Leibniz expresaba de manera ejemplar este estado de crisis que vuelvea lazar el pensamiento cuando cree uno que todo está casi resuelto:se creía uno en puerto seguro, pero se encuentra lanzado ahora en plena mar.Deluze, G. Michel Foucault, filósofo (1988)
Se escucha en diferentes ámbitos invocar la importancia de que el psicoanálisis resista el embate del creciente individualismo producto del neoliberalismo globalizado. Sin embargo es posible que el desafío actual del psicoanálisis sea poder pensar sus propios obstáculos y limitaciones, sus vigencias tanto como sus desactualizaciones más que endurecer sus resistencias. Existe siempre el riesgo que la peste que Freud traía a América se convierta en política conservadora, deje de diseminarse y proliferar por los intersticios y se convierta en disciplinado cultivo; a menudo, los discursos que se oponen a rozar sus fundamentos esgrimiendo el peligro del derrumbe y consagrando su edificio teórico como mausoleo derivan hacia esa orilla. Suponer que debemos mantener nuestros pies firmes dentro del plato de la teoría y la práctica psicoanalítica, implica cartografiar con firmeza esos bordes y definir con precisión el género al que pertenecen las teorías y prácticas psicoanalíticas. Sin embargo, tiendo a pensar que el suelo histórico-social donde nuestras teorizaciones se suscitan y se inscriben tanto como las preguntas que nos impulsan a pensar se generan en la actualidad y no provienen de una esencia humana atemporal.
Claro que este modo de pensar pone en cuestión todo un largo procedimiento, establecido a lo largo de muchos siglos, que ha moldeado nuestros modos de construir la realidad e interrogarnos acerca de ella. Por ejemplo, para Aristóteles –y, agrego, desde él-, definir algo significa proporcionar un género y una diferencia específica; género + diferencia circunscriben la especie. La diferencia específica inscribe la diferencia en la identidad de un género, consolidando su sustantividad. Aristóteles dice que el ser se dice de muchas maneras y señala diez categorías. Estas diez categorías son un armado de cómo concebimos linguísticamente, cómo pensamos y cómo se da la realidad. Pero Aristóteles dice algo más, dice que el ser se dice de muchas maneras, pero la manera primordial de decirse el ser es la sustancia, el sustantivo. Lo que dice lo que algo es, es el sustantivo. Por ejemplo: inconsciente; luego puede uno agregar reprimido, originario, descriptivo, sistémico. Por ejemplo: psicoanálisis y también puede uno luego agregar de niños, de grupos, con familias y parejas, clásico, lacaniano, americano, etc. Presuponemos, siempre, una continuidad entre el sustantivo y sus atributos forjada sobre una unidad de concepto que permite establecer sus umbrales de semejanza y diferencia, dentro de los cuales el concepto conserva su identidad. Nuestro sistema de pensamiento queda fuertemente alterado cuando nos dejamos afectar por variaciones sin constancia de objeto ni continuidad de sentido. No es fácil conmover esta perspectiva y hacerle lugar a una diferencia que se escape de las categorías razonables y componibles de lo uno y lo múltiple, de las partes y el todo.
A mediados de los ‘90, frente a una mesa de café donde por primera vez lo vi, Ignacio Lewcowicz, resaltaba el hecho de que en la reforma constitucional recientemente sancionada, aparecían considerados los derechos del consumidor. Señalaba que ciudadano y consumidor no eran categorías que se superpusieran ni reemplazaran, simplemente aparecían allí, una junto a otra. Me fui pensando que era muy interesante esa perspectiva. Pero confieso que también pensaba ¿Y a nosotros, qué? ¿Acaso toda persona, consumidor o ciudadano, no tiene aparato psíquico, inconsciente, identificaciones, complejo de Edipo, pulsiones de Vida y de Muerte? Aquí persona ocupa un lugar de universal, al cual los atributos de ciudadano o consumidor no logran afectar de modo sustancial. Tal vez, sin darme cuenta, me recostaba confortablemente en el culto a las invariantes relegando al inquietante consumidor al rincón de las insignificancias. Pues todos parecemos coincidir en la percepción de que los tiempos han cambiado y con él, también las cosas, subjetividades incluidas. Este término, subjetividad, se ha ido naturalizado e instalado casi calladamente dentro de nuestros discursos psicoanalíticos y, de ese modo, muchas veces no sabemos si la idea de subjetividad ha reemplazado la de aparato psíquico o si, y es esto lo más frecuente, mantenemos la universalidad invariante de éste para la especie humana y atribuimos al ropaje subjetivo los cambios epocales. Y así, entonces, aparato psíquico + subjetividad = humano de tal momento histórico.
