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Con olor a naftalina

 

La ley del matrimonio igualitario es una realidad en Argentina. Sin dudas, el hecho representa un desplazamiento de la conciencia colectiva de nuestra sociedad que paulatinamente ha hecho lugar a una de las formas de la siempre incompleta igualdad social. Incompleta en un doble sentido: primero, porque existen otras formas de la igualdad sobre las que parece no interrogarse mucho (como sabemos, el argumento sobre la falta de igualdad social no sirve cuando se quiere problematizar maduramente el problema del delito y la inseguridad), y segundo, porque la igualdad social posee un carácter indeleble de utopía: siempre podremos ser más iguales aún en una imaginada sociedad igualitaria.

La jerarquía de la Iglesia Católica, sin embargo, en consonancia con las de la mayoría de las Iglesias Evangélicas y Pentecostales, ha desempolvado prehistóricas y vergonzantes nociones de la igualdad social que pretendieron funcionar como contra-fuerzas ideativas a esas ideas nuevas a las que se está entregando nuestra sociedad. Creo que los sucesos han dejado bien en claro que tal pretensión fue un fracaso.

¿Quiénes son “iguales” para la Iglesia Católica? Iguales son los iguales. El macabro aserto quiere decir lo siguiente: que lo que hace iguales o diferentes a las personas es su sexualidad y que, en consecuencia, cualquier ley –que debe regir para todos los iguales por igual- debe estar lógicamente relacionada con “eso” que los hace iguales. Esto es lo que ellos entienden como “igualdad fáctica”, es decir: iguales son los heterosexuales entre sí, tanto como los homosexuales entre sí, mas no los heterosexuales y los homosexuales entre sí.

Con semejantes premisas, desaparece lo “humano” como atributo básico para la igualdad –en contradicción estentórea con los Libros Sagrados- y emerge “eso”, que es la “sexualidad”. Fijémonos en las consecuencias de este ideario: si lo “humano” igualaría a través de las diferencias sexuales, la “sexualidad” separaría a lo(s) “humano(s)” en algo así como distintas castas, a cada una de las cuales correspondería una ley. La conclusión la tenemos a la vista: en realidad, hacen falta leyes distintas porque –para la Iglesia Católica- si nos ponemos a hablar de sexualidad, la igualdad es una quimera.

Como diría el sociólogo americano Erving Goffman, el “marco” o el “esquema maestro” de este ideario es el heterosexismo, que comprende a la vida en sociedad a través del dualismo “hombre-mujer”, tanto anatómica como psicológicamente. De esto trata el famoso “orden natural” que, de tan natural que es, no puede ser justiciable mediante la invención de leyes igualitarias omnicomprensivas: si Dios dispuso este orden y le dio inteligencia a sus criaturas, entonces éstas no podrían ir razonablemente en contra de él. Las personas que diseñarían esas leyes contrarias a la ley natural no estarían obrando honestamente, estarían “encantando a la sociedad con sofismas que confunden y engañan a otras personas de buena voluntad”, serían genios malignos que “quieren destruir el plan de Dios” (Monseñor Jorge Bergoglio), o estarían inventando una “norma positiva que vulnera una realidad de orden natural” (Monseñor Héctor Aguer). Naturalmente -para esta religión- el matrimonio es una institución que se corresponde con una ley que exige una rígida facticidad para los contrayentes: poseer sexos distintos; facticidad que –a su vez- es condición para otra de vital importancia: la procreación, sin la cual no podría reproducirse la especie humana. De aquí se deriva otro razonamiento omnipresente en el ideario católico: lo único que puede tener interés público es la heterosexualidad porque es estratégica: “Es de interés público (y por lo tanto sujeto a legislación pertinente) la unión sexuada en la que sus protagonistas asumen un compromiso con posibilidades de cumplimiento, respecto de las funciones sociales estratégicas sin las cuales ningún país o sociedad es viable: procreación y educación de las próximas generaciones de argentinos, enriquecimiento personal a través de la diversidad sexuada masculina y femenina” (Cristian Conen y Ana María Ortelli, Universidad Católica Argentina).

En resumidas cuentas: fácticamente iguales son entre sí son los heterosexuales y por eso pueden monopolizar el derecho al matrimonio y fácticamente iguales entre sí son los homosexuales que –por eso mismo- podrían aspirar a algún derecho de tercera (porque tampoco la Unión Civil sería un derecho adecuado para los prelados). Me pregunto cómo explicaría la Iglesia la desaparición de esta estupidez de las igualdades fácticas que ameritan leyes distintas cuando todos los ciudadanos -por igual- tenemos que pagar impuestos para sostenerla.

Sinceramente, sobre estos ataques a la idea de igualdad social que con tanto trabajo van construyendo las sociedades se debería pedir perdón.

 

Publicado en "Caras y Caretas" Nº 2253, diciembre de 2010.

 

Ernesto MECCIA
Sociólogo
(UBA, UNL)

 
Articulo publicado en
Abril / 2011