Nuestro mundo jamás se ha caracterizado por la igualdad, en cuanto a su administración de bienes y servicios, ni en cuanto a Derechos y garantías, ni aun en su distribución o reparto del tiempo y el espacio. “Lo común”, podría decirse que es una declaración siempre inexacta, siempre sujeta a los efectos y condiciones desigualantes, históricos e innumerables. Pero es también una construcción y una búsqueda irrenunciable. La libertad, no es entonces un bien del que disponer, ni un derecho o acceso al consumo, ni una expresión más de la propiedad privada, ni tampoco la capacidad de imponer deseos, sino la brecha que se construye singular y colectivamente cada vez que achicamos, disminuimos, desarmamos y combatimos el predominio de la desigualación, y construimos un “común”. Esta pandemia, una vez más, y en forma exacerbada, visibilizó que la desigualdad no es un sustantivo sino un verbo, no es un dato natural y estable sino una forma de distribuir recursos, entre los cuales también se hallan el espacio, el tiempo, las certidumbres, el futuro, la salud, etc. Se conjuga en acciones, se sostiene en políticas, se decide cada día. Por ello no se saldará únicamente con la vacuna.
Esta pandemia, una vez más, y en forma exacerbada, visibilizó que la desigualdad no es un sustantivo sino un verbo, no es un dato natural y estable sino una forma de distribuir recursos
¿Será por eso que el fantasma del Comunismo agita a los “defensores de la libertad”, tan próximos a quienes en la palabra vida camuflaron su defensa de la hipocresía, la exclusión y la desigualdad en sus resortes clandestinos? La palabra comunismo no tiene, muchas veces, consistencia más que para representarles el peligro de “lo común”, aquel que amenaza al imperio de la desigualdad con todas sus indiscutibles y “naturales” hegemonías.
Sabemos que el conflicto es una dimensión siempre presente en la escena psíquica y la escena colectiva, pero él ha dejado paso a una nueva exigencia de trabajo, diaria, ineludible, ardua: la de absorber y hacer propio un nuevo mundo hecho de incertidumbres, y metabolizar la pérdida drástica y definitiva de muchas de nuestras certezas. Estamos -entonces- enfrentados a asumir una nueva vida.
Asumir una nueva vida… en los bordes y contra la negación. Alicia Stolkiner, entre otros, puso la lupa en ese mecanismo que tantas veces nos permite pensar lo que el psiquismo expulsa cuando no logra enfrentar, y elude o desmiente, con sus tantas estrategias, defensas y modos (por más precarios o sofisticados que sean). Añado aquí también que la negación en el espacio común deja de ser un sustantivo y pasa a ser un verbo cuando se lo ejerce, y una expresión paradigmática: Negacionismo. El Negacionismo es política, el mecanismo de defensa propio se erige en condena de los otros, pero también en la asunción sumisa de esa condena, interiorizándola, legitimándola, incorporándola en perpetua cárcel colonialista y pastoral, en el propio dominio intrapsíquico, aun poniendo en riesgo la propia vida. No debería sorprendernos tanto que no tenga límites y que raye la idiotez o el cinismo. Hemos escuchado a algunos sectores ortodoxos de la comunidad judía justificar el Holocausto al inscribirlo en la lógica del castigo-enseñanza de Dios por los desvíos cometidos…
El tiempo/ Entre la vivencia de un tiempo alterado/ más que antes/ menos que antes/ ininterrumpido/ interrumpido/ detenido/ cronometrado/ extendido en obligaciones y trabajos/ cada día igual al anterior/ igual al que le sigue/ tiempo de temores/ tiempo para todo/ tiempo para nada/ presente perpetuo/ tiempo de espera/ tiempo pospuesto/ ¿pasó un año? /¿o fueron meses? /¿volveremos a vernos?/ ¿el tiempo volverá a ser nuestro?/ ¿habrá tiempo?/ Tiempo de incertidumbres/ vaciado de promesas/ paréntesis entre dos abismos/ entre lo que fue y será/ instante eterno/ Rituales alterados/ alteradas las despedidas los cierres los comienzos los pasajes/ En un comienzo pautábamos un diferir/ de una cuarentena a otra/ una fecha en la mira/ un final aparente/ Hasta que dejamos de medir el confinamiento en etapas/ y de contar en días/ postergar de a poco/ hasta que entendimos/ estamos entregados a la experiencia de no saber hasta cuándo.
