cierto modo, de un genérico imperialismo, poco atento a las contradicciones interimperialistas que hacían que ciertas fracciones burguesas u “oligárquicas” locales se recostaran en la declinante Inglaterra, otras en la ascendente EEUU) dejaba un amplio margen para la invención de una hasta cierto punto fantástica “burguesía nacional” que en teoría debería tener contradicciones irreconciliables con el imperialismo y la oligarquía, basándose en la sustitución de importaciones y el mercado interno, y con la cual el proletariado y los sectores populares oprimidos tendrían que articular un frente de clases quizá opuestas en lo social pero convergentes en su interés nacional (esta distinción ha sido, desde ya, fuente de confusiones gravísimas, a veces con trágicas consecuencias), para “completar” la revolución “nacional” iniciada por el peronismo en 1946, antes de “profundizar” la revolución social (cualquier semejanza con cosas que se escuchan hoy en día es cualquier cosa menos casual): una teoría de las “etapas” que, bien paradójicamente, reconocía su origen –salvo para quienes eligieron des-conocerlo – en el más crudo estalinismo del muy gorila PC (y lo todavía más paradójico para nuestra discusión es que la historiografía “oficial” del PC codovilista era la línea “Mayo-Caseros”, que hacía de Rivadavia o Mitre grandes héroes de un capitalismo ascendente y objetivamente “progresivo”).
Como sea, este revisionismo-nacionalismo de izquierda a su manera repetía las limitaciones teórico-políticas de sus antecesores de derecha, aunque en cierto modo con menos excusas, puesto que estaban en un contexto histórico y político que debió prevenirlos mejor contra determinadas proyecciones del presente sobre el pasado. En efecto, en el medio había pasado el decenio peronista, y sobre todo –ya en las décadas del 50 y 60, que son las décadas del revisionismo de izquierda- la resistencia peronista, que fue una expresión –con todas las desviaciones que se quieran respecto de la “teoría pura”, como suele suceder en la historia real- de la lucha de clases en las condiciones particulares que ofrecía en aquel momento la Argentina (lo fue mucho más , ciertamente, que las “formaciones especiales” de los 70). Es decir: esas acciones más o menos espontáneas y clandestinas de una lucha de masas , mayoritariamente proletarias, en muchos casos autónomamente organizadas, en la cual, con mayor o menor conciencia, la consigna del retorno del Líder era un símbolo de la resistencia a la dictadura “fusiladora” de la fracción más recalcitrante de la burguesía pro-imperialista, mientras que para los Jefes –los dirigentes del PJ, la burocracia sindical, e incluyendo al propio Perón- era, como se demostró en 1973, una pura condición de negociación con las fracciones dominantes de la burguesía. Vale la pena, a este respecto, ver el estupendo y emocionante documental Los Resistentes , de Alejandro Fernández Moujan, donde muchos de los ancianos sobrevivientes de la Resistencia hablan sin pelos en la lengua de la “traición” de los dirigentes y del mismísimo Perón, sin por ello dejar de autotitularse “peronistas”. Una palmaria demostración de que si durante todo un período el peronismo expresó a la lucha de clases en la Argentina –como sostenía John W. Cooke-, también la lucha de clases se expresó al interior del peronismo.
El revisionismo de izquierda tomó muy poco en cuenta esta dialéctica. En general, sus más conspicuos representantes persistieron en la teoría “etapista” según la cual aún estábamos en la etapa de un frente del proletariado y las masas populares con la (¿cuál?) “burguesía nacional”, cuya admitida “debilidad” podía ser apuntalada, y en el límite incluso sustituida , por el Estado y el Líder (en el caso de la izquierda nacional de Ramos también el Ejército nacional-democrático –otra vieja fantasía del PC- y hasta la Iglesia), que eran así imaginados –a la manera de un hegelianismo “acriollado”- por afuera y por encima de la lucha de clases. Esta configuración teórico-política trunca -que correctamente consideraba al peronismo una variable insoslayable de la política argentina, pero desconsideraba o al menos secundarizaba la lucha de clases dentro del peronismo- fue proyectada a toda la historia argentina anterior al peronismo. Es decir, ¡cuando ni por las tapas existía un proletariado industrial sindicalmente organizado como recién comenzó a conformarse ya entrado el siglo XX para alcanzar su masividad justamente con el peronismo, y al cual mal podía entonces convocárselo a un “frente de clases”! ¡Cuando no existía siquiera un Estado nacional claramente conformado bajo la hegemonía de la fracción dominante de una burguesía que apenas estaba en proceso de nacimiento (¿de qué otra cosa se trataron las luchas civiles desde 1820 hasta prácticamente la generación del 80?)! ¡Cuando todas las fracciones de esa incipiente burguesía razonablemente aspirantes a ocupar un rol hegemónico –entre las cuales no estaban, como no podían estar a causa del retraso del desarrollo de sus “bases materiales”, los caudillos del interior más empobrecido- ya habían decidido “jugarse” a la completa dependencia de un mercado externo dominado por Inglaterra (y lo habían “decidido” porque no tenían otra posibilidad dentro de las estructuras existentes, y no por alguna congénita “maldad” individual: eran “vendepatrias”, sí, pero tenían que inventar una “patria” para vender, y eso tuvieron que hacerlo con las condiciones objetivas que encontraron)!
