Exposición realizada en la mesa redonda organizada por la revista Topía: “Una batalla cultural en el campo de la salud Mental. La psiquiatrización de la subjetividad.” Participaron Alicia Stolkiner, Beatriz Janin, Alberto Sava y Enrique Carpintero
Venimos observando en los diez últimos años un avance de la psiquiatrización de la infancia, que trae diferentes consecuencias. ¿Qué implica medicar a un niño por molestar en clase, no copiar lo que se escribe en el pizarrón o estar distraido? ¿Qué le transmitimos cuando le planteamos que toma tal pastilla para quedarse quieto, atender al docente, hacer tareas que no le gustan? Los niños traducen: “tomo una pastilla para portarme bien”. Lógica que se podría replicar después, durante la adolescencia, en: “tomo una pastilla para poder bailar durante 10 horas seguidas o para adelgazar”. Idea de un cuerpo-máquina que debe recurrir a un estimulante externo para mantener un funcionamiento “adecuado” a lo socialmente esperable. Se resuelve un problema a través de la ingesta de algo, sin cuestionamientos.
Esto ocurre en un momento en que se suele utilizar, como novedoso, el viejo esquema: lesión orgánica, cuadro psicopatológico, tratamiento. La respuesta terapéutica suele ser la medicación, en tanto el problema se considera desde el vamos, de origen orgánico.
Se refleja así la idea del ser humano como una mónada cerrada que se liga a otras mónadas cerradas, idea opuesta a una concepción del sujeto como constituido en una historia, en vínculos con otros y desplegándose en un entorno familiar y social.
Todo niño se desarrolla en un contexto, en el que las primeras vivencias van dejando marcas. Marcas de placeres y dolores que se van complejizando a lo largo de su crecimiento y que pueden ser reorganizadas por experiencias posteriores.
Los malestares psíquicos son un resultado complejo de múltiples factores, entre los cuales las condiciones socio-culturales, la historia de cada sujeto, las vicisitudes de cada familia y los avatares del momento actual se combinan dando lugar a un resultado particular.
Y la tolerancia de una sociedad al funcionamiento de los niños se funda sobre criterios educativos variables y sobre una representación de la infancia que depende de ese momento histórico y de la imagen que tiene de sí mismo ese grupo social.
Por consiguiente, pensar la psicopatología infantil lleva ineludiblemente a reflexionar sobre las condiciones socio-culturales en las que se gesta dicha patología y también sobre qué es considerado patológico en cada época.
Los niños que no responden a las exigencias del momento son diagnosticados como deficitarios, medicados, expulsados de las escuelas. Ya no se “portan mal” sino que tienen un déficit, no es que son inquietos, sino que sufren de un trastorno, no se distraen, sino que tienen una enfermedad…
La mirada sobre la infancia se ha transformado, en gran medida, en una búsqueda permanente de desvíos de un modelo considerado universal, sin tomar en cuenta tiempo y lugar.
La medicación ha pasado a ser incorporada como algo que resuelve problemas de conducta y de aprendizaje, como lo que soluciona en forma rápida las dificultades que un niño puede tener en su adaptación al ritmo escolar.
En Brasil se llegó a la conclusión de que el 17,1% de los niños de una escuela elemental tenían ADHD (Vasconcelos M.M., Werner J. Jr, Malheiros A.F., Lima D.F., Santos I.S., Barbosa J.B. (2003): “Attention deficit/hyperactivity disorder prevalence in an inner city elementary school”; Arquivos de Neuro-Psiquiatria, São Paulo, vol.61, nº1: 67-73). De 403 alumnos, 108 dieron resultados positivos.
Y en una escuela de Bogotá, los maestros ubicaron al 31% de los niños como teniendo problemas de atención (Talero Gutíerrez, C., Espinosa Bode, A., Vélez Van Meerbeeke, A.(2005): “Trastorno de Atención en las Escuelas Públicas de una localidad de Bogotá: percepción de los maestros”; Rev. Fac. Med., Bogota, Vol 53, nº4:212-218).
Esto muestra cómo la idea de hiperactividad se confunde con la de infancia y cómo la mirada de los adultos puede catalogar a los niños de hoy como ADHD. Pero también habla de las pautas culturales, de los modos de educar y criar que hacen que los niños tengan diferentes comportamientos en diferentes grupos sociales. También, evidencia la incidencia de la escuela misma en la desatención e hiperactividad de los niños (no es casual que en algunas escuelas el porcentaje sea mucho más alto que en otras).