El espacio/ Confinados, amontonados, arrumbados, superpuestos/ solos, solísimos/ la intimidad no nos sirve, no disponemos de ella/ a veces la negociamos/ intentamos ordenarla/ administrar usos y formas/ la intimidad escasa, la intimidad sobrante/ la ilusión de espacio abierto/ el perro nos saca a nosotros/ el balcón es aliado, el lavadero, el auto, el baño/ La virtualidad y los espacios nuevos/ los encuentros nuevos/ lo propio inventando otros lugares para existir/ Los auriculares, las barreras protectoras contra amenazas/ conservación del pudor, del secreto, del enigma/ El barbijo, la máscara, la distancia, la pantalla, la desinfección, acrílicos, barreras/ el cuerpo incorpora nuevos hábitos/ rutinas/ mientras pelea por no acostumbrarse/ a perder abrazos, mates, besos/ a los codazos, decíamos, para hacernos espacio/ ahora el codo es la mayor cercanía y el resto añorante del tacto/ protocolizados los encuentros/ desmadrados.
El tiempo y el espacio existen para sostener una vida en común, efecto también de un conjunto de pactos colectivos y mudos pero ciertos, testimonio (a veces desgarrador, a veces aliviante) de la presencia o de la existencia del otro en nosotros, no únicamente por fuera, en el espacio que nos es exterior. La alteridad se inscribe en el movimiento y devenir espacio-temporal. La virtualidad (a la que no todos tenemos el mismo acceso) propone posibilidades y nuevas exigencias. Entre un interior seguro y confinado, y un exterior riesgoso, lo virtual es el modo en que una experiencia transicional perdura -sobre todo en la infancia y adolescencia- aun capaz de ser puente entre territorios tan polarizados. Transicionalidad y creación a veces, otras, refugio autoerótico o sedante, de acuerdo a sus posibilidades de inscribir alteridad en un tiempo y un espacio, incluso desde la experiencia con la pantalla.
Estamos todos desterrados, exiliados, en estado de diáspora y prometiéndonos un reencuentro que ya está definitivamente marcado por el destiempo y el desajuste
Martín Kohan, a partir de la lectura de Juan José Saer, delimita un concepto, uno de esos conceptos que iluminan. “Zona” viene a ser no un reflejo realista -escritura mediante- de un determinado lugar, de una configuración local y pintoresca, en una narración cronológica, sino un modo de nombrar lo que el tiempo y el espacio configuran como marca o huella psíquica, eso que los psicoanalistas solemos referir como “apres-coup”, en sus registros tanto tópicos como temporales. Zona es resultado del cruce memoria y lenguaje con sus efectos de escritura subjetivante. Entre lo que está a medio borrar y lo imborrable, rasgo de extranjeridad con que se funda lo más propio, una nostalgia que empuja al mismo tiempo hacia atrás y hacia adelante. Zona, entonces, puede ser tal vez un modo común de nombrar esta experiencia pandémica y global: estamos todos desterrados, exiliados, en estado de diáspora y prometiéndonos un reencuentro que ya está definitivamente marcado por el destiempo y el desajuste, o lo dislocado. Zona es conjunción de tiempo y espacio, entre el ya no del pasado, y el todavía no de un futuro, herida de la perplejidad, lo irreconocible y lo familiar infligiéndose entre sí una marca. Entre el querer volver y no, porque lo que dejamos atrás y se desmoronó también es lo que nos ha enfermado. Desde esta zona divisamos que tiempo y espacio existirán para lo común a partir de nuevos pactos, y asistimos a las tensiones (algunas dolorosas y brutales) con las que los diferentes colectivos, heterogéneamente, intentan trazarlos.