Vale decir: tampoco el revisionismo de izquierda, dadas las premisas teórico-políticas e historiográficas de las que partía, estaba en condiciones de adoptar una perspectiva estructural que les permitiera apreciar en toda su complejidad las condiciones materiales y las limitaciones igualmente estructurales de la lucha política por el “socialismo” (palabra que siempre estuvo más o menos presente en sus escritos, aunque también siempre definida –cuando se la definía- con extrema vaguedad) en un país como la Argentina. Con esto no estamos diciendo que no sirviera para nada : si pudimos rescatar, aunque fuera muy parcial y sesgadamente, alguna de las intervenciones del revisionismo de derecha , con mayor razón lo podemos hacer con el de izquierda , que al menos introdujo en el vocabulario revisionista-nacionalista algunos términos como “clase”, “lucha de clases”, “socialismo”, “proletariado”, etcétera. Sin embargo, este “rescate” es unilateral e insuficiente si al mismo tiempo no percibimos que la “traducción” política de sus limitaciones teóricas e historiográficas, y viceversa, la retro-proyección historiográfica de sus opciones políticas, tenían necesariamente que culminar en una plena identificación con el reformismo “bonapartista”, aunque fuera –como ocurrió en los primeros 70- con métodos presuntamente “revolucionarios” (el foquismo y la vanguardia armada, que son elitismos “revolucionarios” perfectamente compatibles con el reformismo, y aún –y quizá especialmente- con el nacionalismo de derecha: ¿o no fueron también, a su manera, “foquistas” urbanos agrupamientos como Tacuara o la Guardia Restauradora Nacionalista?).
Pero lo importante a retener es que, otra vez, si en los revisionistas de derecha pudimos ver nacionalistas burgueses sin nación y sin burguesía , en los de izquierda nos encontramos ahora con nacionalistas “populares” con una definición tan amplia y “policlasista” de la noción de pueblo , que indefectiblemente terminan jugando el juego de al menos alguna fracción de la burguesía, ideológicamente esfumada detrás del “Estado ético” no menos hegeliano e idealizado que el de sus antecesores de derecha. Y otro tanto vale para sus “héroes” históricos, entre los cuales, aunque parezca asombroso –y si bien, como dijimos, hay una mayor presencia de caudillos más populares como Artigas, Quiroga, Peñaloza- , sigue descollando Rosas. Con muchas mayores ambivalencias, sin duda, puesto que su figura presenta muchas dificultades para ser defendido desde una posición de sedicente “izquierda”; pero en última instancia es el “antiimperialista” de Vuelta de Obligado, y en última instancia es el líder “gaucho” de las masas pobres de la provincia de Buenos Aires, y en última instancia es –aunque en algún caso como el de Ramos se le reconozca su interés objetivo en negociar con los ingleses- el “Bonaparte” (claro que una versión retrógrada, oscurantista, despótica e ideológicamente reaccionaria, pero “Bonaparte” al fin) que supo mediar entre los intereses del puerto porteño y el interior atrasado. Y que “objetivamente” representó un proyecto nacional-burgués radicalmente diferente y opuesto al que terminó triunfando en Caseros; y que entonces, con todos sus claroscuros, merece el papel retroactivo de fundador de una potencial “burguesía nacional” cuyo “proyecto” fue aniquilado para beneficio del Puerto liberal, que representaba el proyecto contrario , oligárquico y pro-imperialista.
Hay una tercera corriente historiográfica que se preocupó de manera apasionada y rigurosa por develar las lógicas complejas de la historia argentina, y que el actual debate –como era previsible- ha optado por ignorar: la inspirada por un marxismo abierto y complejo, y cuya finalidad era la de desmontar los esquematismos duales y los maniqueísmos simplificadores que reducían la historia argentina a un enfrentamiento a muerte entre “ángeles” y “demonios”. Esta corriente, por el contrario, se propuso demostrar que –fuera de manera consciente o no- ese “método” servía para ocultar que esa “batalla cultural” (y a menudo muy material, por cierto) era una confrontación “intra-hegemónica” dentro del mismo campo: el campo de las distintas fracciones de la clase burguesa dominante en formación, todas cuyas partes componentes no tenían otra salida (no se trata de las intenciones o las ideologías individuales ) que el sometimiento –en mayor o menor medida, con mayores o menores tensiones y / o grados de “asociación”- al imperialismo entonces hegemónico en el sistema-mundo , el británico.
Esto vale también para Rosas, como luego lo examinaremos; anticipemos simplemente, por ahora, que no es exacto que con Caseros se haya anulado un proyecto nacional-burgués “auténtico”, popular y antiimperialista a favor de lo contrario. Caseros –y no lo estamos minimizando, pero hay que ponerlo en su debido contexto- significó el triunfo de una de esas “fracciones” sobre las otras. Los caudillos del interior, por su parte –aunque por muchas razones podrían caernos más “simpáticos” que los otros dos grandes bandos en pugna, el unitarismo y el rosismo- representan otra cosa, y esa “cosa” es una estricta imposibilidad histórica. Si bien también ellos podrían inscribirse como otra de las “fracciones” -la de los medianos terratenientes del interior empobrecidos por la competencia “desleal” de las mercancías europeas introducidas por el puerto de Buenos Aires, etcétera- el atraso e incluso la parálisis de sus pequeñas “industrias” artesanales las condenaban, más tarde o más temprano, a su desaparición como tal “fracción”, en tanto “víctimas” de la lógica económico-social (y sus expresiones políticas) con las que estaba conformándose el país y la región desde el virreinato del Río de la Plata . Si en determinadas etapas del conflicto político se apoyaron en Rosas (sin mengua de que en otras, como sabemos, lo enfrentaron) fue porque resultaba el “mal menor”, o por una posición defensiva frente al Puerto, bajo la esperanza utópica de retrasar lo más posible su ocaso histórico. Entonces, en este plano, no se trata de “simpatía” (que probablemente la tienen por comparación), ni de una adhesión moral a la representatividad más “popular” (que probablemente la tenían también) de esos caudillos, lo cual significaría nuevamente un reduccionismo ad hominem , por así decir. Se trata de discernir retroactivamente (eso, entre otras cosas, es “hacer historia”) cuáles fueron las fuerzas materiales que estaban realmente en juego. Y también de discernir, en un segundo momento, qué significa ese primer “discernimiento” para los debates del presente.