Entonces, si nadie tiene una vida aislada del contexto, es fundamental pensar en los niños y en sus avatares como efecto de un entramado en el que van a estar en juego sus propias posibilidades de elaboración, sus defensas, los funcionamientos psíquicos de madre y padre (y de otros significativos como hermanos y abuelos) y aquello que se ha ido transmitiendo a través de las generaciones, todo en un marco social determinado.
Por eso, pensar las conflictivas infantiles abre un camino de descubrimientos que no va a implicar nunca una respuesta rápida.
Así, hablar de que un niño tiene dificultades para tolerar el ritmo escolar, o para acatar normas o para completar la tarea, no supone saber qué es lo que le pasa. Cuando decimos: “Daniel no puede quedarse quieto” o “Juan desafía todo el tiempo” o “Martín no presta atención a lo que se le dice”, lo único que hacemos es describir una conducta, conducta que tiene seguramente ciertos matices. Por ejemplo, cuando decimos que “Martín no presta atención”, ¿qué pasa cuando la maestra se dirige directamente a él? ¿o cuando lo mira mientras le habla?. ¿Hay alguien a quien sí preste atención? ¿Está atento, por ejemplo, a los otros chicos y de ellos sí escucha lo que le dicen? ¿O puede seguir los ritmos en la clase de música y se lo ve allí totalmente concentrado? Y cuando decimos que Juan desafía, ¿siempre? ¿a todos?. Es decir, cada niño tiene sus peculiaridades, está dentro de un grupo con características específicas y el vínculo que ha establecido con los docentes es particular.
Y todo eso puede sufrir transformaciones… en la medida en que comprendamos qué es lo que le está pasando (o qué pasa en ese aula, en esa familia o en ese sujeto que se está estructurando), quiénes están involucrados en lo que le sucede y cuánto pueden ayudarlo la escuela, la familia y los profesionales.
Últimamente, se considera que los niños rebeldes, a los que se denomina oposicionistas, pueden ser tratados con psicofármacos. De este modo, no se cuestiona cómo se transmiten las normas en la actualidad, ni cuál es el lugar de los adultos frente a los niños. Podríamos pensar, por ejemplo, que la inseguridad de los adultos en relación a su lugar en el mundo los deja tambaleantes a la hora de dictar reglas en el ámbito familiar. O que los niños han obtenido un falso poder que los deja desamparados, frente a la ausencia de normas claras.
Pero si la pastilla modifica la conducta, toda pregunta queda obturada. Se supone que se ha encontrado la solución del problema y, tal como lo dicta la época, se lo ha hecho de un modo rápido y eficaz, sin dar lugar a cuestionamientos.
Esta misma forma de operar es la que da lugar a algunas de las características que se toman como patológicas en los niños, como la dificultad para pensar antes de actuar o la de no poder esperar y exigir que todo se resuelva con urgencia.
Podemos afirmar que cuando los adultos están desbordados y sobreexigidos y no pueden sostener ni contener a otros, se torna más difícil para un niño la representación de la propia existencia. Esto lleva a sensaciones de vacío, tanto en relación a los sentimientos como a la capacidad de pensar.
Los niños intentan llenar el vacío con cosas (en una sociedad en la que el "tener" ciertos objetos ha pasado a ser fundamental y en que la competencia se ha desplazado de las habilidades a las posesiones), o con desbordes motrices (hiperactividad, gritos).
Y si el intento es fallido y el vacío lo inunda todo, nos encontramos con niños abúlicos, apáticos, profundamente aburridos, que muestran la contracara de la imagen de la niñez como vitalidad y creación. Y la abulia y la apatía es otra de las caras de los niños “desatentos” de hoy.
La influencia de los laboratorios, que propagandizan la medicación “anti-ADD” como píldoras milagrosas que hacen que un niño sea buen alumno y responda a las normas escolares, debe ser tomada en cuenta. La exigencia de nuestra época, en la que todo niño tiene que rendir del mismo modo y aprender cantidad de conocimientos en el menor tiempo posible, también incide en este auge de la medicación. Si a esto sumamos la idea de la urgencia en la resolución de los problemas, tenemos como resultado “la pastilla milagrosa”. (Así, en la propaganda de un laboratorio sobre la medicación para el ADHD, se dice que “Los pacientes no tratados corren mayor riesgo de abuso de sustancias”, que las niñas a las que se considera tímidas y soñadoras pueden ser una variante ADD y que aunque no tengan impulsividad e hiperactividad requieren el mismo tratamiento, que “el bajo rendimiento académico y las dificultades en el aprendizaje pueden ser mejoradas con el tratamiento adecuado” (aunque no esté comprobado que haya mejoría en el aprendizaje).
