Publicado en Clepios, una revista de residentes de Salud Mental, Número 38, noviembre 2005.
Todo surge de los encuentros. La producción jamás surge del aislamiento o de una mente brillante. Surge de encuentros que permiten avanzar. De allí la importancia del primer, del segundo y del próximo Tercer Encuentro Nacional de Profesionales en Formación en Salud Mental. De no existir encuentros estas líneas no hubieran existido.
Y entonces, en medio de una de aquellas reuniones preparatorias del primer encuentro, tuve un diálogo con Natalia Baumann, quien luego de haber hecho su rotación por el Lanús, me comenta que comenzaba a trabajar en el Hospital Esteves de Lomas de Zamora. Le digo que estaba en un lugar histórico. Ella, desconcertada, pensaba que me refería al Lanús, cuyo mito en nuestro medio es más que conocido. Pero yo insistí en el Esteves y le pregunté si había leído Sociedad de locos, el libro de W. R. Grimson. Anotó el nombre y esta escena quedó borrada de mi memoria hasta que recibí este año un llamado para comentar su ateneo, finalizando su estancia en el Esteves. Allí me recordó la escena que había olvidado. Y entre tantos olvidos es necesario insistir que el Esteves es un lugar histórico en nuestra Salud Mental. Porque allí se libró una de las batallas más importantes contra el poder manicomial, que aliado con la dictadura logró desarmar uno de los dispositivos de comunidad terapéutica más importantes de nuestra historia. Al día de hoy podemos extraer enseñanzas del dispositivo, de sus luchas y de la fuerza del poder manicomial en nuestro país.
El dictador Onganía había nombrado al frente del Instituto Nacional de Salud Mental (INSM) a un allegado, el Coronel Médico Julio Ricardo Estévez. Este neurólogo llevó adelante una política consecuente con la dictadura desarrollista del gobierno mediante el Plan de Salud Mental de 1967. Este tenía como base el Programa Federal de Psiquiatría Comunitaria y la Ley Kennedy de 1963 de los Estados Unidos. Sus aparentes objetivos eran la externación de los grandes Hospitales Psiquiátricos y la implementación de un sistema descentralizado de atención, mediante diferentes centros periféricos. Se basaba en la llamada “Psiquiatría Preventiva”, que impulsaba el trabajo no sólo sobre la enfermedad mental sino en los factores patógenos de la comunidad que la produce. El traslado de estas políticas a nuestro país se produjo en otro contexto y con otro sentido, ya que en vez de promover la “psiquiatría preventiva”, se mantuvieron los Hospitales Psiquiátricos e inclusive se propusieron crear algunos nuevos. Pero a la vez, se impulsó a que se trabajara con comunidades terapéuticas, pero sólo en algunos lugares, como “experiencias piloto”, sin modificar los centros del poder manicomial.
Las comunidades terapéuticas tenían su historia a partir de Maxwell Jones luego de la Segunda Guerra Mundial, que fue quien conceptualizó las formas en que la sociabilidad de la vida comunitaria contribuía la terapéutica de pacientes psiquiátricos. Esta forma se oponía a los manicomios que eran “depósitos” de pacientes. En la comunidad terapéutica se buscaba que todo lo que hiciera el paciente en su internación fuera terapéutico. La Asamblea de todos los integrantes de la comunidad, por la cual pasaban todas las decisiones de la misma, era el dispositivo central.
El INSM se propuso implementar el modelo de comunidades terapéuticas sólo en algunos lugares. Es necesario mencionar la experiencia de Raúl Camino, -ex residente del Hospital Borda-, en Federal, provincia de Entre Ríos, que condujo otra comunidad terapéutica de 400 pacientes siendo él mismo el único psiquiatra.
La experiencia del Centro Piloto del Hospital “José A. Estéves” de Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires comenzó en julio de 1969. Su coordinador, Wilbur Ricardo Grimson, era psiquiatra y psicoanalista y se había formado en el Servicio de Psicopatología del Policlínico de Lanús, dirigido por Mauricio Goldenberg.
El Esteves es un Hospicio de Mujeres que había sido creado a principios del siglo XX. En 1968 tenía 2500 pacientes internadas crónicas y recibía alrededor de 300 pacientes nuevas por año, a la par de tener el mismo número de egresos por defunciones. La edad promedio era de 55 años, llevando 10 años de internación. Las pacientes provenían de distintos lugares del país, pero especialmente de los manicomios de Buenos Aires, que lo consideraban un depósito final. El trato era un reflejo fiel de las prácticas manicomiales: almuerzos a las 10:30 de la mañana y cenas 15:30 por conveniencia del personal; y prácticas pseudo-terapéuticas utilizadas como castigo (electroshock, shock insulínico, chalecos de fuerza y absceso de fijación).