Ahora bien: esta corriente historiográfica de la cual estamos hablando –y que genéricamente provino, con sus matices y diferencias internas, del trotskismo- no existía aún de manera sistemática en esos años 30 y tempranos 40 que presenciaron el ascenso del revisionismo histórico. No lo era ciertamente el “marxismo” del PC o del PS, que ya en esa época y aún antes (recuérdese su oposición “por derecha” a Yrigoyen, a quien identificaban como un “caudillo federal” bárbaro y demagógico) había optado por una versión suavemente “estalinizada” de la historia mitrista y la línea “Mayo-Caseros”. Fue esa ausencia la que permitió que el revisionismo nacionalista de derecha (con los matices que hemos visto) tomara a su cargo, casi en forma exclusiva, la impugnación de la historia-Mitre , con las serias limitaciones –no sólo ideológicas, sino propiamente historiográficas- que también señalamos. Es en este contexto, pues, que hay que entender las alusiones que hemos hecho más arriba a los “aportes” del revisionismo originario, y principalmente a su “introducción” del vínculo entre la historia del pasado y la política del presente . Pero en las décadas del 40, y sobre todo del 50 y 60 –vale decir, en el período de “recambio” del revisionismo de derecha por el de izquierda- aparecieron pensadores como Liborio “Quebracho” Justo, Luis Franco, y muy sobre todo Milcíades Peña –por supuesto completamente “ninguneados” en los debates actuales- que, para decirlo vulgarmente, “patearon el tablero” de aquellos binarismos que, en el fondo, ocultaban diferentes versiones de la “historia oficial”.
El caso de Milcíades Peña es especialmente importante para las polémicas actuales. Muchos de los que cuestionan la pertinencia actual del revisionismo –y por lo tanto, del Instituto Dorrego- lo hacen en nombre de las corrientes historiográficas que se consolidaron en los últimos 50 años (desde la historia social a la de las “mentalidades”, desde el estructuralismo a la “micro-historia”, desde la historia de las ideas a la etnohistoria, y así) y que se les aparecen olímpicamente ignoradas en la actual reedición del par opositor mitrismo / revisionismo. Pero nosotros estamos hablando precisamente de hace medio siglo , del momento de auge del revisionismo de izquierda, cuando ninguna de esas “nuevas historias” había aún aterrizado en nuestras pampas (la escuela de los Annales , que data asimismo de la década del 30, en los años 50 todavía era entre nosotros un “secreto de iniciación” de reducidísimos círculos). En aquel contexto, Peña fue un absoluto y asombroso pionero . Él fue el único que, repitamos, entre la segunda mitad de los 50 y la primera de los 60 (Peña murió trágicamente en 1965, a los 33 años de edad) construyó una interpretación marxista sistemática de la historia argentina –los siete tomos de la Historia del Pueblo Argentino [3]-, utilizando con pasmoso rigor y creatividad anti-dogmática los parámetros básicos del materialismo histórico, si bien apelando asimismo a bibliografía no-marxista de incontestable seriedad, y a un monumental volumen de documentación original y fuentes primarias. Con ese instrumental se aplicó en profundidad a desmontar uno por uno los “mitos” tanto de la historiografía liberal como de la revisionista, de izquierda y de derecha. Esto es algo fundamental: como se sabe, ignorar a un pensador es sólo una manera de neutralizarlo: la otra es falsificar su pensamiento. En la defensa del “neorrevisionismo” ensayada desde ciertos círculos oficiales a raíz de la fundación del Instituto Dorrego, se ha intentado “flexibilizar” la categoría de revisionismo para incluir en ella no sólo, digamos, a Abelardo Ramos (que, a decir verdad, nunca se reconoció plenamente en esa etiqueta, y por eso acuñó la de “izquierda nacional”), sino al mismísimo Milcíades Peña. Esta es una maniobra incalificablemente burda. Incluso los auténticos revisionistas tanto de derecha como de izquierda deberían –si no fuera porque la mayoría ya han muerto- sentirse ofendidos por el abuso, si tomamos en cuenta que fue una corriente de pensamiento que, aunque como dijimos no podía constituirse en alternativa radical, surgió mayormente en oposición al poder de turno durante la denominada “Década Infame”, mientras que su “reclutamiento” actual se hace desde el poder político. En el caso de Peña, que sí representó esa alternativa, aún cuando por comodidad quisiera seguir usándose el término –ya dijimos que cualquiera parece tener el derecho de apropiárselo-, habría que hablar en todo caso de un meta-revisionista , ya que no sólo se limitó a “revisar” la historiografía liberal, sino que fue el más implacable “revisionista” del revisionismo .
Por supuesto que de todos nuestros historiadores marxistas fue el más pasionalmente concernido por la “cuestión nacional” –en primer lugar, porque como debería ser obvio, hay peculiaridades y particularismos de las historias locales que no pueden ser alegremente disueltas en la abstracción de las grandes “leyes” históricas-. Pero con el objeto de demostrar que esa “cuestión” no había sido resuelta en Caseros, y que Caseros no había sido por sí mismo el impedimento para que la resolviera un Rosas que no hubiera podido resolverla aunque quisiera, y que no la habían resuelto tampoco ni Mitre, ni la generación del 80, ni el radicalismo ni el peronismo, y más aún, que no había posibilidad de resolverla dentro de los límites de un capitalismo dependiente y semicolonial que no había sido superado nunca , y que desde sus propios orígenes había estado imposibilitado de generar ninguna verdadera “burguesía nacional”, y que en consecuencia no había solución posible para ella por fuera de un movimiento de las masas populares con la dirección de la clase obrera en pos del socialismo (como quiera que este se definiera). Hoy podrá haber quienes, por buenas o malas razones, discutan que esto último sea posible. Pero la demostración de Peña apunta a la conclusión de que, si es posible, sólo lo será de esa manera, y no mediante la alianza con ninguna improbable “burguesía nacional”.