Niños tristes, que están en proceso de duelo, niños inquietos, niños que han sido violentados, niños que necesitan más espacios de juego, niños que se retraen, niños que no respetan las normas… todos ellos son ubicados como si fueran idénticos.
En este contexto, los niños son diagnosticados luego como portadores de un supuesto síndrome de causa genética. Diagnósticos que se realizan generalmente sin escuchar a los niños, en base a cuestionarios o a observaciones regidas por una normalidad atemporal, desconociendo la incidencia del contexto y de los vínculos tempranos.
Sin bucear en la historia de ese niño, sin hablar con él, se atribuyen a causas orgánicas sus comportamientos. Es decir, el modo mismo del diagnóstico implica una operación desubjetivante, en la que el niño queda "borrado" como alguien que puede decir acerca de lo que le pasa.
Así, los niños quedan sujetos a una doble violencia: se promueven conductas defensivas, de alerta o de ensimismamiento y luego se redobla la violencia diagnosticándolos como “deficitarios” y medicándolos. Quedan así como únicos portadores de una “discapacidad”.
En un trabajo publicado en el Journal of the American Academy of Child and Adolescent Psychiatry, en agosto de 2000, se afirma que en una comunidad de Carolina del Norte, más de la mitad de los niños que recibían medicación no reunían los criterios diagnósticos básicos. Los autores concluyen que los padres suponen que la medicación mejorará el rendimiento escolar de sus hijos y por eso se la administran[1].
Así, se rotula, reduciendo la complejidad de la vida psíquica infantil a un paradigma simplificador. En lugar de un psiquismo en estructuración, en crecimiento continuo, en el que el conflicto es fundante y en el que todo efecto es complejo, se supone, exclusivamente, un "déficit" neurológico
Pero reducir toda conducta a causas neurológicas borra tanto a la sociedad como productora de subjetividades como a cada sujeto como tal.
Hay dos supuestos:
El niño fue así desde siempre (Esta idea supone el borramiento de la historia y de las determinaciones intersubjetivas, tanto sociales como familiares)
Será así siempre (Esta idea implica el borramiento del niño como sujeto en transformación y con un futuro abierto)
Y esto es crucial: si alguien fue así desde siempre (es decir, sus modos de hacer y de decir no se constituyeron en una historia) y va a ser así toda la vida... sólo queda paliar un déficit.
Es decir, el modo mismo en que se diagnostica implica una operación desubjetivante, en la que el niño queda anulado como alguien que puede decir acerca de lo que le pasa.
La niñez es un momento de la vida en la que un sujeto se va constituyendo como tal. Es una época de transformación y cambio, de apertura de caminos y también de armado de repeticiones. Las identificaciones, los deseos, las normas y prohibiciones internas y los modelos se van constituyendo en esta etapa. Pero esa estructuración se da en relación a otros, que son los que libidinizan, otorgan modelos identificatorios, transmiten normas e ideales. Y son los que le devuelven al niño, como un espejo, una imagen de sí. Esta imagen constituye un soporte fundamental frente a los avatares de la vida. La posibilidad de quererse a uno mismo, de valorarse, tiene como fuente esa representación de nosotros mismos que nos fue legada durante los primeros años.
Esto hace entonces mucho más necesario plantearse la responsabilidad que tenemos todos los que trabajamos con niños. Responsabilidad que se acrecienta cuando somos los que diagnosticamos….porque ¿cómo constituir el narcisismo si nos han puesto un sello invalidante?, ¿cómo sentirse valioso si de entrada se es rotulado, clasificado y ubicado como portador de un síndrome? ¿Cómo investir libidinalmente el mundo y a sí mismo desde ese lugar de “menos”? ¿Cómo podrán los padres mirar a ese niño si lo que les devuelven es que es un “Déficit de…” o un “Trastorno generalizado” o algún otro “trastorno”? En lugar de la esperanza, en lugar de ser alguien que va desplegando potencialidades, se es deficitario de entrada.
