.Mejor pues que renuncie
quien no pueda unir su horizonte
a la subjetividad de su época
Jacques Lacan
Elegí comenzar el presente texto con esta cita que permite reflexionar acerca de la práctica psicoanalítica situada en los dispositivos de intervención público-privados. Por consiguiente, el objetivo del presente escrito es problematizar la praxis clínica en un Programa de Reparación al Maltrato [PRM] dependiente del Servicio Nacional de Menores [SENAME], con usuarios que acuden derivados desde Tribunal de Familia con el fin de recibir terapia psicológica, exista voluntad o no; lo que genera interrogantes sobre el lazo transferencial en este contexto, así como también sobre la noción de resistencia en estos espacios. De ahí también la relevancia de poder pensar el ejercicio laboral realizado en estas instituciones, porque si bien hay similitudes entre los usuarios atendidos, también deviene esencial poner en juego (lo que la escucha analítica puede facilitar), las diferencias.
Es así como en la experiencia diaria, se pone de manifiesto que cada familia está compuesta por complejos entramados simbólicos que en ocasiones obedecen a modos de tramitar historias transgeneracionales, marcadas por abandonos y vulneraciones, en donde no pocas veces el mismo fundamento de la familia y la cultura, a saber, exogamia y prohibición del incesto se encuentra roto o desanudado.
Ahora, el punto es que tal como lo señala Gresier (2012), no toda pragmática institucional se ajusta a los fundamentos propios de la práctica analítica y dado que la demanda de trabajo no proviene de un sujeto sino de una institución, se vuelve indispensable preguntarnos qué se nos demanda, con miras a generar interpretaciones de dicho pedido antes de intentar responderla de manera mecánica.
Lo anterior interpelaría a quienes nos desempeñamos en la posición de avatar de la Institución –con mayúscula–, en tanto es posible hipotetizar, en primera instancia, que el ingreso a la Institución tendría en ocasiones una función de corte entre modos de funcionamiento aglutinados y herméticos de ciertas configuraciones familiares. Frente a estos casos, la inclusión de un agente tercero permitiría establecer una distancia sobre los modos de funcionamiento, acción y solución de los conflictos al interior del grupo familiar.
En este sentido, me parece que los profesionales podríamos ser situados, tanto por la Institución como por los propios usuarios, en dos roles: en primer lugar, como continuadores y ejecutores de una Institucionalidad mayor (Tribunales y/o Fiscalía, etc) que se correspondería con la función punitiva del Estado, como persecutor invisible de aquellas formaciones subjetivas que irían en contra de los ideales de la infancia y/o familia tipo. Creo que una interpretación tentativa a esta forma de intervención se encuentra resumida por Foucault (2008), quien señala cómo “el bajo oficio de castigar se convierte en el hermoso oficio de curar” (p. 35). El segundo rol sería aquel lugar del otro entendido como un semejante en la relación, lo que implica siempre el riesgo de evaluar una relación terapéutica solo en su arista Imaginaria, vale decir, con un semejante en el que se pueden depositar los prejuicios y estereotipos, amparados en la certidumbre del semblante experto que sabe y entiende de antemano lo que su paciente comunica.
En este sentido, a modo de ilustración, considero relevante poder profundizar ciertas nociones compartidas, como por ejemplo la noción de vínculo terapéutico (Equipo Sistémico CAPS, 2008), ampliamente utilizada y que se entiende como una relación exclusivamente diádica entre un agente interventor y un usuario (adulto o niño), de la que tendría como fin la regulación emocional y dependería mayoritariamente el éxito del proceso terapéutico. Considero que esta noción podría complementarse con la comprensión de una terceridad transversal para todos los sujetos hablantes, y que es parte fundante de un espacio terapéutico que considera el entramado significante que pre-existe a la relación. En este sentido, el discurso institucional enfatiza la construcción de una vinculación o alianza terapéutica como condición preliminar imprescindible a toda intervención (Equipo Sistémico CAPS, 2008). No obstante, esta noción tiene un reverso, pues podría favorecer un tipo de lazo, marcado fuertemente por la imagen del profesional como un semejante, entendido en el sentido especular. Lo que en la práctica conlleva, en reiteradas ocasiones, a depositar en los usuarios la responsabilidad por el estancamiento de una cura o tratamiento, sin considerar acaso la propia influencia que pueden tener los mismos interventores al centrar su trabajo en un nivel meramente especular, influencia que funcionaría entonces como resistencia de la apertura inconsciente.