No hay manera de ocultar, disfrazar, disimular o suavizar este posicionamiento histórico-político, que queda nítidamente planteado desde la primera página de su Historia del Pueblo Argentino , y que, se esté o no de acuerdo con sus conclusiones, Peña se dedica a argumentar con el máximo de rigurosidad teórica y “científica” durante las casi mil páginas siguientes. Pretender asimilarlo, pues, aunque fuese tolerantemente “por izquierda”, al revisionismo tout-court , o siquiera a la “izquierda nacional” en sentido estricto y estrecho (con la cual por otra parte Peña tuvo ríspidos debates) es amputarle desconsideradamente no sólo su enorme originalidad , sino –e igualmente grave o peor- su diferencia teórica, ideológica y política. Un viejo y cínico truco, que no vamos a dejar pasar. Nuevamente, no se trata de indignación “moral”, ni solamente de justicia con la memoria de un hombre como Peña –lo cual ya sería suficiente justificación-, sino de que si no hacemos honor a la verdad , al menos hasta donde nos es dado aprehenderla, mal podemos pretender “recuperar” nuestra historia para las luchas del presente (curiosa paradoja: manifiestamente el instituto de marras se funda para “rescatar” nombres “olvidados”… y entonces se lo somete a alguien como Milcíades Peña a un doble olvido: el que ya sufría, y el del recuerdo “olvidador” que deforma su pensamiento).
Establecido lo cual, pasemos al “meta-revisionismo” de Peña. Es obvio que no vamos a poder, en este espacio, siquiera aproximarnos a la totalidad de su obra. Me interesa, sí, establecer ante todo el marco en el cual hay que entender su interpretación de la historia argentina, marco que –ya lo dijimos- es ajeno a las dicotomías “heroicas” en la que encasillaron esa historia los mitristas liberales tanto como los revisionistas. Horacio Tarcus, atinadamente, lo ha llamado “pensamiento trágico”. Efectivamente, un pensamiento puede llamarse trágico cuando advierte que la realidad , tal como está planteada, no deja salida a los sujetos que pugnan por acomodarse a ella. La “salida” es, entonces, mítica (o, si se quiere, puramente “ideológica” en el mal sentido), en la acepción que Claude Lévi-Strauss ha dado del discurso mítico, cuando lo define como un discurso que “resuelve” en el plano de lo imaginario las contradicciones que no se pueden resolver en el plano de lo real.
La historia “oficial” y el revisionismo, según la perspectiva de Peña, han hecho exactamente esto, más allá de su irreductible enfrentamiento. Han construido grandes narraciones míticas sin preguntarse por las condiciones materiales que pueden dar lugar –por supuesto que con las mediaciones y especificidades correspondientes- a tales relatos. Esas condiciones materiales, para nuestro caso, están establecidas desde el inicio, por el hecho de haber sido colonia española. Peña es implacablemente irónico con los “revisionistas” de cuño estaliniano (Puiggrós es aquí el paradigma) que creen poder inferir que porque España, en el momento de la conquista, es un país “feudal” (lo cual es en sí mismo discutible, al menos bajo una etiqueta tan gruesa y unilateral), entonces traslada mecánicamente sus estructuras a las colonias: “Perfecta deducción formal… y perfecto error”. No, España incorpora bruscamente a las colonias a un mercado mundial que ya está en pleno proceso de “acumulación originaria” de Capital. Por supuesto que se trata de un capitalismo todavía comercial y financiero, pero en una fase que –como demuestra Marx en el capítulo XXIV de El Capital – pertenece ya a la historia del capitalismo. Las colonias, y en particular el Río de la Plata, caen en el capitalismo sin necesidad de haber atravesado la “etapa feudal” y desarrollar “internamente” su capitalismo como lo hiciera, digamos, Inglaterra. Pensar que todas las sociedades tienen que necesariamente “evolucionar” según las mismas líneas que los capitalismos “avanzados” es un formalismo abstracto totalmente anti-dialéctico, desatento al desarrollo desigual que, en todo caso, sí es ella una “ley” histórica empíricamente comprobable. De otra manera sería completamente incomprensible el hecho de que la potencia que nos colonizó haya sido precisamente España , que no solamente era una sociedad aún “semi-feudal”, sino un país –dice Peña con una interpretación genialmente audaz- él mismo dependiente y semi-colonial (abastecedora de materias primas para las industrias europeas más avanzadas, y cuya economía interna estaba controlada directamente por extranjeros: básicamente, judíos y genoveses).
