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No es posible que seas tan cruel

 

¿Qué quiso decir Borges cuando puso como título, “Historia Universal de la Infamia, al conjunto de viñetas caracteropáticas que había venido publicando? Quiero decir, ¿qué puso en la palabra infamia? Metaforizó, sin duda, porque en realidad el alcance directo de esta palabra es limitado: indica sólo una situación negativa, ni siquiera una cualidad, la carencia de fama, y de ahí el desprecio de que es objeto quien, a los ojos de otros, es así reconocido, y por eso desconocido, como un carente. O, tal vez, intentó encerrar en ese sustantivo, a través de los personajes evocados, una pluralidad de atributos que explicarían la calificación: sus infames son traidores, encarnizados, inescrupulosos, malísimos, crueles. Dicho de otro modo, porque son todo eso, en especial crueles, son infames.
La palabra “infamia”, por lo tanto, propone en su uso más corriente y general una vertiginosa itinerancia: de una particularidad, como por ejemplo la crueldad –no es la única, puede haber muchas-, a una generalidad, o sea a cómo la crueldad es vista y considerada y qué destino, o sólo qué calificativo –infame-, merece o le espera a quien la practica: hay palabras, por lo tanto, milagro del habla, que poseen esa virtud, son capaces de realizar acrobacias semánticas como consecuencia de las cuales determinados valores, aparentemente fijos, se alteran y hasta desaparecen.
Pero no porque esa itinerancia sea registrable la crueldad -como capacidad de actuar sobre algo exterior a quien la posee con el deliberado propósito de hacerle un daño o destruirlo- desaparece; es más, tiene tal presencia en la vida social que se diría que la caracteriza, hasta tal punto que –muchos lo sostienen- podría ser inherente a la especie humana, dormiría en nuestras células de la inteligencia, sería el residuo superelaborado y perverso del sano instinto animal que hay en nosotros y que creemos haber doblegado y reconducido. En eso nos diferenciamos de los animales, que son puro y claro instinto: ellos hacen lo que hacen por necesidad, no en busca de una satisfacción psicológica; los seres humanos, en cambio, puesto que tienen propósitos, son crueles y, al parecer, si vemos lo que ocurre a nuestro alrededor, no pueden dejar de serlo, hasta obtienen en ciertos casos un superávit de placer a costa del dolor o del sufrimiento que causan. Los animales, de este modo y para seguir con las diferencias, son inocentes, pueden ser feroces, y lo son en la mayor parte de los casos, pero no son crueles, no se sabe si experimentan algo más que un estremecimiento cuando atacan o se defienden o logran su alimento a costa de otros animales; los humanos, por contraste, dirigen la crueldad y extraen de su ejercicio algún sentimiento complementario que en algún lugar los satisface, dominación o anulación del otro, proyección negativa de lo que quieren dominar o anular sobre quien la ejercen. La crueldad se entiende, de este modo, porque tiene fines y es más nítida y definida cuanto más pronto y más eficazmente los alcanza. El ser más cruel es el más realizado en la crueldad, el más reconocido, el más exitoso, el más impune si es que hay alguien que intenta castigar la crueldad.
Pero no es sencillo hablar de la crueldad pese a que creemos saber qué es; el campo semántico de su noción es vastísimo y sería tarea paranoica intentar fijar todos los aspectos de su manifestación; más prudente –menos paranoico-es quizás abandonar el diccionario y limitarse a señalar que la vastedad radica sobre todo en la pluralidad de situaciones de crueldad que jalonan la historia del mundo, a punto tal que proponerse una historia de la crueldad –si la historia es la manifestación de una racionalidad-, desde que el hombre es hombre y tiene memoria, sería hacer una historia de la humanidad misma: se podría argüir, en esta perspectiva, que todo lo que los seres humanos han creado desde el fondo de los tiempos para comprenderse y vivir tiene su contraparte en la crueldad que han ejercido contra la naturaleza, contra otros seres y aun contra sí mismos. O bien, por el contrario, bastaría una mera enumeración de tales situaciones y de sus variantes metodológicas para constituir esa historia.