Zona es conjunción de tiempo y espacio, entre el ya no del pasado, y el todavía no de un futuro, herida de la perplejidad, lo irreconocible y lo familiar infligiéndose entre sí una marca
A veces lo que nos mantiene cerca son las alteraciones temporo-espaciales. Ya no signo de confusión sino absoluta conexión con la realidad. A veces esas alteraciones son posibles resistencias (y en una de esas, pandemia mediante, podríamos revisar nuestra común y precaria definición de salud y enfermedad, o normalidad y locura).
Estamos condenados a investir, dice Piera Aulagnier. Establecer y concatenar causas es una exigencia psíquica fundamental e incesante. La pandemia es experiencia arrasadora de desestabilización, en el espacio colectivo pero también en el mundo intrapsíquico. Niños y adolescentes en particular se enfrentan también al trabajo de duelo frente a la pérdida de esas madres y padres que permanecían (permanecíamos) aún como garantes de verdad y soportes primarios de las certidumbres más básicas. Entre los dos órdenes de causalidad que Piera establece: causalidad demostrada y causalidad interpretada, el sujeto libra (el sujeto infantil mucho más) -contra lo incierto- sus batallas. De un tiempo a otro, de un espacio a otro, la búsqueda es que tenga sentido dibujar un modo de vincular dos orillas. O producir dos orillas. Que ello tenga sentido es trabajo común, no solitario.
El sentido fue puesto en suspenso, y estamos sumergidos en el trabajo intenso de reubicarnos
Sueño: bastión de la vida psíquica y de la vida colectiva. Es también esa zona, que conecta, liga, reúne las dos orillas, entre lo que fue y será, entre las imágenes sobrevivientes y las imágenes nuevas. Sueño, la pandemia es la versión del sueño que encuentra en el género fantástico, ese mundo en el que lo sobrenatural y lo siniestro, la extrañeza radical, la pregunta por lo verdadero y lo falso, el quiebre entre real e irreal, lo irreconocible, se despliegan, hacen experiencia de la vigilia en sueños, porque nuestra vigilia se ha vuelto irreal, distópica, pesadilla, inverosímil realidad que no da tregua. Algunas veces, como narra Juan Forn con su escritura que nos hace soñar, el sueño es juntarnos con los demás, volver a una existencia plural. Otras veces, el sueño pierde volumen y espesor, y entonces soñamos en dos dimensiones, ¿no es esa una metáfora precisa y tremenda? El sentido fue puesto en suspenso, y estamos sumergidos en el trabajo intenso de reubicarnos. El sueño está siendo, según escucho en tantos relatos, el lugar por excelencia que permite poner en juego esa conmoción y todas las vacilaciones. Entre el mundo de antes y el mundo de ahora, entre lo que sabíamos y lo que ya no, entre todas nuestras preguntas, fragilidades, terrores y deseos, el sueño. Los sueños. ¿Qué es real y que no? ¿Cómo sé que estoy despierto y no soñando? ¿En qué tiempo estoy? ¿En qué mundo estoy? ¿Qué es vivir? ¿En qué medida podemos tener una vida propia? Son algunas de las preguntas que laten en estado de vigilia y de sueño, en el limbo de la duermevela, en el borde del insomnio, onirizándolo todo.
Lo común es lo que aparece algunas veces, hermosas y amparantes veces, aunque más no sea para compartir la incertidumbre y las batallas, las ilusiones de tiempos mejores, y tiempos comunes (lo más común y corriente posible) fuera de la excepcionalidad que nos partió la vida, en esa zona intermedia que a veces el lenguaje y el sueño, abriendo otro espacio, otro tiempo, nos regalan.