Pensamos, sin duda, a partir de las preguntas que nos formulamos. Algunas formulaciones reconducen a las respuestas que ya tenemos; otras no. Este es un punto donde creo que el psicoanálisis tiene mucho para decir y aportar a todo otro tipo de pensamientos, pues estamos entrenados en otra escucha, una escucha de las inconsistencias y los sutiles desfasajes; de las pequeñas insignificancias que nos acechan siempre que hablamos; de lo que, tal vez, pueda emerger si suscita nuestro pensar. Contrastemos, por ejemplo, estas dos situaciones:
Mucho antes de que en nuestro país se sancionara la Ley de Matrimonio Igualitario, nos consultaban parejas homosexuales. En ese entonces un grupo de psicoanalistas nos reuníamos para pensar en el psicoanálisis con familias y parejas[1] cuando una integrante nos acercó una pregunta que la había sorprendido: ¿cómo es que estoy escuchando esta pareja olvidando que son dos mujeres? Y entonces los interrogantes nos llevaron a repensar el concepto de sexualidad y no el de vínculo como diferencia específica de las parejas homosexuales. La sexualidad nos llevó de la mano hacia la diferencia. La diferencia sexual. La diferencia sexual anatómica. Las consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica. Hasta que la pregunta se formuló así: la diferencia que se pone en juego en el encuentro sexual ¿es la del otro sexo, o es la del sexo del otro? Puede parecer un juego de palabras pero apunta hacia un pensamiento de lo otro que no se agota en la diferencia sexual y también hacia un pensamiento de la diferencia que no se agota en la oposición binaria. Lo nuevo en la sexualidad entonces, más que en los cambios en relación a las prácticas y presentaciones, nos pareció dibujarse en relación a las herramientas teóricas con que la pensamos y lo adecuadas y fecundas que puedan resultarnos para dar cuenta de nuestra clínica, con personas y/o parejas homosexuales o heterosexuales.
Hoy, sancionada la ley de Matrimonio Igualitario, comienza a interrogarnos la organización del psiquismo y la sexualidad de los niños en familias homoparentales y cada vez que el tema se plantea se concluye que habrá que ver cómo atraviesan esos niños el Edipo. El Complejo de Edipo es nuestro gran organizador; el lugar donde se anuda y organiza la sexualidad, donde se distribuyen las diferencias de sexo y se atribuyen las cuestiones de género, donde se consagran los modos de satisfacción y se significan los padecimientos futuros. Sin embargo, la pregunta suscitada no interroga al Complejo de Edipo, ni se plantea la posibilidad de examinarlo como un operador eficaz para un espacio-tiempo estipulado (la modernidad), pero no universal. Si cuando recibamos a estas familias y estos niños en la consulta tratamos de reconducir sus sufrimientos singulares a los conceptos teóricos que conocemos, nos estaremos perdiendo una buena oportunidad. Y quizás los niños y sus familias también.
B me deriva una pareja –ella atiende a la mujer- diciéndome: J ha realizado muchos cambios, pero con su pareja se genera una situación donde él siempre le demanda más, ella queda paralizada sin poder reaccionar y luego todo se disuelve en la nada. Le trasmití a J que no parece posible desmontar esta escena trabajando sólo con ella y por eso le sugerí una terapia de pareja. Es evidente que, para B, hay que recurrir a otro dispositivo.