Pero, como advierte Lacan (1985), “cuando la resistencia tiene éxito es porque están metidos en ella hasta el cuello, porque comprenden” (p. 75). En este sentido, la comprensión, como la asunción de plena apropiación del otro en tanto semejante, podría devenir en resistencia y el surgimiento del sujeto del Inconsciente, cerrando la posibilidad de las manifestaciones de este mediante lapsus, equívocos y medios dichos. Por lo mismo, es importante revisar y cuestionarse la resistencia y su agencia no solo del lado del paciente, sino también del propio terapeuta. Porque la resistencia, tal como señala Lacan (2008 [1953]), se inclina a mantener el diálogo como una forma donde el paciente se escabulle de la palabra que habla de sí.
Profundizando en este punto, es posible retomar los postulados de Lacan (1985) cuando señala que en la palabra humana, el emisor es siempre al mismo tiempo un receptor de su propio mensaje, en tanto nada de lo que corresponde al comportamiento del ser humano puede escapar del sometimiento de las leyes de la palabra. De esta forma, la invitación es a retomar en pleno sentido la letra hecha carne en la materialidad del sujeto, en función de su constitución subjetiva, lo que permitiría de un modo quizás único en el campo del mundo psi, facilitar un abordaje humano y subjetivante ante el otro que sufre. Ello en tanto puede orientar la escucha de aquellos significantes repetitivos o con mayor implicancia subjetiva, a sabiendas de que nunca remiten a un significado fijado de antemano, sino que es en la concatenación significante donde puede generarse un sentido que es nuevo para el sujeto (Cosentino, 1999). En una frase: formaciones del inconsciente.
De este modo, el aporte que presta la enseñanza de Lacan (1985) en términos del abordaje de configuraciones familiares, es recordar el poder creador de la palabra no como mero instrumento de la comunicación entre dos seres, sino como aquel lugar que precede y estructura al sujeto como registro simbólico, en tanto “una vez entrados en el juego de los símbolos, los sujetos siempre están obligados a comportarse según una regla[i]” (p. 79).
Así, que el inconciente esté estructurado como un lenguaje, inclusive tramado, encadenado y tejido de lenguaje, implica considerar que el sujeto del inconciente corresponde a una consecuencia a posteriori de los actos de enunciación del paciente. Por consiguiente, su manifestación no sería algo previo a la experiencia de la cura, sino por el contrario, su aparición sería coincidente con aquellos momentos en que el Yo (moi) se presenta resquebrajado en su pretensión de unidad. En este punto, me parece pertinente explicitar la orientación de Lacan, en términos del trabajo analítico, como aquella sustitución imaginaria del sujeto, de su Yo (moi) por ese sujeto barrado y dividido por el significante ($), movilizado en su deseo, en tanto se avista allí la presencia de aquella falta estructural de un objeto que pueda colmar al sujeto.
Realizando un desplazamiento de esta idea en función de mi interés laboral, creo que se hace necesario problematizar en los equipos multidisciplinarios sobre las ideas y valoraciones otorgadas a la noción de individuo aislado y autónomo, enmarcado en un contexto de cierto ideal de familia, pues he apreciado la tendencia de considerar a la familia como aquella que se reproduce según ciertos parámetros de conducta prefijados por la comunidad experta de psicólogos, en función de un chequeo de indicadores observables sobre el ejercicio de la paternidad. Creo que se omite en esta conceptualización todo el campo del deseo que existe en los entramados familiares, además de los lazos simbólicos que unen a un niño/a con sus padres, así como también de las condiciones estructuradas y estructurantes de la realidad tanto simbólica y material en la cual se inscriben (Marchant, 2014).
