François Marty es psicólogo y psicoanalista. También es profesor de Psicología Clínica, Director del laboratorio de Psicología Clínica y de Psicopatología (EA 4056) de 2004 a 2012, Director del Instituto de Psicología, Universidad Paris Descartes (2007-2012) y Presidente del Collège International de L’Adolescence (CILA) de 2003 a 2012. El siguiente es un texto especialmente enviado para la publicación en nuestra revista.
Nuestra cultura de la modernidad valoriza la acción hasta el punto de confundir a veces hiperactividad con eficacia. A veces también la eficacia hace las veces de pensamiento. La gestión del tiempo entra dentro de una perspectiva económica en la cual la búsqueda de productividad compite con la rentabilidad. Hacer rápido, trabajar mucho, producir más, ganar todavía más productividad al menor costo: he allí el viático del “homo económicus occidentalis”. En este contexto, la pereza resuena como una falta (no asumir su lugar en la economía), un déficit, un error, una tara incompatible con el modelo capitalista y productivista (stajanovista). El siempre más (economía, trabajo, dinero) se lleva mal con un modo de vida ocioso, perezoso y despreocupado. Tomarse su tiempo remite a una cierta forma de lentitud. No son tiempos ni de “far niente” ni de siesta, sobre todo cuando la crisis llama a la puerta. Tanto que querer discutir acerca de las virtudes de la pereza, o simplemente proponer modificar la grilla de lectura de ese comportamiento humano, puede parecer una provocación. Correremos ese riesgo, formulando la hipótesis de que la pereza no ha dicho su última palabra al ser etiquetada en el gran mercado de los pecados capitales. Eludiremos fácilmente la crítica que se nos podría hacer respecto de un preconcepto simplista y reductivo que haría de la pereza una virtud. Porque veremos que si bien la lista de los pecados le queda estrecha, la pereza también puede ser signo de un sufrimiento inadvertido por la moral. Pero perfectamente tomado en cuenta y reconocido como tal por el psicoanálisis. La pereza tendría así, como Jano, dos caras, una virtuosa y la otra entre despreocupación, o incluso goce, e inhibición. Podría formar una pareja de opuestos con la actividad, como la depresión forma una con la agitación maníaca. Podríamos finalmente distinguir una pereza de vida y una pereza de muerte, correspondiendo cada una de ellas a uno de los polos de esa dualidad que no deja de hacer pensar en la dualidad pulsional tal como Freud la concibió. Esos son los puntos que intentaremos ahora explorar. Y para comenzar esa exploración, ¿qué mejor que un poco de etimología?
La palabra pereza viene del latín pigritia, derivada de piger (lento, indolente), que ha dado el sentido de poco trabajador. La pereza designa una disposición habitual a no trabajar, una falta de energía frente a una tarea, la lentitud intelectual. Esta noción de lentitud se vuelve a encontrar en el sustantivo perezoso, para designar animales de movimientos muy lentos, cercanos a la indolencia. Es en 1656 que la pereza aparece en el contexto cristiano como uno de los siete pecados capitales. Los pecados capitales son pecados de “cabeza” (capita), capaces de engendrar muchos otros. La pereza (acedia en latín) es una negativa a cumplir tareas necesarias. Su demonio es Belfegor.1