El personal del Centro Piloto se integró con un equipo compuesto por 20 médicos, 12 psicólogos, 4 sociólogos, 2 psicopedagogos, 4 terapistas ocupacionales, 5 asistentes sociales, 12 enfermeras y numerosos voluntarios. También se remodeló un pabellón para adecuarlo a las necesidades de un tratamiento intensivo con internaciones breves con salas de internación de hombres y mujeres.
El Centro Piloto se organizó como una comunidad terapéutica. Esto implicaba una serie de dispositivos como grupos terapéuticos, terapia ocupacional, expresión corporal, psicopedagogía, trabajo social, etc. que apuntaban a la resocialización del paciente. La Asamblea de la comunidad terapéutica era el eje del tratamiento. Allí se presentaban los nuevos integrantes, se deliberaba sobre los distintos aspectos de la vida institucional y se consideraban permisos de salidas y altas. Duraban casi tres horas y se realizaban dos veces por semana con una concurrencia promedio de alrededor de 150 personas. Esto permitió absorber todos los nuevos pacientes que llegaron al Hospital y llevó a que las internaciones duraran alrededor de tres meses.
El proyecto incluía trabajar con las pacientes crónicas del resto del Hospital. Miguel Vayo, psiquiatra que había sido residente en el Servicio del Lanús, estuvo a cargo de estas actividades. Esto implicaba comenzar a trabajar para resocializar a pacientes que habían estado internadas por años sin ningún contacto con el exterior. En esta tarea también trabajó Alfredo Moffatt, un discípulo de Enrique Pichon Rivière que había organizado dispositivos originales para trabajar la resocialización en manicomios, entre ellos la “Peña Carlos Gardel” en el Hospital Borda, surgida tiempo después de esta experiencia.
El trabajo era antagónico a la psiquiatría manicomial. Esto llevaba a que la sociedad y algunos medios de difusión se ocuparan de lo que allí sucedía. Se realizaban encuentros comunitarios, tal como la fiesta de fin de año de 1969 donde estuvieron el “negro” Edgardo Suárez, Marikena Monti y el Grupo Vocal Argentino, entre otros artistas de la época.
Todo esto no pasaba inadvertido a los psiquiatras manicomiales. La demostración de que una comunidad terapéutica podía funcionar implicaba una denuncia implícita a todo el sistema. Tal como sucede hoy. Esto llevó a que el sector manicomial avanzara para cerrar la experiencia.
Hacia mediados de 1970 el INSM fue intervenido por Augusto Badano, médico cirujano del Hospital Churruca. Entonces se difundían acusaciones de distinto tipo al Centro Piloto que iban de “orgías sexuales” a “comunismo”. Había informes anónimos y presiones del Obispado de Lomas de Zamora. Se encargó una comisión técnica de evaluación de dichas denuncias que luego de más de un mes de trabajo, que elevó un informe altamente elogioso.
El 29 de septiembre de 1970 fueron nombrados Juan Ramón Rodríguez Lonardi –un ex jesuita- y Carlos Caglioti como nuevos interventores en el Hospital. Horas más tarde decidieron un plan de modificaciones que implicaba desmantelar el Centro Piloto. Esto no pudo concretarse debido a la reacción de todo el personal del Centro, los pacientes y grupos del personal del resto del Hospital.
La confrontación estaba declarada.
En el mes de noviembre, Rodríguez Lonardi solicitó al INSM que declarara prescindible a Lucila Edelman, quien estaba a cargo del Hospital de Día. Luego solicitaron que evaluara el traslado de Grimson a otra dependencia. A partir de ese momento se iniciaron medidas de fuerza progresivas: paros de duración crecientes con información a la prensa. La orden de traslado de Grimson se concretó el 21 de diciembre de 1970.