Ahora bien, no es a pesar sino porque España era “atrasada” en este sentido que nos conquistó. Necesitaba urgentemente –para no sucumbir ante la competencia de las potencias más avanzadas- “hallar algo que pudiera ser vendido en el mercado europeo con el mayor provecho posible”, dice Peña citando a Bagú [4] . El objetivo de la colonización fue plenamente capitalista –aunque España no tenía una verdadera clase capitalista propia, una “burguesía nacional”-: “producir en gran escala para vender en el mercado (mundial) y obtener una ganancia”. Eso fueron las colonias: una serie de factorías , de “fábricas” que España instaló fuera de ella, porque ella no las tenía ni podía desarrollarlas adentro . Desde luego que no eran “fábricas” capitalistas en el sentido moderno del término; pero eran capitalistas . Peña ironiza sobre las tesis “feudalizantes” de Puiggrós y otros revisionistas de izquierda: “(…) Entienden por feudalismo la producción de mercancías en gran escala con destino al mercado mundial, y mediante el empleo de mano de obra semiasalariada (Peña demuestra que la esclavitud y las relaciones “feudales” en modo alguno eran las relaciones de producción dominantes en el Río de la Plata, de modo que ni siquiera una concepción estrecha de unas relaciones de producción que no tomara en cuenta la escala mundial sería una objeción suficiente [5] ) similares a las que muchos siglos después acostumbra levantar el capital financiero internacional en las plantaciones afroasiáticas. Si esto es feudalismo, cabe preguntarse con cierta inquietud que será entonces capitalismo” [6].
Ahora bien, lo que sí nos “legó” España, a falta de su “feudalismo”, fue la completa impotencia para generar una clase burguesa nacional , y por lo tanto obviamente para llevar a cabo ninguna auténtica revolución “democrático-burguesa” con base popular como la francesa o la inglesa (revolución burguesa que, en ese sentido, tampoco conoció nunca la propia España ): “El poder real –el económico- de la sociedad colonial
se hallaba en manos de las oligarquías terratenientes y comerciales hispano-criollas. La jerarquía burocrática de virreyes, gobernadores, capitanes generales, etcétera, tenía la misión de proteger los intereses de España (es decir, de la Corona y el comercio de Cádiz), pero en la realidad de la colonia debía forzosamente oscilar entre esos intereses y los de las clases dominantes de la colonia; más de una vez debía aceptar sus exigencias en contraposición de los intereses de la metrópoli. Esa burocracia importada fue el único grupo social dominante a quien la independencia vino a liquidar” [7] . Y si pudo “liquidarla”, en realidad fue porque España misma ya se había “auto-liquidado” entregando su “modernización” a Napoleón.
Es decir: al revés de lo que sucedió por ejemplo con la revolución independentista haitiana de 1791 / 1804 (la primera y la más radical de nuestras revoluciones anti-coloniales, donde fue la clase explotada por excelencia –los esclavos de origen africano- la que tomó el poder y fundó una nueva nación), la nuestra en cierto modo llegó desde afuera y desde arriba ; fue en lo esencial una revolución pasiva en el más estricto sentido del término [8]. Una “revolución” que no voltea ninguna inexistente “monarquía absoluta” (la que había, la de la metrópoli, fue volteada por los franceses) y se limita a sacarse de encima una burocracia extranjera parásita que ya no cumplía función alguna, no es una revolución : no reemplaza el poder de una clase por el de otra, sino que simplemente deja a las verdaderas clases dominantes locales –las oligarquías terratenientes y comerciales criollas de las que habla Peña- donde siempre habían estado, sólo que con menores trabas. La “revolución” de Mayo no hizo más que consolidar lo ya existente: un capitalismo sin burguesía “nacional”, totalmente dependiente del mercado mundial, con absoluta prescindencia de nada parecido –siquiera formalmente- a una “soberanía popular” (“La única soberanía que trajo la independencia fue la de las oligarquías locales sin el estorbo de la Corona” [9]), todo lo cual significó una “puesta al día” del Río de la Plata con la única salida posible para las clases dominantes en las condiciones de la época: su plena incorporación al mercado mundial y su subordinación sin intermediarios (la atrasada España ya hacía mucho que cumplía ese rol de intermediación con el mercado mundial) al capitalismo inglés.
Esta es, en definitiva, la explicación de por qué hablábamos de los revisionistas como de “nacionalistas burgueses” sin “burguesía nacional”. El intento de demostrar aprés coup -como dirían los franceses- lo que nunca existió no soluciona nada, salvo “míticamente” –y es un mito que se proyecta hasta nuestros días en términos claramente políticos -. Paradójicamente, como dice Peña, el intento del revisionismo de izquierda de “inventar” retrospectivamente una revolución burguesa y por lo tanto una “burguesía nacional” que nunca podía haberse originado espontáneamente por fuera de la dependencia del mercado mundial –vale decir, del imperialismo-, ese intento “no es más que la traducción y la reestructuración en términos (pretendidamente) marxistas de la tradicional novela de la historia oficial” [10]. Esto vale también, y quizá especialmente, para esa verdadera coartada -no hay otra manera de llamarla- de esa “traducción” que es el nombre de Rosas. Traducción traidora y deformante al punto de que ha terminado haciéndose de Rosas el emblema mismo del “federalismo”, cuando desde el punto de vista de las relaciones entre las provincias y el poder central, el gobierno de Rosas fue el más unitario y centralizado posible desde la declaración de la independencia. Como es perfectamente lógico, por otra parte: Rosas, en tanto representante de la burguesía agraria bonaerense –y el que desarrolló verdaderamente un “capitalismo agrario” cimentado en la alambrada y el saladero- necesitaba mantener el control del Puerto y la Aduana tanto como la burguesía comercial de la ciudad de Buenos Aires, puesto que era tan dependiente como esta de las buenas relaciones con Inglaterra [11]. Lo que Rosas representaba no era –ni podía serlo: no es una cuestión de voluntad- una clase burguesa “nacional”. Esto no significa desconocer episodios defendibles como el de Vuelta de Obligado: sencillamente significa ponerlos en su debido contexto y no confundir “fetichistamente” la parte con el todo.