El dispositivo psicoanalítico viene variando, pero ¿en qué sentido? es decir, ¿hacia dónde?, ¿desde dónde? Dispositivo. Un término que ha ido silenciosamente desplazando y reemplazando los de encuadre y setting. No es que ambos sean uno. También ellos distribuyen inflexiones, acentos, inclinaciones, énfasis, donde más que significarse, cobran sentido. ¿Hay diferencia? Al contrario de lo que se cree, sentido y significado nunca han sido lo mismo, el significado se queda aquí, (...) mientras que el sentido no es capaz de permanecer quieto, hierve de segundos sentidos, terceros y cuartos,( ...). dice Saramago: y agrega (...) el sentido de cada palabra se parece a una estrella cuando se pone a proyectar mareas vivas por el espacio, vientos cósmicos, perturbaciones magnéticas, aflicciones.[2]
Los significados, aunque no unívocos, pueden fijarse al menos local y provisoriamente: eso leemos a menudo en nuestros trabajos: “por represión entenderemos aquí...”, “cuando digo inconsciente me estoy refiriendo a...” El sentido, por el contrario, no se arraiga, sobrevuela sugiriendo una tendencia, señalando una dirección. Claro que uno podría afirmar también lo contrario porque a veces el sentido es claro aunque el significado preciso se nos rehúse o permanezca oculto. Sólo se trata de palabras, pero me gustaron las palabras de Saramago y voy a seguir ese hilo, porque no solamente han variado los dispositivos, también esa palabra es una variación. Las palabras que usamos, siempre inadecuadas, siempre insuficientes, hablan también de nosotros. Dicen de nuestro pensar. Y de los interlocutores que lo afectan; respecto de significación y sentido dice Giles Deleuze: Debemos reservar el nombre de significación para una tercera dimensión de la proposición: se trata esta vez de la relación de la palabra con conceptos universales o generales y de las relaciones sintácticas con implicaciones de concepto. (Deleuze, G. 1969) Mientras que para él el sentido, cuarta dimensión de la proposición que agrega, tiende una cara hacia las cosas y otra hacia las proposiciones sin confundirse con ninguna de ellas. El sentido no funda la verdad o falsedad de una proposición; es la insistencia y la subsistencia de lo expresado.
A partir de algún momento, que un rastreo bibliográfico que no he realizado podría precisar más, comenzamos a decir dispositivo y a hablar menos de encuadre. Sobre todo los psicoanalistas que frecuentamos la clínica con familias y parejas. ¿Por qué? ¿Porque abrimos la puerta del consultorio a más de una persona? Tal vez así fuera al principio, con un dejo de disculpa y de pudor. Pero eso suele suceder en los sistemas alejados del equilibrio como son las teorías: se cuela alguien más, se varía una palabra y ya el sentido se nos dispara hacia otro rumbo. Y entonces nos resulta difícil, cuando hablamos hoy de dispositivo, seguir pensando que se trata de hacer constantes algunas variables del encuentro; o que nosotros mismos, psicoanalistas, no estamos presentes como sujetos afectados y efectuados por ese particular encuentro clínico; o que no sólo vamos a la caza del sentido perdido sino hacia la producción de un sentido nuevo; o que la repetición verificante[3] no es destino y que la que se repite es la diferencia.
¿Por qué habrá surgido esta palabra? ¿Cómo se dio ese deslizamiento de encuadre a dispositivo? A primera vista sugiere una respuesta política. Encuadre connota una cierta rigidez, un borde nítido, también una imposición legislativa cuya modificación se sanciona como transgresión o ataque (¿se acuerdan cuánto atacaban antes los pacientes al encuadre? ¿se acuerdan cuánto lo transgredíamos en silencio y con culpa?) En los turbulentos ´60 y ´70 una institución comienza a consolidarse en el imaginario de los jóvenes analistas como emblema de un encorsetamiento expulsivo, de una línea y de un gesto que establece el régimen de verdad del psicoanálisis. Rupturas, exilios y clandestinidades en la así llamada Institución Madre (la IPA), sumado a la aparición en los márgenes de instituciones alternativas, fueron modificando las relaciones de poder. Las prácticas le fueron alterando muchas cosas al encuadre: tiempos, frecuencias, habitantes, locaciones. Sitiado por tantas variaciones que trataba de metabolizar, un día se presentó como dispositivo.