Quiero insistir en que es fundamental que se consulte tempranamente cuando un niño presenta dificultades, porque el trabajo en los primeros años de la vida puede impedir años de sufrimiento. Pero también aquel que es consultado por un niño pequeño deberá tener en cuenta que los niños cambian, crecen, que un niño es un sujeto en constitución, marcado por el contexto. Y que posibilitar modificaciones en el niño y en el entorno puede abrir caminos novedosos.
Por eso, una cuestión preocupante es la fijeza de los diagnósticos, que arrasan con la idea de movimiento y transformación.
En una época en la que la tendencia es a clasificar todo, se suele utilizar para nominar el padecimiento psíquico una especie de catálogo pseudo científico, en que se olvidan las determinaciones históricas y sociales, intra e intersubjetivas del sufrimiento psíquico. Por el contrario, pienso que es fundamental tener en cuenta la complejidad de la vida psíquica para poder diagnosticar, a partir de un análisis detallado de lo que el sujeto dice, de sus producciones y de su historia. Y ahí el diagnóstico es algo muy diferente a poner un nombre; es algo que se va construyendo a lo largo del tiempo y que puede tener variaciones (porque todos vamos sufriendo transformaciones).
En relación a los niños y a los adolescentes, esto cobra muchísima importancia. Es central tener en cuenta las vicisitudes de la constitución subjetiva y el tránsito complicado que supone siempre la infancia y la adolescencia así como la incidencia del contexto. Hay así estructuraciones y reestructuraciones sucesivas que van determinando un recorrido en el que se suceden cambios, progresiones y retrocesos. Las adquisiciones se van dando en un tiempo que no es estrictamente cronológico.
Un problema grave es que al considerar que la descripción de síntomas o de actitudes implica un diagnóstico, se obtura toda posiblidad de preguntar, por lo que se pierde el sujeto. Si nosotros ya sabemos lo que le ocurre a un sujeto, a partir de la pura observación, y es claro ahí el sostén teórico que rige el DSM, que es el conductismo, no hay nadie que esté diciendo algo diferente a aquello que es observable. Todo se juega en un saber que ya está dado.
Consideramos que este modo de clasificar no es ingenuo, que responde a intereses ideológicos y económicos y que su aparente falta de teoría no hace otra cosa que ocultar la ideología que subyace a este tipo de pensamiento, que es la concepción de un ser humano máquina, robotizado, al servicio de los intereses de la sociedad neo-liberal.
Esto también se expresa a través de los tratamientos que suelen recomendarse en función de ese modo de diagnosticar: medicación y tratamiento conductual, desconociendo nuevamente la incidencia del contexto y el modo complejo de inscribir, procesar y elaborar que tiene el ser humano.
En relación a la medicación, lo que está predominando es la medicalización de niños y adolescentes, en que se suele tapar con una pastilla conflictivas que muchas veces los exceden y quedan sepultados pedidos de auxilio.
Entonces, en lugar de rotular, consideramos que debemos pensar qué es lo que se pone en juego en cada uno de los síntomas que los niños y adolescentes presentan, teniendo en cuenta la singularidad de cada consulta y ubicando ese padecer en el contexto familiar y social en el que ese niño está inmerso.
Quiero agregar algo: me parece que utilizar estos manuales clasificatorios y los otros instrumentos que lo acompañan, como el cuestionario de Conners (en el caso del ADHD), deja también a los profesionales empobrecidos y con pocas posibilidades de pensar. Es un arrasamiento de la clínica y de todas las preguntas que ésta abre. Es decir, no sólo queda desubjetivado el paciente sino también el terapeuta. Terapeuta y paciente al servicio de intereses que les son extraños.
Retomar la idea de que diagnosticar es algo muy diferente a poner sellos y que un niño es un sujeto en crecimiento, me parece fundamental para recobrar la clínica como lugar de creatividad.
Devolver la idea de crecimiento como potencia, como esperanza, puede facilitar que el niño se lance a la aventura del aprendizaje, a los laberintos de los vínculos con los otros, que pueda construir y construirse y que sostenga deseos.
[1] National Institutes of Health Consensus Development Conference Statement, “Diagnosis and Treatment of Attention-Deficit/Hyperactivity Disorder (ADHD)”, en Journal of the American Academy of Child and Adolescent Psychiatry, nº39, 2000, pp. 182-193.