Evagrio Póntico2 (ese monje muerto en el desierto egipcio en 399) es quien primero, parece, ha identificado a la acedia como una de las ocho pasiones esenciales, él, que estimaba que todas las conductas impropias encontraban su origen en una o en varias de ellas.3 El término acedia ha terminado por remitir a una forma de pereza impregnada de melancolía que por su vínculo con la divinidad Belfegor, divinidad tentadora, evoca al demonio del mediodía. Al principio la acedia, sin embargo, no se confunde con la pereza: “es un malestar unido al exceso de privaciones que se apodera de los monjes en el desierto. Proviene de una actividad cerebral demasiado intensa y que gira en redondo a falta de una válvula de escape. San Antonio, padre de los padres del desierto, cuando sufre de “tentaciones” –es decir un martirio- en realidad sufre de un ataque de acedia, de pensamientos demasiado pesados, demasiado fuertes, demasiado obsesivos. Apoderándose de ese síntoma, que entre los Padres del Desierto es más bien signo de malestar psíquico que del “mal”, los cristianos lo transformarán en emisión de pensamientos malos y diabólicos. La acedia se convertirá luego, bajo la pluma de Santo Tomás, en el pecado de los pecados: el apartamiento voluntario del bien divino… Los cristianos de Occidente, poco fieles a la tradición de los padres del desierto, se apresurarán en transformar a la acedia en pereza y colocarla entre los siete pecados capitales. En adelante, la acedia ya no tiene ningún aura tentadora; es pereza de levantarse a la mañana para ir a misa, y luego pereza a secas. Gordos doctores tienen sueños eróticos junto a la estufa bien caliente: he allí la acedia, tal como la representa El sueño del doctor de Durero.”4 Que la acedia termine designando a la vez a la pereza, a la melancolía y al demonio del mediodía5, que su sentido haya evolucionado al paso del tiempo para revestirse con esa connotación moral que hoy le conocemos, de quiebre de la voluntad (¿o incluso perversión de la voluntad?), todo eso no deja de interrogarnos y de orientar nuestra reflexión. De este rápido vistazo etimológico podemos retener que la pereza no designa solamente un rasgo moral, sino que se aplica a una conducta cuya característica esencial es la lentitud, la indolencia, la falta de energía para realizar la tarea, como lo confirman ciertos sinónimos: holgazanería, desgana, inercia, pesadez, flojedad, apoltronamiento, negligencia, despreocupación, ociosidad. Todos términos y equivalencias que traducen la moralización de una conducta y dejan en sombras el sentido dinámico de la palabra. ¿Y si la pereza no existiera, si encubriera realidades tan diversas que habría que abordarla de otra manera?
El término de pereza no pertenece para nada al vocabulario psicoanalítico. El término remite a una connotación moral5 unida a una actitud que los psicoanalistas pueden encontrar en sus consultorios, especialmente en los comentarios que hacen, por ejemplo, los padres acerca de sus niños o sus adolescentes. El calificativo de perezoso designa en efecto una conducta, pero además del hecho de que la descripción sigue siendo demasiado fenomenológica (“no tiene ganas de trabajar, no hace nada”), demasiado descriptiva (“sueña, sólo piensa en jugar”), la categorización moral envuelve a la observación misma. El psicoanalista tenderá a considerar que esa pereza es un síntoma que tiene poca relación con lo que el sentido común estigmatiza. El psicoanálisis permite comprender la pereza sin reducirla a un pecado, así fuera capital. Es la observación clínica (realizada directamente a la cabecera del paciente) que permite proponer otros enfoques, otras interpretaciones, menos culpabilizadoras, que remiten más bien a una dificultad de orden psicológico, a un sufrimiento psíquico. Guardando las proporciones, se trata de dejar de quemar a las brujas, como en la Edad Media (las brujas se nos aparecen hoy más como histéricas que como poseídas por el demonio, aún cuando esta opinión merezca algunos matices diagnósticos), y de considerar de otro modo este tipo de realidad, en particular a la luz de los descubrimientos efectuados por Freud. La pereza no es diabólica, es la expresión de una disposición, de una capacidad o de una dificultad. El psicoanálisis tiene necesariamente un enfoque laico de las conductas humanas, bastante alejado de una concepción moralista y religiosa.