Pero esa fetichización es precisamente lo que ha hecho tanto la historia “oficial”, liberal-mitrista, como la revisionista-nacionalista. La primera ha transformado a Rosas en un Monstruo opresor (“la Esfinge del Plata”, lo llama Sarmiento en el Facundo ), pero por supuesto sin poner en cuestión la base económica sobre la cual se asentaba tal “opresión”, que era exactamente la misma que la de los unitarios: la asociación con el imperialismo entonces dominante. El revisionismo inventa un Rosas “gaucho” y “nacional” (cuando no…¡nacional y popular!) también pasando por alto esa evidencia palmaria, para no mencionar el despotismo oscurantista y católico-arcaico, la Mazorca, el genocidio indígena (es Rosas, mucho antes que Roca, el iniciador de las “campañas del desierto” destinadas a “liberar” tierras para la ganadería). Es cierto que hay en Rosas una vertiente que hoy podríamos llamar “populista”, y que le valió un nada despreciable apoyo de masas; pero es un paternalismo despótico cuya finalidad es “limpiar” la pampa de gauchos libres y transformarlos en peones semi-asalariados, semi-serviles [12], además de “masa de maniobras” políticas. Como dice Waldo Ansaldi, “Se comprende así que, una vez alcanzado el poder, la dictadura rosista, a la que se llega usando la movilización de las clases subalternas, tenga su símbolo en la Mazorca, no en esas clases, otra vez condenadas a ser eso: clases subalternas” [13].
Y es parcialmente cierto, también, que la propia naturaleza de sus mercancías exportables (la carne salada, básicamente), que podía venderse asimismo en Brasil o Cuba para alimentación de los esclavos negros, le permitía a la burguesía terrateniente bonaerense un relativo –muy relativo- margen de negociación con quien era, y siguió siendo siempre, su cliente principalísimo, el Imperio Británico. Pero, ¿basta esa pizca de autonomía completamente marginal frente a la masiva dependencia del imperialismo para fantasear con una “burguesía nacional”? Es pensar muy poco de la burguesía y de la nación, para no hablar de las “clases subalternas”. Completemos la cita de Ansaldi: “Se desvanece así la posibilidad de una dictadura revolucionaria nacional, como la que pide ese grupo de intelectuales y políticos sin partido y sin bases nucleado en la Asociación de Mayo (Marcos Sastre, Juan Bautista Alberdi, Esteban Echeverría), opuestos originariamente tanto a la facción federal como a la unitaria. El feo rostro de la avaricia terrateniente de Buenos Aires y el mezquino interés provincial, autonomista, de esta clase liliputiense por estructura y por visión, postergan la posibilidad de constituir una nación. Cuando ella sea real, el costo social (en su acepción más amplia) resultará demasiado alto en relación a sus logros”.
¿Qué se pretende, hoy, con la promoción de un “renacimiento” del revisionismo histórico a través de un Instituto del Estado? Puesto que es imposible saber qué ideas pasan por la cabeza de los sujetos concretos que han tomado la decisión, más bien la pregunta debería ser por qué significa “objetivamente” en términos de las “tácticas del presente”.
Es fácil –demasiado fácil- ironizar sobre los aspectos más anecdóticos. Sobre el hecho, por ejemplo, de que el designado director del Instituto sea un “intelectual” tan profundo y consecuente como Mario O’Donnell, cuya hondura analítica en materia historiográfica permanece a ras de la tierra, y cuya trayectoria “nacional y popular” es una broma de mal gusto a costa de radicales, menemistas o lo que venga. No tiene mucha importancia, salvo para preguntarse cómo es que el gobierno no pudo encontrar a alguien un poquito más “presentable”. Historiadores revisionistas con cierta mayor consistencia no faltan en el país; ¿por qué no aceptó formar parte del Instituto Norberto Galasso, por ejemplo? ¿Por qué no se lo ofrecieron a León Pomer? ¿por qué no al actual subsecretario de Derechos Humanos Eduardo Luis Duhalde, que tiene algunos atendibles textos “revisonistas” (sobre la Guerra del Paraguay, entre otros temas ríspidos) en su momento escritos conjuntamente con Rodolfo Ortega Peña, asesinado por las 3-A? ¿por qué no a cualquier otro intelectual serio , incluso de los cercanos al gobierno, ya que se postula –con razón- que la historia está estrechamente vinculada no sólo a la política, sino a la memoria cultural de la Nación, por así decir? ¿por qué, en lugar de un “decretazo” creando una nueva instancia burocrática con las complicaciones que eso implica, no haber creado, digamos, una dependencia de la Biblioteca Nacional, cuyo director, Horacio González, es un amplio conocedor de la historia cultural argentina? Más en general: ¿por qué se considera necesario un Instituto de esta naturaleza en este momento, en el que suena como una especie de extemporáneo anacronismo? Finalmente, no dejan de tener su momento de verdad -bien que entremezclado con lo que llamábamos “vanidad académica” y hasta con una cuota de “gorilismo” ideológico, y sin hacerse cargo de la política que ellos mismos hacen mediante su historiografía “científica”- los argumentos de intelectuales más o menos liberal-“progres” como Beatriz Sarlo o Luis Alberto Romero, cuando protestan por la exclusión de las nuevas corrientes historiográficas del último medio siglo (incluidas, faltaba más, las inspiradas por el marxismo [14]). ¿Por qué, entonces? No lo sabemos, y las explicaciones distan de ser claras.