También dentro del dispositivo las cosas fueron variando; al principio sólo se atendía a las familias si concurrían por lo menos integrantes de dos vínculos (pareja, filiación y fraterno), se escuchaba e interpretaba no a las personas sino al vínculo.
Y también lo que hacíamos alojados en esos dispositivos formularon otras preguntas: si pensamos la pareja según la modalidad de las formaciones de compromiso o si le damos alguna oportunidad al azar del encuentro en la producción de una novedad; si el vínculo es un conector entre entidades pre-existentes o los sujetos son producciones del vínculo; cómo acomodar los conceptos que el psicoanálisis tiene formulados sobre pulsión, inconsciente y sexualidad a lo que ocurre en las familias y las parejas; etc.
Si ya no es aplicación ni ampliación ¿dónde ubicamos todas estas producciones suscitadas por el pensar en los vínculos que, por otra parte, vienen variando tanto a lo largo de estas últimas dos décadas y, por si fuera poco, tienen tantas variaciones –inflexiones, acentos, derroteros- en el tiempo actual? Tal vez sea sólo psicoanálisis, que muta, varía, trabaja, produce. Se produce en los encuentros clínicos. Y también, a eso apostamos y por eso escribimos, en la polifonía de otros encuentros. Entonces, las teorizaciones a que impulsan las prácticas vinculares no organizan una especialidad clínica, no deben ser pensadas como una diferencia específica, conceptos o microteorizaciones ad hoc que dejan incólume el edificio psicoanalítico. Pero entonces ¿en qué se convertiría el pensamiento psicoanalítico?
Quiero ahora presentar el extraño caso de la identidad de Pessoa[4]. Fernando Pessoa, poeta portugués de principios del siglo pasado, siempre llamó mi atención por el impropio estilo en que su obra se distribuye bajo numerosos nombres y apellidos (Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Alvaro de Campos, un temprano Alexander Search y algunos otros de menor trayectoria), caracterizados por él como sus heterónomos. Interesante denominación, pues estamos acostumbrados a usar el término seudónimo (del latín pseudos, falso) para los otros nombres bajos los cuales un autor oculta el suyo verdadero. Heterónomos. “El autor fuera de su persona”, dice Pessoa. “Que está sometido a un poder extraño que impide o coarta la libre realización de su naturaleza” dice el Diccionario Sopena (1910); del griego heteros, otro y nomos, ley. Los significados de las palabras comenzadas con “hetero” enfatizan la no pertenencia o correspondencia a lo propio, a lo “auto”. Así, heteronomía se define como privación de la autonomía, de autos, uno mismo, por sí mismo.
Preguntado por la génesis de sus heterónomos, así responde Pessoa en una carta dirigida a Adolfo Casais Monteiro el 13 de Enero de 1935:
“Allá por 1912, tuve la idea de escribir unos poemas de índole pagana. Esbocé algo en verso irregular (...) y abandoné el asunto. Con todo, y envuelto en penunbra, adivinaba en mí el semblante vago de la persona que estaba haciendo aquello. (Había nacido, sin que yo lo supiera, Ricardo Reis.)
Un año y medio o dos después pensé en hacerle una broma a Sá-Carneiro –inventar un poeta bucólico, de carácter complejo, y presentárselo, ya no recuerdo cómo, inscripto en alguna forma de realidad-. Un día en el que finalmente me había dado por vencido –fue el 8 de marzo de 1914- me acerqué a una cómoda alta y, tomando un manojo de papeles, comencé a escribir de pie, como escribo siempre que puedo. Escribí más de treinta poemas seguidos. Empecé con un título –El cuidador de rebaños- y lo que siguió fue la aparición de alguien en mí, a quien, desde un primer momento, di el nombre de Alberto Caeiro. Perdóneme el absurdo de la frase: había aparecido en mí mi maestro. Fue esa la sensación inmediata que tuve. Y tanto fue así que, una vez escritos esos treinta y tantos poemas, tomé inmediatamente otro papel y escribí, también uno tras otro, los seis poemas que constituyen Lluvia oblicua, de Fernando Pessoa. [...] fue la reacción de Fernando Pessoa contra su inexistencia como Alberto Caeiro. [...]