El psicoanálisis ha puesto en evidencia modos de funcionamiento de nuestra vida psíquica, a partir esencialmente de la importancia capital que reviste el funcionamiento dinámico del Inconsciente y el papel principal que juega la sexualidad infantil en el desarrollo de las neurosis. Para el psicoanálisis, en efecto, la vida psíquica no se resume a la vida consciente, revelándose la conciencia incapaz de dar cuenta por sí sola de los vastos territorios de esa vida. El psicoanálisis ha descubierto el papel del inconsciente dinámico en las conductas de todos, inconsciente que da cuenta de la conflictualidad psíquica: el hombre es solicitado por su vida pulsional, que tiene como meta reducir las tensiones que ella provoca al buscar sin cesar una satisfacción, fuente de apaciguamiento. Pero esa búsqueda de satisfacción es a menudo incompatible con las exigencias de la realidad, que obliga al Yo a arbitrar en diversos tipos de investimientos de manera tal que su integridad no sea amenazada. Nace así una lucha incesante entre la búsqueda del placer en la satisfacción de las pulsiones, que obedece al principio del placer, y el tomar en cuenta las exigencias de la realidad externa, de la vida social, que pertenece al principio de realidad. La lucha se hace tanto más fuerte cuando se despierta la conciencia moral de cada uno, conciencia que se edifica sobre la interiorización de los superyós parentales: el niño aprende a dominar su vida pulsional interiorizando los límites que le impone la vida social y los ideales que le han transmitido sus padres. La pereza se inscribe directamente en esa lucha, pues la vida psíquica está fundada sobre el conflicto psíquico, sobre el juego dinámico entre pulsión y satisfacción, búsqueda de placer y prohibición. La pereza puede tanto atestiguar un buen funcionamiento psíquico como formar síntoma.
El psicoanálisis nos muestra cuánta necesidad tiene el niño de soñar el mundo sensible para construirse: la ensoñación es, con el juego, uno de los modos de exploración de la vida psíquica más fecundos. Imaginar, representarse, desconectarse del presente para entregarse a sus pensamientos al resguardo de las solicitaciones del mundo. ¿Acaso soñar, jugar, sea hacer? ¿Es por el contrario una forma de ociosidad? Jugar, como soñar, es una actividad, por no decir un trabajo. Y el niño que no juega es un niño que anda mal. El juego es para el niño la manera de apropiarse del mundo, de hacer con las exigencias de la realidad. No hay pereza alguna en jugar. Notemos también que ensoñación y sueño necesitan de una cierta forma de inmovilidad (inhibición de la acción y de los movimientos del cuerpo) para poder desplegarse. El niño se desarrolla psíquicamente en la medida en que goza del beneficio de la influencia del mundo externo, en que es afectado por él, pero también puede replegarse sobre sí mismo en esa actividad de sueño para en cierto modo recuperarse.
En el momento de la adolescencia, vivir el momento presente, abstraerse del pasado, sin por ello ser capaz de proyectarse al futuro, constituyen modalidades esenciales de ser. El placer de no hacer nada, el que se siente al aprovechar el instante o el que apunta al confort, la tranquilidad, la actitud que consiste en no cansarse, en ahorrar esfuerzos, en medir sus pasos, tomarse el tiempo, todo eso participa del placer de vivir. Pensamos en “Buenas noches, Alejandro”7, una forma de hedonismo en el cual la alegría de vivir a su propio ritmo se impone a cualquier otra consideración.
Esa búsqueda de goce de la vida no forzosamente corre pareja con la actividad y el hacer. Así, esos jóvenes a los que se ve durante tardes enteras, inactivos, adosados a las paredes de los edificios: no hacen nada (salvo quizá mirar a las chicas pasar) y, sin embargo, están viviendo momentos fuertes, simplemente porque están entre ellos.
Podemos preguntarnos en un primer momento si no habría formas de pereza útiles, actitudes de puro goce que es necesario vivir y experimentar para poder realizarse. Si el que no hace nada, el que sueña, el que es pasivo, es percibido como perezoso, entonces la pereza encubre una actitud profunda y a menudo inconsciente emparentada con la capacidad de estar (en el instante), de estar allí, el “being” de Winnicott. El ser se opone al hacer y la voluptuosidad sentida al no hacer nada hace aparecer con demasiada evidencia el placer intenso que el sujeto experimenta. Es por eso que podemos pensar que la pereza, por estar ligada al placer, activa el superyó del otro, lo hace reaccionar frente al escándalo del placer experimentado. El espectáculo del placer alcanzado en esa voluptuosidad de no hacer nada puede suscitar la envidia del otro.
Así concebida, ¿no podría la pereza ser considerada como una suerte de trabajo psíquico del que se dedica a ella, un trabajo como actividad de transformación? ¿Transformaría la pereza al perezoso? Podría creerse que sí.
