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Política y delincuencia

 

" No sé de dónde provienen estos soldados,
de todos modos con seguridad desde muy
lejos, son todos tan parecidos que en realidad
ni necesitarían uniforme."
Franz Kafka

 

" La moralidad es la única utopía que puede
realizarse."
Agnes Heller

 

La violencia política se ejerce -desde el Estado o cualquier otro centro de poder- sobre todo el cuerpo social, que es violentado en su totalidad cuando desde allí se vulnera a cualquiera de las personas que lo constituyen.

Violencia social, violencia política, son algo más que la suma de males individuales causados por los gobernantes a sus gobernados. Al globalizarse la violencia se ejerce sobre la estructura misma y la degrada, haciendo que los vínculos dejen de ser inteligibles y explícitos. Un contexto social es un tejido de relaciones cuya estructura se hace evidente -es decir, racional-, a través de leyes y normas explícitas que pueden ser conocidas, discutidas, comprendidas, por los sujetos que lo conforman y -a la vez- son conformados por esa totalidad que los contiene y a la cual pertenecen. A través de representaciones intersubjetivas y transubjetivas el sujeto logrará un sentimiento de pertenencia que lo hará definirse como sujeto social.
Dice Freud en El malestar en la cultura: "El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo (...), del mundo exterior (...) y por fin, de las relaciones con otros seres humanos."

El Estado de violencia produce ante todo la irracionalidad de los vínculos, a los que vuelve cada vez más inaccesibles. En este contexto así pervertido, los sujetos actuamos, puesto que no podemos dejar de actuar para vivir, pero nuestros actos se ven privados de la facultad, de la posibilidad de ejercer el pensamiento. No es de otro modo que vamos relegando nuestra autonomía y somos arrastrados al indigno vasallaje de la complicidad.

La historia argentina es una larga serie de contrabandos y traiciones donde la violencia ha sido siempre parte de la estrategia en juego. ¿O acaso no se escribía la violencia con el cuerpo desmembrado de Lavalle?.1 Si lo pensamos bien, hay muchas coincidencias entre el asesinato legal de Camila O´Gormann y el asesinato semilegalizado y policial de Miguel Bru.2 Ambos eran jóvenes, vehementes, apasionados, quizás bellos. Y ambos estaban ciegos ante el ladino poder que enfrentaban.

Nuestra generación ha conocido en carne propia por lo menos dos etapas bien claras de violencia política, mucho mejor articuladas entre sí de lo que pudiera parecer a simple vista: el terrorismo de Estado y el Estado mafioso. Ambos coinciden en imponer un criterio paradójico, que nos somete a un dilema desquiciante: la transgresión impuesta. Nada más opuesto a la libertad, nada que logre abolir mejor el derecho a la opción que nos constituye como sujetos, como partes de una sociedad.

 

 

 

El terrorismo de Estado procedió a la aniquilación física de las personas por el asesinato, la autoexpulsión, la expulsión y el exilio-, apenas oculto tras un discurso falaz que lo mostraba como la alternativa ante los invisibles y tal vez "rojos" enemigos. "...un terror que convivía -como la porción fundamental no hablada, como la muda célula matriz de todo lo que ocurría- con un Estado de superficie que vivía de palabras antiguas, que gritaba los goles en los estadios...".3 El terror mueve al pánico y el pánico al absoluto egoísmo. Ante el maremoto, cada uno abrazó su remo, protegió su barco y no dejó subir a los que se ahogaban: algo habrían hecho para desafiar de tal modo la ira de los dioses.4 ¿Y de qué otro modo hubiese sido posible pasar a esta etapa del capitalismo expoliador? ¿De qué otro modo se hubiese logrado un vasallaje de silencio?

La organización mafiosa no persigue otro fin que esa sumisión de las víctimas ahora devenidas cómplices. " La modalidad transgresora instaura alianzas que refuerzan espuriamente la pertenencia (...). Las alianzas así establecidas se basan en la obtención de resultados utilizando la promesa de un ¨"plus" de placer, la fascinación por cierto tipo de pertenencia (las dadas por riquezas materiales o prestigio, por ejemplo) y un facilismo en los métodos para conseguir logros. Se trata de una participación en actividades corruptas, socialmente estimuladas por una sociedad que no las condena sino que las promueve. Incluye el aprovechamiento de los resquicios del sistema legal para obtener determinados beneficios, así como la participación en situaciones que lindan con lo delictivo y son consecuencia de la extrema desprotección social de ciertos grupos."5

El liberalismo económico lleva en sí mismo la certeza de la corrupción. El padre fundador, Adam Smith, quien se consideraba a sí mismo un moralista, propone desde el inicio mismo del capitalismo industrial el deber de todo gobierno civil: la seguridad de la propiedad privada y la sacralización de la moneda y del mercado. La economía política clásica ha establecido un sistema de normas en sí misma expropiatorias, cuyo fin es la abolición de las promesas de igualdad. Tras el fracaso soviético, los propietarios quieren arrojar como un lastre, el Estado de bienestar que tenía sentido cuando evitaba que el enemigo se ramificase en su propio cuerpo.
La libre competencia como ficción política murió en el monopolio de los carteles. El paraíso liberal, bien se sabe, no es para todos. Fuera de las fronteras de la minoría que puede pertenecer y tener privilegios, sólo quedan el limbo de la complicidad esperanzada y el infierno de la marginación. Si la organización mafiosa no se presenta ante nosotros como el verdadero rostro del capital divinizado, al menos nos parece su clon.