Ejemplo de esto es considerar que solo la satisfacción de una serie de necesidades (ya sean materiales, afectivas, emocionales) permitirían la emergencia de un sujeto, es decir, el paso de un infans como objeto a un sujeto infantil. No obstante, lo que el psicoanálisis lacaniano enseña es que ninguna relación de objeto puede ser suficiente para la estructuración subjetiva, y son solo las modalidades de la falta de dicho objeto su condición de posibilidad. Es la demanda del niño al Otro, así como del Otro hacia el niño lo que dejará huella en la necesidad, en tanto la palabra extraerá lo Real del cuerpo para introducir ahí lo Simbólico. De esta forma, lo Simbólico permitiría tomar prestado la conceptualización de la última enseñanza de Lacan, “anudar” tanto los registros Imaginarios como Real.
De este modo, me parece que si nos colocamos en la vereda de la constante búsqueda de alguna inhabilidad/patología/desviación en nuestros pacientes, podemos tender hacia la eternización de los tratamientos amparados en una dialéctica interminable del sujeto padeciente, que legitima una pretensión de vigilancia y control por parte de los programas hacia las familias, bajo una frase que podríamos construir como ejemplo, del siguiente modo: “el paciente aun no está del todo bien, por ende, somos indispensables”. Es precisamente aquí donde la práctica clínica me ha permitido rescatar la orientación de Lacan, ya que si la imagen del semejante es desmesurada, si se manifiesta solo en el orden de la potencia y no del pacto, aparece la agresividad, el temor y la rivalidad propia del registro imaginario del ser humano con su semejante.
Sucede entonces que allí donde el terapeuta se presenta como semejante, es decir, se presenta desde su propio Yo (moi), inevitablemente se posiciona desde la función de imaginarización de una completitud que evita la desviación o la falta, identificándose a una identidad que por consiguiente se constituye en el terreno de la ficción, debido a que sería más bien consecuencia de una captación narcisista, que genera la imagen de una totalidad que por estructura excluye la alteridad (Thibierge, 2014). Igualmente, este último autor señala que “si efectivamente es en el espacio virtual –otro– del espejo donde se aferra mi ser, entonces mi ser se vuelve también virtual y amenazado” (p. 50), es decir, una dialéctica en donde solo hay cabida a uno de los participantes. Por lo que sería necesario pensar analíticamente una salida al atolladero y permanente impasse, generado por los modos de hacer encuentros con el otro desde el plano meramente imaginario, cuya conclusión no es otra que la agresividad. En su texto La Agresividad en Psicoanálisis (1948), Lacan realiza una serie de puntualizaciones respecto a la función de la agresividad en el contexto psicoanalítico. En él sitúa al registro Simbólico sostenido en la palabra como una salida posible a la lucha mortificante entre el sujeto y su semejante, y se refiere a que “el diálogo en sí mismo parece constituir una renuncia a la agresividad” (p. 111). De esta forma, la identificación simbólica permitiría una salida posible al registro meramente imaginario.
De este diálogo que Lacan recalca como pacificador, es la voz del paciente la que hay que rescatar, siendo la preocupación del analista, ofrecer a dicho diálogo un semblante lo más despojado posible de las características individuales propias de su Yo (moi). Es solo de esta forma que el analista puede movilizar desde sí –desde su Yo (moi) en tanto función imaginaria–, el imperativo categórico realizado sobre sí mismo de la apropiación comprensiva o empática del otro en tanto semejante, pudiendo así ocupar la posición en la cura del Otro hacia quien el sujeto se dirige más allá de lo que habla.
De este modo, es dable hacer una extrapolación de las indicaciones previamente señaladas en torno al movimiento del paso del Imaginario al Simbólico en la dirección de la cura, hacia una de las comprensiones posibles al propio fenómeno de maltrato hacia niños, niñas y adolescentes, toda vez que son los mismos principios de identificación narcisista a la imagen de totalidad, los que también se ponen en marcha en ciertos eventos de maltrato, propios de la relación agresiva de la imagen completa del individuo con su semejante. Tal como señala Lacan (1948):
la eficacia de esta acción agresiva es manifiesta: la comprobamos corrientemente en la acción formadora de un individuo sobre las personas de su dependencia: La agresividad roe, mina, disgrega, castra; conduce a la muerte […] Esta agresividad se ejerce ciertamente dentro de constricciones reales. Pero sabemos por experiencia que no es menos eficaz por la vía de la expresividad: un padre severo intimida por su sola presencia y la imagen del Castigador apenas necesita enarbolarse para que el niño la forme. Resuena más lejos que ningún estrago (pp. 109-110).