Si esto es así, si la idea de la pluralidad de situaciones es válida, se podría concluir que no habiendo una sola forma de crueldad sino múltiples, los discursos que cada una de esas formas ha venido haciendo emerger o desarrollando han adquirido rasgos discursivos propios pero a la vez intercambiables y versátiles porque estuvieron condicionados por las finalidades perseguidas en cada caso. Así, la crueldad ejercida para arrancar una confesión de culpa tiene una justificación que no es la misma, desde luego, de la que se aplica para lograr un sometimiento ordinario y democrático, o sea emanado de leyes, así como no son iguales la crueldad institucionalizada de la esclavitud, por ejemplo, y la de determinado esquema pedagógico. Los respectivos discursos son, a su vez, clases de discursos, en las cuales se inscriben diversísimos y bien especificados textos: la Inquisición tiene su prosa, que no es la misma de la policía, pese a que ambos institutos parten del ejercicio de la tortura, ni la del juez ni la del moralista; el sadismo no es igual que el discurso de la necesidad de la obediencia debida y la justificación de la esclavitud difiere de la del trabajo asalariado en condiciones preindustriales, del mismo modo que la obligatoriedad del aprendizaje no tiene un lenguaje del mismo alcance que el del cumplimiento de la ley.
No sabemos muy bien qué hacer con los discursos de la crueldad; menos aun con la crueldad misma: si aquellos afectan nuestro juicio o nuestra capacidad de análisis ésta nos pasma, nos paraliza, nos asombra, nos lleva a un “no es posible tanta crueldad”. Pero nada está tan determinado en uno y en el otro campo: en ocasiones se ha llegado a satisfactorios análisis de los discursos –el psicoanálisis es uno de esos intentos- y, en el otro sector, también reaccionamos alguna vez frente a crueldades evidentes e inequívocas: por esa razón la esclavitud pudo ser abolida y la tortura inquisitorial pudo ser frenada. Esas reacciones son espectaculares y tienen que ver con lo que Hegel consideraría el “sentido” de la Historia. No es tan fácil sin embargo conjurar las crueldades solapadas y cotidianas de las que a veces somos testigos cuando no somos también actores, ya sea porque nos cuesta verlas, ya porque se mezclan confusamente con ciertos derechos, ya porque al estar dentro nuestro nos cuesta condenarlas afuera: renunciar a nuestra crueldad es en la mayor parte de los casos ser demasiado crueles con nosotros mismos si es que en verdad la crueldad nos constituye.
Pero también nos constituyen otras cosas, otras capacidades de actuar; la amenaza de la temporalidad, que está en el fundamento del despertar de nuestras capacidades, pone en movimiento otras capacidades, con tanta o más fuerza que la crueldad: algunas, como la de preservación, pueden coadyuvar con la crueldad en el sentido de que la crueldad puede ser un instrumento para conseguir permanecer, para garantizar la vida; otras, como la de reproducción, puede neutralizarla puesto que requiere de un otro indispensable que, por elemental lógica no debería ser destruido por la crueldad aunque, transaccionalmente, puede ser objeto de ella con vistas a un sometimiento que distribuya la crueldad mostrando, de este modo, que la crueldad no tiene por qué ser siempre inmediata y localizada sino que también puede ser suave y regulada. La crueldad del tajo, por decir así, se complementa con la de la difusión por gotas: parecen oponerse pero sólo metodológicamente, no en esencia.
Esa capacidad que llamamos crueldad se relaciona en algún punto con variadas lógicas de dominación y se conjuga, por oposición, con otras tantas lógicas de liberación; aquellas son directas y unilaterales, éstas necesitan fundarse antes de mostrar si logran sus fines, o sea anular o reducir la crueldad. De ese choque y complementación nace la terapéutica, en la medida en que tiende a enfrentar y controlar el dolor que primariamente causa la crueldad-, la filosofía como modo de entenderla, la compasión, en el sentido de lo que contrabalancea el padecimiento, la escritura que, como capacidad englobadora, la eleva, la proyecta, la expone y, como fuerza superior, la enclava y la hace ver hasta, en algunos casos, contener su exceso.
En suma, si la crueldad es inherente al ser humano también lo es la libertad; se podrá ceder ante su imperialismo, se podrá, sin ceder, convivir con ella y aceptarla, se podrá, por fin, luchar contra ella en ese sitio que antes se llamaba el alma humana y que hoy puede ser denominado con menos ruido “conciencia”, que es el propio lugar en el que se producen todas las batallas, las más importantes, y en una de las cuales se consagró, considerándose triunfador, el mítico rey recordado como “Pedro el Cruel”, condenado para siempre a la infamia.

Noé Jitrik
Escritor

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Articulo publicado en
Octubre / 2003