Al día siguiente, para cuando llegaron Rodríguez Lonardi y Caglioti, se encontraron con una asamblea de la comunidad con presencia de periodistas de Primera Plana, Análisis y Panorama. Rodríguez Lonardi pidió que se retiraran los periodistas. La coordinación de la asamblea sometió el problema a debate y se resolvió que los periodistas permanecieran. Caglioti, exaltado, se subió a una silla y gritó “los que no estén de acuerdo conmigo vengan afuera que lo vamos a arreglar.” Lanzó algunas trompadas al aire que un psicólogo esquivó. Una Terapista Ocupacional del Centro tuvo mejor puntería, su bofetada dio de lleno en el rostro de Caglioti. Se generalizó el tumulto de los pacientes con discusiones superpuestas. Caglioti le ordenó a la jefa de enfermería que los sedara medicamentosamente. Esta se negó, ante lo cual la amenazó con la destitución. Los pacientes coreaban estribillos favorables al Centro y las autoridades tuvieron que retirarse. En medio de esta situación había un trapo rojo atado a un palo como señal de protesta en un pabellón. Esto derivó que para las autoridades desnudaba las implicancias políticas: “la insignia del Partido Comunista Internacional”; pero esto había sido colocado por un ex paciente, “convencido, como los demás, de que ‘se remata el boliche’.”
A partir del 23 de diciembre se extendió la difusión periodística del conflicto. Para los medios se trataba de una confrontación entre la vieja y la nueva psiquiatría.
El 4 de enero de 1971 se concretó una reunión entre las autoridades del Hospital y el INSM con Francisco Manrique, el Ministro de Bienestar Social de la dictadura de Levingston. El mismo dio la orden precisa: “¡Saquen a esos comunistas de ahí!”
Al día siguiente a la entrada del Hospital había una lista de 25 personas a las que se les impidió el acceso mediante tropas policiales. Se los declaró cesantes mediante la aplicación de la ley de prescindibilidad. Así quedó desmantelado el Centro Piloto.
A los pocos días, Badano hacía una declaración donde acusaba a los miembros del Centro Piloto de no haberse contactado con el resto de la comunidad, de desconocer la autoridad y de haber actuado en “forma subversiva” utilizando a los pacientes.
En febrero de 1971 las autoridades del Hospital volvieron a autorizar el uso de los chalecos de fuerza. El mismo día una enfermera arrojó un balde de agua fría sobre una paciente excitada para calmarla.
El manicomio había vuelto.
Y aún continúa. No sólo allí, sino también en todo nuestro país. Treinta y cinco años han pasado de esta experiencia que sigue siendo silenciada por las hegemonías de turno que intentaron dejar en el limbo del olvido esta historia. Tanto es así, que nadie rescata el reconocimiento explícito que hizo Oscar Masotta en 1972 en ocasión del viaje de Maud y Octave Mannoni. Entonces afirmaba que frente a la experiencia de Maud Mannoni en la Escuela de Boneuil podíamos solamente mostrar en nuestro país la breve trayectoria del Centro Piloto del Hospital Esteves.
La política del olvido es una de las formas de sometimiento que tiene el poder para transmitir que nada puede ser cambiado. Para eso es necesario borrar las huellas de generaciones que intentaron modificar la situación. Y también ocultar que todo esto no fue un hecho aislado, sino fruto de muchos “encuentros” como el del Centro Piloto del Esteves: equipos interdisciplinarios, asociaciones gremiales y organizaciones sociales trabajando. Toda una sociedad que había comenzado a desnaturalizar el manicomio como forma de tratamiento “natural” de la locura.
Pero los manicomios siguen en pie.
La lucha contra los poderes manicomiales no es cuestión del pasado. En los últimos meses el manicomio volvió a ser cuestionado. Ya era anacrónico en la década del ’60, mucho más lo es hoy. Pero muchos siguen defendiéndolo, como si fuera el único abordaje posible de la locura.
Esta lucha no será fácil. Para eso son necesarios muchos más encuentros.
Y también estas memorias. Porque, tal como dice Eduardo Galeano, necesitamos “recordar el pasado para liberarnos de sus maldiciones: no para atar los pies del tiempo presente, sino para que el presente camine libre de trampas.”
El relato pormenorizado del episodio que sigue se encuentra en Carpintero, Enrique y Vainer, Alejandro, Las Huellas de la memoria II. Psicoanálisis y Salud Mental en la Argentina de los ’60 y ’70. Tomo II (1970-1983), Editorial Topía, Bs. As., 2005; y en el documental Comunidad de Locos dirigido por Ana Cutuli.
“Memorias para el futuro 8: El residente y la comunidad terapéutica”, en Clepios Nº20, junio de 2000. También se encuentra en www.topia.com.ar.