Si la pereza tiene virtudes, también podemos pensar que existen formas de pereza inhibidoras, invalidantes, que traducen ciertas dificultades de niños, adolescentes y adultos para resolver sus conflictos internos. El calificativo de perezoso traduce, entonces, un sufrimiento psíquico, una parálisis de la acción, una imposibilidad de decidir, como en ciertas formas de obsesionalidad, o incluso la depresión o la depresividad que traban la vida psíquica. Esa pereza de muerte se inscribe en las problemáticas de lo negativo. En ella reinan el aburrimiento, el desinvestimiento, el retiro libidinal, pero también la destructividad, la violencia vuelta contra sí mismo.
Para ilustrar este punto detengámonos algunos instantes sobre una idea que viene de la clínica del adolescente, la que se encuentra cuando el adolescente anda mal, cuando le cuesta levantarse a la mañana, se siente cansado durante el día. En esos casos no tiene ganas de nada, manifiesta cierta dificultad para elegir una orientación, para ordenar su habitación. Al contrario, se encierra en su pieza y juega durante horas en su computadora antes que trabajar; se repliega o escapa (de los padres) al exterior para ver a sus amigos. Esta descripción, escuchada a menudo en consulta, traduce un malestar profundo unido a la adolescencia misma. En efecto, si concebimos a la adolescencia como un proceso psíquico marcado por la pubertad somática y no solamente como una crisis de crecimiento que enfrentaría a dos generaciones, percibimos entonces cuánto hay de violencia, pero también de tratamiento de esa violencia, en la adolescencia. Es violencia en la medida en que surge bruscamente en la historia del niño, lo sorprende y lo fragiliza a veces al punto de aparecer como un traumatismo. Pero es también tratamiento de esa violencia, en la medida en que el adolescente ha podido construir defensas en su infancia (sobre todo la latencia) que le van a permitir, llegado el momento, adaptarse a esa nueva realidad. La profundidad de los cambios es real, en particular en el plano narcisístico e identitario. Cuando las defensas del Yo no están instaladas lo bastante sólidamente, puede suceder que la adolescencia constituya una verdadera efracción que lleve al adolescente a un colapso psíquico (breakdown). Es en esos casos que se observa una dificultad para darse ánimo, para salir de un movimiento depresivo, que puede dar la impresión de pereza, de una lentitud inhabitual. Se trata en realidad de un desinvestimiento, de una retracción que puede llevar a una aparente desaparición del gusto de vivir: las ideas suicidas nunca están muy lejos. La pereza no es más que la apariencia de una depresión más o menos enmascarada. Lo que el adolescente necesita entonces no es una reprimenda, privaciones o incluso un castigo, sino una ayuda, un apoyo narcisístico que pueden brindarle sus padres, o en su defecto un terapeuta. El apoyo que necesita pasa por la confianza en su capacidad de superar esa dificultad momentánea, pero también por los límites dados por el entorno, especialmente parental, para ayudarlo a contener esa violencia interna que no logra elaborar.
En los casos más corrientes, los adolescentes están obligados a vivir intensamente el momento mismo, a buscar las sensaciones más fuertes para sentirse vivos. Ese investimiento totalmente centrado sobre ellos mismos (para asegurar su supervivencia, en cierto modo) les impide proyectarse. Esta observación es particularmente cierta en el momento en que se le pide al adolescente que elija una orientación en su vida, que se implique en un camino profesional, que sea activo en esa elección, mientras lucha en sí mismo con la imperiosa necesidad de calmar una agitación interior que amenaza su equilibrio.
La fatiga8, signo de una dificultad para integrar psíquicamente los acontecimientos de su vida, traduce la dificultad de contener el desborde de un exceso de excitaciones que no llegan a ser integradas por el Yo. La fatiga participa del cuadro de la depresión, traduciendo el infructuoso esfuerzo de integración (represión u otro tratamiento psíquico) de lo que le pasa al sujeto.