Me pregunto si podríamos ser nosotros en –esta función de control y vigilancia en estos programas– los continuadores de aquella imagen del Castigador que genera estragos en usuarios, al posicionarnos desde el lugar del semejante en una relación especular que no tiene otra salida que sentirnos amenazados en nuestra ideal de unidad yoica. Con ello ¿podríamos reproducir con los pacientes en el espacio clínico la agresividad que se busca intervenir y reparar?
En este sentido, la función pacificadora de la palabra –entendida en este marco de la enseñanza temprana de Lacan– puede ser un aporte para re-pensar los procesos terapéuticos, realizando un símil con los procesos de subjetivación del infante. Puesto que sería la palabra instituyente de Otro –simbólico– la que brindaría las coordenadas de elaboración de la experiencia.
Ahora, expecíficamente con relación al contexto Institucional de estos programas, pongo énfasis en la necesidad de reflexionar en torno al peligro de tender hacia la psicologización de ciertas dinámicas y conflictos que parecen más bien formar parte de un entramado social y relacional asociado a las consecuencias de las propias lógicas de intervención. Ejemplo de ello pueden ser las ocasiones en las cuales los profesionales del campo psicosocial son demandados a “intervenir” en protección y/o reparación, es decir, realizar ejecuciones desde una posición de saber, a familias cuya historia se encuentra marcada por posibles vulneraciones crónicas y materiales por parte del mismo entramado social y estatal que actualmente solicita dicha reparación.
De este modo, creo que se hace necesario mantener siempre una distancia fértil entre las demandas y valores desde los cuales se nos solicitan acciones del orden de lo universal, a la realidad particular de una transferencia singular con los usuarios y pacientes. Inclusive, según se desprende de la enseñanza lacaniana, que da cuenta de la marca de la ausencia que deja al Otro como incompleto, la que a su vez permite dirigir la pregunta sobre el deseo particular de cada sujeto para relacionarse con aquel vacío.
El trabajo mancomunado entre las prácticas de la psicología y el trabajo social[ii] se difuminan ahí donde se busca instalar una reparación posible en el despliegue de historización de vidas atravesadas por maltrato y negligencia, silenciadas por todo un mundo adulto donde nosotros podemos ser incluidos. Esta función me parece clarificada en la siguiente cita: “la historia no es el pasado. La historia es el pasado en la medida que es historizado en el presente, historizado en el presente porque ha sido vivido en el pasado” (Lacan, 2004, pp. 18-19).
Siguiendo estos aportes, podemos pensar el pleno valor clínico de la puesta en acto de un proceso terapéutico que, lejos de ser tipo, puede enunciarse como un camino posible de generar en la práctica clínica en contextos terapéuticos obligados. Se puede orientar la clínica en estas modalidades si concordamos con Lacan al referir que lo que se busca es presentar el inconsciente al sujeto como su propia historia, inclusive con aquellos hechos que determinaron en su existencia algunos giros o vuelcos históricos. Esta aclaración me parece de alta relevancia, dadas las premuras propias de la intervención social donde se pide a los usuarios manifestar expresiones emocionales o conductuales que den cuenta de su sentir, tomando de esta forma al lenguaje como mero factor comunicativo, sin apropiarse del factor estructurante de la subjetividad humana que representa el lenguaje[iii].
Así, si el objetivo de los Programas de Reparación al Maltrato (Servicio Nacional de Menores, 2015), es atender poblaciones de niños, niñas y adolescentes y sus familias, víctimas de abuso sexual y/o maltrato constitutivo de delito, siguiendo las reflexiones de este escrito, considero pertinente abrir la escucha para aquello que el sujeto desee ubicar en el espacio transferencial. Porque en estos programas de intervención psicosocial suelen abundar las lecturas motivadas por el registro Imaginario, lo que tendería a circunscribir a una dialéctica especular, que de antemano saturaría de sentido y cerraría el espacio de sorpresa de la emergencia de lo inconsciente.