Tenemos motivo, pues, para hipotetizar razones de índole ideológico-político bien actuales , bien ligadas a las “tácticas del presente”. Para decirlo breve y telegráficamente, la necesidad de reconstruir una genealogía , de volver a “inventar una tradición” (para decirlo con la ya canónica expresión de Eric Hobsbawm [15]), que establezca una continuidad y le de prestigio “histórico” a las políticas actuales de “conciliación de clases” bajo la (supuesta) tutela del Estado. Los mitos de la historia argentina revisados críticamente por Milcíades Peña entre otros –tanto el “mitrista” de una república liberal-democrática europeizada como el “revisionista”, especialmente el de izquierda, de una burguesía “nacional” con el que la clase obrera y los sectores populares podrían aliarse contra el imperialismo al amparo del Estado ético-benefactor, que es la versión que el Instituto aparentemente se propone reeditar (y para toda América Latina: la Presidenta festejó Vuelta de Obligado con una divisa punzó y la efigie de Rosas, mientras casi simultáneamente le regalaba a Chávez un ejemplar de Historia de la Nación Latinoamericana de J. A. Ramos: un interesante gesto “oscilatorio” [16]), y lo que nos interesa en este momento- se nos vuelven a presentar como los contendientes de una batalla cultural que no contempla otras líneas de fractura social y políticamente más profundas ; esa “batalla” parece ser la misma que el actual gobierno libra contra sujetos como la “oligarquía terrateniente” y la “corporación mediática”, como si la historia no hubiera transcurrido y cambiado mil veces desde “Mayo-Caseros” (¿y no es una de las funciones centrales del mito –para insistir con Lévi-Strauss- la de erigirse en una “máquina de suprimir la historia”?). Como si hoy la “oligarquía terrateniente” fuera, en cuanto a sus intereses históricamente objetivos algo radicalmente diferente y para colmo enfrentado al capital industrial, comercial y financiero “mundializado”, y no tuvieran esas fracciones de la clase dominante proyectos estructuralmente convergentes más allá de las divergencias coyunturales por el “reparto de la torta”, por decirlo vulgarmente, manteniendo sin embargo la lógica fundamental, como hemos visto que lo ha analizado Peña desde los inicios mismos de nuestra historia “independiente”. Caseros, en este sentido, constituyó una continuidad de lo que representaba Rosas, con un cambio de elenco en cuanto a las fracciones de la clase dominante más directamente beneficiarias. No es cuestión de minimizarlo, puesto que ese “cambio de elenco” costó miles de vidas. Pero tampoco es cuestión de transformarlo en un mito fundante , ya sea para ensalzarlo o para condenarlo, como si algo verdaderamente radical se hubiera transformado en la historia argentina con Caseros. Rosas fue la versión “proto-bonapartista” de una orientación oligárquico-burguesa asociada –con algunas ínfulas menores de “autonomía”- al imperialismo, versión que después de Caseros será “normalizada” mediante la eliminación de sus conflictos internos. No es de extrañarse que ese “mito”, creado como mito negativo por la historiografía mitrista, sea cada tanto “resignificado” como positivo por gobiernos que necesitan volver a legitimar , con las novedades correspondientes a los contextos cambiantes, la misma matriz político-ideológica. Con sus diferencias, matices y aún excepciones, esta tarea “cultural” ha estado casi siempre en manos del revisionismo, y no parece ser muy distinto hoy.
En suma: ¿Fue, el “revisonismo histórico” argentino, aún dentro de sus parcialidades y sus cambiantes improntas ideológicas, una reacción saludable contra el “mito mitrista”? Probablemente. Pero al mismo tiempo se inscribió plenamente, como inversión especular, en la misma mito-lógica mitrista. Poner la estatua de Rosas en lugar de la de Sarmiento, o la del Chacho Peñaloza en lugar de la de Mitre, puede ser un gesto ideológico-político que abra alguna polémica interesante, pero sigue siendo intentar resolver “imaginariamente”, por una operación de exclusión simétrica a la anterior, un conflicto constitutivo de la historia nacional. Como lo explica el ya citado Lévi-Strauss, el mito tolera perfectamente, y aún requiere, esas oposiciones binarias que representan contradicciones formales que justamente sirven para organizar el “orden” del discurso mítico: alto / bajo, cielo / tierra, animales que vuelan / animales que se arrastran, Sarmiento / Rosas, Mitre / Peñaloza. Lo que el mito no podría tolerar es el “núcleo traumático” de la lucha de clases, inasimilable como mera oposición, que des-ordena la elegancia simétrica de la estructura. Insistir en leer la historia argentina, hoy, bajo esa lógica de pares de oposiciones formales que se resuelven solamente (no decimos que esos símbolos no tengan su acotada importancia) en cambiar las estatuas y los nombres de las calles, en verdad no “resuelve” nada en lo real , porque efectivamente ese “trauma” no tiene solución más allá de su expresión en síntomas de todo tipo.
Una lectura sintomática (como la que proponía Althusser) del Facundo , por ejemplo, podría demostrar que –independientemente del partido consciente que toma Sarmiento- la oposición Civilización / Barbarie , en efecto “sintomáticamente” articulada por una y , no polarizada en alternativas excluyentes por una o (¿Sarmiento “benjaminiano”?), esa oposición, decía, no es meramente formal: también ella representa proyectos políticos contrapuestos, “historias diferenciales”, cuyo choque irreconciliable –y no su yuxtaposición como pesos en la balanza del “equilibrio” formal- constituye a la historia argentina del siglo XIX (y sus prolongaciones posteriores, en distintas formas). Eso, para no abundar en la por momentos muy explícita fascinación que siente Sarmiento por la “barbarie”, casi como si lo que él quisiera fuera la “civilización” europea, sí, pero con el barro y la sangre de la “barbarie” americana, en contra del europeísmo blandengue, melifluo, “urbano” y más bien kitsch de quienes retratan a Facundo o quien fuere de levita y chistera, en lugar de con su poncho y su lanza tacuara. Una identificación fascinada que salta “sintomáticamente” en muchos detalles más o menos laterales de sus descripciones, aún las más aparentemente circunstanciales (el modelo de una lectura semejante lo tenemos mucho más cerca que Althusser, por cierto: véase por ejemplo el capítulo de Literatura Argentina y Realidad Política en el que Viñas lee un “síntoma” similar en las igualmente fascinadas y fascinantes descripciones de los ambientes rosistas en la Amalia del unitario José Mármol). El rescate que hace Peña de figuras como las de Sarmiento o Alberdi tiene que ver con esto. Más allá de las posiciones ideológico-políticas, por otro lado cambiantes, de cada uno de ellos, no se puede dejar de ver que, aún cuando su proyecto fuera desde ya el de una fracción de la burguesía (¿y qué otro podía haber en ese momento?) intentaron pensar la nación de una manera compleja, profunda y “trágica”, sin someterse a las dicotomías simplistas.