La depresión también tiene beneficios9, en la medida en que se la puede concebir como un momento de puesta a distancia de vivencias demasiado dolorosas, un momento necesario para salvar la integridad narcisística del riesgo de un colapso más grave, como lo que sucede en la melancolía, donde es el yo el que se convierte en objeto de la pérdida (“la sombra del objeto recae sobre el yo”).10 La pereza melancólica es extrema, la acompaña una lentitud igualmente extrema; la lentificación psíquica indica que toda la energía del yo está movilizada en esa empresa de salvaguarda, con riesgo de darle la espalda a la realidad externa. En los casos más comunes, la depresión puede ser así pensada como una suerte de puesta en latencia, de un momento de trabajo psíquico fuera de la conciencia del sujeto, el tiempo que hace falta para que el deseo que enmascara y contiene pueda ser aceptado por el Yo. Esta concepción dinámica de la depresión muestra hasta qué punto la pereza no es más que la superficie, el ropaje, la apariencia. Más bien señala el trabajo psíquico intenso que se despliega a resguardo de las miradas, como el fuego que arde sin llama.
Se puede pensar la pereza poniendo en evidencia el papel que representan las pulsiones en la vida psíquica: pulsiones de vida; pulsiones de muerte. La sola perspectiva de satisfacer esas pulsiones puede paradójicamente llevar a la desorganización y a la no integración. El hombre, al contrario de las otras especies que le son próximas, tiene la capacidad de elegir; pero sus opciones están más sometidas a la fuerza de las pulsiones que a su libertad de juicio. La pereza manifiesta en ese contexto, ya sea la capacidad de un sujeto de dejarse afectar para no resistirse al placer de ser, ya sea la dificultad de superar un conflicto psíquico violento que podría destruirlo.
La pereza es a la depresión lo que el activismo es a la agitación maníaca. La vida psíquica tiene necesidad de esa alternancia de tiempos de acción y de reflexión para desplegarse: demasiada actividad indica una huída hacia la excitación y la no ligazón pulsional; demasiado retraimiento señala con esa inhibición una dificultad de actuar que puede ser el signo de una fobia o de una depresión. In medio stat virtus.
Traducción de Miguel Carlos Enrique Tronquoy
Bibliografía selectiva
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Notas
1. Belfegor es una antigua divinidad reverenciada en el monte Pe’or en el Cercano Oriente, inspirada en el dios Baal Phégor, mencionado en el Tanakh y la Septuaginta, traducción griega de la Torá. Se la encuentra mencionada en el pasaje del Antiguo Testamento. Los hebreos guiados por Moisés al hacer un alto antes de su llegada al país de Canaan se habían dejado arrastrar a la fornicación y al culto de sus dioses por mujeres locales (moabitas o medianitas -beduinas- según el pasaje). En la demonología cristiana, Belfegor es el demonio que seduce a sus víctimas inspirándoles descubrimientos e inventos ingeniosos destinados a enriquecerlos. A menudo toma un cuerpo de mujer joven (fuente: Wikipedia).
2. Evagre le Pontique, Traité pratique ou le Moine, II, éd. du Cerf, 1971, chap. 12, p. 521.
3. Fuente: Wikipedia
4. Fuente: Wikipedia.
5. El demonio del mediodía: concierne en primer lugar a la vida del monje, agobiado por el calor del día que provoca en él (hacia el mediodía, en mitad de la jornada, cuando el sol está en lo más alto) un cierto entorpecimiento que le hace sentir las obligaciones de su orden demasiado fastidiosas o sosas. Por extensión, la expresión se aplica al deseo que los quincuagenarios (en la mitad de su vida) sentirían por jovencitas, deseo que expresa la fuerza de las pulsiones.
6. La pereza consiste en no tener ganas de hacer lo que en principio sería necesario que se haga, para sí o para los demás, en general con el objeto de vivir mejor; de allí su aspecto de pecado capital, tanto más que muchas conductas sociales provienen in fine de la pereza y del deseo de dejar al otro hacer el trabajo que nos incumbiría. (Fuente Wikipedia)
7. Alexandre le bienheureux, literalmente “Alejandro el dichoso”, película francesa de 1968, dirigida por Yves Robert y protagonizada por Philippe Noiret (N. del T.).
8 Ehrenberg A., La fatigue d’être soi., Versión en español: La fatiga de ser uno mismo. Depresión y sociedad. Buenos Aires, Nueva Visión, 2000.
9. Fedida P., Les bienfaits de la dépression, Paris, PUF, 2005.
10. Freud S. (1915), “Duelo y melancolía”.