A modo de conclusión
Una forma de orientar el trabajo clínico en los programas de atención psicológica en contexto obligado, podría ser la facilitación de un desplazamiento del otro/terapeuta como un semejante en la relación terapéutica a un semblante del gran Otro. En mi experiencia, esta orientación sienta las bases de una posible restitución de derechos, tanto si se destacan los efectos aliviadores de la palabra como la función reguladora en la economía psíquica de los sujetos. Ello en contraposición a los riesgos que conlleva la presunción de una vinculación terapéutica motivada solo por las coordenadas imaginarias de la comprensión, unidad e integración, que muchas veces pueden corresponderse con los ideales yoicos de los propios terapeutas, y que portan los riesgos de una agresividad en donde no hay cabida para lo diferente.
En este sentido, creo que desde el psicoanálisis la posibilidad de rescatar el discurso del paciente sigue siendo una de las máximas que guía la escucha y condiciona la posibilidad de cualquier intervención. Pues es en la transferencia con un paciente –siempre nuevo– y su propio saber –siempre su propia invención– donde puede emerger algo propio del sujeto y la factibilidad de nominar su padecimiento. Es decir, cuestionar el uso excesivo de etiquetas y rótulos de un saber psicológico experto que clausure imaginariamente de sentido lo que se escucha de otro. Pero para que esto surja tiene que haber allí un terapeuta y/o analista que no sepa de antemano lo que ha de encontrar en cada paciente, que se aventure a la sorpresa, que resulta de estar condicionados por la terceridad de un lenguaje que antecede y determina. De este encuentro en el campo del Otro es donde el sujeto puede saber algo de su propia posición subjetiva.
He aquí una postura ética posible respecto al rol del terapeuta como garante del Otro, pero un Otro barrado que no se asume a sí mismo desde una posición de saber, sino más bien de la ausencia de ese saber para buscarlo junto con el paciente en su propio decir, en las huellas de la historia por la que somos hablados desde la palabra de Otro. Estos aportes no son nuevos, no obstante me parece que cierta doctrina actual del psicoanálisis lacaniano tiende a autoexcluirse del debate público, priorizando una “últísima” enseñanza que se alejaría también del padecimiento subjetivo y los modos de su tramitación.
Dicho de otro modo, se trataría de volver a pensar la función de la palabra como eje del proceso psicoterapéutico, reconociendo un aporte específico del psicoanálisis al permitir complejizar la reflexión de las prácticas del quehacer psicológico en programas públicos-privados. Ello, sin excluir ni ser excluido en el necesario diálogo de las prácticas Psi de intervención en contextos terapéuticos obligados.
Ignacio Fuentes Lara, Psicólogo Clínico Universidad de Santiago de Chile - Grupo Miradas
ignaciofuenteslara [at] gmail.com
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Fuentes, I., Gajardo, R., & Varas, C. (2013) Significados de la transmisión transgeneracional del trauma por abuso sexual infantil en profesionales que trabajan en terapia de reparación del maltrato. Tesis para optar al Título Profesional de Psicólogo, Mención Piscología Clínica. Santiago de Chile: Universidad de Santiago de Chile.
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Thibierge, S. (2014) Clínica de la Identidad . Santiago de Chile: Pólvora Editorial.
[i] Cabe señalar en este punto un breve acápite respecto al agente que efectúa las marcas preliminares de este simbólico primitivo, a saber, la propia madre, quien con su presencia y ausencia en el campo del infans permite introducir la falta de un objeto real, posibilitando el llamado del sujeto en un registro que es allende a la necesidad biológica. Esta posibilidad de introducción de una falta se vuelve necesaria para que el sujeto pueda ubicarse en la dialéctica simbólica de los dones y el intercambio como prolegómeno del registro Simbólico (Lacan, 1994).
[ii] Profesiones que son solicitadas en estos programas por SENAME (Servicio Nacional de Menores, 2015).
[iii] Por ejemplo: frente a la posibilidad de intervención del psicoanálisis lacaniano en un contexto institucionales, López (2002) relata cómo orienta su trabajo con padres que han ejercido conductas de maltrato a sus hijos, y señala la relevancia clínica que se desprende al subvertir la pregunta dirigida al adulto, del “¿qué pasó?” al “¿qué me pasó?”, lo que conlleva la noción de responsabilidad subjetiva.