Es el análisis de ese mismo Estado moderno, el que le hace pronunciar a Simon Weil: " En nuestra época de inteligencia oscurecida, no hay ninguna dificultad en reclamar para todos una parte igual en los privilegios, en las cosas que tienen por esencia ser privilegios. Es una especie de reivindicación a la vez absurda y baja: absurda porque el privilegio es por definición desigual; baja, porque no merece ser deseado."6

 

 

La complicidad del que espera una porción de privilegio es la más evidente a nuestros ojos. Sin embargo hay una complicidad más dolorosa y menos explícita: la de las víctimas, aquellos que han sido despojados, colocados al margen. Los que suplican, con cortes por ejemplo, no quedar fuera de las rutas de la historia. Los que no tienen fuerza para suplicar y abandonan la escena, jubilándose de la vida, considerándose poco capacitados, demasiado viejos, demasiado niños, descargando sobre sí mismos los discursos del amo y del verdugo. Ante esta imagen, horrorizados, agitamos el control remoto que los borrará de nuestro ojo cómplice, sediento de privilegio pequeño, vasallo al fin.

Marguerite Duras, en -El cortador de agua- observa con su especial mirada, casi ajena, a estas víctimas:

"Era un día de verano, hace unos años, en un pueblo del este de Francia, tres años, tal vez, o cuatro años, por la tarde. Un empleado de las Aguas vino a cortar el agua de una gente que estaba un poco marginada (...)
Eran personas que no podían pagar su recibo de gas ni de electricidad, ni de agua. Vivían en una gran pobreza. Y un día apareció un hombre para cortar el agua en la estación donde vivían. El vio a la mujer silenciosa. El marido no estaba allí. La mujer un poco atrasada con un niño de cuatro años y un pequeño de un año y medio.
El empleado aparentemente era un hombre como todos los hombres. A este hombre lo llamé el Cortador del agua. El vio que era pleno verano. Sabía que era un verano muy caluroso, puesto que lo vivía. Vio al niño de un año y medio. Se le había ordenado que cortara el agua, y lo hizo. Respetó su empleo del tiempo: cortó el agua. Dejó a la mujer sin agua para bañar a los niños y para darles de beber.
La misma noche, esta mujer y su marido tomaron a los dos niños con ellos y fueron a arrojarse sobre los
raíles del T.G.V. que pasaba por delante de la estación desalojada. Murieron juntos. Sólo tuvieron que andar.
Arrojarse. Mantener a los niños tranquilos. Adormecerlos, quizá con canciones.
El tren se detuvo, dicen.
Esta es la historia."

Y dice después: " Añado a la historia del Cortador del agua que esta mujer -que decían atrasada- por lo menos sabía algo de manera definitiva: es que nunca podría contar ya, al igual que nunca había podido, con alguien que la sacara de allí donde estaba estancada con su familia. Que estaba abandonada por la sociedad y
que sólo le quedaba una cosa por hacer, y era morir."7

Si quien aspira a un lugar en un sistema de poder que juzgamos corrupto es, de antemano, sospechoso de corrupción, ¿quién podría confiar en los políticos? Ante esta otra paradoja, la sociedad, aquella parte de la sociedad que pelea los restos del espacio público contra una política de ilegalidad consentida parece haber elegido otros héroes: los periodistas "independientes", aquellos que no se presentan ante sus ojos como cortejantes del poder político de los funcionarios ni del poder material de los medios masivos.

¿ Será Cabezas un héroe muerto en la celada de un enemigo artero, héroe al que sus pares (a los que hemos erigido en lo mejor de nosotros) lograrán, al fin vengar? ¿ O será sólo un signo más de la nueva y mafiosa gramática del terror? Signo como mensaje a interpretar de poderoso a poderoso, igualados ambos en el juego de complicidad y anomia de un modelo social impune.

 

Silvia Yankelevich
Psicoanalista

 

Notas

1.  Sabato. "Sobre Héroes y Tumbas".

2.  Joven estudiante de periodismo, marplatense, desaparecido de la democracia.

3.  En: El ojo mocho, ed., p. 3.
4.  Fábula tal vez apócrifa.

5.  Puget, Janine y otros. "Violencia social transgresora", en Gaceta Psicológica, n* 94, Bs. As., 1995, p. 11-18.

6.  Simone weil, "La persona y lo Sagrado".

7.  Duras, Marguerite, "El Cortador del agua", en La vida material.

 
Articulo publicado en
Marzo / 1998