¿Cómo escribo en nombre de los tres?... Caeiro, por pura e inesperada inspiración; sin saber ni calcular qué irá a decir. Ricardo Reis, después de una deliberación abstracta, que súbitamente se concreta en una oda. Campos, cuando siento un súbito deseo de escribir y no sé, sin embargo qué.[...] Caeiro escribía mal en portugués. Campos, razonablemente pero con lapsus como decir (por ejemplo) ‘yo propio’ en vez de ‘yo mismo’, etcétera. Reis, mejor que yo, pero con un purismo que considero exagerado.”[5]
Escribir en nombre de los tres y también en el suyo propio; Fernando Pessoa, ortónimo, se hace constar cuando se refiere a un poema que firma ese nombre. ¿Quién es, pues, Fernando Pessoa? La academia responde: el poeta más célebre de la literatura portuguesa. Y no nos dice mucho. Pero tal vez sea la pregunta ¿quién es? la que está mal formulada, pues quién o qué son interrogaciones que convocan lo definitorio, lo pleno, lo identitario. Pessoa dice: “De repente se me ocurría algo, algo que, por un motivo u otro, resultaba absolutamente ajeno a quien soy o a quien supongo que soy. Inmediatamente, espontáneamente, exteriorizaba esa ocurrencia inventando un nombre, añadiendo una historia y una figura. (No sé, entendámonos, si no existieron o si soy yo quien no existe. En estas cosas, como en todas, no debemos ser dogmáticos.)”[6] La pregunta se aproxima más a cómo, ¿cómo es Pessoa? Pessoa ilustra un procedimiento que hace lugar a las intensidades que nos habitan y que lo sitúa diseminado en múltiples identidades, un compuesto de heterónomos incomponible. Su obra presenta una geografía de tendencias e intensidades múltiples (inesperada inspiración, deliberación abstracta, súbito deseo de escribir sin saber qué), de acciones y reacciones (por ejemplo, Lluvia oblicua contra El cuidador de rebaños), de dominancias singulares y transitorias (la inexistencia de Fernando Pessoa como Alberto Caeiro) Es destacable la bohonomía con que Pessoa aloja sus heterónomos renunciando a la propiedad de lo propio; cómo hace lugar a ese poder extraño, sosteniendo una incertidumbre que insiste en bascular real-irrealmente; cómo se abre a reglas del juego, en este caso poéticas, discontinuas; cómo, finalmente, Pessoa da Caeiro, da Reis, da Campos, da Pessoa sin ocultarse ni falsearse tras ninguno, emergiendo localmente en cada uno. Curiosamente, la identidad de la obra de Pessoa es su heteronomía y esta heteronomía ilustra un procedimiento posible de efectuar con múltiples novedades, conmoviendo nuestra idea de una identidad de bordes nítidos.
No hay lugar en Pessoa para la diferencia específica, pues ni Caeiro –su maestro-, ni Reiss –con su purismo exagerado-, ni ninguno de los otros (Alexander Search escribía en ingles) son especies del género Pessoa. Y es en este mismo sentido que entiendo que las formulaciones que la clínica con familias y parejas ha suscitado en el medio psicoanalítico, no son, tampoco ellas, especies ni especialidades del género psicoanálisis. ¿Heterónomos de un discurso o una disciplina? Es probable; ninguna producción de conocimiento es autónoma, está siempre afectada y condicionada por el poder extraño de múltiples líneas de fuerza. ¿Eclecticismo? Espero que no; es una objeción que, aunque me desagrade, puede formularse. Por otra parte, sería difícil concebir al psicoanálisis, que ha venido a señalar un saber que no se sabe a sí mismo, consumándose (y consumiéndose) como un saber cerrado sobre sí. Contamos, por suerte, con la brecha siempre abierta de nuestro único sagrado: lo que dicen los otros, esos a los que llamamos pacientes. Me gusta pensar que somos capaces de ensanchar la brecha de nuestra escucha e incluir la mayor cantidad posible de extraños de nuestra contemporaneidad: la observación desprejuiciada de prácticas que nos asombran; los discursos de los pensadores que nos sorprenden; sobre todo y en especial, aquello que es incómodo de alojar en los espacios que hemos construido. Tal vez el conocimiento no avance desarrollándose sino a través de bruscas conmociones, de sismas, de espasmódicas sacudidas.