El revisionismo no fue capaz de hacer esto a fondo, por las razones que hemos visto. Su perspectiva al mismo tiempo espiritualista y sustancialista de lo “nacional” no les permitía ver que toda nación es una construcción permanente, y que la naturalización del concepto de “nación” es un “invento” de la modernidad burguesa. Hay, sin embargo, un sustrato de lo “nacional” (en la acepción más amplia posible) que es muy anterior a las naciones en su sentido moderno-burgués, y que inconscientemente –por la mediación de la lengua y la cultura compartidas, pero también de la materia “terrestre” en la cual estamos inscriptos en tanto cuerpos- produce lo que se suele llamar una comunidad , o comunitas , o ekklesia , o como se quiera decir. No estamos diciendo que ella sea homogénea y cerrada: justamente porque no lo es, porque está atravesada por las fracturas sociales, la dominación y opresión de las clases dominantes que es la lógica misma de ese propio capitalismo que ha inventado la nación político-jurídica, hay momentos históricos en que la comunitas , no importa cuán culturalmente “plural” pueda ser internamente, siente que las clases dominantes le han expropiado , le han enajenado por la fuerza (incluida la fuerza ideológica, o lo que Gramsci llamaba la hegemonía cultural) su “materia terrestre”. Todo esto, que podría sonar poco “marxista”, puede leerse con todas las letras en la extraordinaria sección sobre las sociedades pre-capitalistas de los Grundrisse [17]. No hace falta ser propietario económico de un pedazo de tierra para sentir eso; más bien al contrario, no serlo agudiza el sentimiento de expropiación injusta: si no tengo más que mi cuerpo y mi fuerza de trabajo –si soy un proletario , en el sentido de Marx- soy potencialmente más consciente (para es pasaje del en-sí al para-sí se tiene que dar todo un entramado de complejas circunstancias históricas, claro está) de que la comunitas ha sido expropiada, de que el bien común ha sido “privatizado” por las clases dominantes, tanto las “nacionales” como las mundiales –que a estos efectos son las mismas -: esta es la razón “antropológica”, entre paréntesis (aparte de las muchas otras razones propiamente históricas), por la cual se puede decir que no existe tal cosa como una “burguesía nacional”; la clase dominante, por definición, es ajena a, está separada de, la comunitas , del “bien común” que recién nombrábamos: ella sólo conoce el bien propio , que no es “común”. ¿Ese “bien común” tiene hoy el nombre de nación ? Y bien, habrá que dar la pelea en ese terreno, hasta que lo cambiemos, y en el camino a cambiarlo, si fuera necesario, pero sin perder de vista esa “base material”. La “nación” se transforma así –como sucede con la propia lengua para un Bajtín, por ejemplo- en un campo de batalla , en el escenario de una lucha por el sentido que esa palabra, “nación”, tiene para la comunitas y para su necesidad de recuperar la “materia terrestre” expropiada por los Amos, los de “afuera” y los de “adentro”. Pero un campo de batalla está en permanente movimiento , y no puede ser “normalizado” por un equilibrio de pares de oposiciones cuyos términos pertenecen a la misma lógica estructural.
El revisionismo, como ya lo dijimos, aún el más “crítico”, ha tendido a tener una visión externalista del imperialismo. Pero hay que tener claro –nos permitimos reiterarlo- que en el fondo ese “adentro” y ese “afuera” son lo mismo : siempre es la clase dominante mundializada apropiándose del “bien común” que es la nación. Esta es la crítica central e irrenunciable que fraternalmente hay que hacerle a los militantes y / o intelectuales “nacional-populistas” que confían demasiado en la existencia de “burguesías nacionales” con presuntos intereses contrapuestos con las burguesías “internacionales”, y por lo tanto se someten a unas políticas de “colaboración de clase” que a la corta o a la larga terminan reproduciendo la expropiación. Porque, si se acepta todo lo que hemos dicho antes, la conclusión necesaria es que solamente las clases desposeídas y oprimidas pueden representar auténticamente la comunitas ; sólo ellas pueden ser consecuentemente “nacionales” en el sentido de capaces de recuperar el “bien común” para el conjunto de la comunitas . Y esto es así para todas las naciones. En este sentido es que no hay que abandonar el “internacionalismo”: las causas nacionales y las internacionales no se excluyen mutuamente, sino que entre ellas se establece una permanente dialéctica en movimiento . Esta es la posición de izquierda ante “lo nacional” que se debe sostener hoy, y mucho más frente a las falacias ideológicas igualmente expropiadoras de la llamada “globalización” (en verdad la mundialización de la Ley del Valor del Capital , como diría Samir Amin). Se debe recuperar, por qué no, aunque también redefiniéndola una y otra vez, la clásica consigna de la unidad emancipada de América Latina (y del mundo). Pero sabiendo que esa emancipación no la llevarán a cabo hasta el fin las clases dominantes, incluso las más pretendidamente “progres” (estén donde estén).