Nos encontramos en un punto inquietante y para sentirme más acompañada citaré a Rodulfo cuando propone privar, vale decir librar, al psicoanálisis de la referencia a una base inamovible y ahistórica que tendría que tener[7]. Si nos atrevemos a considerar que toda producción teórica no puede no ser solidaria con la episteme de la época donde nace, un cambio epocal como el que estamos atravesando nos obliga a una revisión crítica de toda la maravillosa invención freudiana y sus posteriores desarrollos. ¿Qué le era ciego al psicoanálisis? Una de las cuestiones que lo cegaban tal vez sea esta idea de humanidad como universal invariante. Tal como plantea Julio Moreno[8], el sapiens sapiens, desde su aparición, no ha cesado de cambiar. Y, con la idea de progreso moderno ahumada en las chimeneas de Auschwitz, se esfuma también la esperanza de la persistencia de algo sustancial.
Para escándalo de sus contemporáneos, escribe Foucault (1966) en la Introducción de Las Palabras y Las Cosas: Por extraño que parezca, el hombre –cuyo conocimiento es considerado por los ingenuos como la más vieja búsqueda desde Sócrates- es indudablemente sólo un desgarrón en el orden de las cosas, en todo caso una configuración trazada por la nueva disposición que ha tomado recientemente en el saber. (…) Sin embargo, reconforta y tranquiliza el pensar que el hombre es sólo una invención reciente, una figura que no tiene ni dos siglos, un simple pliegue en nuestro saber y que desaparecerá en cuanto éste encuentre una forma nueva.
Evitando todo discurso apocalíptico y toda referencia al controvertido término de posmodernidad, advierto señales tanto de la desaparición de esa figura (el hombre del humanismo de la modernidad) como de la incipiente configuración de una forma nueva (que aún no tiene nombre). Uno puede pensar que es mala suerte atravesar un período de tanta incertidumbre y desconcierto, o puede pensar que es un privilegiado que tiene esa oportunidad. Yo pienso más lo segundo.
Martínez, Noviembre 2013
[1] Mi cariñoso y agradecido recuerdo a las compañeras y los compañeros del Área de Familia y Pareja de la AEAPG.
[2] Saramago, José Todos los nombres, ed. Punto de lectura, Barcelona 2000
[3] Moreno, J. Ser humano – Libros del Zorzal 2002 -Tomo las palabras de Julio Moreno. Y también su sentido.
[4] Parte de lo que sigue corresponde al trabajo Efectos de lo heterogéneo presentado en las II Jornadas de Psicoanálisis de Familia y Pareja – Diferencia y Subjetivación: Cuestiones de la clínica vincular - AEAPG, Buenos Aires, 2004
[5] No puedo citar la referencia bibliográfica. Estos extractos que transcribo han llegado a mi de un modo curiosamente indeterminado, bajo la forma de una fotocopia sin referencia de encabezamiento ni pie de página, que no puedo recordar quién me acercó, aunque deduzco por los dobleces y desteñidos que no fue recientemente. Corresponden a las páginas 28, 29 y 30 de algún texto. Titulan Fernando Pessoa y más abajo Documento.
[6] Op.cit.
[7] Rodulfo, R. (2008) Futuro porvenir – Noveduc, 2008
[8] Moreno, J. (2002) Ser humano - Libros del Zorzal, 2002